Mirrorshades: Una antología cyberpunk (7 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Y estaba Lizzie. Ambos dedicaron un buen rato a meterse mano en un rincón. No era del todo el estilo de George, pero, al mismo tiempo, allí parecía apropiado. A pesar de la intimidad, el beso en la entrada le había parecido parte de una ceremonia, un rito de paso o de iniciación, pero de pronto sintió que... ¿qué?, una llama invisible transmitiéndose del uno al otro, o mejor, una nube ardiente de feromonas que brillaban en los ojos de ella. Luego él le mordisqueó el cuello, intentando sorber la gota de sangre de su pecho izquierdo, y exploró sus perfectos dientes con la lengua. Parecía como si estuvieran fundidos, como si los cables pasaran entre ambos, conectados a los relucientes rectángulos bajo sus mandíbulas.

Alguien mantenía un programa Jahfunk activado en la consola de ordenadores de la esquina. Innis se aproximó varias veces para llamar su atención, pero sin éxito. Charley Hughes quería saber si a la serpiente le gustaba Lizzie; le gustaba, George estaba seguro de ello, pero no sabía qué podría implicar esto. Más tarde George acabó derrumbándose sobre la mesa.

Innis lo sacó de allí tropezando y haciendo eses. Charley Hughes buscó a Lizzie, que había desaparecido justo en ese momento. Ella volvió y dijo:

—¿Dónde está George?

—Borracho, se ha ido a la cama.

—Qué mal. Justo cuando empezábamos a conocernos.

—Ya lo creo. ¿Cómo te sienta hacer este tipo de cosas?

—¿Quieres decir, el ser una zorra mentirosa y traicionera?

—Venga. Lizzie. Todos estamos metidos en esto.

—Bueno, pues no preguntes cosas tan estúpidas. Desde luego que me siento mal, pero sé cosas que George no sabe, así que estoy lista para hacer lo que haya que hacer. Y, por cierto, George realmente me gusta.

Charley no añadió nada. Pero pensó: «sí, el Aleph dijo que lo harías».

«¡Oh Dios!» A la mañana siguiente, George estaba avergonzado. «Tropezando borracho y morreándome en público... ¡Ay ay ay!» Intentó comunicarse con Lizzie pero sólo salía el contestador automático, por lo que colgó al instante. Luego se tumbó en la cama en un semiestupor hasta que sonó el teléfono.

La cara de Lizzie apareció en la pantalla, sacándole la lengua.

—Culito de azúcar —le dijo—, te dejo solo un momento y te largas.

—Alguien me trajo aquí. Bueno, creo que así fue.

—Sí, estabas bastante cargado. ¿Quieres que comamos juntos?

—Tal vez. Depende de cuándo me llame Hughes. ¿Dónde estarás?

—En el mismo lugar, amorcito. Café 4.

Por una llamada telefónica supo que el doctor no le atendería hasta una hora más tarde, por lo que terminó sentado frente a la loca rubia de los ojos brillantes, que iba vestida con el mono de SenTrax, pero desabrochado casi hasta la cintura. Despedía un calor sensual, de la misma forma natural que una rosa despide su dulce aroma.

Delante de ella había un plato de huevos rancheros semienterrados en guacamole: amarillo, rojo y verde, con un picante olor a chile; en su actual estado esto era tan malo como la comida para gatos.

—¡Dios! Señorita, ¿quiere ponerme enfermo?

—Valor, George. Quizás deberías comer un poco. Si no te matan te curarán. ¿Qué piensas hasta ahora de todo esto?

—Es un poco desconcertante, pero, ¡qué coño!, es mi primera vez fuera de la Madre Tierra, ¿sabes? Pero déjame que te diga lo que no alcanzo a entender: SenTrax. Sé lo que quiero que ellos me den pero..., ¿qué coño quieren ellos de mí?

—Tío, sólo quieren esto: «perifes», periféricos. Tu y yo sólo somos partes de una máquina. El Aleph tiene todo tipo de entradas: vídeo, audio, detectores de radiación, sensores de temperatura, repetidores de satélite... Pero son tontas. Y lo que el Aleph quiere, el Aleph lo consigue. Me he dado cuenta de eso. El quiere usarnos, y de eso va la cosa. Piensa en todo esto como en una investigación básica por su parte.

—¿Quién es ese «él»? ¿Innis?

—No. ¿A quién le importa Innis un carajo? Hablo del Aleph. ¡Oh, sí! La gente dice que el Aleph es una máquina, un
ello,
y todas esas gilipolleces. Ja, ja, el Aleph es una
persona,
una persona muy rara, desde luego, pero una persona, sin duda. Mierda, incluso puede que el Aleph sea un montón de gente a la vez.

—Te creo. Mira, hay algo que me gustaría probar si es posible. ¿Qué tengo que hacer para salir fuera..., para dar un paseo por el espacio?

—Es muy fácil. Tienes que conseguir un permiso. Eso significa un curso de tres semanas sobre seguridad y procedimientos. Yo te puedo enseñar.

—¿Puedes?

