Mirrorshades: Una antología cyberpunk (29 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Pero era como arrojar monedas al Gran Cañón. No se podía ni oír su choque en el fondo.

Todo el grupo le miró sin decir nada.

—Vale —dijo Rickenharp—. Vale. Hemos pasado por esto diez jodidas veces. Vale. Ya está bien —tenía un discurso de despedida para este momento, pero se le atascó en la garganta. Se volvió a Murch y dijo—: Crees que te van a mantener, ¿te dijeron eso? ¡Tonterías! Lo harán sin batería, tío. Mejor que aprendas rápido a programar —luego miró a José—. Que te jodan, José —dijo suavemente. Se volvió hacia Julio, que estaba mirando al muro opuesto como si estuviera descifrando algún grafito particularmente críptico—. Julio, te puedes quedar con el amplificador. Voy a viajar ligero.

Se dio la vuelta y, cargando con su guitarra, salió dejando silencio tras de sí.

Le hizo un gesto a Yukio y los condujo por la salida del escenario.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedas ayudarnos a encontrar una pequeña tapadera? —le preguntó Carmen en la puerta.

Rickenharp necesitaba ahora compañía terriblemente. Asintió.

—Sí, si me das una dosis de mezcal.

—Desde luego —dijo ella.

Rickenharp se puso las gafas oscuras para protegerse del asalto del Paseo.

El Paseo se deslizaba por las balsas unidas de la Zona Libre durante una milla, girando hacia delante y hacia atrás, a través de un cañón abarrotado de salas de juego trufadas de neón y bombillas parpadeantes. Estaba cerrado sobre sí mismo, magnificado por la disposición y por el brillo de las luces de colores.

Rickenharp y Carmen caminaron a través de la pegajosa y calurosa noche casi al mismo paso. Yukio caminaba detrás, Willow delante. Rickenharp se sintió como parte de una patrulla en la selva. Y tenía aún otra sensación; que eran seguidos o vigilados. Quizás era sugestión, debida a ver que Yukio y Willow miraban por encima de sus hombros, de vez en cuando...

Rickenharp sintió una vibración de energía bajo sus pies, una sacudida que se extendió con un lánguido latigazo a través del flexible material de la calle, diciéndole que hoy habían subido los rompeolas, y los espigones alrededor de la isla artificial sufrían por el esfuerzo.

Las salas de juego ocupaban tres niveles por encima de la estrecha calle; cada nivel tenía su propia acera cubierta; la gente se paraba en la balaustrada para mirar abajo, a la segmentada serpiente que formaba el tráfico de la calle. El conjunto de salas de juego expulsaba hacia Rickenharp una rica amalgama de olores; el tueste de las patatas fritas de la comida rápida, la suave acritud del humo, humo de hierba, de gino, de tabaco, el aroma envolvente de los perfumes, de los olores de la orina mezclados con el de los puestos de pescado, la cerveza rancia, las palomitas de maíz y el aire marino; y por encima de todos ellos, el suave olor a ozono proveniente de los coches eléctricos cabalgando por la calle. La primera vez que estuvo allí, Rickenharp pensó que el lugar olía extraño para ser un sector de luz roja. «Es demasiado flojo», dijo. Entonces se dio cuenta de que faltaba el bajo continuo del monóxido de carbono. No había coches de combustión en Zona Libre.

Los sonidos salpicaban por encima de Rickenharp en una cálida ola de fecundidad cultural; canciones pop de baterías y cajas de ritmos crecían según iban pasando los tipos que llevaban insignificantes aparatos, si se los comparaba con el ruido que producían; el ritmo contagioso de la protosalsa o el calculado y redundante latir del minimono.

