¿Qué le habrían dicho? ¿Qué había sufrido un accidente de circulación? ¿Y que iba a trabajar en Endor? Bueno; lo último, por lo menos, era parcialmente cierto.
Esperó hasta oír que la llave giraba en sentido inverso en la cerradura. No percibió ningún otro ruido, ni tan siquiera de pasos alejándose, pues el corredor, al igual que la habitación, tenía un grueso alfombrado.
No le costó desprender la nota del interior de la tapadera. Con prieta caligrafía cuya tinta no se había corrido a pesar del vapor, Cindy iniciaba su mensaje sin encabezamiento alguno.
No sé nada de lo ocurrido. Dicen que sufriste un accidente de coche, pero no sé si creerles. El Bentley lo trajeron aquí, y se ha hablado mucho de que vas a incorporarte al equipo como programador. Ante la duda de si les habrías dicho que llevabas en el coche un ordenador, y pensando que en caso contrario no te gustaría que lo descubriesen, me hice con las llaves —aunque no fue nada fácil— y vacié el maletero. Todo lo que contenía está ahora en el garaje, donde, a menos que tengamos mala suerte, es poco probable que lo encuentren. Hice bien en apresurarme, porque han extremado las medidas de seguridad, con miras al fin de semana. Llegan muchos visitantes, y he oído decir que van a poner en práctica el juego de que te hablé. ¿Te acuerdas de los globos? Es posible que pueda conseguir el programa. ¿Te interesa una copia? ¿O acaso ya no hace falta, ahora que vas a ser «de los nuestros»?
De modo que la casa iba a llenarse de gente… y a utilizarse el juego del Globo… Él era indispensable para la operación, y si el juego del Globo representaba un simulacro de entrenamiento, quería decir que Bond y el juego estaban íntimamente relacionados. Cosa que, sin embargo, estaba por demostrar.
Redujo la nota a pequeños fragmentos que se comió junto con el tocino y parte de las tostadas. Los huevos y las salchichas no le apetecían, pero el café, negro y fuerte, estaba muy bueno. Se tomó cuatro tazas.
Había un reducido cuarto de baño anexo al dormitorio. En la repisa de cristal situada sobre el lavabo, descubrió su navaja de afeitar y su colonia predilecta. La maleta la había localizado ya junto al pequeño armario. Al examinarla observó que habían lavado y planchado con esmero toda la ropa.
«No des crédito a todo», se recomendó a sí mismo. Hacían como si confiasen en él —arma, equipo de afeitado y ropa de viaje intactos—, pero eso no impedía que la puerta estuviese cerrada con llave y que la ventana fuese impracticable. Quizá lo que buscaban era hacerle creer que había sido aceptado.
Una vez duchado y afeitado, se puso ropas que le permitiesen libertad y rapidez de movimientos. El tiempo le alcanzó incluso para fijarse la ASP a la cadera izquierda, hecho lo cual volvieron a llamar a la puerta, la llave giró otra vez en la cerradura y entraron en el cuarto dos hombres musculosos cuya fisonomía identificó Bond por la descripción de Cindy: Balmer, alias Tigerbalm, y Hopcraft, alias Happy.
—Buenos días, míster Bond —le saludó Tigerbalm con una sonrisa, pero hurtando la mirada, que escudriñó la habitación como si la tasase con miras a un robo.
—¿Qué tal, James? Encantado de conocerle.
Happy le tendió una mano, pero Bond hizo como si no hubiese reparado en ello.
—Balmer y Hoptcraft, para servirle —dijo Tigerbalm—. El profesor quiere hablar un momento con usted.
Ni los costosos trajes de pelo de camello ni la aparente afabilidad conseguían disipar la impresión de amenaza perceptible en ambos sujetos. Bastaba mirarles para darse cuenta de que eran bien capaces de hacerse un trofeo con la cabeza disecada de uno, si así les apetecía o se lo encargaba alguien que pagase por ello lo bastante.
—Bien; si el profesor nos convoca, habrá que acudir —repuso Bond. Y fijos los ojos en la llave que empuñaba Tigerbalm, preguntó:
—¿No podemos prescindir de eso?
—Órdenes son órdenes —respondió Happy.
—En tal caso, vayamos al encuentro del profesor.
Si bien no podía decirse que le condujesen sin miramientos al sector de trabajo —pues no hubo empujones ni coerción física alguna—, los dos hombres no dejaban de ejercer un efecto intimidador durante su escolta. Bond se daba cuenta de que cualquier falso movimiento, la menor intención de cambiar de rumbo, daría lugar a una rápida acción represiva.
En el sótano no había rastro de Cindy ni de Peter. St. John-Finnes, en cambio, se encontraba sentado a su mesa de despacho, frente al teclado del ordenador, cuya pantalla difundía un resplandor fosforescente.
—Es grato tenerle de vuelta, James.
Con un cabeceo, indicó a Tigerbalm y a Happy que se retiraran, y a Bond le señaló una butaca.
