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Authors: James Ellroy

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Mis rincones oscuros (24 page)

Le pregunté qué le había ocurrido a mi mente. Respondió que probablemente se hubiese tratado de un «síndrome cerebral post-alcohólico». A los alcohólicos que habían dejado de beber les ocurría en ocasiones. Añadió que había tenido suerte. Algunos se volvían locos para siempre.

Mi enfermedad pulmonar podía o no ser contagiosa. Para evitar riesgos, me aislaron, me pusieron un gota a gota y empezaron a meterme grandes dosis de antibióticos. Me administraban tranquilizantes para calmar el miedo.

Los tranquilizantes me dejaban aturdido. Yo intentaba dormir todo el día todos los días. Estar despierto y consciente me asustaba. Una y otra vez imaginaba que mi cerebro quedaba defectuoso de forma permanente.

Esas pocas horas de demencia resumían mi vida. El horror hacía que todo lo ocurrido hasta ese momento fuera irrelevante.

Siempre que estaba despierto se repetía el horror. No conseguía librarme de él. No me contaba un cuento para acojonarme ni sentía un placer morboso ante mi supervivencia. Sencillamente revivía los momentos de mi vida que me habían conducido a aquello.

El horror no me dejaba. Las enfermeras me despertaban de un arrobado sueño para joderme manipulando el gota a gota. No podía llevar mi mente por estructuras de fantasía recetadas hacía mucho tiempo. El horror jamás me abandonaría.

Imaginé la locura permanente. Me autocastigué con aquel cerebro que, en esos momentos, funcionaba espléndidamente bien.

El horror se hizo insostenible. Me marché del hospital, pese a las protestas de los médicos, y tomé el autobús hasta la casa de Lloyd. Robé una botella de ginebra, me la bebí y al llegar a su piso perdí el conocimiento. Lloyd llamó de nuevo a la ambulancia.

Llegó otra ambulancia. Los enfermeros me sacaron del estupor y me metieron en ella. Me llevaron de regreso al hospital, donde fui readmitido y conducido a una habitación cuádruple en el ala de enfermedades pulmonares.

Una enfermera me enganchó a otro gota a gota. Me dio una gran botella para que escupiese en ella.

Yo tenía miedo de olvidar mi nombre. Lo escribí en la pared detrás de la cama, como recordatorio. Y al lado, agregué: «No me volveré loco.»

11

Pasé un mes enganchado a una aguja. Un especialista en vías respiratorias me golpeaba la espalda cada día. Expulsaba grandes flemas que escupía en un recipiente, junto a la cama.

Los abscesos desaparecieron. El miedo se quedó.

Mi mente volvió a funcionar con toda normalidad. Para ponerla a prueba me dedicaba a juegos mnemotécnicos. Memorizaba anuncios de revistas y eslóganes de las cajas de leche. Ejercitaba mis músculos mentales para luchar contra la demencia.

Me había vuelto loco una vez. Podía volver a ocurrirme.

No conseguía librarme del miedo. Me alimentaba de él cada día, todos los días. No lograba analizar por qué había llegado al punto de la disfunción cerebral. Achaqué el problema a un fenómeno físico.

Mi cerebro era como un apéndice externo. Mi juguete de toda la vida no era ajeno a mí, semejaba un espécimen en una botella, y yo era un médico que lo atizaba con un bastón.

Sabía que el alcohol, las drogas y mi obligada abstinencia de ellas eran la causa de mi combustión cerebral; al menos eso me decía mi lado racional. Mi respuesta secundaria se derivaba directamente de la culpa. Dios me castigaba por follar mentalmente con mi madre.

Yo me lo creía. Mi fantasía era transgresora y por lo tanto merecedora de la intervención divina… Me torturé con ese concepto. Exhumé la ética protestante del Medio Oeste que mi madre había intentado eludir y la utilicé para flagelarme.

Mi nueva fuerza mental era la autoconservación. Realicé ejercicios mentales para que mi cerebro se mantuviera ágil, con lo cual, más que apuntalar mi confianza alimentaba mi miedo.

Los abscesos pulmonares se curaron por completo. Salí del hospital e hice un trato con Dios.

Le dije que no bebería y me olvidaría de los inhaladores. Le dije que no robaría. Lo único que quería era recuperar mi mente para siempre.

El trato cristalizó.

Volví al terrado de Randy. Ni bebí ni inhalé ni robé. Dios mantenía mi mente en orden.

Pero el miedo continuaba.

Sabía que podía volver a ocurrir. Comprendía el aspecto absurdo de todos los contratos divinos. Los residuos de tanto alcohol e inhaladores podían estar al acecho en mis células. Los cables de mi cerebro podían chisporrotear y desconectarse sin previo aviso. Podía perder la chaveta al día siguiente o en el año 2000.

El miedo me mantenía sobrio; no impartía lecciones de moral. Los días pasaban lentos, sudorosos y ansiosos. Vendí plasma en un banco de sangre de los bajos fondos y viví una semana con diez dólares. Rondaba por las librerías y leía novelas policíacas. Memorizaba capítulos enteros para que mi mente se fortaleciera.