—Tarde o temprano aquí todos tenemos que ganarnos el pan. Tengo el título de AEE, Actividades Extra Espaciales, soy instructora. Empezaremos mañana.

Las grullas de las paredes habían volado hacia su misterioso destino. George pensaba si existiría también otro universo paralelo mientras miraba las resplandecientes paredes de gomaespuma y los aparatos colocados encima de la mesa. Delante del cabezal extensible de plástico negro del proyector holóptico Sony se veía la imagen de un cerebro con cables brotando de los nervios ópticos seccionados, como las antenas de un insecto. Cuando Hughes tocó el teclado, el cerebro se dio la vuelta, por lo que ahora podían ver su lado inferior.

—Aquí está —dijo Charlie Hughes. Entonces apareció un delicado entramado de cables plateados, pero todo parecía normal.

—El cerebro de George Jordan —asintió Innis—. Con sus conexiones. Realmente bonito.

—Cuando miro esa cosa me parece como si estuviera viendo mi propia autopsia. ¿Cuándo puedes operarme para sacarla de mi cabeza? —dijo George.

—Déjame que te enseñe algo —contestó Charley Hughes. Mientras tecleaba y movía el ratón junto a la consola, las circunvoluciones grises del córtex se volvieron transparentes y se hicieron visibles las estructuras internas codificadas en rojo, azul y verde. Hughes metió la mano en el centro del holograma del cerebro y cerró el puño dentro del área azul, situada en la parte superior de la espina dorsal—. Aquí es donde las conexiones eléctricas se vuelven biológicas; todos esos pequeños nodos a lo largo de las pseudoneuronas son procesadores y están conectados al llamado «complejo r», el que hemos heredado de nuestros antecesores los reptiles. Las pseudoneuronas continúan hacia el sistema límbico, o, si lo prefieres, el cerebro de mamífero. Y ahí es donde están las emociones. Pero también hay más conexiones hasta el neurocórtex, a través del SAR, el Sistema de Activación Reticular, y hasta el cuerpo calloso. Asimismo existen conexiones con el nervio óptico.

—He oído esa cháchara antes. ¿Cuál es el meollo del asunto?

Innis dijo:

—No hay forma de quitar esos implantes sin que haya una pérdida en el orden de tu mapa neuronal. No podemos tocarlos.

—¡Oh! ¡Mierda, tío!

Charley Hughes continuó:

—Aunque la serpiente no puede ser eliminada, quizás pueda ser hipnotizada. Tus problemas surgen a causa de su incivilizada e incontrolada naturaleza. Se podría decir que sus apetitos son primigenios. Una parte primitiva de tu cerebro se ha apoderado del neocórtex, el cual, ciertamente, debería ser el que mande. Trabajando con el Aleph, estas...
tendencias
pueden ser integradas en tu personalidad y, por tanto, controladas.

—¿Qué otra alternativa tienes? —dijo Innis—. Somos la última carta que te queda. Venga, George. Estamos a tu disposición, al otro lado del corredor.

La única luz de la habitación provenía de una esfera situada en un rincón. George estaba tumbado en una especie de hamaca, una red de fibras marrones retorcidas y tensadas a lo largo de un bastidor transparente, suspendida del abovedado techo de la pequeña sala rosa. Algunos cables salían de su cuello y desaparecían tras unas placas de cromo incrustadas en el suelo.

—Primero activaremos el programa de chequeo —dijo Innis—. Charley te suministrará percepciones, colores, sonidos, sabores y olores, y le dirás qué sientes. Necesitamos estar seguros de que tenemos un interfaz limpio. Di lo que ves y él parará si es necesario.

Innis atravesó la puerta hacia la estrecha habitación rectangular, donde estaba sentado Charley Hughes frente a una consola de plástico oscuro llena de lucecitas. Detrás de él, apilados, había equipos cromados de seguimiento y control con el anagrama amarillo de SenTrax, un sol refulgiendo en la parte frontal del metal brillante.

Las paredes rosas se volvieron rojas, las luces vacilaron y George se agitó en su hamaca. La voz de Charley Hughes llego al oído interno de George:

—Empezamos.

—Rojo —dijo George—. Azul. Rojo y azul. Una palabra: «avestruz».

—Bien. Sigue.

—Un olor, ahhh... quizás serrín.

—Acertaste.

—Mierda... vainilla... almendras...

Así siguió durante un rato.

—Ya estás listo —dijo Charles Hughes.

Cuando el Aleph se conectó, desapareció la habitación roja.

Una matriz de 800 x 800. Seiscientos cuarenta mil pixeles formaron una representación óptica de los restos de una supernova GAS: una nube de polvo estelar representada por la síntesis de rayos X y ondas de radio recogidas por el OAEOA, el Observatorio de Altas Energías en Órbita Alta. Pero George no vio la imagen en absoluto. Más bien era como escuchar un conjunto de datos ordenados y con sentido.

Transmisión por bytes. 750 millones de emisores que abarcaban desde un satélite de la Agencia de Seguridad Nacional a una estación receptora cerca de Chincoteague Island, en la orilla este de Virginia, y ahora él las podía leer.

