Mirrorshades: Una antología cyberpunk (11 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

El juez saca un reloj de bolsillo. La cámara se acerca y se aleja; son las 4:50 de la mañana, el cielo comienza a clarear.

¿Houdini? No se entera de que lo están colocando en la bodega de las bombas de la Sucia Dama. Ni siquiera puede ver u oler. Pero está tranquilo, feliz por todo este montaje al aire libre, feliz de hacer
que realmente esté sucediendo.

Todo el mundo sube al avión. Un torpe movimiento de cámara mientras Eddie sube. Luego un encuadre de Houdini, largo y blanco, reptando como una larva de insecto. Está aovillado en la plataforma de las bombas con Max el Quejas doblado sobre él, como una extraña hormiga obrera.

Los motores arrancan con un ronco rugido. El sacerdote y el rabino se sientan y hablan: las ropas negras, las caras blancas, los dientes grises.

—¿Tienes algo de comer? —pregunta el sacerdote. Tiene una constitución poderosa, es joven y de pelo rubio. Fue un gran delantero de fútbol americano del Notre Dame.

El rabino es un tipo pequeño con sombrero de fieltro y la barba negra. Tiene una boca a lo Franz Kafka, todo dientes y tics.

—Entiendo que desayunaremos en la terminal cuando esto acabe.

El sacerdote saca doscientos por esto, y el rabino trescientos. Tiene más fama. Si el número funciona, también serán testigos de las otras fugas.

No es realmente un avión grande, y no importa adonde dirija Eddie la cámara; siempre hay un trozo blanco de Houdini en el encuadre. Delante se puede ver el perfil de Johnny G., el atractivo Johnny que ahora no parece sentirse demasiado bien. Hay gotas de sudor, sudor alcohólico en su largo labio superior. La paz le resulta muy dura a Johnny.

—Simplemente, súbelo en espiral —dice suavemente Ruedas Lustrosas—. Como el muelle de un colchón, Johnny.

A través de las ventanillas se puede ver el horizonte girar en ángulo, hasta que alcanzan el gran lecho de nubes. Max mira el altímetro y suelta una risita que deja ver sus dientes. Atraviesan las nubes hacia la oblicua luz diurna, mientras Johnny mantiene la espiral y seguiría eternamente si nadie le dijera «para»... pero ahora la altura ya es suficiente.

—¡Fuera bombas! —grita hacia atrás Ruedas Lustrosas. Max tira de la palanca de apertura. Encuadre de Houdini envuelto en blanco, en la plataforma de las bombas con forma de ataúd. El fondo se abre, y la larga forma cae despacio, casi ingrávida al principio. Luego el viento de la hélice lo empuja hacia un extremo y comienza a caer, blanco mate contra el blanco brillante de las nubes de abajo.

Eddie mantiene el enfoque tanto como puede. Hay una nube en forma de huevo gigantesco ahí abajo, hacia donde cae Houdini. Houdini ha comenzado él mismo a soltar las vendas. Se puede ver cómo las vendas le siguen, azotando el aire de un lado a otro como un largo látigo: luego,
¡zip!,
se adentra como un espermatozoide en esa esférica nube blanca.

De regreso hacia la pista aérea, Eddie y el técnico de sonido recorren el avión, preguntando a todo el mundo si creen que Houdini lo logrará.

—Por supuesto que lo creo —el rabino.

—No tengo ni idea —el sacerdote, ansioso por desayunar.

—No hay manera —Max el Quejas—. Impactará a doscientas millas por...

—Todos moriremos alguna vez, —Johnny G.

—En esa situación, espero que se haga un paracaídas con el vendaje —contesta Ruedas Lustrosas.

—Es un misterio —concluye el juez.

Las nubes se abren y el avión salpica grandes sábanas de agua cuando aterriza. Eddie los filma a todos saliendo del avión y en la pequeña terminal desierta, excepto...

