El simple hecho de merodear por allí constituía algo emocionante en sí mismo. Las ventanas posteriores me ofrecían imágenes íntimas.
Lo mejor eran las ventanas de los cuartos de baño. Veía mujeres medio vestidas y mujeres y chicas en albornoz. Me gustaba observarlas mientras hacían muecas delante del espejo.
Encontré un guante de béisbol en una mesa de picnic. Me lo llevé. Detrás de otra casa encontré un balón de fútbol, de cuero auténtico. Lo robé y lo rajé por la mitad con una navaja, para ver qué tenía dentro.
Aún no había llegado a la adolescencia y ya era un ladrón y un mirón. Me encaminaba hacia una cita íntima con una mujer profanada.
Me llegó en un libro. Un regalo inocente quemó mi mundo hasta los cimientos.
Cuando cumplí once años mi padre me dio un libro. Se trataba de una obra de no ficción, un canto al Departamento de Policía de Los Ángeles titulado
La Placa
; su autor era Jack Webb, astro y cerebro del programa de televisión
Redada
.
El programa se basaba en casos del DPLA. Los policías hablaban con voz monótona y trataban a los sospechosos con brusquedad y desprecio. Éstos, por su parte, mostraban una verborrea incontenible, producto de su pusilanimidad. Los polis no daban crédito a ninguna de sus tonterías.
Redada
era la saga de unas vidas sin oportunidades, sin futuro, enfrentadas a la autoridad. Los métodos represivos de la policía aseguraban un Los Ángeles virtuoso. El programa tenía un tono severo y rezumaba autocompasión subliminal. Era la épica de unos hombres aislados que ejercían una profesión aislante, privados de ilusiones convencionales y traumatizados por el contacto diario con la hez. Era la angustia del varón al estilo de los años cincuenta: la alienación como anuncio de servicio público.
El libro era el programa de televisión, pero libre de frenos. Jack Webb detallaba los métodos policiales y se lamentaba profusamente de la carga que soportaban los varones blancos del DPLA. Comparaba a los delincuentes con comunistas, y no había la menor ironía en ello. Ilustraba los terrores y las prosaicas satisfacciones del trabajo policial mediante anécdotas de la vida real. Libre de las limitaciones de la estricta censura televisiva, recogía algunos casos verdaderamente escabrosos.
El asunto de la bomba incendiaria del club Meca fue todo un acontecimiento. El 4 de abril de 1957 cuatro indeseables fueron expulsados de una taberna del vecindario. Un rato después, regresaron con un cóctel molotov e incendiaron el local, que quedó convertido en cenizas. Murieron seis clientes. Al cabo de pocas horas el DPLA atrapó a los autores, que fueron juzgados, encontrados culpables y condenados a muerte.
Donald Keith Bashor era ladrón de pisos. Reventaba pequeños apartamentos en el distrito de Westlike Park. En dos ocasiones, sendas mujeres lo sorprendieron en plena acción. Bashor las mató a golpes. Fue capturado, juzgado y condenado. En octubre del 57 entró en la cámara de gas.
Stephen Nash era un psicópata a quien le faltaban varias piezas dentales y que estaba furioso con el mundo. Mató a un hombre de una paliza y apuñaló a un chico de diez años bajo el rompeolas de Santa Mónica. El DPLA le echó el guante en el 56. Confesó nueve asesinatos más y se calificó a sí mismo como «el rey de los asesinos». Fue juzgado, condenado y sentenciado a muerte.
Las historias eran horrorosas. Los villanos daban muestras de estupidez y de tener tendencias nihilistas.
Stephen Nash mataba por impulso. Sus asesinatos carecían de cálculo y su intención al perpetrarlos no era sembrar un horror indecible. Nash no sabía convertir su furia en gestos simbólicos y volcarla como tal sobre un ser humano vivo. Le faltaba la voluntad de cometer asesinatos o la inclinación a ello que despertaban la fascinación del gran público.
El asesino de la Dalia Negra sabía lo que el otro ignoraba. Comprendía la mutilación como lenguaje. Asesinó a una mujer joven y hermosa y de este modo se aseguró su celebridad anónima.
Leí el relato de Jack Webb sobre el caso de la Dalia Negra. La lectura fe llevó a lo más hondo y oscuro de mí.
La Dalia Negra era una muchacha llamada Elizabeth Short. Su cuerpo fue encontrado en enero de 1947 en un solar vacío, seis kilómetros al sur del edificio de apartamentos donde yo vivía.
Elizabeth Short estaba cortada en dos por la cintura. El asesino había limpiado el cuerpo y lo había desnudado. Lo había abandonado a pocos centímetros de una acera de la ciudad, con las piernas bien abiertas.
La torturó durante días. La golpeó y la cubrió de cortes con un cuchillo afilado. Apagó cigarrillos en sus pechos y le rajó las mejillas desde las comisuras de los labios hasta las orejas.
