Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (24 page)

—No —dijo Campbell—. Estoy bien.

—Ya sabes que no hay tiburones en esta parte del arrecife.

—No es eso —dijo Campbell—. No hay problema. De verdad.

Se fijó en la expresión de los ojos del monitor; otro caso de exceso de trabajo. La compañía debía de mandarlos por docenas, pensó Campbell. Los ejecutivos completamente estresados y las víctimas de las salas de juntas, todos con la misma mirada inerte.

Esa tarde bucearon en un pequeño barco naufragado en la punta este de la isla. Beth se emparejó con otra mujer, por lo que Campbell se quedó con la pareja de la mañana, un piloto calvo de la oficina de Cincinnati.

Los restos del naufragio no eran más que un casco, una concha vacía, y Campbell flotó a un lado, mientras que los otros gateaban sobre la madera podrida. Todo propósito había desaparecido, quedando sólo la sensación de ingravidez y la ausencia de color en el agua profunda.

Después de la cena siguió a Beth al patio. Había perdido la medida del tiempo que había estado contemplando las nubes reflejadas sobre el agua oscura, cuando ella dijo:

—No me gusta este sitio.

Campbell volvió su mirada hacia ella. Estaba radiante y fresca con su camisa de lino blanco, las mangas recogidas, su pelo todavía húmedo, anudado en un moño adornado con una orquídea. Había estado tomando a sorbos un brandy desde que terminaron la cena, y ella le sorprendió otra vez con su habilidad para habitar un universo mental completamente separado del suyo.

—¿Por qué no?

—Es mentira. Irreal. Toda la isla —agitó levemente el brandy pero no bebió—. ¿Qué negocios puede tener una compañía americana que posee toda una isla? ¿Qué le ha pasado a la gente que vivía aquí?

—Primero —dijo Campbell—, es una compañía multinacional, no sólo americana. Y la gente todavía vive aquí, simplemente ahora tienen trabajo en vez de morirse de hambre.

Como siempre, Beth lo ponía a la defensiva, pero él no estaba tan preocupado por la americanización de la isla como le gustaría. Había imaginado nativos con guitarras y maracas, no con radiocassettes que vomitaban reggae electrónico y neo-funk. La cabaña donde dormían él y Beth era una especie de cúpula geodésica con aire acondicionado, cómoda, pero echaba de menos el ruido del mar.

—Sencillamente, no me gusta —dijo Beth—. No me gustan los proyectos secretos de máxima seguridad que hay que mantener cerrados tras alambradas electrificadas. No me gusta una compañía que trae aquí gente de vacaciones como otros tiran un hueso al perro.

O una ramita a un hombre que se ahoga, pensó Campbell. Tenía tanta curiosidad como cualquiera por las instalaciones de la punta este de la isla, pero, desde luego, ésa no era la cuestión. Beth y él estaban dando los pasos de un baile que, Campbell ahora lo veía, terminaría inevitablemente en divorcio. Todos sus amigos se habían divorciado una vez al menos, y un matrimonio que duraba dieciocho años parecía tan anacrónico como un Chevy de 1957.

—¿Por qué no lo admites claramente? —dijo Campbell—. Sencillamente, lo único que no te gusta de la isla es el hecho de tener que estar aquí conmigo —ella se levantó y Campbell sintió, con unos celos aletargados, la atención de todos los hombres a su alrededor.

—Te veré luego —dijo ella, y todas las cabezas se volvieron para seguir el ruido de sus sandalias.

Campbell pidió otro Salva Vida y la contempló bajando la colina. Los escalones estaban iluminados con farolillos japoneses rodeados por flores de colores naranja y púrpura intenso. Cuando alcanzó la fila de cabañas en la arena, ya no era más que una sombra, y Campbell ya casi había terminado su cerveza.

Ahora que se había ido, se sintió vacío y un poco mareado. Miró sus manos, aún arrugadas por las largas horas pasadas en el agua, y con cortes y raspaduras de tres días de actividad física. Manos suaves, las manos de un oficinista, un hombre de despacho. Manos que manejarían lápices o teclearían en un CRT durante los próximos veinte años, y luego se retirarían para usar el control remoto de una televisión de pantalla grande.

La densa cerveza, con sabor a caramelo, se le estaba subiendo. Meneó la cabeza y se levantó para ir al baño.

Su reflejo brilló y se distorsionó en el espejo envolvente del lavabo del baño. Se dio cuenta de que quería demorarse, para permanecer fuera del frío y estéril aire de su cabaña tanto como pudiera.

Y luego vendrían los sueños. Se habían vuelto peores desde que habían llegado a la isla, más vívidos e inquietantes cada noche. No podía recordar los detalles, sólo los lentos y eróticos estremecimientos sobre su piel, una sensación de flotar en un agua ligera y cristalina, de rodar sobre sábanas sedosas. Se despertaba de estos sueños respirando ansiosamente, como un pez que se ahoga, su pene erecto y palpitando.

