Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online
Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors
Tags: #Relato, Ciencia-Ficción
Algo de la borrachera desapareció con este primer estallido de energía, y gradualmente bajó el ritmo, preguntándose después de todo qué puñetas podía conseguir él. No tenía sentido, pensó. Estaba cazando un fantasma, pero no se dio la vuelta.
Todavía nadaba cuando chocó con la red.
Era casi invisible, una red de monofilamento con mallas de un pie cuadrado, lo suficientemente fuerte como para detener a un tiburón o a una manada de marsopas. Intentó cortarla con el filo de sierra de su cuchillo de buceo, sin resultado. Estaba cerca de la punta oeste de la isla, donde la compañía tenía la instalación de investigación. La red seguía la línea del arrecife tan lejos como él podía ver y se extendía mar adentro.
Ella era real, pensó. Construyeron esto para retenerla dentro, pero ¿cómo consiguió salir?
La última vez que la había visto era cuando ella descendía. Campbell comprobó el manómetro y vio que le quedaba un poco menos de quinientas libras de aire. Suficiente para llevarle abajo, hasta los cien pies, y volver rápidamente. Lo sensato era volver al bote y traer de vuelta con él el tanque de reserva.
Sin embargo inició el descenso.
Pudo ver los finos hilos agitarse cuando pasó nadando a su lado. Parecían unidos al coral mismo, por algún procedimiento que nunca podría haber imaginado. Mantuvo sus ojos ocupados entre el altímetro y el borde de la red. A mayor profundidad de cien pies, no tendría ya que preocuparse ni por la descompresión ni por el tanque vacío.
A cien pies alcanzó el nivel de reserva. Trescientas libras y bajando. Todos los matices de rojo habían desaparecido del coral, quedando sólo los azules y los púrpuras. El agua estaba notablemente más fría y oscura, y cada aspiración parecía un rugido en sus pulmones, como un geiser. Se dijo: diez pies más, y a 125 pies vio el final de la red.
El bulto a su espalda se enredó en el monofilamento y tuvo que retroceder, intentarlo de nuevo, luchando contra el pánico. De nuevo sentía la presión en sus pulmones, como si estuviera intentando respirar dentro de una bolsa de plástico. Había visto tanques que habían sido aspirados tanto que las paredes se abombaron hacia dentro. Los habían encontrado en buceadores atrapados en deslizamientos de rocas o enredados en palangres.
Su tanque se liberó de la red y consiguió pasar, siguiendo sus burbujas, hacia arriba. El pequeño resto de aire que quedaba en sus pulmones se expandió, al tiempo que la presión a su alrededor lo permitía, aunque no lo bastante como para acabar con su ansiedad por respirar. Aspiró el resto de aire del tanque y se forzó a seguir exhalando, obligando al nitrógeno a salir de sus tejidos vitales.
A cincuenta pies redujo la velocidad y se volvió hacia el muro de coral, dobló su esquina y nadó ya dentro de la protegida laguna. Durante unos pocos e interminables segundos, olvidó que no tenía aire en los pulmones.
Todo el fondo de la laguna estaba diseñado en parcelas de huerta: algas marrones, musgos y algo que parecía una col gigante. Un banco de arenques rojizos le rodeó, dirigido por una caja metálica con una luz roja intermitente al final de una larga antena. Unos submarinos con largos brazos mecánicos trabajaban el lecho marino, podando la vegetación y enturbiando el agua con productos químicos. Dos o tres delfines estaban nadando de un lado a otro junto a buceadores humanos, y parecían estar hablándose entre ellos.
Con los pulmones doloridos, Campbell les dio la espalda y se impulsó con sus piernas para llegar a la superficie, intentando salir tan cerca de las rocas como fuera posible. Quiso detenerse un minuto a unos diez pies, para tener al menos un instante de descompresión, pero fue imposible. Se le había acabado el aire. Salió a la superficie a menos de cien pies de un muelle de cemento. Tras él flotaba una serie de boyas de situación que dibujaban la línea de la red, hacia fuera en el mar y alrededor del lado más alejado de la laguna.
El muelle estaba desierto y despidiendo vapor bajo el sol. Sin un tanque de repuesto, Campbell no tenía posibilidad alguna de salir de la misma forma que había entrado; si intentaba nadar hacia fuera, en superficie, sería tan visible como un hombre ahogado. Tenía que encontrar otro tanque u otra forma de escapar.
Ocultando su equipo bajo una lona de plástico, cruzó el bloque de cemento caliente hasta un edificio que había detrás, un amplio almacén de techo bajo lleno de cajas de madera. Habían construido un colgador para equipos de buceo en el lado izquierdo del muro, y Campbell comenzaba a dirigirse a él cuando oyó una voz detrás de él.
—¡Eh, tú! ¡Quieto!
Campbell se metió por un muro de cestas, vio un sendero enlosado que comenzaba en la trasera del edificio, y corrió hacia allí. No pudo dar más de dos o tres pasos antes de que apareciera un guarda uniformado y le apuntase al pecho con un 38.
—Puede dejarle conmigo.
