Misión de honor (27 page)

Read Misión de honor Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

—Es usted nuestro piloto, según creo —le dijo Tamil con una sonrisa cortés.

El hombre respondió fríamente que era piloto, en efecto, pero que no volaría coaccionado.

—Yo opino lo contrario —respondió Rahani, seguro de sí—. ¿Cómo quiere que le llamemos?

—Llámeme capitán.

—Nada de títulos. Aquí todos somos amigos —replicó, cortante, su interlocutor—. Su nombre de pila.

Percatado de que obstinarse en exceso sería una temeridad, el piloto ladeó la cabeza y respondió:

—Como quiera. Me llamo Nick.

—Muy bien, Nick…

Y Tamil Rahani procedió a explicar con detalle lo que estaba por suceder. Nick pilotaría el aparato como lo hubiera hecho en circunstancias ordinarias. Primero hasta Ginebra y luego bordeando el lago. Posteriormente, y cambiando de rumbo, iría a situarse en la misma vertical del hotel Le Richemond.

—Donde se está celebrando la conferencia en la cumbre. Permanecerá usted sobre el hotel por espacio de unos cuatro minutos —Rahani hablaba en el tono del militar habituado a que le obedezcan—. Cuatro minutos como máximo. No más. Y no tiene nada que temer. Nadie recibirá daño, siempre y cuando haga usted lo que le manden. Luego, traerá de vuelta el dirigible y quedará amarrado aquí. Entonces podrá marcharse sano y salvo.

—Que me cuelguen si voy a pasar por eso.

—Creo que le conviene hacerlo, Nick. Si se niega, otro ocupará su lugar. El caballero que ve aquí, por ejemplo —y posó una mano en el hombro de Bond—. Es piloto, aunque sin experiencia de dirigibles. Pero llevará el nuestro si le animamos a ello como es debido. En el caso de usted, el incentivo es salvar la vida, que perderá aquí y ahora si se opone a mis órdenes.

—Habla en serio, Nick —intervino Bond—. Dentro de un par de minutos será usted una masa de carne inerte y sin utilidad para nadie. Es preferible obedecer.

—Muy bien; de acuerdo. Me haré cargo del vuelo.

—Estupendo, Nick. Y muchas gracias, comandante Bond —dijo Rahani. Y prosiguió, en tono ya normal—: Pasemos ahora al papel que le reservamos al comandante Bond. Será su ayudante de vuelo. Le indicará usted en qué se diferencia el manejo de un dirigible del de un avión. Vamos a entregarle una bala para su pistola automática. Una sola. Con ella puede herir o matar únicamente a una persona, y descontados usted y él, seremos cinco los tripulantes. El amigo Bond cumplirá mis órdenes al pie de la letra. Si intenta usted pasarse de listo, le mandaré que le mate. Si él se negara a ello, otro lo hará, y muerto usted, él tomará el mando. Si persistiese en su negativa, le mataremos también a él y saldremos del paso como mejor sepamos. Según tengo entendido, este dirigible utiliza helio y, debidamente lastrado, puede permanecer cierto tiempo en el aire, sin gobierno, y es difícil que se estrelle. ¿Acierto en eso?

—Digamos que sí.

—Total, que el comandante Bond cuidará de usted y tendremos un feliz viaje. ¿Qué duración le calcula? ¿Media hora?

—Más o menos. Probablemente cuarenta y cinco minutos.

—Asesórese con el piloto, comandante Bond. Aprenda de él. Nosotros tenemos cosas que cargar en la barquilla —dijo. Y golpeándole con fuerza en el hombro, concluyó—: Instrúyase y cumpla con sus órdenes, ¿estamos?

Mientras se sentaba, Bond acercó su cabeza a la del piloto y, sin apenas mover los labios, dijo:

—También a mí me tienen coaccionado. Ayúdeme. Hay que pararles los pies —señaló. Y ya en voz alta—: Muy bien, Nick. Hábleme de ese dirigible.

El piloto le miró con cierta perplejidad por un instante; pero, como Bond le animase con un cabeceo, inició sus instrucciones.

Los hombres de Rahani se dedicaban entretanto a transportar el equipo al exterior. Entre otros aparatos, un potente transmisor de onda corta y un microordenador. Bond escuchaba atento las explicaciones de Nick, según el cual manejar un dirigible era básicamente como pilotar un avión.

