—Así pues, si alguien, cualquier persona, estuviese en posesión de las once cifras y de la frecuencia COPE, ¿cree usted que se podría cursar una orden que entrase en vigor con carácter inmediato?
Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Bond sonrió, y sacudiendo lentamente la cabeza, dijo:
—No. Existe una medida de seguridad. La frecuencia COPE funciona conforme a una señal de haz transmitida por medio de uno de los satélites del Sistema de Comunicaciones de Defensa. Y esos artefactos son muy astutos: el programa sólo entraría en funcionamiento en caso de que el satélite confirmase que la señal procedía de la zona precisa en que se encuentra el presidente, y que él conoce porque le ha sido confiada. Tendría uno que estar muy, pero que muy cerca del presidente para poder engañar al satélite.
—Estupendo —respondió Jay Autem Holy, que para estupor de Bond, parecía encantado—. ¿Le sorprendería saber que tenemos ya las once cifras, los programas?
—Ya nada me sorprende. Pero si lo que se proponen es manipular una de las órdenes de emergencia presidenciales, necesitan conocer además la frecuencia que ha de regir durante el período de cuarenta y ocho horas que elijan ustedes para operar. Y a continuación, han de acercarse al presidente y estar en condiciones de emplear la frecuencia indicada. Yo diría que estas dos últimas maniobras, situarse junto al presidente con el necesario equipo de transmisión y conseguir la oportuna frecuencia, son las mas complicadas.
—Muy bien. Pero ¿qué otras personas conocen en todo momento la frecuencia COPE? Yo se lo diré, míster Bond. El oficial de guardia del Servicio de Información Secreta del Cuartel General de la OTAN, el oficial de guardia del Servicio de Comunicaciones del Cuartel General de la CIA en Langley, sus homónimos de la NASA y de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos y, por último, míster Bond…, el oficial de mando de la base nuclear de Cheltenham, Inglaterra, y el oficial de guardia del Servicio de Seguridad del Foreign Office. Y este último por ser, además, miembro permanente de los Servicios Secretos británicos. Una lista muy considerable, teniendo en cuenta que el propio presidente desconoce la frecuencia COPE hasta el momento en que debe utilizarla.
—Es que se utiliza en contadísimas ocasiones. Sí, sus datos son correctos, si la memoria no me engaña, a falta de una última persona.
—¿Quién?
—El oficial de quien emanan en principio cifras y frecuencia, y que suele pertenecer al Servicio de Comunicaciones de la Agencia Nacional de Seguridad.
—Y que por lo general, míster Bond, olvida todos esos datos cinco minutos después de haberlos elaborado. Lo que necesitamos de usted es que nos consiga la frecuencia COPE correspondiente a un determinado día, y que habremos de conocer con veinticuatro horas de antelación. El resto corre de nuestra cuenta.
—¿Y cómo espera que les consiga la frecuencia COPE?
Jay Autem Holy soltó una risa gutural.
—Usted ha sido oficial de guardia en el Servicio de Seguridad del Foreign Office: debe conocer los métodos y sistemas que rigen allí. Una persona de su experiencia y antecedentes no tiene por qué encontrar obstáculos en hacerse con lo que nos interesa. Bastará con que aplique a ello sus facultades. Por eso resultaba usted el candidato ideal, Bond. Siempre y cuando dé usted pruebas de ser todo lo cabal que nosotros le creemos. Dice un antiguo proverbio: «
Cuando quieras algo de los leones, envía como emisario a un león, no a un hombre
».
—Es la primera vez que lo oigo.
—¿De veras? Bien; pues usted es el león que enviamos como emisario a los leones. Confiamos en usted, pero si nos defraudase… En fin, que no somos gente que perdone con facilidad, me temo. Por cierto, no me sorprende que no reconociese el proverbio: acabo de inventármelo.
Jay Autem Holy echó atrás la cabeza y prorrumpió en una sonora carcajada. A Bond no le parecía que el caso fuera tan jocoso.
—Nos conseguirá esa frecuencia, ¿verdad, Bond? —lo preguntó entre jadeos, mientras contenía su hilaridad—. Considérelo su venganza. Le prometo que la información se utilizará para buenos fines, no para crear el caos y el desastre.
A Bond no le quedaba alternativa.
—Sí, lo haré. Bien mirado, no me piden más que unos cuantos números.
—Exactamente. Ahora se dedica usted al tráfico de números. Nada más que unos pocos guarismos, míster Bond —hizo una pausa, durante la cual sus vivos ojos verdes se clavaron en el rostro de su interlocutor—. ¿Sabía usted que los soviéticos utilizan un método casi idéntico, cuando el secretario general y presidente del Comité Central se encuentra en el extranjero? Ellos la llaman la Frecuencia de Pánico, sólo que en ruso, claro está.
—¿Y también necesitan hacerse con esa frecuencia? —preguntó Bond, crispados los nervios.