Llevó otra cerveza a su mesa, sin apetecerle realmente, sólo porque necesitaba sostener algo entre las manos. Su atención se dirigió vagamente a una mesa en un nivel más bajo, donde una mujer bastante insípida estaba hablando con dos hombres con gafas y camisas de manga larga. No podía entender qué le resultaba tan familiar en ella hasta que agitó su cabeza en un gesto de confusión y la reconoció. Las amplias mejillas, los ojos claros.

Pudo escuchar el latido de su propio corazón. ¿Era entonces alguna clase de novatada? ¿Una mujer disfrazada? Pero, entonces, ¿qué pasaba con las branquias que había visto en su cuello? ¿Cómo diablos se había movido tan rápido?

Ella se levantó e hizo un gesto de disculpa a sus amigos. La mesa de Campbell estaba cerca de las escaleras, y vio que ella tendría que pasar por ahí cuando saliera. Antes de que pudiera pensarlo, se levantó, bloqueando su salida y le dijo:

—Perdona.

—¿Sí? —no era físicamente atractiva, pensó, pero algo le impulsaba hacia ella, a pesar de la anchura de sus caderas, de sus fuertes y cortas piernas. Su cara le resultaba más vieja y más cansada de lo que él había visto en el arrecife. Pero muy parecida, demasiado para ser una coincidencia.

—Me gustaría... ¿Podría invitarla a una copa? —quizás me estoy  volviendo loco, pensó.

Sonrió y sus ojos parpadearon cálidamente.

—Lo siento. Es muy tarde y mañana tengo que trabajar.

—Por favor —dijo Campbell—. Sólo un par de minutos —pudo sentir su suspicacia y, tras ésta, el brillo de un ego halagado. Se dio cuenta de que no estaba acostumbrada a que se le acercaran los hombres—. Sólo quiero hablar con usted.

—No será periodista, ¿verdad?

—No, en absoluto —buscó algo que le hiciera confiar—. Trabajo en la compañía. En la oficina de Houston.

Las palabras mágicas, pensó Campbell. Se sentó en la silla de Beth y dijo:

—No sé si debería beber más. Estoy ya medio borracha.

Campbell asintió y dijo:

—Así que trabaja aquí.

—Así es.

—¿Secretaria?

—Bióloga —dijo ella con un poco de dureza—. Soy la doctora Kimberly —como no reaccionó a su nombre, ella suavizó las cosas añadiendo—: Joan Kimberly.

—Lo siento —dijo Campbell—. Siempre pensé que los biólogos eran poco atractivos —el flirteo surgió fácilmente. Tenía la misma belleza que la criatura del arrecife, una suerte de fiera timidez y distante sensualidad, pero en la mujer estaban enterradas más profundamente.

Dios mío, pensó Campbell, lo estoy haciendo. Estoy intentando seducir a esta mujer. Miró el bulto de sus pechos, sabiendo cómo serían sin la camisa azul Oxford que llevaba, y esa percepción se tradujo en una cierta calidez en su ingle.

—Quizás sería mejor que me tomase ese trago —dijo ella. Campbell hizo un gesto al camarero.

—No puedo imaginarme cómo tiene que ser vivir aquí —dijo él—, ver esto todos los días.

—Te acostumbras —le contestó—. Quiero decir, todavía conserva esa insoportable belleza en ocasiones, pero, ¿sabes?, tienes que trabajar, y la vida sigue.

—Sí —dijo Campbell—. Sé exactamente a qué te refieres.

Dejó que Campbell la acompañara a casa. Su soledad y su vulnerabilidad eran como un fuerte perfume, tan fuerte que le repelía a la vez que le atraía irresistiblemente hacia ella.

Se detuvo a la entrada de su cabina, otra cúpula geodésica, pero ésta se encontraba en lo alto de la colina, oculta por un bosque de palmeras y buganvillas. La tensión sexual era tan intensa que Campbell pudo ver sus pechos agitarse.

—Gracias —dijo ella con su profunda voz—. Ha sido tan fácil hablar contigo.

Podría haberse dado la vuelta e irse, pero no podía decidirse. La rodeó con los brazos y la boca de ella chocó torpemente contra la suya. Entonces sus labios comenzaron a moverse y le metió la lengua ansiosamente. Abrió la puerta de golpe, sin apartarse de él, y casi se caen dentro de la casa.

Se levantó, apoyándose sobre sus brazos, y la miró moverse debajo de él. La luz de la luna a través de los árboles era verde y húmeda y caía en lentas ondas sobre la cama. Sus pechos se balancearon de un lado a otro, mientras se estiraba y arqueaba la espalda. La respiración era entrecortada. Sus ojos estaban estrechamente cerrados, y sus piernas le rodeaban, cruzadas como una larga cola bífida.

Antes del amanecer él salió de debajo de su brazo, que le abrazaba, y recogió su ropa. Cuando salió, ella todavía estaba dormida.

No quería volver a su cabaña y, sin pensarlo, se encontró escalando hacia la cima de la rocosa espina dorsal de la isla para esperar la salida del sol.

Ni siquiera se había duchado. El perfume y el olor de Kimberly se pegaba a sus manos e ingles como un estigma sexual. Era la primera infidelidad de Campbell en dieciocho años de matrimonio, un último acto, irreversible.

