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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

Mis rincones oscuros (3 page)

Un segundo grupo estaba apostado en Bryant y Maple a la espera de que apareciesen el ex esposo de la víctima y su hijo.

Eran las seis y media de la tarde y había refrescado. Se hallaban a principios de verano y aún faltaba bastante para que oscureciese.

Varias autorradios empezaron a parlotear a la vez.

El niño y el ex habían vuelto. En aquellos momentos eran trasladados a la comisaría de El Monte en unidades separadas.

Al ex marido de la víctima le faltaba una semana para cumplir los sesenta. Alto y de constitución atlética, parecía controlar sus emociones.

El hijo de la víctima era regordete y de mayor estatura que la mayoría de los niños de su edad, diez años. Estaba nervioso, pero no se lo veía perturbado.

El chico llegó a casa en taxi, solo. Se le informó de la muerte de su madre y encajó la noticia con calma. Dijo a un agente que su padre estaba en la estación de autobuses de El Monte, esperando un vehículo de la compañía Freeway Flyer que lo llevara de regreso a Los Ángeles.

La dotación de un coche patrulla recibió la orden de desplazarse hasta allí para recoger a Armand Ellroy. Padre e hijo no habían estado en contacto desde su despedida en la estación. Ahora, los retenían en habitaciones separadas.

Hallinen y Lawton hablaron primero con el ex marido. Ellroy declaró que llevaba divorciado de la víctima desde 1954 y que aquel fin de semana estaba ejerciendo su derecho a visitar a su hijo, según lo establecido. Había recogido al chico en un taxi a las diez de la mañana del sábado, y no había visto a su ex esposa. Él y el chico tomaron un autobús hasta Los Ángeles, donde vivía. Almorzaron y fueron al Fox-Wilshire Theatre a ver una película titulada
Los vikingos
. La sesión terminó a las cuatro y media. Después, hicieron unas compras en la tienda de comestibles y regresaron al apartamento. Cenaron, miraron la tele y, entre las diez y las once, se acostaron.

Por la mañana, despertaron tarde. Tomaron un autobús en dirección al centro y almorzaron en la cafetería Clifton. Pasaron varias horas mirando escaparates y regresaron, también en autobús, a El Monte. En la estación, el padre puso al chico en un taxi y se sentó a esperar el autocar que lo devolvería a Los Ángeles. Un policía se acercó a él y le dio la noticia.

Hallinen y Lawton preguntaron a Ellroy qué tal se llevaba con su ex. Respondió que se habían conocido en el 39 y se habían casado en el 40. Se divorciaron en el 54; las cosas salieron mal y terminaron por aborrecerse. Los trámites del divorcio fueron reñidos y plagados de desacuerdos.

Hallinen y Lawton preguntaron a Ellroy por la vida social de su ex esposa. Respondió que Jean era una mujer reservada que se guardaba las cosas para sí. Mentía cuando le convenía, y, en realidad, no tenía los treinta y siete años que declaraba, sino cuarenta y tres. Era promiscua y alcohólica. Su hijo la había sorprendido en la cama con desconocidos en varias ocasiones. Su reciente traslado a El Monte sólo podía deberse a que huía de algún degenerado con el cual salía, o bien a que iba al encuentro de éste. Jean se mostraba reservada acerca de su vida privada porque sabía que él quería demostrar que era una madre incompetente y conseguir con ello la plena custodia de su hijo.

Hallinen y Lawton preguntaron a Ellroy el nombre concreto de los amigos de su ex esposa. Respondió que sólo conocía uno: Hank Hart, un tipo gordo, oficinista, al que le faltaba un pulgar.

Hallinen y Lawton agradecieron a Ellroy su colaboración y se dirigieron hacia una sala de interrogatorio situada al fondo del pasillo. Unos agentes fuera de servicio hacían compañía al hijo de la víctima.

El chico estaba bastante animado. Se mantuvo serio y sereno durante toda la entrevista.