—No; ésa ya la tenemos. No es usted el único que opera en el tráfico de números, comandante. Las personas que nos han encargado esta operación andan escasas de dinero, pero en cambio poseen relaciones. Fondos escasos, pero información abundante. Ellos no confían tanto como nosotros en el juicio de usted… ¿O acaso le había dicho ya eso?
—Sí, ya me lo había dicho —Bond torció las comisuras de la boca—. Y con todo lo vital que es mi intervención en este asunto, ¿no tengo derecho a conocer?…
—¿El nombre de nuestros mandantes? Pensé que un hombre de sus condiciones lo habría adivinado ya… Pertenecen a una organización antaño muy rica y poderosa, pero que atraviesa ahora una mala época, más que nada porque perdió en trágicas circunstancias a sus dos últimos líderes. Un grupo que se llama a sí mismo SPECTRA y se dedica a la extorsión, el terrorismo y la venganza. A mí lo de venganza me gusta bastante. ¿Y a usted?
Tigerbalm y Happy, los dos guardaespaldas con residencia en la casa, acompañaron jovialmente a Bond de vuelta a su cuarto, sin interrumpir en ningún momento sus bromas.
Algo, sin embargo, había cambiado, y Bond era consciente de ello. Pero absorto como estaba en sus reflexiones, no conseguía determinar en qué estribaba esa diferencia.
Tendido en la cama, fija la mirada en el techo, aplicó sus facultades a la solución del problema que se le planteaba. Todo aquello resultaba tan irreal, en particular en la acogedora habitación, con sus esmaltados blancos y su empapelado a flores… No obstante, allí estaba él, sabiendo que en los sótanos de Endor un científico había llevado a término anteriormente simulacros que se materializaron en actividades delictivas, y que en ese momento estaba preparando a un grupo de colaboradores para realizar un nuevo y aún más peligroso golpe, recurriendo a las técnicas de los juegos para microordenadores, unidas a sus habilidades personales.
El caso resultaba aún más difícil de creer ante la afirmación de Jay Autem Holy de que el plan encomendado por SPECTRA incluía la transmisión de órdenes militares por parte del presidente de los Estados Unidos. Le sorprendía menos, en cambio, el hecho de que sus inspiradores no viesen con buenos ojos el reclutamiento de Bond para la ejecución del proyecto.
Pero eso eran cavilaciones sin importancia: Holy le había explicado con claridad los motivos de su inclusión en nómina. Lo que a él le correspondía a continuación era mostrarse convincente.
M había dejado claro cuál debía ser su conducta en un caso semejante. «Si le aceptan en la organización —fueron sus palabras—, tendrá usted que dividirse en dos personas». La primera de esas personas no debía considerar serio ni duradero su reclutamiento; y la segunda debía tomarlo con toda seriedad. ¡El colmo de la paradoja! «Si le confían una labor de especialista, debe tomar el encargo en lo que es y aplicarse a él como lo haría un profesional: con absoluta dedicación».
De modo que en esos momentos, tendido en la cama, una parte del cerebro de Bond consideraba el caso con toda la aprensión que merecía, mientras que la otra se concentraba ya en el problema de conseguirle a aquella gente la frecuencia COPE.
Brillaba en todo ello un resquicio de esperanza: para hacerse con la combinación de números que le exigían, tendría que establecer contacto con el mundo exterior —y específicamente con el Servicio—, y como en un momento dado ese contacto tendría que ser físico, la idea implicaba escapar. La necesidad que se le planteaba en ese momento era encontrar la adecuada forma de comunicarse a fin de conseguir la frecuencia especial. Y al mismo tiempo, hacer esto último con el pleno conocimiento y la colaboración del Servicio.
Le llevó media hora discutir dos posibles métodos de operación, si bien ambos presuponían la necesidad de actuar con las manos libres. El primero de dichos planes exigía la ayuda encubierta de Cindy Chalmer, y con ella alguna forma de acceder al Bentley. En caso de que esto no fuera posible, tendría que contentarse con el segundo plan, que encerraba una serie de imponderables, algunos de ellos de inquietantes consecuencias.
Y se encontraba estudiando ese plan de reserva, cuando reparó en qué consistía el cambio notado al entrar en la habitación: después de retirarse Tigerbalm y Happy, no había oído sonar la cerradura.
Se levantó sin hacer ruido, fue hasta la puerta y tanteó el picaporte. Cedió sin resistencia. ¿Una omisión o un mensaje con el cual el Amo de Endor le decía que era libre de ir a donde quisiese? De tratarse de lo último, Bond habría apostado a que eran muy cortos los vuelos que le daban. ¿Por qué no averiguarlo? Tenía motivos más que sobrados para hacer el intento. Por ejemplo, no sabía nada de lo que últimamente había ocurrido en el mundo.
Siguiendo el corredor llegó hasta un descansillo, y de ahí a la escalera principal, que a su vez le llevó al recibidor. Era más que posible que en ese punto terminase su libertad de movimientos. En efecto, sentado junto a la puerta se encontraba un joven vestido con tejanos y jersey de cuello vuelto a quien recordaba de Erewhon. Otro graduado por esa misma
alma mater
holgazaneaba junto a la escalera del sótano.