Ya conocía la mayor parte de la jerga. La crisis de los cuarenta y todo eso. Seguramente había visto a Kimberly en el bar alguna otra noche y no la recordaba. Había proyectado su rostro en una fantasía de obvias resonancias freudianas acerca del agua y del renacer.

En la tenue y dispersa luz del amanecer, la laguna aparecía gris y la línea de la barrera coralina, una mancha más oscura, rota por sus crestas blancas, curvadas como escamas en la piel del océano. Las secas palmeras se mecían en la brisa, y los pájaros de la isla comenzaron a piar y alborotar al despertarse. Una sombra salió de una de las cabañas de abajo, en la playa, y escaló hacia la carretera, doblada por el peso de una gran maleta y un bolso de vuelo. Por encima de ella, en el asfalto del aparcamiento, al final de las escaleras, un taxi se movió silenciosamente hasta detenerse, apagando las luces.

Si hubiera corrido, podría haberla alcanzado e incluso haberla detenido, pero ese vago impulso nunca creció lo suficiente como para mover sus piernas. En vez de eso se sentó hasta que el sol calentó su nuca y sus ojos fueron deslumbrados por la arena blanca y el agua, cegándole por un momento.

En el lado norte de la isla, frente a la parte más extensa de terreno, el pueblo de Espejo se extendía en el lodo, al servicio de la zona turística y de la compañía. Un sucio camino descendía atravesándolo, entre el agua aceitosa de las zanjas. Las casas construidas con bloques de lava sobre los malecones de cemento y los Ford oxidándose en los jardines le recordaron a Campbell, como envuelto en una pesadilla, un suburbio americano de los cincuenta.

Los lugareños que trabajaban en las cocinas de la compañía y barrían sus suelos vivían allí, y sus niños se peleaban en patios traseros que olían a pescado podrido o se tumbaban a la sombra, tirando piedras a perros de tres patas. Una vieja vendía camisetas hechas con sacos de harina San Francisco tendidas entre los pilares de su casa. En un chamizo, bajo una cubierta de plástico verde corrugado, había plátanos apilados y las moscas volaban en enjambres sobre pedazos de carne de buey. Y la puerta de al lado era una farmacia con un descolorido anuncio de Kodak que prometía: «Revelado en un día».

Campbell pestañeó, encontró la entrada por la parte de atrás, donde un chaval de unos diez u once años leía
La novela policíaca.
El chico dejó el cómic en el mostrador y preguntó:

—¿Señor?

—¿Cuánto tiempo te llevará revelar esto? —preguntó Campbell mostrándole el carrete.

—Mañana a esta hora.

Campbell se apoyó en el borde del mostrador.

—¿Para hoy? —preguntó despacio.

—¿Mande?

Campbell sacó un billete de veinte dólares y lo puso boca abajo sobre la rayada madera.

—¿Este mediodía?

—Un momentito —el chico escribió algo en el terminal del ordenador que tenía a la derecha. El chasquido seco de las teclas molestó a Campbell—. ¿Está bien esta tarde? A las seis —tocó el cristal de su reloj y dijo—: A las seis.

—De acuerdo —dijo Campbell. Con otros cinco dólares compró una pinta de Canadian Club y volvió a la calle. Sintió como si se interpusiera una capa de cristal ligeramente coloreado y el sol brillara con fuerza a través de ella. Era un estúpido al correr esta clase de riesgos, desde luego, pero necesitaba esa fotografía.

Tenía que saberlo.

Ancló el bote lo más cerca posible del lugar donde había estado la noche anterior. Tenía dos tanques de reserva y le quedaba una media botella de whisky. Bucear borracho y solo iba contra todas las reglas que cualquier monitor le hubiera enseñado, pero una muerte tonta por ahogamiento le parecía absurdo, incluso indigna de tenerse en cuenta.

Sus pantalones y su chaqueta de buceo, todavía húmedos y con la sal de la noche anterior pegada, le estaban sofocando. Se puso el tanque tan pronto como pudo, y rodó de costado.

El agua templada lo revivió, dejándolo como nuevo. Desinfló su chaleco y se lanzó directo al fondo. Atontado por el whisky y la falta de sueño, trastabilló en la arena en un primer momento, antes de poder neutralizar su balanceo.

En el borde de la sima dudó, y luego nadó hacia la derecha, siguiendo el borde del acantilado. Dada su condición física, estaba consumiendo más oxígeno del que hubiera deseado e ir más abajo sólo empeoraría las cosas.

El reflejo rojizo de una lata de Coca-Cola le lanzaba destellos desde el centro de un coral. La aplastó y se la metió en el cinturón, repentinamente furioso con su compañía y su imprevista violación de la isla, furioso con él mismo por dejarles manipularlo y con Beth, por abandonarle, y con todo el mundo y el género humano. Nadó moviendo con fuerza las piernas, atravesando bancos de lucios y de peces azules, sin apenas darse cuenta del cambiante paisaje, brillantemente coloreado, que se mecía bajo su cuerpo.

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