Hallinen y Lawton lo trataron con delicadeza. El muchacho confirmó hasta el menor detalle el relato de su padre sobre el fin de semana. Dijo que sólo conocía el nombre de dos de los hombres con quienes su madre se veía: Hank Hart y un maestro de su escuela llamado Peter Tubiolo.

Eran las nueve de la noche. Ward Hallinen dio un caramelo al chico y lo acompañó por el pasillo a ver a su padre.

Armand Ellroy abrazó a su hijo, que le devolvió el abrazo. Los dos parecían aliviados y extrañamente felices.

Armand Ellroy obtuvo la custodia del chico. Un agente los llevó a la estación de autobuses de El Monte. Tomaron el Freeway Flyer de las 9.30 de regreso a Los Ángeles.

Virg Ervin condujo a Hallinen y a Lawton de vuelta a los apartamentos Royal Palms. Mostraron la fotografía y sometieron a Bert Outlaw y a Myrtle Mawby a la serie de preguntas habituales.

Las dos mujeres reconocieron a la víctima. Las dos afirmaron que no era una habitual del Desert Inn, aunque había estado en el local la noche anterior. Se había sentado con un hombre menudo, de cabello negro liso y rostro delgado. Fueron los últimos clientes en marcharse, a la hora de cerrar, las dos de la madrugada.

Ambas mujeres declararon que nunca habían visto al hombre menudo.

Myrtle Mawby dijo que a quien debían llamar era a Margie Trawick. Margie estaba en el bar antes de que ellas llegasen y quizá pudiera añadir algo. Jack Lawton marcó el número que les había dado Ellis Outlaw. Margie Trawick respondió en el otro extremo de la línea.

Lawton le hizo algunas preguntas preliminares. Margie Trawick fue muy rotunda; en efecto, la noche anterior había visto a una atractiva pelirroja sentada con un grupo de gente. Lawton le dijo que se reuniera con él en la comisaría de El Monte media hora más tarde.

Ervin condujo a Lawton y a Hallinen de vuelta a la comisaría. Margie Trawick estaba esperándolos. Se la veía muy tensa e impaciente por colaborar.

Hallinen le enseñó la fotografía de Jean Ellroy. Margie la identificó al instante.

Ervin salió hacia el Desert Inn para enseñar la foto. Lawton y Hallinen hicieron que Margie Trawick se sintiera cómoda y la dejaron hablar sin interrupción.

Margie dijo que no era empleada del Desert Inn, pero que desde hacía nueve meses ayudaba a servir mesas de vez en cuando. Recientemente había sufrido una intervención quirúrgica y disfrutaba yendo al local, ya que allí se entretenía.

La noche anterior había llegado hacia las 22.10. Se había sentado a una mesa cerca de la barra y había tomado unas copas. La pelirroja había entrado hacia las 22.45 o las once. Iba acompañada de una corpulenta rubia con cola de caballo. Ambas debían de tener unos cuarenta años.

La rubia y la pelirroja se sentaron a una mesa. Enseguida entró un hombre, que por el aspecto debía de ser mexicano, y ayudó a la pelirroja a quitarse el abrigo. Se dirigieron hacia la pista y se pusieron a bailar.

El hombre tendría treinta y cinco o cuarenta años y debía de medir uno setenta y cinco o uno ochenta. Era delgado y tenía el cabello oscuro peinado hacia atrás, con tupé. Su tez era morena. Llevaba traje oscuro y camisa blanca con el cuello abierto.

Parecía conocer a las dos mujeres.

Otro hombre se acercó a Margie y la invitó a bailar. Tenía veinticinco aproximadamente, cabello claro, estatura y constitución medianas. Iba desaliñado y llevaba zapatillas de tenis. Estaba bebido.

Margie declinó la invitación. El borracho se alejó, irritado. Al cabo de un rato, lo vio bailar con la rubia de la coleta.