Aquello atenuó su sufrimiento de manera espantosa. Fue sometida a abusos y aterrorizada sistemáticamente. Después de muerta, el asesino hurgó en el interior de su tronco y cambió los órganos de lugar. El crimen fue un acto de pura locura misógina y, por lo tanto, fácil de malinterpretar.
En el momento de su muerte Betty Short tenía veintidós años. Era una chica alocada que vivía fantasías de chica alocada. Un reportero, se enteró de que sólo se vestía de negro y la bautizó «la Dalia Negra». El apodo la desvalorizaba, envilecía su memoria y convertía a la muchacha en una hija perdida santificada y en una buscona sin clase.
El caso tuvo un eco enorme en la prensa. Jack Webb enfocó su resumen de doce páginas según el pensamiento dominante en la época: las mujeres fatales tenían finales escabrosos y eran cómplices en atraer sobre ellas la muerte por vivisección. Webb no entendía las intenciones del asesino ni sabía que sus manipulaciones ginecológicas definían el crimen. No sabía que el asesino tenía un miedo terrible a las mujeres. No sabía que había abierto en dos a la Dalia para ver qué hacía a las mujeres diferentes de los hombres.
Por entonces yo tampoco sabía todas esas cosas. Lo que sabía era que tenía una historia a la que ir al encuentro y de la que huir.
Webb describió los últimos días de la Dalia. La muchacha iba al encuentro de los hombres y huía de ellos, forzando sus recursos mentales hasta conducirlos al borde de la esquizofrenia. Buscaba un lugar seguro donde esconderse.
Un par de fotografías acompañaban al relato.
La primera mostraba a Betty Short en la esquina de la calle Treinta y nueve y Norton. Sus piernas quedaban medio tapadas. Varios hombres, algunos armados, otros con blocs de notas, estaban de pie en torno al cuerpo.
En la segunda se la veía con vida, con los cabellos recogidos hacia arriba y hacia atrás, como en esa foto de carné de mi madre de los años cuarenta.
Leí la historia de la Dalia un centenar de veces. Leí el resto de
La Placa
y observé detenidamente las fotos. Stephen Nash, Donald Bashor y los chicos de las bombas incendiarias terminaron por convertirse en mis amigos. Betty Short se convirtió en mi obsesión.
Y en mi sustituta simbiótica de Geneva Hilliker Ellroy.
Betty buscaba y se escondía. Mi madre había huido a El Monte, donde los fines de semana llevaba una vida secreta. Betty y mi madre eran víctimas arrojadas a la cuneta. Jack Webb decía que Betty era una chica fácil. Mi padre decía que mi madre era una borracha y una golfa.
Mi obsesión con la Dalia era explícitamente pornográfica. Mi imaginación suministraba los detalles que Jack Webb omitía. El asesinato era un epigrama sobre la fugacidad de la existencia y fijaba firmemente en mí la visión del sexo como muerte. La falta de solución del caso era un muro que yo intentaba romper con mi curiosidad infantil.
Apliqué mi mente al trabajo. Mis esfuerzos por encontrar explicaciones eran completamente inconscientes. Sencillamente, me contaba a mí mismo historias mentales, lo cual resultaba contraproducente. Mis historias diurnas de muerte mediante sierra y escalpelo me producían pesadillas terribles, despojadas de adornos narrativos: lo único que veía era a Betty cortada en dos, atravesada a cuchilladas, hurgada, revuelta por dentro y sometida a disección.
Mis pesadillas poseían una crudeza y una fuerza en estado puro. Surgían de mi inconsciente con vívidos detalles. Veía a Betty destripada y descuartizada en un potro de tormento medieval. Vi a un hombre que la desangraba en una bañera. La vi con los brazos y las piernas abiertos sobre una camilla.
Aquellas escenas hacían que me diera miedo dormir. Las pesadillas se presentaban de forma previsible o a intervalos impredecibles. Además, estaban las evocaciones en pleno día, y cuando menos lo esperaba.
Sentado en clase, aburrido, me dejaba llevar a extrañas divagaciones mentales y veía intestinos obstruyendo inodoros e instrumentos de tortura listos para ser utilizados.
Yo no conjuraba las imágenes voluntariamente. Parecían emerger de algún lugar más allá de mi voluntad.
Las pesadillas y las visiones diurnas continuaron toda la primavera y el verano. Sabía que eran el castigo divino por mis actos de voyerismo y por mis hurtos. Dejé de robar y de fisgar por las ventanas de Hancock Park, pero las pesadillas y las visiones diurnas prosiguieron.
Volví a robar y a fisgar. Un hombre me sorprendió en su jardín y echó a correr detrás de mí. Dejé de fisgar de una vez por todas.
Las pesadillas y las visiones diurnas no cesaron, las repeticiones constantes hicieron que sus efectos disminuyesen. La obsesión por la Dalia Negra tomó nuevas formas en mi fantasía.
Rescaté a Betty Short y me convertí en su amante. La salvé de una vida de promiscuidad. Seguí la pista de su asesino y lo ejecuté.
Eran fantasías intensas, basadas en una narración. Gracias a ellas mi fijación por la Dalia perdió ese punto nauseabundo.