—¿Está segura, doctora Kimberly?
—Estaré bien. Les llamaré si hay algún problema.
Campbell se derrumbó en una silla de plástico, al otro lado de su escritorio. La oficina era estrictamente funcional, resistente al agua y a prueba de hongos. Un gran ventanal tras la cabeza de Kimberly permitía ver la laguna y la hilera de boyas de situación.
—¿Qué viste?
—No sé. Vi lo que parecían granjas. Alguna maquinaria.
Ella deslizó una fotografía hacia el otro lado del escritorio, hacia él. Mostraba a una criatura con pechos de mujer y cola de pez. La cara se parecía lo suficiente a la de Kimberly como para ser su hermana.
O su clon.
Campbell de repente se dio cuenta de en cuántos problemas se había metido.
—El chico de la farmacia trabaja para nosotros —dijo Kimberly.
El asintió.
—Puedes quedarte la fotografía —dijo Campbell, quitándose el sudor de los párpados—. Y el negativo.
—Seamos realistas —dijo ella, tecleando en el CRT y estudiando la pantalla—. Incluso si te permitimos que sigas en tu trabajo, no veo cómo podremos salvar tu matrimonio. Y luego tienes dos hijos que llevar a la universidad... —sacudió la cabeza—. Tu mente está llena de información sensible. Hay demasiada gente que pagaría para conseguirla, y hay demasiadas formas de que te puedan manipular. No eres un gran riesgo, señor Campbell —ella irradiaba dolor y traición, y él quiso desaparecer por la vergüenza que sentía. Ella se levantó y miró a por la ventana—. Aquí estamos construyendo el futuro —continuó—. Un futuro que ni siquiera nosotros podíamos imaginar hace quince años. Y esto es sencillamente demasiado valioso como para dejar que nadie lo arruine. Alimento en abundancia, energía barata, acceso a una red de ordenadores por el precio de un equipo de televisión, una forma completamente nueva de gobierno.
—He visto vuestro futuro —dijo Campbell—. Vuestros barcos han matado el arrecife en una milla alrededor del hotel. Vuestras latas de Coca-Cola están esparcidas por todo el lecho coralino. Vuestros matrimonios no duran, vuestros niños se drogan y vuestra televisión es basura. Paso de todo eso.
—¿Viste a ese chico en la droguería? Aprende cálculo con su ordenador, y sus padres ni siquiera saben leer o escribir. Estamos probando una vacuna en seres humanos que posiblemente curará la leucemia. Tenemos cirugía láser y técnicas de transplante revolucionarias. Literalmente.
—¿Es de ahí de donde proviene ella? —preguntó Campbell señalando la fotografía.
El tono de voz de Kimberly descendió.
—Es sinergia, ¿no lo ves? Para hacer transplantes tenemos que ser capaces de clonar las células del donante. Para clonar células tenemos que hacer manipulaciones láser en los genes...
—¿Clonaron tus células? ¿Sólo por practicar? —ella asintió lentamente.
—Algo pasó. Ella creció, pero su desarrollo se detuvo; mantuvo su forma embrionaria de la cintura para abajo. No había nada que pudiéramos hacer excepto... mejorarla al máximo.
Campbell observó la fotografía con más detenimiento. No, no era el romántico mito que había imaginado al principio. La cola tenía un aspecto cerúleo bajo la dura luz del flash, los apéndices, más claramente, piernas subdesarrolladas. Contempló la fotografía con una fascinación mezclada con repulsión.
—Podríais haberla dejado morir.
—No. Ella era mía. No tengo mucho y no la hubiera abandonado —los puños de Kimberly se cerraron a sus costados—. No es infeliz, sabe quién soy. A su manera, creo que se preocupa por mí —se detuvo, mirando al suelo—. Soy una mujer solitaria, Campbell. Pero eso es algo que ya sabes.
La garganta de Campbell estaba seca.
—¿Y qué hay de mí? —carraspeó tratando de tragar saliva—. ¿Voy a morir?
—No —dijo ella— Tú no. Tampoco...
Campbell nadó hacia la red. Sus recuerdos eran borrosos y tenía problemas para pensar con claridad, pero podía vislumbrar el hueco en la red y el mar abierto a través de ella. Se hundió fácilmente hasta los 120 pies, sintiendo el agua fría y reconfortante sobre su desnuda piel. Luego lo atravesó, alejándose suavemente del ruido y del hedor de la isla, hacia una primigenia visión de paz e intemporalidad. Sus branquias vibraron suavemente mientras nadaba.
- John Shirley -
John Shirley ha atravesado fronteras que más tarde se han convertido en caminos muy frecuentados por el ciberpunk. Como músico de rock, estuvo estrechamente ligado al primer y virulento estallido del punk de la costa oeste. Escritor prolífico cuyo trabajo incluye novelas tales como City Come-A-Walkin', The Brigade, y el capricho de terror Cellars, Shirley es muy conocido por su rica imaginería surreal y sus estallidos de extrema intensidad visionaria.
