Mirrorshades: Una antología cyberpunk (22 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

—Nunca lo permitirán. Te... cortarán.

—Soy veloz. Nunca me atraparán. La iglesia necesita caudillos, revolucionarios valientes. Si nadie rompe con la tradición, todos seguiremos sufriendo.

—Temo por tu vida, y por la mía. Mi padre me expulsará del rebaño como a un cordero infectado.

—Tu padre no es un pastor.

—Es mi padre —dijo Constantia, con los ojos bien abiertos, frunciendo la boca con fuerza.

Me senté con el pico entre las garras, los ojos entreabiertos, capaz de adivinar burlonamente cualquiera de sus frases antes de que las pronunciaran. Amor inmortal..., esperanza para un desolador futuro... ¡Estupideces malolientes! Había leído sobre eso antes, en el botín de novelas románticas que encontré en la papelera de una monja. Tan pronto como relacioné ambas cosas, me di cuenta de la intemporal banalidad y de la futilidad de lo que veía. Y cuando comparé esa cháchara con la infinita tristeza del Cristo de Piedra, me convertí de inocente en cínico. La transformación me mareó, dejando un resto de noble emoción, pero el futuro parecía evidente. Corvus sería atrapado y ejecutado. Si no hubiera sido por mí, ya habría sido castrado, si no muerto. Constantia lloraría, se envenenaría, los trovadores cantarían su historia (esas mismas gargantas huecas que celebrarían la muerte de su amado). Quizás yo mismo escribiría al respecto (incluso entonces ya estaba pensando en una crónica) y tal vez, finalmente, seguiría su camino, sucumbiendo al pecado del aburrimiento.

Durante la noche, todo se volvió más incierto. Resultaba sencillo mirar al oscuro muro y permitir que los sueños se manifestaran. En el pasado, o así lo deduje de los libros, los sueños no podían tomar forma más allá del soñar o de una breve fantasía. En demasiadas ocasiones tuve que luchar con los entes que mis sueños dieron a luz, volando desde las paredes, de pronto libres y hambrientos. Así las gentes a menudo sucumbían devoradas por sus propias pesadillas.

Esa noche, con las visiones del Cristo de Piedra aún en mi cabeza, soñé sobre hombres sagrados, ángeles y santos. Me desperté de pronto, por la costumbre, y uno de ellos aún permanecía allí. A los otros los vi vagamente, volando fuera del redondo ventanuco, donde susurraban y hacían planes para subir al cielo. La aparición que aún estaba allí era una sombra negra en el rincón. Su respiración era ronca.

—Soy Pedro —dijo—, también llamado Simón. Soy la Piedra de la Iglesia, y se dice que los papas son los herederos de mi tarea.

—Yo también soy piedra —dije—, al menos en parte.

—Así sea, pues eres el heredero de mi tarea. Sigue y conviértete en papa. No adores al Cristo de Piedra, porque un Cristo es bueno en tanto que actúa, y si no actúa, entonces no hay salvación en El.

La sombra se acercó para darme una palmadita en la cabeza, y vi sus ojos agrandarse mientras adivinaba mi forma. Murmuró ciertas fórmulas para despedir a los demonios y voló por la ventana, para reunirse con sus compañeros.

Imaginé que si tal cuestión fuera de hecho llevada al consejo, se decidiría bajo ley que la bendición otorgada por una persona soñada no obligaba a nada. No me importó. Este fue el mejor consejo que nadie, desde que el gigante me dijo que leyera y aprendiera, me había ofrecido.

Pero para ser papa se ha de tener una jerarquía de sirvientes, a fin de que cumplan las órdenes que uno imparte. Las rocas más grandes no se mueven solas. Por lo que, henchido de poder, decidí aparecer en la nave superior y anunciarme a mí mismo a las gentes.

Requirió un gran coraje presentarse a la luz del día, sin manto, y caminar por la superficie del andamio, en el segundo nivel, en medio de los corros de vendedores que disponían el mercado diario. Algunos reaccionaron con el acostumbrado prejuicio e intentaron golpearme o ridiculizarme. Mi pico los desanimó a ello. Subí a una alta hornacina, y me situé dentro del círculo de luz de una débil lámpara, aclaré mi garganta y me presenté. Bajo una lluvia de pomelos podridos y restos de verduras, les dije quién era y la visión que había tenido. Enjoyado con goterones de basura, a los pocos minutos bajé de un salto, y volé hacia la entrada de un túnel demasiado pequeño para la mayoría de los hombres. Algunos chicos me siguieron, y uno de ellos perdió un dedo mientras intentaba cortarme con el fragmento de un cristal coloreado.

Una revelación abierta no tenía valor. Hay distintos niveles de prejuicio y yo estaba en el más bajo de cualquier clasificación posible.

Mi nueva estrategia consistió en encontrar alguna forma de agitar la catedral, de arriba abajo. Incluso aquellos más cargados de prejuicios, cuando se los reduce a chusma, pueden ser dominados por la presencia de alguien obviamente disciplinado y capaz. Pasé dos días enteros recorriendo el interior de los muros. Debía de existir un Callo básico en tan frágil estructura como era la iglesia, y a pesar de que no contemplaba su completa destrucción, quería provocar algo espectacular, inevitable.