Rickenharp y Carmen caminaban bajo una arco de triunfo de fibra de vidrio, tan cubierto de grafitos que su significado original conmemorativo se había perdido, y fueron bajando despacio por la lechosa acera, bajo el alero del primer piso de salas de juego. El gentío multinacional se hacía más denso según se aproximaban al corazón del Paseo. Las suaves luces brillando hacia arriba, en medio de la acera de poliestireno, daban al gentío el aspecto de una película de terror de los cuarenta. A pesar de las gafas negras, el lugar asaltó a Rickenharp con millares de impulsos subliminales.

Rickenharp todavía estaba navegando por la ola de azul mezcal, pero la ola ya comenzaba a romperse; podía sentirla desplomándose bajo sus pies. Miró a Carmen. Ella le devolvió la mirada, y se entendieron. Ella miró alrededor, luego se dirigieron hacia la oscura entrada de un antiguo cine, un hueco lleno de basura a unos veinte pasos de la calle. Fueron a la entrada, mientras Yukio y Willow se quedaban de espaldas a la puerta, bloqueando la vista desde la calle, para que Rickenharp y Carmen pudieran meterse una doble dosis de mezcal azul. Había cierto placer de crío en refugiarse en un sitio apartado para tomar drogas, una oleada de romance por pertenecer a una banda de fueras de la ley. A la segunda inhalación, los grafitos de las puertas de batientes de fibra de vidrio de la entrada, parecían retorcerse con sentido.

—Se me está acabando —dijo Carmen, comprobando su bote de mezcal.

Rickenharp no quiso pensar en eso. Su mente ahora corría, y sentía cómo había saltado al modo-lenguaje del azul jefe.

—¿Ves ese grafito?: «Vas a morir joven porque TIE te ha robado la mitad tu vida». ¿Sabes lo que significa eso? No sabía qué era el TIE hasta ayer. Solía ver esas cosas y me preguntaba qué era, hasta que alguien me lo dijo.

—Inmortalidad y no sé qué más —dijo ella, lamiendo el mezcal azul del borde de su inhalador.

—Tratamiento de Inmortalidad para la Élite. Supuestamente cierta gente se reserva un tratamiento de inmortalidad sólo para ellos, porque el gobierno no quiere que la gente viva mucho tiempo y así abarroten el lugar. Otra tonta teoría conspiratoria.

—¿No crees en las conspiraciones?

—No sé, en algunas. En nada tan traído por los pelos. Pero pienso que la gente está siendo manipulada todo el tiempo. Incluso aquí, este lugar te golpea, ya sabes. Como...

—Bueno, niños —le interrumpió Willow—, ¿podemos dejar la clase de sociología para más tarde, eh? Tío, ¿dónde está el lugar ése donde tu colega nos puede sacar de la isla?

—Vamos —dijo Rickenharp, llevándolos de vuelta a la corriente de la multitud, pero siguiendo el hilo del rap del mezcal azul, sin perderlo—. Quiero decir, este sitio es como Times Square, ¿no? E incluso uno lee novelas sobre él. Ese era su arquetipo. O quizás algunos lugares de Bangkok. Quiero decir, esos sitios están preparados cuidadosamente. Quizás subconscientemente, pero tan minuciosamente dispuestos como los jardines japoneses, sólo que con la estética inversa. Cierto, todo evangelista llorica, justiciero, estreñido, que alguna vez haya predicado contra la seducción diabólica de lugares como éste, estaba en lo cierto de alguna manera, estaba completamente justificado porque, sí, estos lugares te excitan y te seducen y vampirizan a la gente. Sí, son atrapamoscas de Venus. Svengalis arquitectónicos. Sí a todos los clichés sobre lo malo de la ciudad. A todos los reverendos predicadores: Reverendo Iko, Reverendo... ¿Cuál es su nombre?... Reverendo Rick Crandall el Sonrisas.

Ella le miró con dureza. El se preguntó por qué, pero el mezcal le seguía arrastrando.

