Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online
Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors
Tags: #Relato, Ciencia-Ficción
Cage no había pensado en Bobby Belotti durante largo tiempo; de pronto se sentía culpable por el viejo.
—¿Para qué la usarías, Bobby?
—Como te dije, eso no es decisión mía. El departamento de marketing encontrará a alguien que la venda, estoy seguro. Supongo que están un poco decepcionados porque no resultó ser el afrodisíaco que les prometí.
—Es un buen trabajo, Bobby. No tienes que disculparte ante nadie. Pero no puedo creer que hayas trabajado tanto durante tanto tiempo sin pensar en las aplicaciones comerciales.
—Bueno, si se pudieran controlar qué palabras se pierden, entonces se podrían utilizar cicerones para proporcionar los indicios necesarios —Belotti se rascó la nuca—. Quizás se pudiera mezclar con un hipnótico para dar a los cicerones más autoridad psicológica. Podría ser útil, por ejemplo, en clases para desarrollar el gusto artístico. O quizás los museos la podrían vender junto con esas guías grabadas en cinta.
Maravilloso. Un relámpago para museos. Cage podía imaginar los anuncios. La reina del vídeo en top-less diciendo a su amante plateado: «Oye, tío, perdámonos en la National Gallery y tengamos un colocón». No era de extrañar que lo hubieran marginado.
—¿A quién le podría interesar? Parece que lo único que hace falta son dos personas sentadas ante una mesa de cocina, lanzándose palabras el uno al otro.
—Pero las palabras... No es tan simple. No estamos hablando de luces bonitas en este caso; estamos hablando de símbolos internalizados que pueden disparar estados mentales complejos. Emociones, memorias.
—Claro, Bobby. Mira, hablaré con la oficina central. Veré si podemos ponerte en un nuevo proyecto, con tu propio equipo.
—No te preocupes —le dijo con expresión pétrea—. Me han ofrecido una jubilación anticipada y la voy a aceptar. Tengo sesenta y un años, Tony. ¿Cuántos tienes tú ahora?
—Lo siento, Bobby. Creo que has hecho maravillas al avanzar tan lejos con el Compartir —le sonrió a Belotti con su sonrisa de negocios—. ¿Dónde puedo conseguir algunas muestras?
Belotti asintió como si hubiera esperado que Cage preguntara eso.
—¿Todavía eres incapaz de tener las manos quietas con la mercancía? Guardan el bote de la droga muy bien cerrado, ya sabes. Hasta que decidan qué han conseguido.
—Soy un caso especial, Bobby. Deberías saber a estas alturas que algunas reglas, simplemente, no van conmigo.
Belotti dudó. Miró como si estuviera intentando resolver una ecuación de una increíble complejidad.
—Venga, Bobby. Por un viejo amigo...
Con una risita envenenada, Belotti pasó una tarjeta óptica para abrir el escritorio, sacó un frasco verde del cajón superior y se lo lanzó a Cage.
—Una cada vez, ¿entendido? Y yo no te la di.
Cage quitó la tapa. Seis pastillas; polvo amarillo dentro de cápsulas transparentes. Sospechó por un minuto; Belotti parecía demasiado deseoso de romper las leyes de la compañía, pero hacía tiempo que Cage había cambiado de opinión respecto a este hombre. No conseguía preocuparse por alguien a quien tenía tan poco respeto. Intentaba imaginar cómo se sentiría siendo alguien normal como el pobre Belotti: viejo, al final de una carrera fracasada, amargado y cansado. ¿Qué mantenía vivo a un tipo así? Tuvo un escalofrío y apartó la imagen mientras ponía en un bolsillo el frasco verde.
—Por cierto, ¿qué hora es? —preguntó Cage—. Le dije a Shaw que le vería para comer.
Belotti tocó el puente de sus gafas y las lentes se oscurecieron.
