—Estupendo.
—¿Le conoce?
Bond conocía bien a Tony Denton. Habían cursado estudios juntos en su juventud, y en años aún recientes compartido una misión de rescate relacionada con un desertor que se había encerrado en la embajada británica de Helsinki. Sí; conocía al bueno de Tony Denton, aunque ese hecho en nada alteraba las cosas, siempre y cuando en las oficinas centrales del Regent's Park hubiesen dado la debida importancia a su mensaje.
—Según tengo entendido, entra de servicio a las seis de la tarde —le presionó Holy.
Bond repuso que, en efecto, ésa solía ser antes la hora del cambio de guardia. El Amo de Endor propuso que hiciese su llamada telefónica alrededor de las seis y media.
—Entretanto haría bien en descansar un poco. Si desempeña debidamente su misión, como así le conviene por su paz de espíritu, para no hablar de los millones de seres humanos que sin saberlo le han confiado la vida, todos podemos contar con un porvenir risueño…, con el espectáculo de aquellas anchas, soleadas tierras altas de que habló en cierta ocasión un gran estadista.
—Iré en mi coche —no lo dijo en tono de propuesta, sino de determinación.
—Si se empeña… Tendré que hacer que le desconecten el teléfono, peto usted no pondrá reparos a eso.
—Me basta con que me deje el motor y las cuatro ruedas.
Holy se permitió un asomo de sonrisa. Luego, volvió a endurecerse su semblante.
—James…
Bond comprendió al instante que se disponía a decir algo desagradable.
—James, quiero concederle a usted el beneficio de la duda. Tengo entendido que la virginal miss Chalmer estuvo anoche en la habitación de usted. Y para decirlo todo, que visitó usted la de ella hasta el amanecer. Me veo en la necesidad de preguntarle si le dio algo Cindy Chalmer. O trató de hacerlo.
—Bien, a decir verdad… —pero decidió que no era momento de observaciones jocosas—. No. Nada. ¿Le habían pedido que lo hiciera?
Holy fijó la mirada en el escritorio.
—Ella lo ha negado. ¡Pequeña idiota! Ayer, en algún momento del día, se llevó del laboratorio lo que creía un programa de cierta importancia. Como no era la primera vez que daba muestras de rebeldía, le tendí una pequeña trampa. El disco que sustrajo carecía de todo valor; era una bobada. Ella asegura que usted no sabe nada de su iniciativa, y yo me inclino a creerla. Pero el hecho es que escondió el programa entre las ropas de usted… y allí lo han encontrado, James. Cindy nos dio toda una perorata sobre el particular. Por lo visto cree, y repetiré las palabras de ella, que no nos proponemos nada bueno. De modo que se apoderó del disco, a modo de prueba, y lo escondió en su habitación hasta que discurriese la manera de emplearlo en contra mía —su tono se hizo vacilante—. No hemos permitido que esto saliera del seno de la familia, y con eso me refiero a Dazzle y a mí. Si Rahani y Zwingli, mis socios, llegaran a saberlo, podrían alarmarse, e incluso llevarlo a conocimiento de los representantes de SPECTRA. Creo yo que hay que evitar eso. Es una cuestión doméstica. No les concierne.
Así pues, reflexionó Bond, el robar un programa del archivo —aunque se tratase de material sin valor, probablemente el «borrador» utilizado para elaborar el juego del Globo, base de toda la operación de SPECTRA—, una transgresión sin duda grave, se pasaba por alto y se mantenía «en el seno de la familia». Curioso fenómeno. Sólo podía indicar que Jay Autem Holy vivía aterrado por SPECTRA. Y ésa era una información que más adelante podía resultar muy valiosa.
—¿Eso ha hecho Cindy? —Bond se quedó pensativo—. ¿Y qué…?
—¿Qué le pasará? La considero un miembro de mi familia. Se le impondrá un correctivo, como a una niña, y se la encerrará bajo llave. Dazzle está disponiendo lo necesario.
—Hace tiempo que no veo a su esposa.
—Es que prefiere permanecer en segundo término. Sin embargo, tiene confiadas ciertas tareas, tareas indispensables para conseguir el éxito. Lo que sí quiero pedirle, James, es que este asunto de miss Chalmer quede entre nosotros, como algo personal. Quiero decir que no se lo digamos a nadie. Entre nosotros… Personal… ¿eh?
—Personal ya lo es, y bastante.
Bond puso punto en boca. ¿Qué más podía decir?
Tigerbalm subió a buscarle poco después de las seis. No le habían encerrado, pero la comida se la subió en una bandeja un árabe joven. Tigerbalm se mostró muy cortés.
Se dirigieron a la habitación de antes, la de la mesa y las sillas atornilladas al suelo. El único cambio era la aparición de un magnetófono, provisto de auriculares independientes, que habían conectado al teléfono.
—Bien, ha llegado la hora.
Holy no se encontraba solo. A su lado, de pie, estaban Tamil Rahani, y por detrás de ambos asomaba el ancho, ajado rostro del general Zwingli.