En septiembre de 1959 empecé a asistir al instituto de enseñanza media y mi padre me dijo que era hora de que tomase el autobús por mi cuenta. Yo aproveché esta nueva libertad para profundizar en mi investigación sobre la Dalia.
Hice viajes en autobús al centro, a la Biblioteca Pública Central. Leí los ejemplares microfilmados del
Herald Express
de 1947. Me enteré de todo lo relativo a la vida y la muerte de la Dalia Negra. Betty Short procedía de Medford, Massachusetts. Tenía tres hermanas y sus padres estaban divorciados. En 1943, había visitado a su padre en California y se había quedado prendada de Hollywood y de los hombres de uniforme.
El
Herald
la llamaba «aventurera» y «chica fácil». Deduje que tales apelativos significaban en realidad «prostituta». Quería ser estrella de cine. Estaba liada a la vez con varios aviadores del ejército. Una semana antes de su muerte un tipo llamado Red Manley la llevó en su coche desde San Diego. Ella no tenía dirección fija en Los Ángeles; durante meses había ido de pensiones baratas a apartamentos de poca categoría. Frecuentaba bares y aceptó copas y comidas de desconocidos. No paraba de contar mentiras absurdas. Su vida era indescifrable.
Yo comprendía aquella vida. La comprendía intuitivamente. Era una colisión caótica con el deseo machista. Betty Short quería cosas fuertes de los hombres, pero era incapaz de identificar sus necesidades. Se reinventaba con despreocupación juvenil, convencida de que era una persona original. Se equivocaba en sus cálculos. No era muy lista ni se conocía demasiado bien a sí misma. Se transformó en un cliché que obedecía a fantasías masculinas prescritas hacía mucho tiempo. La nueva Betty era la antigua, ligeramente retocada por Hollywood. Se convirtió en un tópico al que muchos hombres deseaban follar y, algunos, matar. Ella quería llegar a extremos profundos, oscuros, intensos e íntimos con los hombres. Enviaba señales magnéticas. Conoció a un hombre con nociones de profundidad, oscuridad, intensidad e intimidad envueltas en rabia. El único acto de complicidad de la Dalia fue un hecho consumado corriente. Se cedió a sí misma a los hombres.
El
Herald
siguió la historia de la Dalia durante doce semanas. Recogió el enorme despliegue de investigaciones con pistas infructuosas y sospechosos impensados, y publicó en primera plana confesiones falsas y ramificaciones tangenciales del caso.
Durante un tiempo estuvo en el candelero la teoría lésbica. Era probable que Betty Short se hubiese movido en círculos homosexuales. La teoría de las películas de violencia real tuvo buena acogida: quizá Betty hubiese posado para unas fotos pornográficas.
Había quien delataba a su vecino por considerar que tal vez fuese el asesino; quien acusaba al amante que le abandonaba; quien acudía a videntes e invocaba el espíritu de la Dalia. La muerte de Elizabeth Short inspiró una histeria menor.
El Los Ángeles de posguerra se aglutinó en torno al cuerpo de una mujer muerta. Hordas de gente se entregaron a la Dalia. Se entretejieron en su historia de maneras extrañas y fantásticas.
El relato me emocionó y absorbió por completo. Me llenó de un perverso sentido de esperanza.
La Dalia definió su tiempo y su lugar. Desde la tumba, reclamó vidas y ejerció un gran poder.
Stephen Nash entró en la cámara de gas en agosto del 59. En el instante previo a que lo ataran a la silla, escupió una goma de mascar al capellán. Luego, aspiró los gases de cianuro con una amplia sonrisa de suficiencia.
Pocas semanas después, ingresé en el instituto John Burroughs de enseñanza media.
Harvey Glatman fue a la cámara de gas el 18 de septiembre. Le di la paliza a mi padre para que me comprara una bicicleta. Nos las ingeniamos para convencer a mi tía de que firmase una nota de crédito, y compramos una Corvette Schwinn del color rojo de las manzanas cubiertas de caramelo.
La llené de adornos. Le añadí un manillar curvo, alforjas de plástico, guardabarros tachonados de cristales y un velocímetro que marcaba doscientos veinte kilómetros por hora. Mi padre llamaba a la bici mi «carromato de negro». Quedaba muy bonita, pero era muy pesada y lenta. En las cuestas tenía que subirla empujando.
Ya tenía mi propio vehículo. El instituto quedaba a cinco kilómetros de casa, de modo que el territorio que podía explorar ahora había crecido de forma exponencial.
En varias ocasiones fui con la bici a la esquina de la Treinta y nueve y Norton. En el solar donde habían encontrado a Betty Short se alzaban ahora nuevas casas. Las eliminé con la imaginación y dejé huellas de derrapajes de bicicleta en la acera, cerca de aquel lugar sagrado. Seguía teniendo pesadillas con la Dalia, a quien conjuraba para combatir el aburrimiento de la escuela. Continué releyendo
La Placa
, que me mantenía al corriente de la criminalidad en Los Ángeles.