—Todos los predicadores están en lo cierto, pero la razón por la que lo están es la que hace que también estén equivocados. Aquí todo trata de venderte algo. Cantidades de luces y remolinos que te succionan para seducirte, para que dilapides tu energía en forma de dinero en ellos. La gente viene aquí principalmente para comprar o para ser excitados cuando están a punto de comprar. La tensión entre querer comprar y la resistencia a comprar puede originar una carga eléctrica. Es esto lo que interesa: dejo que excite mis glándulas pero retrocedo cuando tengo que pagar. ¿Sabes? Simplemente es una constante excitación, pero sin correrse, porque desperdiciarías tu dinero, o pillarías una enfermedad social, o te robarían o te venderían drogas adulteradas, o algo... Quiero decir, lo que aquí se vende no tiene valor, son tonterías. Pero, para mí, esta noche es más duro resistirme... —sin decir:
porque estoy colocado—.
Te hace susceptible. Receptivo a mensajes subliminales ocultos en el diseño de los letreros, esos cinéticos horteras, esas jodidas bombillas que se encienden y se apagan; eso te hace pensar en los viejos modelos de computación, pensamiento binario, encendido-apagado, encendido-apagado,
parpadeo, parpadeo,
todos esos fluorescentes, poniéndote en trance como el péndulo del hipnotista en las viejas películas... Y el tipo de colores que usan, la energía de los letreros, el ritmo de su encendido, el ritmo de encendido-apagado de las bombillas, todo eso diseñado de acuerdo a los principios de la psicología que incluso la gente que lo hace no sabe que los están usando, colores que señalan, sabes, descargas glandulares y corrientes químicas estimulantes hacia los centros de placer... Como las obscenidades que salen de la pintada boca de una puta por la que pagas... como los videojuegos... quiero decir.

—Sé a qué te refieres —dijo ella, comprando con desesperación una cerveza en un vaso de papel—. Debes de tener sed después de ese monólogo. Toma —puso el vaso espumoso bajo su nariz.

—Hablo demasiado. Lo siento —se bebió la mitad de la cerveza en tres tragos, tomó aliento, la terminó, y por un momento sintió el paraíso en su garganta. Una ola de quietud lo invadió, y luego se evaporó cuando el mezcal azul volvió a quemarle otra vez. Sí, estaba conectado.

—No me importa escuchar tu rollo —contestó ella—, excepto que quizás tengas mucho que decir y no estoy segura de que no nos estén grabando.

El asintió avergonzado y siguieron. Aplastó el vaso en la mano y comenzó a hacerlo tiras metódicamente mientras caminaban.

Rickenharp disfrutaba de la lujuria de colores del lugar, colores que se mezclaban y desaparecían sobre la multitud, haciendo de la corriente de sombreros y cabezas un muestrario de iridiscentes telas y, al mismo tiempo, haciendo brillar los coches como fragmentos móviles de hielo.

Tomas la palabra
pasión,
pensó Rickenharp, y la colocas cruda en una bañera llena del jugo de la palabra atracción. La dejas y permites que los ácidos de la atracción blanqueen los colores de la pasión, con lo que obtienes una suerte de arco iris de gasolina en la superficie de la bañera. Extraes el arco iris de petróleo con un cedazo para quesos, lo pasas por un alambique y lo diluyes del todo en el aceite de la inocencia de los dibujos animados y el extracto de la subjetividad pura. Ahora haces pasar la corriente eléctrica a través del alambique y obtienes todos los tubos de neón que unen el Paseo de Zona Libre.

El Paseo, estrechándose ante ellos, era un tubo de luces coloreadas, convergiendo en un caleidoscopio; las fachadas cóncavas de cada lado se iluminaban con una docena de diferentes tipos de letreros. El flujo sensual de datos de neón estaba fragmentado en astutos intervalos irregulares con los imponentes logotipos, a lo Times Square: CANON, ATARI, NIKE, COCACOLA, WARNER AMEX, SEIKO, SONY, NASA CHEMCO, BRAZILIAN EXPORTS, EXXON y NESSIO. En todos ellos, sólo uno fue afectado por la guerra. Un cartel sin encender: FABRIZZIO y ALLINNE, una compañía francoitaliana, destruida por los bloqueos soviéticos. Estaban apagados, muertos.