«Zona Libre» es un fragmento independiente del último proyecto de Shirley, la trilogía Eclipse. Eclipse narra un vertiginoso futuro global donde el pop, la política y la paranoia entran en un conflicto hipertecnológico, donde se lucha por la supervivencia. Siempre pionero, su amplio abanico de influencias alternativas y su tratamiento de los problemas globales podría muy bien presagiar el surgimiento de una nueva política radical a partir de la ciencia ficción.
John Shirley vive habitualmente en Los Ángeles y toca con su grupo.
Zona Libre flotaba en medio del océano Atlántico, una ciudad flotante en el eje de las confluencias de la cultura internacional.
Zona Libre estaba anclada a unas cien millas al norte de Sidi Ifni, una somnolienta ciudad de la costa marroquí, mecida por una cálida y suave corriente, en una zona del mar raramente afectada por grandes tormentas. Las tormentas que se levantaban allí agotaban su furia en el laberinto de espigones de cemento que, durante años, la administración de Zona Libre había construido alrededor de la isla artificial.
Originariamente Zona Libre había sido otra plataforma más de prospección petrolífera en alta mar. El gigantesco depósito de petróleo, a un cuarto de milla bajo la isla, todavía estaba lleno en más de tres cuartos. La plataforma de perforación pertenecía conjuntamente al gobierno marroquí y a una compañía de Texas dedicada al petróleo y a la electrónica: la Texcorp, la compañía que había comprado Disneylandia, Disneylandia I y Disneylandia II, todas cerradas durante el comienzo de la DAO, la Depresión de Almacenamiento de datos en Ordenadores, también llamada la depresión de disolución.
Un grupo de terroristas árabes, al menos el Departamento de Estado norteamericano así lo afirmaba, produjo una emisión electromagnética haciendo estallar una pequeña bomba de hidrógeno estratégicamente situada, escondida a bordo de una pequeña lanzadera orbital de rutina. La lanzadera se vaporizó con la explosión, al igual que dos satélites, uno de ellos tripulado. Pero cuando la DAO golpeó, nadie tuvo tiempo para llorar a los muertos.
La bomba orbital casi dispara el Armaguedón. Tres misiles crucero tuvieron que ser abortados y, afortunadamente, los soviéticos derribaron otros dos, antes de que la célula terrorista reivindicara la explosión estratosférica. La mayor parte de la explosión se dirigió hacia fuera; lo que llegó hacia abajo fue, sin embargo, un efecto colateral de esa explosión: el PEM, un Pulso Electro-Magnético que, tal como se había predicho en los setenta, viajó a través de millares de kilómetros de cables y circuitos por el continente debajo del cual se produjo la explosión de hidrógeno. El Departamento de Defensa estaba protegido, pero el sistema bancario, en su mayor parte, no. La emisión borró el 93 por ciento del recientemente formado Bureau de Ajuste del Crédito Bancario. El BACB manejaba el 76 por ciento de las transferencias y compras del país. La mayor parte de lo que se compraba se compraba mediante el BACB o mediante compañías relacionadas con el BACB... hasta que el PEM borró el almacenamiento de la memoria del BACB, al sobrecargar la emisión los circuitos, fundiéndolos y, literalmente, friendo los chips de almacenamiento, y golpeando de esa manera a los servidores de la economía norteamericana. Cientos de miles de cuentas bancarias se «suspendieron» hasta que los datos pudieran ser recuperados, causando una estampida en los bancos restantes. Las compañías de seguros y el programa de garantía federal se encontraron abrumados; simplemente no podían cubrir las pérdidas.
Por entonces, EE.UU. ya tenía sus problemas. El país había perdido su iniciativa económica durante los ochenta y los noventa. Sus ignorantes y escasamente entrenados trabajadores, sus corrompidos y avariciosos sindicatos y sus normas de manufacturación menos exigentes, hicieron que la industria norteamericana no pudiera competir con el boom de la manufactura en Asia y Sudamérica. La disolución del crédito provocada por el PEM golpeó a un país al borde de la recesión, lanzándolo a la depresión, lo cual provocó que el resto del mundo se partiera de risa. La célula terrorista árabe, un núcleo duro del fundamentalismo islámico, estaba compuesta sólo por siete hombres. Siete hombres habían paralizado a todo un país.
Pero América tenía todavía su enorme poderío militar y sus inventores en electrónica y medicina. Y la economía de guerra los mantuvo en marcha, como a un hombre enfermo de cáncer que toma anfetaminas para obtener un último aliento. Mientras, los innumerables centros comerciales y proyectos de vivienda, de construcción barata y necesitados de un continuo mantenimiento, se volvieron más ajados, más feos y llenos de basura cada día. Y más peligrosos.
EE. UU. simplemente no era ya seguro para los ricos. Los centros turísticos, los parques de diversiones, los vecindarios exclusivos para ricos, todos ellos, se derrumbaron bajo la erosión de las huelgas permanentes y los golpes terroristas. La creciente masa de pobres, aumentando desde los ochenta, se puso furiosa por los despilfarros de los ricos. Y el impulso de la clase media se estaba retrayendo hasta la insignificancia.