—¿Sabes? Antes realmente te odiaba. Pero luego me di cuenta: no sabías qué demonios estabas haciendo. Sería como acusar a un gato de juguetear con un ratón herido. No ves a nadie, Tony. Apuesto a que no te ves ni a ti mismo —sus manos temblaron—. Está bien. Ya me callo —apagó su terminal—. Me voy a casa. La única razón por la que vine fue porque me dijeron que querías verme.
Para no arriesgarse, Cage pidió que le analizaran una de las muestras de Belotti; era totalmente pura. Luego, en vez de arriesgarse a un nuevo encuentro, Cage siguió adelante. Tenía que ver a sus abogados en Washington y a sus contables en Nueva York. Habló en el Congreso Anual de la Asociación Americana de Psicofarmacología, en el Hilton Head de Carolina del Sur, y ofreció media docena de entrevistas para la telecadena. Conoció a una mujer japonesa e hicieron reservas para pasar un fin de semana en órbita en Habitat Tres. Luego se fueron a Osaka, donde descubrió que ella era un espía de la corporación Único. Pasaron casi dos meses. Suficiente tiempo, pensó, para que Tod lo hubiera estropeado todo, para que Wynne hubiese descubierto que él había nacido para meter la pata, y para que esa imposible relación se hubiera hundido bajo su propio peso. Cage tomó el suborbital a Heathrow. Estaba completamente seguro.
Fue una sorpresa desagradable: Tod Schluermann había tenido suerte.
El vídeo
Quema Londres
tenía sólo cinco minutos de duración. Empezaba con un fotograma de silos de misiles. Cuenta atrás. Lanzamiento. Londres sufría un ataque. No eran misiles, sino enormes Wynnes desnudas que trazaban varios arco iris en el cielo mientras caían sobre la ciudad. Explotaban, no con llamas, sino con vegetación, que asfixiaba todos los bloques de la ciudad con árboles y arbustos. Pronto ésta desaparecía dentro de un bosque. La cámara se dirigía a un claro donde tocaba un grupo llamado Flog. Ellos eran los que habían puesto la ensoñadora banda sonora. El tempo subía, la banda tocando más y más rápido, hasta que se incendiaban sus instrumentos, consumiéndolos a ellos y al bosque. La última imagen era la de una sartén sobre cenizas y troncos quemados. Cage opinó que era muy tonto.
Nadie podía haber predicho que un chico de diecisiete años, de fuera del Reino Unido, conseguiría introducir a Flog en sus inmaduros corazones. Cuando hicieron
Quema Londres
con Tod, Flog era desconocido. En el plazo de un mes pasaron de un sótano de Leeds a un apartamento en Claridge, en Londres. Aunque Tod no hizo mucho dinero con
Quema Londres,
se ganó una reputación. El niño que se había comparado a sí mismo con Nam June Paik hacía en cambio vídeos para fans adolescentes.
Wynne y él estaban viviendo en un bloque de tubos en Battersea. Ella podría haberse permitido algo mejor, pero él insistió en que vivieran sólo con sus propios medios. Eran unos doscientos tubos de plástico, empotrados en lo que antes había sido un almacén. Cada uno tenía unos tres metros de largo; los más sencillos tenían un metro y medio de diámetro y los dobles, dos metros. Cada uno estaba equipado con una cerradura bajo el colchón de gel, con un terminal de telecadena y un desagüe que pasaba por lavabo. Siempre había cola para las duchas. Y los baños olían.
Pero para Tod estaba bien; pasaba la mayor parte del tiempo frecuentando los laboratorios de vídeo o tratando con representantes de bandas. Incluso tenía una mesa en VidStar y una sesión en horario regular para su sintetizador, de cuatro a cinco de la mañana los martes, jueves y sábados. Pero Wynne sólo iba a VidStar. Y aunque pasaban casi todas las noches en clubs de los alrededores de la ciudad para escuchar a los grupos y para enseñar los vídeos de Tod, parecía que Wynne tenía poco que hacer. Cage no podía entender por qué ella era tan feliz.
—Porque estoy enamorada —le dijo—. Por primera vez en mi vida.