Pasaron por una tienda de camisetas-TV, de donde los turistas salían con sus pechos proyectando imaginería de vídeo en movimiento, circuitería microfina y chips tejidos en el pecho de la camiseta, mostrando la secuencia elegida por cada cual.

Camellos callejeros de todas las razas vendían azúcar beta mezclada con beta endorfinas y conchas del propio fondo marino de Zona Libre, agujereadas y ensartadas, además de anillos cifrados de holocubos pornográficos con instantáneas de uno mismo con su esposa. ¿o con su amante?

A pesar de la cercanía de África, los negros africanos eran allí escasos. La administración de Zona Libre los consideraba un peligro para la seguridad. Los turistas eran principalmente japoneses, canadienses, brasileños montados en la cresta del boom brasileño, surcoreanos, chinos, árabes, israelíes y un pequeño número de americanos. Ya muy pocos de esos malditos americanos, gracias a la depresión.

La atmósfera era la de una sauna. Era un baño de vapor multicolor. El aire espesado por los variados humos del lugar envolvía el brillo del neón, filtrando y oscureciendo los colores de los letreros, las camisetas-TV y la joyería fosforescente. En lo alto, entre las piezas de un rompecabezas que no encajaban del todo, hecho de carteles, luces y vídeos de las casas de placer que supuraban imaginería sexual, se vislumbraban pedazos azules y negros del cielo nocturno. Al nivel de la calle, el caos tenía su límite en las puertas abiertas a cada lado; la corriente de gente entraba y salía para mirar tiendas y salones de humoestim, tiendas de recuerdos y teatros holocúbicos y, especialmente, las galerías de excitación.

Los camellos se movían como peces de arrecife, mordiendo y escapando, deteniéndose para ofrecer. «I De, tengo I De.» ID, Implante Directo, estimulación directa ilegal de los centros del placer. Y drogas, cocaína y varias hierbas fumables, estims y sedantes; la mitad de los camellos eran artistas quemados que vendían bicarbonato o pseudoestims. Con frecuencia les entraban a Rickenharp y Carmen porque parecían habituales y porque Carmen llevaba un inhalador. El mezcal azul y los inhaladores estaban prohibidos, pero también otro montón de cosas sobre las cuales la policía de Zona Libre hacía la vista gorda. Se podía llevar inhalador y tenerlo lleno de sustancia, pero el acuerdo tácito era no usarlo abiertamente, sino en algún lugar discreto.

Y putas de ambos sexos recorrían la calle, ofreciéndose descaradamente. Se suponía que la administración de Zona Libre regulaba toda la prostitución, pero se toleraba a las putas del mercado negro en tanto en cuanto alguien pagara por la protección de la patrulla y siempre que no se volvieran muy numerosas.

La multitud que afloraba era como un continuo muestrario de la variedad humana. Cambiaba otra vez y un chulo de especialidades aparecía, empujando a una pareja adolescente; tenían que andar a trompicones porque estaban embutidos en trajes de cuero negro, una especie de camisas de fuerza bien prietas. Sus rostros eran un misterio bajo máscaras de cuero sin adornos que les cubrían completamente las caras; dispositivos de aluminio mantenían sus bocas abiertas del todo, para que resultasen imitadoras, pero para Rickenharp semejaban las víctimas de algún loco especialista en ortodoncia.

La guardia de seguridad de Zona Libre infestaba las calles con sus uniformes antibala, que le recordaron a Rickenharp a los árbitros de béisbol: caras encerradas en cascos, pistolas de combinación, cerradas en las cartucheras; se decía que estaban entrenados para abrir una combinación de cuatro dígitos en un segundo.

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