Otras cosas distrajeron su atención. Se presentó un amigo y decidió dar una vuelta en coche con él. Se marcharon a las once y media. En ese momento el borracho estaba sentado con la rubia, la pelirroja y el mexicano.

Margie no había visto a la pelirroja ni a la rubia hasta esa noche. Tampoco al mexicano. Quizás al borracho; le sonaba de algo.

Lawton y Hallinen dieron las gracias a Margie Trawick y la condujeron de regreso a su casa. La mujer accedió a someterse a un interrogatorio en los días siguientes para corroborar lo expuesto. Era casi medianoche; buena hora para sondear a los habituales de los bares.

Volvieron a pasar por el Desert Inn. Jim Bruton estaba allí, cosiendo a preguntas a los parroquianos. Lawton y Hallinen lo llevaron aparte y le soltaron la historia de Margie Trawick.

Ahora tenían más información útil. Fueron de mesa en mesa, transmitiéndola. Enseguida obtuvieron respuesta.

Alguien pensaba que el borracho tal vez fuese un patán llamado Mike Whittaker; trabajaba en la construcción y vivía en un tugurio de South San Gabriel.

Bruton salió en dirección al coche y mandó por radio una petición al Departamento de Vehículos a Motor del estado de California. La respuesta fue positiva:

Michael John Whittaker, varón, blanco, nacido el 1 de enero de 1934, un metro setenta y cinco de estatura, ochenta y cinco kilos de peso, cabellos castaños, ojos azules, 2.759 South Gladys Street, South San Gabriel.

La dirección correspondía a una pensión de mala muerte. La propietaria era una mujer mexicana llamada Inez Rodríguez. Hallinen, Lawton y Bruton le enseñaron la placa en la puerta. Dijeron que buscaban a Mike Whittaker como posible sospechoso de asesinato.

La mujer dijo que la noche anterior Mike no había regresado. Quizá lo hubiese hecho durante el día y hubiera vuelto a marchar, no lo sabía. El hombre era un gran bebedor. Se pasaba la mayor parte del tiempo en el Melody, en Garvey Boulevard.

Su alusión a las «sospechas de asesinato» espantó a Inez Rodríguez.

Hallinen, Lawton y Bruton fueron al bar Melody. Un hombre que coincidía con la descripción de Mike Whittaker estaba sentado a la barra.

Lo rodearon y le mostraron las placas. El hombre admitió que, en efecto, era Michael Whittaker.

Hallinen dijo que tenían que hacerle algunas preguntas en relación con sus movimientos de la noche anterior. Lawton y Bruton lo registraron, lo esposaron y lo metieron en el coche.

Whittaker se tomó con paciencia el que lo detuvieran.

Lo condujeron a la comisaría de El Monte. Lo arrojaron a una sala de interrogatorio y le apretaron las tuercas.

Whittaker apestaba. Estaba tembloroso y medio borracho.

Reconoció haber ido al Desert Inn la noche anterior. Dijo que buscaba una mujer. Estaba bastante colocado, de modo que algunas cosas quizá no las recordase demasiado bien.

«Dinos qué recuerdas, Michael.»

Recordaba haber ido al bar. Recordaba haber preguntado a una chica si quería bailar y que ella le había rehusado. Recordaba haber conocido a un grupo. El grupo estaba formado por una pelirroja, otra chica y un tipo con pinta de italiano. Nunca los había visto y no sabía cómo se llamaban.

Lawton le soltó que a la pelirroja la habían asesinado. Whittaker reaccionó con sorpresa, aparentemente genuina.

Dijo que había bailado con la pelirroja y con la otra chica. Había propuesto a la pelirroja una cita para el domingo por la noche. Ella había contestado que no y había añadido algo acerca de que su hijo volvía de pasar el fin de semana con su padre. El tipo con aspecto de italiano también bailaba con la pelirroja. No lo hacía nada mal. Dijo llamarse Tommy, o algo así, Michael no estaba seguro.