—Me alegro por ti, Wynne, créeme —estaban sentados tomando cerveza en un pub, esperando a que Tod terminara un trabajo y se les uniera para la cena. Estaba a oscuras. Era más fácil mentir a oscuras—. Pero ¿cuánto puede durar si no encuentras algo que hacer? Algo que hagas por ti misma.
—¿Así que puedo ser famosa? ¿Como tú? —ella se rió mientras pasaba el dedo por el borde de sus gafas—. ¿Por qué tienes que preocuparte de eso ahora, Tony? Tú fuiste quien me dijo que debía tomarme cierto tiempo libre después de terminar el bachillerato.
—He pensado mucho sobre eso desde que estás con Tod. Podrías ir a la universidad que quisieras.
—Sabes lo que piensa Tod de las universidades. Aun así, he pensado seguir algunos cursos de Empresariales. He pensado que podría ser la representante de Tod. Eso le daría más tiempo para hacer el trabajo importante. Es realmente bueno y todavía sigue aprendiendo; eso es lo más increíble. ¿Has tenido tiempo para ver
Quema Londres?
Cage asintió.
—¿Reconociste a la mujer?
—Por supuesto.
Ella sonrió.
Estaba orgullosa de aparecer en el vídeo de Tod.
Cage se dio cuenta de que su plan de mantenerse al margen había salido muy, muy mal. Tendría que intervenir en la situación, o nunca conseguiría recuperar a Wynne.
—Buenas noticias —dijo Tod mientras se deslizaba en el banco, al lado de Wynne. Se besaron—. Les he vendido un proyecto. He conseguido un encargo para hacer un vídeo de treinta minutos del Festival Libre.
Wynne lo abrazó.
—Es genial, Tod. Sabía que lo podías conseguir.
—¿Festival Libre? —preguntó Cage—. ¿De qué hablas?
—Ya sabes, tío —Tod se acabó el resto de la cerveza de Wynne—. Siempre nos estás hablando sobre eso, de ahí saqué la idea. Voy a hacer un vídeo de la celebración del solsticio. En Stonehenge.
La historia no señala la primera vez que se usaron drogas en Stonehenge. Sin embargo hay pocas dudas acerca de que la mayor parte de los principales alucinógenos disponibles en 1974 se consumieron en el primer Festival Libre de Stonehenge. Una estación musical pirata marítima, Radio Caroline, había insistido a sus oyentes para ir a Stonehenge a un festival de «amor y consciencia». El día del solsticio de ese año, una horda de harapientos fans, adolescentes y veinteañeros, levantaron un campamento cerca del aparcamiento. La música entonces se llamaba «rock»; aparentemente no era una broma
[2]
. El paisaje despejado alrededor de las rocas estaba lleno de tiendas y tipis, de coches y caravanas. Las guitarras eléctricas aullaban, y había un aroma a marihuana en la brisa veraniega. Existían cintas de esos antiguos festivales. Una vasta humanidad psicodélica se reunió para la ocasión: la típica pareja de Des Moines con idénticas gafas y camisetas de poliéster, el sonriente ingeniero de Tokio filmando todo, la joven madre de Luton dándole el pecho a su niño en la Piedra del Altar, el policía municipal de Amesbury que se mantenía en el círculo exterior, con sus manos cogidas a la espalda, el druida de Leicester con sus ropas ceremoniales blancas, el adolescente de pelo largo de Dorking que había escalado el gran dolmen y gritaba algo sobre Jesús, ovnis, el sol y los Beatles. El festival había sido siempre uno de los grandes escenarios para volarse. Los pioneros de los alucinógenos habían conseguido una llamativa palabra para los golpes de percepción radical de semejante experiencia, sobre la fascinante extrañeza de todo aquello. Solían llamar al Libre de Stonehenge «el jodecocos».
