Misión de honor (12 page)

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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

—¿Hay controles visuales?

—Un montón de ellos. En la entrada principal y en muchos tramos de la tapia, tanto en la parte delantera como atrás. El único punto vulnerable está en la parte posterior, y eso conociendo la distribución de las cámaras de circuito cerrado. Pero como también se reorientan con cada cambio de turno, no es posible entrar ni salir inadvertidamente si no posees todas las claves del correspondiente turno de seis horas. Un intruso no duraría ni tres minutos.

—¿Se os han presentado?

—¿Intrusos? Sólo un vagabundo. Y aparte de eso, una falsa alarma. Al menos, lo tomaron por una falsa alarma.

—¿Tienen armamento?

—Yo estaba allí cuando lo de la falsa alarma, y sí: uno de los tipos de guardia llevaba pistola. Quiere decir que si yo vi una, debe de haber más. James…, ¿puedo marcharme ya? No quisiera que me pillasen con estos discos encima. Han quedado huecos en los archivadores y…

—Andando, Cindy. Y buena suerte. Te veré esta noche. Tengo un pequeño torneo con nuestro hombre. Por cierto que tu amigo Peter me avisó del estilo de juego que practica Jason…

—No le gusta perder —apuntó ella con una amplia sonrisa—. Es algo patológico, como en un chiquillo. Para él supone una cuestión de honor.

Bond no correspondió a la sonrisa.

—Y para mí —dijo en tono suave—. También para mí es una cuestión de honor.

Eran más de las tres y media de la madrugada. Bond embaló el equipo, lo bajó al coche y lo guardó bajo llave en el maletero. Al volver a su habitación, metió los programas copiados en un sobre con almohadillado protector marca Bolsablanda —lo horroroso del nombre le arrancó una mueca de repugnancia— y, tras haberse dirigido el envío a sí mismo, a un apartado postal, sopesó el pequeño paquete, tratando de conjeturar su peso, y lo franqueó con sellos extraídos de un sobre que llevaba en la cartera de mano. Aunque hubiera preferido entregar personalmente el paquete, no quería correr riesgos. Por último, y sentándose ante el pequeño tocador, redactó en papel de cartas del hotel una breve nota dirigida a Freddie.

Me marcho a Oxford y pasaré allí la mañana. Como es muy temprano, no he querido despertarte, pero estaré de vuelta a la hora del almuerzo. Tenemos lo de ayer pendiente de desempate. ¿Te apetece esta tarde?

Se desnudó entonces, abrió el grifo del agua fría y se metió bajo la ducha. Superada la sacudida inicial, ofreció el rostro a los helados alfilerazos del chorro. Al cabo de aproximadamente un minuto, añadió un poco de agua caliente y se enjabonó. Concluyó la operación secándose vigorosamente el cuerpo con la toalla. Después de afeitarse, se puso la ropa interior, unos pantalones Ted Lapidus de pana negra y un jersey de cuello vuelto de algodón del mismo color. Colocada ya la ASP automática en su pistolera, a la altura de la cadera derecha, completó su atuendo con una delgada chaqueta de ante y se calzó sus mocasines predilectos.

Ya estaba alboreando, pero la luz del amanecer tenía ese frío resplandor perlado que anuncia tiempo inestable. Metida en la cartera de mano la detestada Bolsablanda, Bond bajó al vestíbulo, dejó en la desierta recepción su llave y la nota para Freddie y salió en busca del coche.

El motor del Bentley cobró vida con un rugido a la primera vuelta de llave. Mientras lo dejaba girar en su régimen normal, de suave zumbido, se ajustó el cinturón de seguridad, atento al indicador de alarma, cuyas luces se fueron apagando una tras otra.

Liberado el freno, puso el cambio de marchas en conducción manual y dejó avanzar el coche. Si tomaba la carretera de Oxford hasta la Circular y enlazaba luego con la M40, podía estar en Londres en noventa minutos.

Habiendo dejado atrás el largo itinerario de acceso a la carretera Circular, y cuando enfilaba ya en dirección a Londres su calzada de doble carril, empezó a llover. Llevaba recorridos algo menos de dos kilómetros de ese itinerario, cuando vio aparecer en el retrovisor el Mercedes blanco de la víspera.

Jurando por lo bajo, se ajustó más el cinturón y pisó suavemente el acelerador. El coche dio un respingo, aumentó el régimen del motor y el velocímetro subió primero a los ciento setenta y luego, progresivamente, a los ciento noventa kilómetros por hora.

El tráfico era escaso, de modo que pudo mantenerse casi todo el tiempo en el carril derecho, que abandonaba sólo para adelantar limpiamente a los contados coches y camiones que encontraba a trechos.

El Mercedes blanco le iba a la zaga, sin que Bond consiguiese, ni siquiera a tan elevada velocidad, desprenderse de él. Cuando divisó, al frente, la señal indicadora de una salida, abandonó la Circular, todavía a un ritmo de no menos de ciento setenta kilómetros, sin poner en marcha el intermitente hasta el último momento. El Bentley obedeció suavemente a la maniobra, tomando la curva con firme seguridad. El Mercedes parecía haber perdido su rastro. Supuso que su conductor no habla conseguido reducir a tiempo para abandonar la carretera principal.