«Cuéntanos lo que recuerdes, Michael.»

Michael recordó que se había caído de la silla. Michael recordó que se había quedado en el bar más tiempo que el grupo. Michael recordó que los tres se marcharon juntos del local para librarse de él.

Él se quedó en el bar y siguió dándole a la botella. Luego se acercó al Stan's Drive-In para tomar un último bocado. Una patrulla de la Oficina del Sheriff lo detuvo en Valley Boulevard, a unas cuantas manzanas de allí. Lo empapelaron por ebriedad y se lo llevaron a la comisaría de Temple City.

La celda de los borrachos estaba llena, de modo que los agentes lo condujeron a los calabozos del Palacio de Justicia y le hicieron firmar el registro. Unos cabroncetes le robaron los zapatos y los calcetines mientras dormía.

Por la mañana lo soltaron. Regresó a South San Gabriel a pie, descalzo. Casi veinte kilómetros. Era un día muy caluroso. La calzada era áspera y le produjo grandes ampollas en los pies. Una vez en su habitación, cogió un poco de dinero, se puso calcetines y zapatos, y volvió a salir; fue al Melody, donde se acurrucó en un rincón a beber.

Bruton dejó la sala de interrogatorios y llamó a la Oficina del Sheriff de Temple City. Un agente confirmó la historia de Whittaker: el hombre había estado bajo custodia a partir de las 0.30. Tenía una coartada perfecta para la hora probable de la muerte de la víctima.

Bruton regresó a la sala e informó acerca de las novedades. Whittaker se mostró encantado y preguntó si ya podía marcharse a casa.

Bruton le dijo que tenía que hacer una declaración formal en las siguientes cuarenta y ocho horas. Whittaker asintió. Jack Lawton se disculpó por haberlo tratado con rudeza y se ofreció a llevarlo a la pensión en que vivía.

Whittaker aceptó. Lawton lo condujo hasta allí y lo dejó frente a la puerta.

La casera mexicana ya había sacado sus cosas al patio delantero; no quería a ningún jodido sospechoso de asesinato bajo su techo.

Eran las dos y media de la madrugada del lunes 23 de junio de 1958. El caso Jean Ellroy —expediente número Z-483-362 del Servicio de Archivos de la Oficina del Sheriff— acababa de cumplir dieciséis horas de vida.

2

El valle de San Gabriel era la cola de rata del condado de Los Ángeles, una extensión de casi cincuenta kilómetros de poblaciones rurales que se sucedían hacia el este de la ciudad propiamente dicha.

Los montes de San Gabriel formaban el límite septentrional. La sierra Puente-Montebello cerraba el valle por el sur. Cauces fangosos y vías de ferrocarril atravesaban su centro.

El extremo oriental quedaba ambiguamente indefinido. Cuando la visión mejoraba, era que uno había salido del valle.

El valle de San Gabriel era llano y tenía forma de caja. El flanco montañoso atrapaba la nube de contaminación. Las poblaciones —Alhambra, Industry, Bassett, Puente, Covina, West Covina, Baldwin Park, El Monte, Temple City, Rosemead, San Gabriel, South San Gabriel, Irwindale, Duarte— sólo se distinguían unas de otras por los rótulos del Kiwanis Club.

El valle de San Gabriel era caluroso y húmedo. El viento levantaba de las colinas septentrionales nubes de polvo y piedrecillas que cubrían las aceras y hacían escocer los ojos.

Allí las tierras eran baratas. La topografía llana resultaba ideal para levantar urbanizaciones e incluso para el trazado de una autovía. Cuanto más remota era una zona, más tierras podían comprarse por el mismo dinero. Uno podía cazar mapaches a pocas manzanas de la calle principal sin que nadie se lo recriminase. Podía vallar el patio de su casa y criar cabras y gallinas. Los niños pequeños podían correr por la calle con los pañales sucios.

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