Al otro lado de la sala, de espaldas a ellos, un hombre en pijama juega a la máquina del millón. Humo de puro. Alguien le llama y se vuelve: es Houdini.

Houdini lleva a su madre a ver los números. A todos les gustan, excepto a ella. Está muy disgustada, y por eso se tira del pelo. Su viejo pelo blanco cae a puñados al suelo, cerca de su silla de ruedas.

De vuelta a casa, Houdini se arrodilla y le suplica y le suplica hasta que ella le da permiso para terminar la película. Rabstein y Pathé dicen que con dos números nuevos bastará.

—Nada de magia después de esto —promete Houdini—. Emplearé el dinero en abrir una pequeña tienda de música para nosotros.

—¡Mi querido niño!

Para el segundo número hacen que Houdini y su madre vuelen a Seattle. Rabstein quiere que utilicen a la anciana señora para filmar sus reacciones. Pathé aloja a ambos en una casa de huéspedes, dejando sin aclarar el momento y el tipo de fuga.

Eddie Machotka permanece todo el tiempo pegado a ellos, filmando fragmentos de sus largos paseos por el puerto. Houdini comiéndose un cangrejo a la Dungeness. Su madre comprando toffes. Houdini comprándole una peluca.

Cuatro figuras con impermeables negros se deslizan desde un barco de pesca. Quizás Houdini oye sus pasos, pero no se digna volverse. Al momento caen sobre él: el sacerdote, el juez, el rabino, y esta vez también un doctor; podría ser Rex Morgan.

Mientras la anciana dama grita y grita, el doctor le clava a Houdini una enorme inyección de pentotal sódico y lo deja fuera de combate. El gran fuguista no se resiste, sólo mira y sonríe hasta que se desmaya. La anciana dama golpea al doctor con su bolso, antes de que el sacerdote se la lleve junto a Houdini, atados ambos, al barco de pesca.

En el barco están otra vez Johnny G y sus Perforadores Volantes-A. Johnny puede hacer que vuele cualquier cosa, incluido un barco. Sus ojos están completamente enrojecidos, pero Ruedas Lustrosas guía el barco fuera del puerto, por el Puget Sound, hasta un río maderero. Esto les lleva un par de horas, pero Eddie lo resume todo... Houdini aparece tumbado dentro de un tronco hueco mientras el doctor le inyecta a cada momento.

Finalmente alcanzan el estanque de una serrería con unos pocos troncos dentro. Max el Quejas y el juez mezclan escayola en un balde, y la vierten sobre Houdini. Le tapan con esparadrapo los orificios de la cabeza, excepto la boca, donde le colocan un tubo para respirar. Lo que están haciendo es sellarlo en el interior de un tronco enorme con un tubo para respirar disimulado dentro de una rama cortada. Houdini está inconsciente y atrapado por el relleno de escayola en el interior del tronco..., una especie de gusano muerto dentro de un doble cilindro. El sacerdote, el rabino, el juez y el doctor tiran el tronco por la borda.

Salpica, rueda, choca con los troncos vecinos y se mezcla con ellos a la espera de ser serrado. Ahora quedan unos diez troncos y no se puede saber en cuál está Houdini. La sierra ya está girando, mientras la cinta transportadora ha recogido el primer tronco.

Primer plano de troncos entrechocando. Al fondo, la madre de Houdini arranca el pelo de su peluca. Fuertes SZZZZZZZ suenan cuando se corta el primer tronco. Se puede ver la sierra al fondo, una gigantesca hoja cortando el tronco justo por el medio.

¡SZZZZZZZ! ¡SZZZZZZZ! ¡SZZZZZZZ! Vuelan las virutas. Uno a uno, los troncos son enganchados y arrastrados hacia la sierra. Quieres apartar la mirada pero no puedes, esperando ver la sangre y la comida digerida salir volando. ¡SZZZZZZZ!