Un chico del edificio de Lloyd trabajaba de cadi. Me dijo que pagaban bien y era libre de impuestos. Podías trabajar o no, según te apeteciese. El club de golf de Hillcrest era de categoría. Los socios me daban buenas propinas.

El chico me llevó allí. Supe que había tenido suerte.

Era una prestigiosa institución judía al sur de Century City. El campo de golf era ondulado y de un verde intenso. Los cadis se congregaban en una caseta donde bebían, jugaban a cartas y contaban historias obscenas. Eran borrachos, consumidores de droga y ludópatas. Supe que allí encajaría.

El trabajo de los cadis consistía en llevar los palos del jugador y conocer las diferencias entre un palo y otro. Yo no sabía nada de golf. El entrenador me dijo que aprendería.

Empecé cargando una sola bolsa. Al cabo de unos días pasé a llevar dos. No eran tan pesadas. Un recorrido de dieciocho hoyos duraba cuatro horas. Por las dos bolsas te pagaban veinte dólares. En 1975 era una buena pasta.

Trabajaba en Hillcrest seis días a la semana. Con lo que ganaba alquilé una habitación en el hotel Westwood. El sitio era equidistante de Hillcrest y de los clubes de campo de Bel-Air, Bretwood y Los Ángeles. Casi todas las habitaciones estaban ocupadas por cadis. El lugar era una prolongación de la caseta donde se reunían.

El trabajo se apoderó de mi vida. Los rituales calmaban el miedo y lo mantenía alejado, difuso.

El campo de golf me encantaba. Era un mundo verde perfectamente autónomo. El trabajo de cadi no exigía gran desgaste mental. Yo dejaba vagar la mente y me ganaba la vida al mismo tiempo.

El entorno me estimuló. Mientras caminaba con los socios de Hillcrest inventaba historias sobre ellos y sobre peleas de bandas le cadis de los bajos fondos. El choque cultural entre los ricos judíos y los cadis con un pie en el arroyo era objeto de risas constantes. Trabé amistad con un compañero que iba a la universidad a tiempo parcial. Discutíamos interminablemente sobre los socios de Hillcrest y la experiencia que suponía un trabajo como el nuestro.

Me relacionaba con gente muy distinta. Escuchaba a todos y aprendía a hablarles. Hillcrest era como una especie de estación de servicio camino del mundo real.

La gente me contaba historias. Aquello era como asistir a un curso de tradiciones del club de golf. Oí historias de hombres humildes que habían salido de la pobreza a zarpazos e historias de hombres ricos que por culpa del alcohol habían terminado sus días como cadis. En el campo de golf se aprendía picaresca.

Casi todos mis compañeros fumaban hierba. La hierba no me asustaba como el alcohol o los inhaladores. Me despedí de cuatro meses de abstinencia total con hierba tailandesa.

Era muy buena, la mejor que había probado en mi vida. Empecé a comprar y a fumar todos los días.

Creía que no me jodería los pulmones ni me reblandecería el cerebro. No encendería en mí fantasías incestuosas ni haría que me cagara en Dios. Era la droga manejable y controlable de los años setenta.

Y así lo racionalicé.

Fumé hierba durante un año y medio. Era muy buena, pero no extraordinaria; en cualquier caso, como pretender ir a la luna en un Volkswagen.

No bebía ni le daba a los inhaladores. Fumaba marihuana y vivía como un fantaseador a dedicación plena, pero mucho más sutil.

Saqué mis fantasías al aire libre. Por la noche las sacaba en Hillcrest y en otros campos de golf. Saltaba la valla del L.A. Country Club y con mi fantasía recorría los terrenos durante horas.

Jugué con mi elenco de personajes de Hillcrest y los encajé en un relato policiaco. Perfilé a un héroe alcohólico que saludaba desde el rincón triste de Hancock Park y alimentaba una obsesión perpetua por el caso de la Dalia Negra.

Me concentré en la música clásica y romántica del club Mecca. Me concentré en los delírium trémens. Mi héroe quería encontrar a una mujer y amarla hasta la muerte.

Mi reserva de fantasías de dieciocho años cristalizó en esta historia. Empecé a advertir que era una novela.

Me despidieron de Hillcrest. El hijo de un socio me gritó delante de una mujer atractiva. Lo derribé delante de todo el mundo. Un guardia de seguridad me escoltó hasta la salida.

Estaba muy colocado de hierba. La hierba me subía de manera imprevisible.

Encontré trabajo de cadi en el Bel-Air Country Club. Los socios y mis compañeros eran tan fascinantes como los de Hillcrest y el campo era aún más hermoso.

En Bel-Air seguí colocándome. Compré un reproductor de casetes y me pasaba horas ciego de hierba escuchando a los compositores románticos alemanes. Por la noche vagaba por los campos de golf y luchaba con aquella novela emergente.

Lloyd se trasladó al hotel Westwood. Había dejado el alcohol y la droga dura y se mantenía con marihuana. Flirteaba con la idea de la sobriedad real. Le dije que no me interesaba.