—Bien —continuó en tono vivo, una vez acomodados los dos—; lamento profundamente que sufriera usted algunos trastornos.
—Que muy bien pudieron costarme la vida —replicó Bond sin exaltarse, en tono apacible.
—Sí, sí, y lo siento. Lo cierto, sin embargo, es que fue usted quien puso fin a la vida de otros, según tengo entendido.
—Sólo porque no me quedaba otra salida. Hay hábitos que echan hondas raíces. Y creo que mis reflejos son bastante rápidos.
La angosta cabeza de rapaz se agitó en un vaivén que implicaba comprensión.
—Sí; todos los informes coinciden en que es usted hábil. Supongo que se hará cargo de que debíamos asegurarnos. Está claro, ¿no? Un error, un solo error, y una gran cantidad de dinero y una laboriosa planificación podrían verse comprometidos.
Bond guardó silencio.
—En cualquier caso, superó usted la prueba con todos los honores. Me alegra, porque le necesitamos. ¿Comprende ahora la relación existente entre las cosas de aquí, de Endor, y el campo de entrenamiento de Erewhon?
—Comprendo que usted y su socio, el señor Tamil Rahani, dirigen una empresa algo extraña que ofrece mercenarios en alquiler a grupos terroristas y revolucionarios —repuso Bond en tono frío.
—Oh, la cosa es algo más amplia que eso —su actitud era de pronto afable, sonriente, asentidora—. Estamos en condiciones de prestar servicios completos. Un grupo acude a nosotros con una idea, y nosotros corremos con todo lo demás, desde captar fondos hasta realizar la operación. Por ejemplo, el trabajo para el cual le reclutamos a usted ha pasado una larga temporada en fase de elaboración, y con él nos proponemos ganar mucho.
Bond dijo que se daba cuenta de que le habían sometido a una prueba, y que se percataba de que tenían trabajo para él en la organización, pero concluyó:
—No tengo la menor idea acerca de los…
—¿Detalles? No, claro que no. Ocurre con nosotros lo que con su antiguo Servicio: nuestros agentes no disponen de más información que la estrictamente necesaria. Tenemos que ser sobremanera cautelosos, y en la operación que nos ocupa, todavía más. Nadie está en posesión del esquema completo, exceptuando, naturalmente, el coronel Rahani y yo —y al aludir a su persona, ejecutó un breve movimiento de dedos y cabeza, un ademán curiosamente oriental, de expresión de modestia, como si quisiera testimoniar a su interlocutor que se consideraba indigno del honor que suponía conocer aquellos planes.
Bond también había reparado en el tratamiento de
coronel
que de pronto recibía Rahani, y se preguntó de dónde le vendría aquel rango.
—…cautelosos, sobre todo, en lo que se refiere a usted, me temo —estaba diciendo St. John-Finnes—. Nuestros superiores se mostraban muy opuestos a concederle un cargo de confianza: pero después de lo de Erewhon, hemos hecho que reconsideraran su postura.
—Acaba de decir que el trabajo para el cual me han reclutado…
—…ha estado una larga temporada en fase de elaboración, sí. Se requería una gran cantidad de dinero, y nuestros superiores estaban… ¿Cómo lo diríamos…? Cortos de tesorería. Esa circunstancia adversa podíamos superarla, pues ofrecemos servicios completos. De modo que pusimos en ejecución unas cuantas operaciones con que allegar fondos para financiar el arranque de la empresa.
—Como el robo de la colección Kruxator y otros delitos perpetrados con el auxilio de una avanzada tecnología…
Jay Autem Holy, alias St. John-Finnes, conservó su gélida impavidez. Sólo en sus ojos le pareció detectar a Bond un asomo de cautela.
—Para tratarse de alguien que se confiesa tan
in albis
, saca usted conclusiones muy interesantes, mi querido Bond…
—Ha sido un golpe a ciegas —respondió él con semblante vacío de toda expresión—. Bien mirado, se han producido últimamente varios robos por igual imaginativos, y todos con el mismo sello. Atando cabos es fácil dar con la respuesta acertada.
Holy replicó con un rezongo evasivo.
—Yo acepto que es usted agua clara, Bond. Pero, aun así, tengo órdenes de mantenerle apartado. Posee usted conocimientos y habilidades que deseamos utilizar de inmediato.
—Usted dirá.
—Como ex oficial de los Servicios Secretos, debe saber cómo funciona, a efectos prácticos, la red de comunicaciones diplomáticas y militares.
—Así es.
—Dígame, pues, si sabe lo que es una frecuencia COPE.
—Lo sé.
Aunque conservaba Bond toda su compostura, empezaba a preocuparle el sesgo que había tomado la conversación. Su última noticia de las frecuencias COPE se remontaba a la época en que le encomendaron su vigilancia frente a posibles intrusiones enemigas, con motivo de una visita a Europa del presidente de los Estados Unidos. COPE eran las iniciales de Comunicaciones para Órdenes Presidenciales de Emergencia, es decir, una frecuencia de radio por cuyo conducto podían cursarse esas órdenes cuando el presidente se encontraba en gira oficial en el extranjero.