—Todo es información —dijo la voz. Su tono tenía calidez pero no sexo y de alguna manera resultaba distante—. Lo que sabemos, lo que somos. Ahora estás en un nuevo nivel. Lo que tú llamas «la serpiente» no puede ser definido por el lenguaje, existe en un modo prelingüístico, pero la puedes manejar a través de mí. Sin embargo, primero debes conocer los códigos en los que se asienta el lenguaje. Debes aprender a ver el mundo como yo lo veo.

Lizzie llevó a George a probarse un traje, y empleó todo el día en enseñarle a entrar y salir sin ayuda de su rígido caparazón. Luego, durante tres semanas, le guió en las operaciones básicas y por el denso manual de procedimientos de seguridad.

—Quemadura roja —dijo ella. Flotaban en el depósito de los trajes con las plataformas vacías detrás, los blancos caparazones colgando de la pared como un público de robots desconectados—. Cuando lo veas escrito en el visor, es que la has jodido. Es que te has metido en una trayectoria sin retorno. Entonces te calmas totalmente y pides ayuda, la cual debe venir del Aleph, que toma el control de las funciones de tu traje, y a continuación, tú te relajas y no haces una mierda.

Primero voló dentro de la cúpula iluminada de la estación con el visor abierto y con Lizzie gritándole y riéndose cuando se tropezaba fuera de control y chocaba contra las paredes acolchadas. Después de practicar unos pocos días, salieron fuera de la estación. George iba al extremo de un cabo con el visor puesto y navegando con sus instrumentos, mientras Lizzie le tomaba el pelo con cosas como «¡Quemadura Roja!», «¡Fallo en el traje!» y cosas así.

Al tiempo que dedicaba la mayor parte de sus energías y atención a entrenarse con el traje, George informaba cada día a Hughes y se conectaba con el Aleph. La hamaca se balanceaba suavemente cuando se tumbaba en ella. Charley conectaba los cables en su sitio y se iba.

El Aleph se dio a conocer poco a poco. Le enseñó código máquina y compiladores, lo cual le permitió recorrer los vastos árboles del lenguaje C-SMART, con sus «inteligentes» programas asistentes de toma de decisiones. Esto le abrió todo el espectro electromagnético tal y como se producía en el Aleph. Y entonces George lo entendió todo: las voces y los códigos.

Cuando se desconectaba, el conocimiento se evaporaba, pero aun así algo quedaba, hasta ese momento era sólo una alteración de sus percepciones, como si el mundo hubiera cambiado.

En vez de colores, veía una
porción del espectro;
en vez de olores, sentía
la presencia de ciertas moléculas;
en vez de palabras, escuchaba
una sucesión estructurada de fonemas.
El Aleph había infectado su consciencia.

Pero eso no le preocupaba a George. Parecía que algo se estaba cociendo en su interior, pues empezaba a ser consciente, más o menos constantemente, de la serpiente, que aunque dormida estaba sin duda ahí. Una noche se fumó casi todo un paquete de los Gauloises de Charlie, y a la mañana siguiente se despertó como si tuviera alambre de espino en la garganta y fuego en los pulmones. Ese día le contestó groseramente a Lizzie mientras ella guiaba sus pasos, y por un momento perdió completamente el control. Ella tuvo que desconectar los controladores de su traje y bajarlo.

—Quemadura roja —dijo—. Tío, ¿qué coño te pasa?

Al final de la tercera semana salió solo. No más excursiones atado a una cuerda, sino Actividad Externa de Estación; a sacar el culo a la noche eterna. Salió con cuidado de la protección de la escotilla y miró a su alrededor.

La Rejilla de Energía Orbital, la obra de construcción espacial que había permitido la existencia de la Atenea, apareció ante él: una especie de parrilla de color ébano con colectores fotovoltaicos y transmisores plateados de microondas orientados al sol. Pero la propia estación asombraba por su mezcla de estructuras para vivir, trabajar y experimentar, arracimadas sin aparente respeto por la simetría y el orden. Algunas de éstas giraban para obtener gravedad por rotación, otras permanecían inmóviles bajo la directa luz solar. Figuras con balizas de color ámbar gateaban despacio por su superficie, o se dirigían hacia los transportes de luces rojas, parecidos a grandes montones de chatarra mientras se movían en sus amplias trayectorias, sus cohetes encendiéndose brevemente como puntas de duro diamante.

Lizzie permanecía justo al lado de la escotilla, vigilándole por su baliza de radio, pero al mismo tiempo dejándole ir a su aire.

—Apártate de la estación —le dijo—. Te tapa la vista de la Tierra.

El se apartó.

Nubes blancas cubrían el globo azul y a través de ellas se vislumbraban manchas marrón y verde. A las 14:00 horas del horario de la estación, se encontraba viendo, casi perpendicularmente, la desembocadura del Amazonas, donde era mediodía, por lo que la Tierra estaba completamente iluminada por la luz solar. La Tierra era sólo una miniatura que ocupaba apenas diecinueve grados de su campo de visión...

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