Mientras pensaba, colgado del fondo del segundo andamio, sobre la comunidad de carne pura, la voz gravemente profunda del obispo rugía sobre el alboroto de la multitud. Abrí los ojos y miré hacia abajo. Las tropas enmascaradas sostenían a una figura arrodillada, y el obispo estaba recitando sobre su cabeza.

—Sabed todos los que ahora me oís que este joven demonio de carne y piedra...

«Corvus», me dije a mí mismo, finalmente capturado. Cerré sólo un ojo, pues el otro se negó a perderse la escena.

—... ha violado todo lo que consideramos sagrado y debe expiar sus crímenes en este mismo lugar, mañana a esta hora. ¡Kronos! ¡Marca el giro de la rueda! —el electo Kronos, un huesudo viejo con un sucio y grisáceo pelo que le llegaba hasta las nalgas, tomó un pedazo de carbón y marcó una «X» en el borde de la corona, tras la cual la rueda silbaba y atronaba con su giro.

La multitud se entusiasmó. Vi a Psalo empujando entre la gente.

—¿Qué
crimen? —gritó—. ¡Nombra tal crimen!

—Violación del nivel inferior —declaró el jefe de la tropa enmascarada.

—Eso sólo merece unos azotes y que lo escolten de nuevo hacia arriba —dijo Paslo—. Detecto otro crimen más siniestro en este caso. ¿Cuál es?

El obispo miró despectivamente a Psalo, con frialdad.

—Ha intentado violar a mi hija Constantia.

Psalo nada pudo contestar a esto. El castigo era la castración y la muerte. Todos los humanos puros aceptaban tales leyes. No había lugar al recurso.

Cavilé mientras Corvus era conducido a un calabozo. El futuro que deseaba en aquel momento me sorprendió por su claridad. Quería esa parte de mi herencia que se me había negado, estar en paz conmigo mismo, rodeado de aquellos que me aceptaran, de aquellos no mejores que yo. A su tiempo, ocurriría lo que dijo el gigante. Pero ¿lo vería yo alguna vez? Lo que Corvus, en su propia y lujuriosa manera, trataba de hacer, era igualar todos los niveles, llevar la piedra a la carne, hasta que nadie pudiera distinguirlas.

Bueno, mis planes más allá de aquel momento era muy confusos. Eran menos planes que sentimientos brillando, imaginando la felicidad y a los niños jugando en los bosques y los campos más allá de la isla, mientras las labores se hacían felizmente, bajo la mirada del Hijo de Dios. Mis niños jugando en el bosque. Un destello de la verdad me vino en ese momento. Quise ser Corvus amando a Constantia.

Así pues, tenía dos tareas, que podrían aunarse si era lo suficientemente listo. Tenía que distraer al obispo y a sus tropas, y tenía que rescatar a Corvus, mi compañero revolucionario.

Pasé la noche en mi habitación, en una febril miseria. Al amanecer fui a ver al gigante y a pedirle consejo.

—Perdemos nuestro tiempo si queremos meter el sentido común en sus cabezas. Pero no tenemos mejor vocación que perder nuestro tiempo, ¿no es así?

—¿Qué haremos?

—Iluminarles.

—¡Son ladrillos! —golpeé mi garra contra el suelo—. ¡Trata de iluminar a ladrillos!

El me sonrió con su estrecha y triste sonrisa.

—Ilumínalos —dijo.

Dejé iracundo la cámara del gigante. No tenía acceso a la gran rueda del tiempo, por lo que no podía saber cuándo tendría lugar la ejecución. Pero supuse, por las llamadas de mi ruidoso estómago, que sería al comienzo del atardecer. Viajé de un lado de la nave al otro y también al transepto. Casi me quedo sin fuerzas. Luego, atravesando el vacío pasillo, tomé una pieza de cristal coloreado y la examiné, confuso. Muchos de los chicos, de todos los niveles, llevaban esos trozos consigo y las chicas los empleaban como joyas, en contra de los deseos de los mayores, pues sostenían que llevar objetos brillantes alimentaba más bestias en la mente. ¿Dónde los conseguían?

En uno de los libros que hacía años había hojeado, había visto imágenes brillantemente coloreadas de los ventanales de la catedral. «Ilumínalos», había dicho el gigante.

La petición de Psalo para permitir que la luz entrara en la catedral me vino a la mente.

A lo largo del vértice de la catedral, en un túnel que la recorría completamente, encontré los lazos que sostenían las poleas de las telas que ocultaban las vidrieras.

Las más adecuadas, decidí, serían esas enormes que había en los transeptos sur y norte. Hice un diagrama en el polvo, tratando de saber en qué estación estábamos y de dónde llegaría la luz solar, todo pura especulación, pero en ese momento estaba siendo transportado por la fiebre de la audacia. Todas las vidrieras debían ser despejadas. No pude decidir cuál sería la mejor.