Mentía.

Tenía casi treinta años. Quería hacer cosas, no robaba, no tenía fantasías sexuales con mi madre. Dios u otras fuerzas cósmicas me habían devuelto el cerebro de manera permanente. No oía voces. No estaba tan jodido como antes.

Y no era un ser humano civilizado.

Mantenerme a base de marihuana me llenaba físicamente. Comía mucho, cargaba bolsas de golf y hacía gimnasia. Era alto, fuerte y corpulento. Tenía ojos pardos, muy grandes y llevaba gafas con montura metálica que acentuaban su tamaño. Estaba colocado todo el rato. Parecía un loco consumido por un monólogo interior. Los desconocidos me encontraban molesto.

Las mujeres me tenían miedo. Intenté hablar con algunas en una librería y se asustaron muchísimo. Sabía que tenía mal aspecto y que mi nivel de higiene estaba por debajo de la media.

Tenía hambre. Quería amor y sexo. Quería dar mis historias mentales al mundo.

Sabía que en aquellas circunstancias no podía conseguir esas cosas. Debía renunciar a toda clase de droga. No podía beber. No podía robar. No podía mentir. Tenía que ser un jodido hijo de puta encerrado en sí mismo, estricto y severo. Tenía que repudiar mi vieja vida y a partir de la fuerza disecada de ésta, y sólo de ella, construir una nueva.

Me gustó el concepto, resultaba atractivo para mi naturaleza extremista. Me gustaba el carácter de autoinmolación. Me gustaba el aire de apostasía absoluta.

Durante semanas le di vueltas a la idea. Estimulaba mi impulso narrativo y amargaba mi gusto por la droga. Quería cambiar por completo mi vida.

Lloyd se había limpiado en Alcohólicos Anónimos. Me aseguró que la abstinencia total era mejor que el alcohol y la hierba en sus mejores momentos. Le creí. Siempre había sido más listo y fuerte que yo, y más lleno de recursos.

Seguí su pista. «Al carajo», me dije, y abandoné mi antigua vida.

Alcohólicos Anónimos era un desenfreno. El panorama a finales de los años setenta era una locura: redención, sexo, Dios y unas caídas tan brutales como estúpidas. Era mi educación sentimental y mi camino de regreso a la vida.

Me encontré con muchas personas cuya vida era igual a la mía con ligeras variaciones. Oí historias que superaban a las mías en horror. Hice amigos. Aprendí preceptos morales y desarrollé una fe en Dios expresada con sencillez que no era más compleja y sentida que la de un niño en una escuela dominical.

Entrar en Alcohólicos Anónimos fue doloroso. Sus reuniones me pasaron factura. La gente mantenía conversaciones ambiguas y trilladas. Sólo me quedaba para tomar las manos a las mujeres durante la plegaria al Señor.

Las mujeres me magnetizaban, y si volvía era por ellas, para tomarlas de la mano. La lujuria y mi voluntad apostólica me mantenían sobrio.

Alcohólicos Anónimos hizo un trabajo sutil conmigo. Su literatura criticaba el alcoholismo y la drogodependencia de manera brillante. Comprendí que yo era un elemento más de una plaga común. En ese contexto mi historia resultaba banal y sólo unos pocos detalles incidentales la hacían única. La crítica imbuía a los principios de Alcohólicos Anónimos de una gran fuerza moral. Yo los encontraba absolutamente creíbles y confiaba en su eficacia.

Los principios me vencieron. La gente me hizo capitular.

Trabé amistad con algunos tipos. Me relajé con las mujeres y di rienda suelta a mi ego en los atriles de Alcohólicos Anónimos. Enseguida me convertí en un magnífico orador. Mi exhibicionismo autodestructivo dio un giro completo.

En Alcohólicos Anónimos del Westside había ganas de placeres mundanos. Los asistentes a las reuniones eran jóvenes, blancos y lascivos. El alcohol y la droga no existían. El sexo, sí. El lema era: «Mantente sobrio, ten confianza en Dios y folla.»

Después de las reuniones, la gente se desmadraba. Un chico dio una fiesta en la que hubo intercambio de parejas. Había hombres y mujeres que se conocían en el local y a las dos horas se casaban en Las Vegas. Las fiestas nudistas en piscinas abundaban. Las mujeres atacaban a los hombres con todo descaro. Annie B., conocida como la Salvaje, le enseñó los pechos a Kenny Deli después de la reunión de los martes en Ohio Street.

Me acosté con mujeres. Tuve líos de una, dos y tres noches, y penosos intentos de monogamia estricta. Dejé que los adictos al caballo que estaban desintoxicándose cayeran redondos en la pista mientras yo bailaba con los ligues de última hora. Ganaba trescientos dólares a la semana y me gastaba casi todo en mujeres. Elegía prostitutas yonquis, las llevaba a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y les hacía tragar la historia de la Dalia Negra para que se asustaran y se desenganchasen. Era un libertinaje frenético, a menudo alborozado.

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