Wynne y Tod enviaron su tubo de dormir desde el bloque de Battersea a Stonehenge, para los cinco días del festival. Junto a otros miles, descansaba cerca del viejo aparcamiento que hay al otro lado de la A360, cerca de la cúpula que ahora protegía las piedras. Los tubos parecían cápsulas gigantes de Deslizador desparramadas sobre la hierba. En medio, había burbujas tensadas, tiendas de goretex de geometrías variadas, furgonetas y coches, e incluso gente sentada en sillas de tijera bajo abigarradas sombrillas.
Cage permaneció en una posada de Amesbury y siguió el festival por la telecadena.
En la víspera del solsticio logró persuadir a Tod y Wynne para que fueran al pueblo, con la promesa de una cena gratis. A los postres, propuso su pequeño experimento.
—No sé, tío —Tod miraba dudoso—. Mañana es el último día, el día grande. No sé si debo tomar en este momento drogas experimentales.
Cage esperaba que Tod se resistiera, pero contaba con Wynne.
—Oh, Tod —dijo ella—, serás el único allí que no esté colocado. ¿Por qué no unirse al espíritu del momento? —sus ojos parecían muy brillantes—. Piénsalo, ¿cuántas horas has rodado hasta ahora? ¿Cuarenta, cincuenta?, y sólo quieren media. E incluso, si pierdes algo, siempre puedes sintetizarlo.
—Lo sé —dijo irritado—. Lo que pasa es que estoy cansado. Apenas puedo pensar ya —se bebió su clarete—. Bueno, quizás, ¿de acuerdo?, sólo quizás. Pero empieza de nuevo. Cuéntamelo desde el principio.
Cage comenzó afirmando que
Quema Londres
le había impresionado; dijo que quería conocer mejor a Tod, comprender su arte. Habló de la inspiración que había tenido cuando estaba viendo el festival en la telecadena. Todos tomarían Compartir e irían juntos a la celebración del solsticio, usando Stonehenge, la multitud y a ellos mismos para encontrar las sensaciones que moldearan su experiencia. Cage habló de la estética de lo azaroso como respuesta al problema de la selección. Dijo que podrían estar al borde de un descubrimiento histórico; Compartir podría ser perfectamente una nueva manera de que los que no eran artistas participaran en el acto mismo de la creación artística.
No mencionó que había mezclado la dosis de Compartir de Tod con un anticolinérgico que aplastaría por completo sus defensas psicológicas. Cuando Tod fuera completamente vulnerable a la sugestión, desprovisto de la capacidad de mentir, Cage comenzaría a interrogarlo. Le obligaría a decir la verdad, obligaría a Wynne a ver al chico vacío que la estaba utilizando para avanzar en su carrera. En ese momento, también Wynne vería la fealdad que Cage había visto todo el tiempo alrededor de su atractiva cara. Cuando Tod revelase simplemente lo poco que le preocupaba ella, el asunto estaría acabado.
—Vamos, Tod —dijo Wynne—. No hemos tomado drogas juntos desde hace mucho. Estoy aburrida de colocarme sola. Y cuando Tony recomienda algo como esto, seguro que tendrá un efecto total.
—¿Estás seguro de que podré trabajar mientras esté bajo los efectos de eso? —la resistencia de Tod estaba bajando—. No quiero arruinar el día filmando el césped.
—Llevaré algo para neutralizarlo. Si tienes problemas puedes tomarlo directamente en el momento que quieras. No te preocupes, Tod. Mira, la acción del Compartir te ayudará a estar más orientado visualmente. Tú mismo has dicho que el lenguaje se interpone en el camino del arte. Compartir elimina toda nuestra superestructura de preconcepciones. No sabrás lo que estás viendo, sólo lo verás, como a través de los ojos de un niño. Piénsalo.
Por un momento Cage se preguntó si habría insistido demasiado. La atención de Wynne cambió; parecía más interesada en lo que él estaba diciendo que en la reacción de Tod al respecto. Podía sentir su mirada aprobadora, pero no lo manifestó. El camarero vino con la cuenta y Cage la firmó mientras lanzaba el verdadero cebo para Tod.