Para el comienzo de la tarde, ya estaba preparado, justo tras la sexta oración, en la nave superior. Había cortado los principales cordajes y debilitado los amarres al golpearlos con un pico que había robado en el armero del obispo. Anduve a lo largo de una alta cornisa, tomé una nervadura casi vertical que recorría el muro, hacia el piso inferior, y aguardé.

Constantia estaba contemplando la caja especial de ejecuciones del obispo desde un balcón de madera. Mostraba en su rostro una expresión entre aterrada y fascinada. Corvus se encontraba junto a los bancos, al otro lado de la nave, justo en el centro, con sus verdugos, tres hombres y una mujer.

Yo conocía el procedimiento. La vieja lo castraría y los hombres le cortarían la cabeza. Estaba vestido con el hábito rojo de los condenados, a fin de ocultar la sangre. La excitación de la sangre entre los más impresionables era lo último que el obispo deseaba. Las tropas aguardaban alrededor del banco, para purificar el área con agua perfumada.

No tenía mucho tiempo. Podría llevar minutos que el sistema de cordajes y poleas se moviera y los lienzos comenzaran a caer. Fui a mi puesto y corté los nudos restantes. Luego, cuando la catedral se llenó con un resonante crujido, subí por la nervadura hasta mi puesto de vigilancia.

Los lienzos tardaron tres minutos en caer. Vi a Corvus mirar hacia arriba, sus ojos brillando. El obispo estaba con su hija en el balcón. La empujó hacia las sombras. Dos minutos más tarde, los lienzos cayeron sobre el andamio superior con un ruido siniestro. Su peso era excesivo para los remates de la estructura, y ésta se derrumbó, permitiendo a la tela caer en cascada, hasta muchos metros más abajo. Al principio, la iluminación era tenue y azulada, filtrada quizás por una nube pasajera. Luego, de un extremo al otro de la catedral, el fulgor de la luz arrojó mi mundo humeante a la claridad. La gloria de miles de piezas de cristal coloreado, escondidas durante décadas y apenas tocadas por los vándalos infantiles, descendió sobre los niveles superiores e inferiores al mismo tiempo. El grito de la multitud estuvo a punto de arrancarme de mi puesto. Me deslicé rápidamente al nivel inferior y me escondí, temeroso de lo que había hecho. Era más que la luz solar. Como el brotar de dos flores, una más brillante que la otra, las luces de las vidrieras del transepto dejaron boquiabiertos a quienes las contemplaban.

Los ojos acostumbrados a la oscuridad anaranjada, al humo, la neblina y la sombra, no podían mirar semejante gloria sin sufrir un radical efecto. Cubrí mi rostro y traté de encontrar un escape adecuado.

Pero el gentío crecía. Mientras la luz brillaba y más rostros se dirigían hacia ella, como girasoles, el resplandor trastornó a ciertas gentes. De sus mentes se vertieron contenidos demasiado extraordinarios como para ser catalogados con precisión. Los monstruos, sin embargo, no eran violentos, y la mayoría de las visiones no eran horribles.

Las naves inferior y superior brillaron con glorias reflejas, figuras de ensueño y niños con vestidos de luz jugando. Santos y prodigios surgieron por doquier. Un millar de jóvenes recién creados se acuclillaron en el brillante suelo y comenzaron a contar maravillas, acerca de nuevas ciudades en el este, y de los tiempos en las que éstas habían existido. Payasos vestidos de fuego entretenían a la gente en las casetas del mercado. Animales desconocidos en la catedral jugueteaban entre las viviendas, ofreciendo amigables consejos. Objetos abstractos, bolas dentro de redes de oro y cintas de seda, cantaban y flotaban alrededor de los accesos superiores. La catedral se convirtió en un gran navío llevando a bordo todos los brillantes sueños creados por sus ciudadanos.

Lentamente, desde la nave inferior, las gentes de carne pura escalaban el andamio y caminaban hacia la nave superior, para ver lo que no veían desde abajo. Vi a las tropas enmascaradas del obispo arrastrando su miseria por los estrechos escalones. Constantia caminaba detrás, tropezando, sus ojos cegados por la nueva claridad.

Todos trataban de cerrar los ojos, pero nadie lo logró por mucho tiempo.

Lloré. Casi ciego por las lágrimas, me dirigí a un sitio más alto todavía, y miré a las multitudes exaltadas. Vi a Corvus, sus manos atadas con cuerdas, conducido por la vieja. Constantia lo vio también, y se miraron como extraños, luego se cogieron de las manos lo mejor que pudieron. Ella tomó prestado un cuchillo de uno de los soldados de su padre y cortó las ataduras. Alrededor suyo, los más brillantes de entre todos los sueños comenzaron a girar; blanco puro, rojo sangre y verde mar, fundiéndose con las visiones de todos los niños que ellos darían a luz inocentemente.

Les di unas pocas horas hasta que recuperasen el juicio, hasta que yo mismo lo recuperara también. Luego me elevé sobre el abandonado podio del obispo y grité sobre las cabezas de los del nivel inferior.

—¡Ha llegado el momento! —grité—. ¡Debemos unirnos, debemos unirnos!

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