Johnny G. bebe algo de una petaca plateada. Sus labios se mueven en silencio. ¿Maldiciones? ¿Rezos? ¡SZZZZZZZ! La caballuna y nerviosa cara de Max el Quejas está sudando, y deja escapar una risita. La mamá de Houdini ha pelado la peluca hasta el forro. ¡SZZZZZZZ! Los ojos de Ruedas Lustrosas son dos grandes y blancos huevos cocidos. Se sirve de la petaca de Johnny. ¡SZZZZZZZ! El sacerdote se seca la frente y el rabino... ¡SZCHAPRUFFZZZZZEEEEE!

Del noveno tronco salta polvo de escayola. Se parte en dos, revelando sólo el negativo del cuerpo de Houdini. ¡Un molde vacío! Todos saltan al muelle de la serrería, la cámara moviéndose por todos lados, buscando al gran hombre. ¿Dónde estará?

Entre los gritos y felicitaciones se puede oír la máquina de discos de la cafetería del aserradero. Suenan las Andrews Sisters. Y dentro... Houdini llevando el ritmo con el pie y comiéndose una hamburguesa con queso.

—Una fuga más —promete Houdini— y conseguiremos esa tienda de música.

—Estoy tan asustada, Harry —dice su calva mamá—. Si al menos te dieran alguna advertencia.

—Esta vez lo han hecho. Es pan comido. Volamos a Nevada.

—Espero que te mantengas lejos de las cabareteras.

El sacerdote y el rabino y el juez y el doctor se encuentran allí, y en esta ocasión, también un científico. Una habitación con un techo bajo de cemento, con mirillas por ventanas. Houdini, vestido con un traje de buceo de goma negra, hace juegos de cartas.

El científico, que tiene un ligero parecido con Albert Einstein, habla brevemente por teléfono y asiente al doctor. El doctor sonríe seductor a la cámara, luego esposan a Houdini y lo ayudan a meterse en un tanque cilíndrico de agua. Alambiques de refrigeración lo enfrían, y al poco tiempo tienen congelado a Houdini dentro de un enorme bloque de hielo.

El sacerdote y el rabino rompen las paredes del tanque, y allí está Houdini, como un enorme petardo con su cabeza sobresaliendo como si fuera la mecha. Fuera hay un camión con un montacargas hidráulico. Johnny G. y los Perforadores Volantes-A están allí y cargan a Houdini en la parte de atrás.
Cubren
el hielo con tablas para que no se derrita con el caluroso sol del desierto.

Dos millas a lo lejos, se puede ver una alta torre de pruebas con una pequeña cabina en lo alto. Se trata de una prueba de una bomba atómica en las afueras, en medio de Nevada, en algún desierto perdido de la mano de Dios. Eddie Machotka conduce el camión con Houdini y los Perforadores Volantes-A.

Plano desde abajo de la esbelta torre, la obscena protuberancia de la bomba en lo más alto. Sólo Dios sabe que cuerdas ha movido Rabstein para conseguir meter a Pathé en esto.

Hay un agujero cilíndrico en el suelo, justo debajo de la torre, y precisamente en ese hueco deslizan al «helado Houdini». Su cabeza, saliendo del agujero, les sonríe como un cactus de peyote. Conducen rápidamente de vuelta al bunker.

Eddie filma todo en tiempo real, sin cortes. La mamá de Houdini permanece en el bunker, por supuesto, pelando un puñado de pelucas. El científico le pasa dos dados.

—Sólo para darle una oportunidad de intentarlo, no la detonaremos hasta que saque dos ases. A eso se le llama «ojos de serpiente»
[1]
. ¿De acuerdo?

Primer plano de su cara, frenética por la ansiedad. Tan despacio como puede, agita los dados y los lanza al suelo.

—¡Ojos de serpiente!

Antes de que nadie pueda reaccionar, el científico ya ha apretado el botón con una mirada de conmiseración en el fondo de los ojos. Una luz repentina se filtra en el bunker, conviniendo los negros en grises. La onda expansiva llega luego, y el juez se derrumba, posiblemente a causa de un ataque de corazón.