—¿Y qué clase de señales se emiten por la frecuencia COPE?
Bond observó una pausa, como para meditar su respuesta.
—Sólo instrucciones militares de vital importancia. A veces, respuestas a problemas que exigen la exclusiva decisión del presidente. Y en ocasiones, iniciativas tomadas por él.
—¿Y cómo se transmiten esas órdenes?
—Mediante los circuitos habituales de alta velocidad, pero por una línea, vía satélite, que permanece constantemente despejada.
—Yo me refería a su lenguaje, a los códigos que se emplean.
—Ah. Son simples combinaciones de cifras. Datos, supongo. Son muy limitadas las órdenes que se pueden evacuar por una frecuencia COPE. Se usa muy contadas veces, ¿sabe?
—Así es —Holy compuso lo que se habría podido llamar una sonrisa informada—. Se usa muy raras veces y para comunicaciones muy limitadas, pero de enorme alcance. ¿Lo diría usted así?
Bond se mostró de acuerdo.
—El presidente sólo utilizaría la frecuencia COPE por viva recomendación de sus asesores militares. Los mensajes suelen referirse a rápidos despliegues de fuerzas y armas convencionales.
—Pero si se produjese una alteración en la capacidad de respuestas de las defensas nucleares…
—Sí, a eso se le daría prioridad.
—Y dígame, ¿se obedecerían las instrucciones correspondientes? ¿De forma inmediata, quiero decir? Supongamos que el presidente se encuentra, por poner un ejemplo, en Venecia, y que desea a la vez poner en estado de alerta las fuerzas de la OTAN y tener en disposición de combate sus efectivos nucleares de choque. ¿Se procedería a ello? ¿Sin consultas?
—Es muy posible. A decir verdad, el código empleado para esa clase de acción es un programa de ordenador. Una vez introducido en los circuitos correspondientes, cursa las instrucciones oportunas. En el supuesto que plantea usted, el premier británico y el comandante jefe de la OTAN evacuarían consultas, pero el estado de alarma continuaría.
—¿Y si constase que tanto el premier británico como el comandante jefe de la OTAN se encontraban junto al presidente en el momento de la transmisión?
Era aquél un terreno muy peligroso. Bond sintió un vacío en el estómago. Y entonces acudieron a su memoria la palabras de Rahani: «Ninguna extorsión…, ninguna conjura para secuestrar al presidente o para someter al mundo».
—En esas circunstancias, las instrucciones se transmitirían automáticamente a todos los comandantes locales. Serían introducidas en los ordenadores principales, y el programa global comenzaría a desarrollarse inmediatamente. De eso no hay duda —se encontraba ante algo más tortuoso y astuto que un descabellado plan revolucionario para burlar el sistema y transmitir órdenes presidenciales encaminadas a incrementar la tensión entre las superpotencias—. Pero usted debe saber ya todo eso…
—Naturalmente que lo sé —repuso Holy con una calma propia casi de un demente—. Ah, sí; conozco los pormenores. Y también quién tiene acceso a las cifras, variadas todos los días para su uso en la frecuencia COPE. E igualmente sé quién tiene acceso a esa frecuencia.
—Cuénteme —dijo Bond con todo el aire de desconocer esas particularidades.
—Vamos, mister Bond… Lo sabe usted tan bien como yo.
—Me gustaría oírlo de sus labios.
—El número de consignas que pueden ser emitidas por una COPE se limita a once. Y rara vez varían porque, como bien dice usted, se trata de programas destinados a entrar en funcionamiento de forma automática cuando el presidente se encuentra fuera del país. Por cierto que la undécima consigna es una contraorden que, anulando instrucciones precedentes, devuelve las cosas al
statu quo
. Pero su empleo está limitado en el tiempo. Y la propia frecuencia se altera cada cuarenta y ocho horas, a medianoche. ¿Me equivoco?
—Creo que no.
—Las consignas obran en poder de ese funcionario omnipresente y un tanto inquietante al que se conoce por el apodo del Hombre del Saco. ¿Es así?
—Se trata de un procedimiento que ha dado pruebas de ser eficaz —repuso Bond—. Y nunca se ha cambiado. En el séquito de Kennedy, en Dallas, había un Hombre del Saco, y en la actualidad acompaña al presidente en todos sus viajes, tanto por los Estados Unidos como al extranjero. Son gajes que trae aparejados el hecho de que el jefe del Estado lo sea también de las Fuerzas Armadas.
—El Hombre del Saco —prosiguió Holy— no puede confiar las cifras y la frecuencia COPE más que al presidente o, en caso de emergencia, al vicepresidente. Si el primero sufriese un accidente fatal encontrándose fuera de los Estados Unidos, las cifras quedarían de inmediato anuladas e inoperantes, a menos que el vicepresidente se encontrara en el lugar del suceso.
—Exacto.