—No puedo garantizarles que esta parte de la gestión vaya a salir bien —dijo Bond con voz átona, serena; tan serena, que como si se hubiera disparado un resorte en el fuero íntimo del general Zwingli, éste se abrió paso entre sus socios y le tendió una curtida mano.
—No nos han presentado, comandante Bond —hablaba con un leve dejo tejano—. Soy Joe Zwingli, y sólo quería desearle suerte, hijo. Introdúzcase en ese bastión y consíganos lo que necesitamos. Es una causa magna: lograr que su país y el mío vuelvan a ser lo que fueron; dar a nuestros pueblos un orden nuevo frente al caos actual.
Aunque Bond no quiso desilusionarle, se daba cuenta de que SPECTRA no podía tener a la vista ninguna operación que no redundase en su exclusivo beneficio. Pero desempeñó a conciencia su papel.
—Haré lo que pueda, general.
Seguidamente tomó asiento y esperó a que Holy hubiera puesto en marcha la grabadora y, calándose los auriculares, le hiciese seña de que podía proceder.
Descolgó el teléfono y marcó el número del pequeño local donde el oficial de guardia del Departamento de Seguridad del SIS atendía a su turno de doce horas en compañía de los especialistas a cargo de los teletipos, la codificación y los ordenadores. Las guardias diarias constaban de dos turnos de doce horas.
El número que Bond acababa de componer, y que sólo los agentes especiales del Servicio conocían, era el de una centralita, asimismo de guardia durante las veinticuatro horas del día, camuflada tras identidades diversas, de acuerdo con la operación de que se tratase. Aquella noche el supuesto abonado era una lavandería china domiciliada en el Soho londinense; pero otras podía ser un servicio de radiotaxis o un restaurante francés, aunque siempre, cuando el caso lo requería, en línea directa con el oficial de guardia del departamento de seguridad del Foreign Office, que en aquel caso concreto permanecía alerta desde que Bond cursara la víspera su mensaje por el tadioteléfono del Bentley. La llamada, de producirse, sería atendida por una única persona.
El teléfono sonó cuatro veces antes de que descolgaran. Por razones de seguridad, la respuesta era un simple «¿Diga?».
—Póngame con Anthony Denton, el oficial de guardia, tenga la bondad.
—¿De parte de quién?
—Depredador.
—Un momento, por favor.
Bond reparó en la torcida sonrisa que componía Holy, a quien se había negado a facilitar, cuando le expuso a grandes rasgos su plan, el que había sido su nombre cifrado en el Servicio. Y estaba claro que Depredador le parecía apropiado por demás.
Permanecieron en espera. La llamada, entretanto, era transmitida a Bill Tanner, y fue la voz del viejo amigo de Bond la que sonó seguidamente al otro extremo de la línea.
—Denton al habla. Creía que ya no formaba usted parte del Servicio, Predador. Esto es muy irregular. Lo siento, pero voy a tener que cortar.
—¡Espera, Tony! —Bond inclinó el cuerpo sobre el escritorio—. Se trata de algo especial. Sí, es cierto que ya no formo parte del Servicio…, pero siempre se sigue perteneciendo a él para algo de vital importancia. Y esto lo es.
—Continúa —dijo en tono suspicaz la voz de su interlocutor.
—Por teléfono, imposible. No ofrece seguridad. Necesito verte. He pensado en ti como único recurso. Es preciso que te vea, Tony. El caso es imperioso. Cónsul.
Bond había utilizado la clave reservada a las situaciones de extrema emergencia. Siguió un brevísimo silencio.
—¿Cuándo?
—Esta noche. Antes de las doce. Creo que podré llegar hasta ahí. Por favor, Tony, dame luz verde.
Nuevo silencio, esa vez largo.
—Como esto encierre algo turbio, me encargaré de que antes de la mañana estés en la central del West End y se te procese aplicándote la ley de secretos oficiales. Ven lo antes posible. Autorizaré tu entrada. ¿De acuerdo?
—Estaré ahí antes de medianoche.
Bond lo dijo con voz que denotaba alivio. Sin embargo, mucho después de cortada la comunicación, mantenía aún el auricular junto al oído.
—Salvado el primer obstáculo —dijo Holy mientras pulsaba el botón de paro de la grabadora—. Lo que ahora conviene es que se muestre persuasivo en su visita.
—La cosa, de momento, va sobre ruedas —intervino Tamil Rahani en tono satisfecho—. ¿A qué hora llega el motorista de la base nuclear de Cheltenham con los datos de la frecuencia? ¿A las doce menos cuarto?
—Cuando el presidente de los Estados Unidos viaja por el extranjero, sí.
Sostuvo la mirada de Rahani en un intento de discernir lo que ocurría en su mente. El otro se echó a reír.
—Entonces no hay cuidado, comandante. El presidente está viajando por el extranjero. Eso es un hecho.