El estruendo crece y crece. Sus rostros, agitados, se mueven de un lado para otro.

Luego todo acaba, y el ruido desaparece, excepto... un insistente
claxon,
justo fuera del bunker. El científico desatranca la puerta y todos miran al exterior, mientras Eddie filma por encima de sus hombros.

¡Es
Houdini!
¡Sí! ¡En un descapotable blanco con una corista de grandes pechos!

—¡Venga esa pasta! —grita—. ¡Y tachadme de la lista!

[1]
Ver nota 1 en «Ojos de serpiente», de Tom Maddox. (N. de los T.)

"El autor juega con un doble significado: ojos de serpiente —los del animal— y la denominación de una jugada en la que salen los dos ases en el juego de dados Odds and Craps, lo que implica perderlo todo. (N. de los T.)"

LOS CHICOS DE LA CALLE 400

- Marc Laidlaw -

Los escritores ciberpunk son conocidos en general por sus osados conceptos y por su relación con lo extraño. Marc Laidlaw destaca incluso en tal compañía. Su trabajo está marcado por cambiantes e inesperadas yuxtaposiciones, enfoques insospechados y un humor negro que llega a alcanzar el ultravioleta. Se inspira en un gran número de influencias contemporáneas, con especial inclinación por todo lo que es misterioso, intuitivo y extraordinario.

El siguiente relato demuestra la inspirada fusión de elementos característica de Laidlaw, y en él combina rasgos de un mito apocalíptico con la leyenda de las modernas bandas urbanas. «Los chicos de la calle 400» resulta genuinamente extravagante, una intensa mezcla que es más fácil disfrutar que describir.

Marc Laidlaw vive en San Francisco. Su última novela es "Dad's Nuke".

«¡Sacrifícanos!»

Popol Vuh

Nos sentamos, y sentimos cómo Ciudad Diversión muere. Dos plantas por encima de nuestro sótano, a la altura de la calle, algo gigantesco está aplastando las pirámides de apartamentos. Podemos sentir muchas vidas parpadear y apagarse como bombillas reventadas; en ocasiones como ésta, no necesitas pensar dos veces qué estarán viendo ellos. Me llegan relámpagos de su miedo y de su repentino dolor, pero ninguno dura demasiado. El libro de bolsillo se me cae de las manos y apago mi vela.

Somos los Hermanos
[1]
, una banda de doce. Ayer éramos veintidós, pero no todos consiguieron llegar a tiempo al sótano.

Nuestro «embaucador», Slash, está encima de una plataforma, cargando y volviendo a cargar su pistola con una única bala de plata. Crybaby Jaguar está arrodillado en un extremo de su vieja manta, sollozando como un maníaco y, por una vez, tiene buenos motivos. Mi mejor Hermano, Jade, está girando los cilindros del holotubo para buscar alguna emisora, pero todo lo que encuentra es la estática que suena como aquellos alaridos en nuestras mentes, que no desaparecen basta que se los suprime voz a voz.

Slash dice:

—Jade, apaga esa luz o la cortocircuitaré.

El es nuestro líder, nuestro embaucador. Sus labios son grises, su boca es el doble de grande a causa del escalpelo Soooooot que rasgó sus mejillas. Por eso cecea.

Jade se encoge de hombros y apaga el holotubo, pero los sonidos que escuchamos en su lugar no son mejores. Resuenan unos pasos lejanos, se oven gritos en el cielo y una risa monstruosa. Parece que se alejan, adentrándose en Ciudad Diversión.

—No se irán nunca —dice Jade.

—Te crees que lo sabes todo —contesta Vave O'Claw mientras desmonta un despertador con su dedo de cromo girándolo, de la misma manera en que los niños se hurgan la nariz—. Ni siquiera sabes qué son.

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