La ruta se estrechaba al frente entre una doble hilera de abetos. Un pesado trailer de grandes dimensiones avanzaba rugiente a ochenta kilómetros por hora detrás de un camión cisterna. El Bentley redujo la marcha. Al salir de la siguiente curva, Bond captó un parpadeo de intermitentes en una zona de estacionamiento. Al repetir la inspección, vio que un segundo Mercedes se le ponía en cola.

Debían de comunicarse por radio, pensó, y seguramente eran cinco o seis los vehículos encargados de seguirle. En la siguiente curva descolgó el teléfono y, sin apartar la mirada del camino, pulsó los dígitos correspondientes al despacho del oficial de guardia del cuartel general de Regent's Park, que en ese momento probablemente dormiría. La línea utilizada era un canal de radio protegido por interferencias.

La carretera se estrechó todavía más. El segundo Mercedes seguía a la zaga de Bond cuando, tomando éste el próximo viraje, oyó la respuesta del oficial de guardia.

—Mensaje urgente de Jugador para Alcaide —dijo Bond muy de prisa—. Me siguen. Estoy al sur de Oxford. Tengo un importante envío para Alcaide. Trataré de depositario en un buzón. Dirigido a mí mismo. Pruebas concluyentes de la implicación de Programador en actividades ilegales. Investiguen Juego del Globo. Hablen con la Diosa.

—Comprendido —contestó el oficial de guardia, y desocupó la línea.

Al tomar la curva inmediata, vio que se acercaba a un pueblo y que el Mercedes se había rezagado. Pisó el freno y, reducida espectacularmente la marcha del Bentley, escudriñó al frente y a su izquierda. El pueblo casi había quedado atrás cuando distinguió el color rojo vivo del deseado buzón. Detuvo el Bentley y se libró simultáneamente del cinturón de seguridad.

Depositar el sobre y regresar al interior del coche, le llevó menos de veinte segundos. No volvió a abrocharse el cinturón hasta que, habiendo acelerado de nuevo, vio reaparecer al Mercedes en el retrovisor. Adelantado un furgón eléctrico de reparto de leche en su ronda matinal, volvió a salir a campo abierto. En las proximidades de un bosquecillo, avistó el poste indicador de un merendero y, seguidamente, otros dos coches que, saliendo de la espesura, se situaron en mitad de la calzada, los morros unidos en forma de V, cerrándole el camino.

«Tiran a matar», dijo entre dientes mientras pisaba el freno y casi al mismo tiempo viraba, usando sólo el brazo izquierdo.

Conforme el Bentley obedecía al giro, se dio cuenta de que volvía a llevar detrás, muy pegado a él, al Mercedes blanco.

El velocímetro rozaba los noventa kilómetros cuando el Bentley, saliéndose de la calzada, se precipitó entre los árboles. Enlazando una serie de desesperadas maniobras, Bond condujo el voluminoso automóvil entre troncos y helechos, tratando, en un loco zigzagueo, de abrirse de nuevo camino hacia la carretera.

La primera bala arrancó al techo un áspero rechino, y Bond sólo acertó a pensar en los daños de la carrocería. El segundo disparo alcanzó la rueda posterior izquierda, y con ello el automóvil de artesanía, con sus dos toneladas de peso, fue a hundirse de costado entre una maraña de arbustos.

Frenado por el cinturón de seguridad, Bond alcanzó a un tiempo la pistola automática y el pulsador del elevalunas eléctrico.

10. Erewhon

La ASP 9 mm es un arma pequeña pero letal. Versión reducida, en sus aspectos básicos, de la Smith & Wesson modelo 39, los Servicios Secretos norteamericanos vienen empleándola hace más de un decenio. Su retroceso no es mayor que el de una Walther calibre 22, y por su aspecto parece más una automática de entrenamiento que la mortífera pistola que en realidad es. La Armaments Systems and Procedures, cuyas iniciales le dan nombre, realizó por encargo la adaptación, ajustándose a requisitos muy exigentes: dimensiones que permitiesen esconderla fácilmente, un cargador capaz por lo menos para ocho proyectiles, fiabilidad, culata transparente, de tipo Lexon, de modo que resultase visible la reserva de balas, y tolerancia de todos los tipos conocidos de munición de 9 mm.

Las balas que utilizaba la ASP de Bond eran Glaser Safety Slugs, particularmente malignas. Una Glaser es una bala prefragmentada que contiene varios centenares de perdigones del número 12, suspendidos en teflón líquido. Disparados por una ASP, esos proyectiles alcanzan una velocidad de casi seiscientos metros por segundo. No estallan hasta haber penetrado en el cuerpo, y si alcanzan órganos vitales, el resultado suele ser la muerte.

Bond disparó dos veces por la abierta ventanilla antes de que el coche se hubiera parado del todo. Concentró la visión de ambos ojos en la revolucionaria mira Guttersnipe, cuyas paredes triangulares amarillas permitían localizar inmediatamente el objetivo.