—Si sale usted de aquí a las diez menos cuarto —terció Holy mientras se quitaba los auriculares—, llegará con tiempo sobrado. Nosotros le acompañaremos durante todo el trayecto, James. Durante todo el trayecto.
El bosque metálico de antenas visibles sobre el apiñamiento de edificios oficiales que a partir de Downing Street se extienden a lo largo de Whitehall y de Parliament Street, sugieren la idea de comunicaciones en tráfico nocturno a través de las ondas; de llamadas telefónicas que, despertando a los ministros, les instan a ocuparse de graves situaciones de crisis; o de esos ya legendarios telegramas que cruzan el éter desde remotas embajadas.
En realidad, a esas oficinas gubernamentales se dirigen únicamente mensajes poco comprometidos. Los avisos de naturaleza delicada y los comunicados urgentes suelen cursarse a través del centro de transmisiones de la base de Cheltenham, o por medio de uno de sus numerosos satélites, y Cheltenham los hace llegar al misterioso edificio llamado Century House, o al cuartel general de los Servicios Secretos de Regent's Park. Sólo después de eso se dirigen al Foreign Office los despachos cifrados que le conciernen, pero no se reciben éstos ni en Whitehall ni en Parliament Street, sino en un angosto edificio de cuatro plantas y aspecto nada impresionante, situado en Northumberland Avenue. A dicho edificio llegan por métodos muy varios, que van desde el simple mensajero motorizado, hasta el teletipo ordinario, aunque en ocasiones puede emplearse un teléfono de circuito cerrado, frecuentemente en conexión directa con un ordenador programado para descifrar los mensajes.
Se equivocan quienes, impulsados por un concepto romántico de las cosas, imaginan que el oficial de guardia del departamento de seguridad del Foreign Office patrulla por los imponentes corredores del poder linterna en mano y con un séquito de celadores de uniforme. El oficial en cuestión no efectúa ronda alguna, sino que, de guardia en las instalaciones de Northumberland Avenue, cuida de que los mensajes cifrados con destino al Foreign Office lleguen con el debido sigilo a la persona indicada. Tiene confiado asimismo todo un cúmulo de informaciones secretas relativas a las comunicaciones que se reciben del extranjero, tanto de territorios británicos como de otros países. Los líderes de las naciones amigas, en particular, solicitan ayuda del Foreign Office. Y el oficial de guardia de su departamento de seguridad suele prestársela.
El punto de destino de James Bond, que iba al volante del Mulsanne Turbo, era precisamente ese disimulado edificio de Northumberland Avenue.
Poco después de las nueve y media, y tras haber puesto a su disposición dinero, tarjetas de crédito, la pistola ASP y gasolina para el viaje, le condujeron al garaje, donde Holy, Rahani y Zwingli le estrecharon la mano uno tras otro. «Es una cosa buena tenerle en el equipo», murmuró el general. A las nueve y cuarenta y cinco minutos, el Bentley giraba sobre la gravilla de la plazoleta y, habiendo lanzado, a modo de señal, una ráfaga luminosa de sus faros, ascendía majestuosamente por el paseo de coches, hacia la salida de Endor, camino de la carretera de Banbury.
Desde Banbury, y siguiendo el itinerario que le habían señalado, Bond se dirigió hacia la autopista M4, en ruta directa hacia Londres.
Aunque no descubrió ningún coche que le siguiera, estaba seguro de que los había, cosa que, sin embargo, le tenía sin cuidado. En la calle donde finalmente tenía que estacionarse, sólo se permitía el tráfico de vehículos debidamente autorizados, de modo que era muy poco probable que pudieran espiarle a partir de ese punto.
Indiferente a la indignación que pudiera producir a las patrullas de tráfico, hizo el trayecto a gran velocidad. Diversas señales delatoras, unidas a algunos sordos topetazos, le confirmaron que Peter Amadeus había conseguido introducirse en el maletero. El frágil programador debía de sentirse ya más que incómodo, después del largo recorrido. De modo que Bond hizo un alto en el surtidor de gasolina próximo al aeropuerto de Heathrow, donde tuvo ocasión de introducir un poco de aire fresco en el portaequipajes, y de cerciorarse de que su polizón se encontraba, en efecto, sano y salvo. Aprovechó para comunicarle, en un susurro, que si bien de momento era imposible su liberación, ésta se encontraba ya cercana.
Menos de cuarenta minutos después, Amadeus recuperaba la libertad, que recibió con la debida gratitud, pese a que el largo e incómodo viaje le tenía anquilosado y sin habla.
—Las gracias tendrá que darlas ahí —respondió Bond mientras le conducía, firmemente sujeto por el brazo, hacia el iluminado portal del edificio de Northumberland Avenue cruzando su explanada frontal.
Una puerta giratoria daba acceso a un vestíbulo embaldosado de mármol, desde el cual subieron en ascensor a la segunda planta, en cuyo angosto rellano un musculoso guardia de servicio se levantó a medias de su escritorio, para preguntarles qué deseaban.