Habiendo dirigido sendos cabeceos de saludo a los dos guardianes, que correspondieron a ellos sin más que un atisbo de recelo en los ojos, cruzó el salón donde se había reunido con Freddie, Peter, Cindy y sus anfitriones antes de la cena de aquella noche, que de pronto le parecía de cien años atrás.
La habitación estaba vacía. Miró a su alrededor, con la esperanza de descubrir algún periódico. Nada…, ni siquiera los semanarios de la televisión. Sí había, en cambio, un televisor, y hacia él se encaminó rápidamente. Pero aunque electricidad y antena estaban debidamente conectadas, el aparato no daba señal alguna. Lo mismo ocurría con la radio y la instalación estereofónica.
En Endor no se recibía ninguna clase de comunicación por los canales ordinarios. Bond estaba seguro de que el mismo fenómeno se repetiría en cualquier otro receptor de radio o televisor que encontrase en la casa, y eso significaba que él, y posiblemente otros, tenían que permanecer aislados del mundo exterior. Incomunicados. En clausura.
Continuó en la planta baja por espacio de quizá otros cinco minutos, y luego volvió a su habitación.
Cosa de una hora más tarde, Tigerbalm se presentó con el aviso de que iban a comer en breve.
—El jefe dice que puede usted reunirse con nosotros.
Lo expresó con una total ausencia de sentimientos hacia Bond, tanto amistosos como hostiles. En algún punto del camino, Tigerbalm había perdido su expansiva afabilidad.
Los muebles de estilo habían desaparecido del comedor. En lugar de la mesa jacobina estaban dispuestas otras de aspecto militar, montadas sobre caballetes, y la comida se tomaba de un aparador lateral, cubierto por un mantel a cuadros, donde se exhibían sopas, pan, quesos y fuentes con ensaladas diversas. Todos los alimentos eran muy sencillos, y como bebida sólo se ofrecía agua mineral.
Pese a ello, la sala estaba muy concurrida, y entre los presentes Bond reconoció varias caras vistas en Erewhon. Tigerbalm y Happy, astutos, físicamente torpes, eran los únicos que parecían fuera de lugar en medio de aquellos jóvenes bronceados y marciales.
—Encantado de verte, James —dijo Simon, que había aparecido de pronto junto a Bond.
—Me preguntaba dónde te habrías metido.
Y estudió el rostro de su interlocutor. Su anterior franqueza, tan palpable en Erewhon, se había hecho artificial. Aquel cambio fue para Bond mucho más significativo que cualquier comentario intencionado que hubiese podido llegar a sus oídos. Fuera cual fuese la trama que SPECTRA estaba urdiendo por mediación de aquella gente, se encontraba ya en fase de ejecución. Estaban, calculó, a cinco, cuatro, tres o dos fechas del día D. Se lo confirmó el hecho de ver a Tamil Rahani sentado junto a St. John-Finnes, a cuyo otro lado descubrió al general Zwingli. El trío ocupaba una mesa aparte del resto de los hombres, atendido por dos soldados jóvenes. Al igual que los demás, vestían pantalones militares color verde oliva y jerseys del mismo tono. Muy metidos en su conversación, los tres personajes mantenían gacha la cabeza.
El pensamiento de Bond derivó por un instante hacia el equipo de vigilancia que mantenía M en el pueblo.
¿Habrían reparado en las idas y venidas de aquella gente? ¿Se percataban del peligroso potencial que se concentraba en la casa?
—Te he preguntado que si descansaste bien —repitió Simon.
—¿Cómo? Ah, sí, claro está que descansé —Bond compuso una sonrisa—. ¿Y qué otra cosa podía hacer, Simon? Tú te encargaste de eso.
—Ven, come algo.
Se puso a amontonarle ensaladillas y quesos en un plato, hasta que Bond tuvo que detenerle con un ademán. Se instalaron juntos en el extremo de una de las mesas largas. Simon cuidó de que Bond quedase de espaldas a los tres jefes.
—Seguridad —repuso sonriente su contertulio cuando le comentó él ese detalle—. Tú sabes cuanto haya que saber sobre medidas de seguridad, James. Seguridad que a veces supone soñar y volar luego en una alfombra mágica. Se duerme uno en un clima caluroso y polvoriento, y despierta en un apacible pueblo inglés. Ojalá todos los viajes fueran tan fáciles.
—Yo prefiero saber dónde he estado, y a dónde me dirijo. Me gusta enterarme.
—Claro —se llenó la boca de pan y queso, y se puso a mascar, a absorber las sustancias.
Simon, pensó Bond, era un soldado profesional de pies a cabeza. En su rostro se reconocía el de los millones de otros hombres que habían recorrido los caminos de la guerra desde la batalla de Kadesh hasta los horrores de los combates urbanos de nuestros días.