Vio, por entre los árboles y los helechos, a varios hombres que se apeaban de los coches. Otros estaban ocupados en retirar los vehículos de la carretera. Bond había dirigido sus rápidos disparos al claro contorno de un hombre que, vestido con un sucio chubasquero blanco, avanzaba hacia el Bentley. Sin detenerse a determinar qué había sido de su objetivo, abrió la portezuela y se lanzó, volteando, entre los matorrales.

Indiferente a las ramas y la maleza que se le prendían en la ropa y le arañaban el rostro, continuó su avance, ansioso por alejarse cuanto fuera posible del Mulsanne Turbo. Rodando hacia la derecha, se distanció unos veinte metros del coche. Luego se dio la vuelta y, casi pegada la boca al suelo, desenfundó el arma y la amartilló, escudriñando un amplio arco de terreno abierto ante él.

Los restantes automóviles habían salido de la carretera marcha atrás. Estimó que ya sólo sus conductores los ocupaban. Aunque dos únicas siluetas eran visibles, el instinto le dijo que otros cuatro hombres, por lo menos, debían de intervenir, desplegados y agachándose, en una maniobra de cerco.

Pese a ello, permaneció inmóvil, dejando que se le normalizase la respiración. Si sus acosadores eran metódicos —y no cabía pensar en otra cosa— terminarían por dar con él. Incluso era posible que solicitasen refuerzos, pues tenían que ser más los hombres empeñados en la operación. ¿Cómo, si no, podían tener la certeza de interceptarle en la carrera? A menos que hubieran colocado en el Bentley un dispositivo detector… Pero ¿quiénes eran sus perseguidores? ¿Gente de Holy? Sin duda aquello tenía que ver con él. Y sin embargo, ¿no se le ofrecía a Holy mejor oportunidad de ajustarle las cuentas que aprovechando su cita de la tarde, en Endor? Restaba la posibilidad de que… de que Cindy le hubiera tendido una trampa o de que la hubiesen descubierto a ella. Si se trataba de lo segundo, se habían dado buena prisa en someterle a él a vigilancia. Fuera cual fuese el caso, Bond decidió retrasar en lo posible su captura. Si ganaba tiempo, podía pensar en la huida.

Había empezado a llover con fuerza; lo atestiguaba el firme goteo que producían las ramas. Intentar la escapada en ese momento sería un suicidio. Se encontraba por lo menos a ciento cincuenta metros de la carretera, y aunque consiguiera alcanzarla sin ser interceptado —cosa que dudaba—, allí seguiría estando en desventaja numérica de tres contra uno. Lo oportuno era esperar, seguir atentamente los movimientos del adversario y cuidar de que no le sorprendiesen por la espalda.

Continuamente atento a los ruidos, seguía barriendo con la mirada su campo visual, desde el extremo derecho al izquierdo, interrumpiéndose sólo para volverse y escudriñar tras de sí. Los dos hombres en un principio visibles al frente, habían desaparecido; la lluvia, por otra parte, acallaría eficazmente los movimientos.

Bond llevaba en su escondrijo no menos de quince minutos cuando detectó por primera vez, de forma inconfundible, presencias enemigas: el seco chasquido de una rama muerta y un vislumbrado movimiento le alertaron simultáneamente vista y oído. Volvió despacio la cabeza. A menos de veinte pasos de distancia, un hombre se encontraba agazapado junto a un árbol, fija la mirada en un punto situado a la derecha de Bond. Todo en él —su actitud vigilante, la elección de la base del tronco como cobijo, su forma de empuñar el pequeño revólver, a la altura del hombro izquierdo— denotaba profesionalidad, el buen entrenamiento de un soldado. Inspeccionaba el terreno sosegada, cautelosamente, sin omitir un solo palmo. Significaba aquello que sin duda existía otro oteador a su derecha o a su izquierda, o en ambas posiciones. Y lo que era más: procediendo así, descubrir el escondite de Bond sería simple cuestión de tiempo.

Vestía su acosador camisa y pantalones de sarga verde oliva y una guerrera. Bond empezó a volverse muy despacio. Deseaba poder cobrar cuando menos una pieza antes de que apareciesen nuevos adversarios en las proximidades.

Y entonces percibió otro movimiento, esta vez a su derecha. Alertado del peligro tanto por sus reflejos como por el instinto, Bond orientó la ASP en dirección a la nueva amenaza.

El triángulo amarillo de la mira Guttersnipe se centró automáticamente en el objetivo: una segunda silueta que corría agachada entre los árboles, y demasiado próxima, por cierto, para inspirar tranquilidad. Vio, por el rabillo del ojo, que el primer hombre levantaba con ambas manos su arma. A continuación sonó el inconfundible chasquido que produce el acto de amartillar un revólver. Sonó muy cerca a su espalda. E inmediatamente sintió en el cuello, candente de puro helado, el contacto de la boca de un arma.

—Suelte la pistola, míster Bond. Y, por favor, no trate de hacer ninguna tontería.

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