—Palanca de mando, timón, pedales, idénticos instrumentos de vuelo y válvulas de admisión para los dos pequeños motores. La única diferencia está en el equilibrado —y señaló que los dos pequeños globos encerrados, a proa y popa, en la envoltura de helio, podían hincharse por medio de aire, o deshincharse soltándolo—. Responde más o menos al mismo sistema de los aerostatos, salvo que el empleo de globos de aire en el dirigible evita el desperdicio de gas valioso. Los globos regulan la presión del gas, proporcionan flotabilidad cuando se precisa, y permiten equilibrar en el ascenso y en la bajada. El
quid
del asunto es saber liberar presión en el momento del aterrizaje, de modo que el dirigible quede al alcance del equipo de tierra, que lo sujeta por medio de cabos.

El funcionamiento no ofrecía dificultades técnicas, y Nick complementó sus explicaciones indicándole a Bond en un gráfico la localización de las válvulas, situadas por encima del parabrisas delantero, y la alimentación de los pequeños globos, que se efectuaba mediante inyectores situados debajo de cada motor. Apenas había concluido su exposición, cuando apareció Simon, consultando su reloj. Al levantar la vista, se dieron cuenta de que el local se había quedado casi vacío.

—Os necesitan a bordo —dijo el lugarteniente de Rahani. Y mostrando en alto un proyectil de 9 mm, en el que Bond reconoció uno de sus Glaser, agregó—: Esto te lo daré cuando hayamos embarcado —no había cordialidad alguna en su mirada—. Ea, andando. Tenemos pendiente nuestra exhibición. Un vuelo de placer alrededor del lago.

En la pista, los hombres de Rahani estaban ya preparados para sujetar los cabos de proa del dirigible, que continuaba fijo en su mástil de amarre, pendientes bajo la masa en forma de salchicha de la aeronave.

Al acercarse a ésta, advirtieron que los demás habían embarcado ya en la barquilla, suspendida bajo el reluciente casco.

Nick subió el primero por la ancha escotilla que ocupaba un tercio del costado derecho de la barquilla. Bond iba detrás de él, seguido por Simon, que cerró a su espalda.

Tamil Rahani se encontraba sentado junto a Holy, a popa. Frente a ellos estaban los transmisores, conectados al ordenador. El asistente árabe se había instalado de cara a Holy, con el general Zwingli a su izquierda, en el otro asiento que daba al angosto pasillo. Bond se dirigió hacia la proa y ocupó su puesto a la derecha de Nick. Simon se quedó en pie, detrás, entre ambos.

En cuanto se hubo acomodado en su asiento, Nick, competente profesional, mostró a Bond los instrumentos de vuelo, destacando las importantísimas válvulas de los globos.

—¡Cuándo usted diga! —voceó Rahani desde su emplazamiento; pero el piloto, absorto en las comprobaciones preliminares, no le contestó.

Por fin, abierta la ventanilla corrediza, y dirigiéndose al jefe del equipo de tierra, gritó:

—¡Listo! Diga a sus muchachos que se preparen. Voy a poner en marcha los motores. Cuando necesite que sujeten los cabos, le haré una señal con el pulgar.

Vuelto hacia Bond, explicó que primero activaría el motor de babor, tras lo cual el de estribor entraría inmediatamente en funcionamiento.

—Vamos a inflar enseguida los globos, y mientras se llenan, soltaré los amarres del mástil. El equipo de tierra, si lo han entrenado debidamente, dominará la presión de ascenso y soltará el lastre de la barquilla. A continuación, yo equilibraré, levantará el morro y —se volvió hacia Bond con una sonrisa— veremos si esos chicos tienen el buen juicio de soltar los cabos.

Nick se adelantó hacia el cuadro de mandos, encendió ambos motores en rápida sucesión y activó las válvulas de hinchado. Mientras Bond observaba la maniobra, Simon se inclinó hacia adelante, le hundió la mano bajo la chaqueta y le tomó la ASP. Un doble chasquido indicó la entrada de la bala en la recámara. Devolviéndole entonces el arma, dijo:

—Si el coronel te lo ordena, le matas. Y como intentes engañarme, te liquido yo a ti.

Bond ni siquiera dio muestras de haberle oído. Toda su atención estaba fija en las operaciones que llevaba a cabo el piloto: abrir las válvulas de admisión, soltar la palanca del mástil de amarre, vigilar la presión…

Cuando el morro del dirigible apuntó hacia arriba, Nick hizo a los de tierra la señal convenida y aceleró a tope los motores. El morro se empinó más todavía, y a eso siguió una leve sensación de flotar; luego, con mucha lentitud, se desplazaron al frente y hacia lo alto, con total firmeza, sin temblor ni vibración alguna conforme ganaban altitud y se alejaban del campo de aterrizaje. Era como viajar en una alfombra mágica.

19. Reja de arado

A lo largo de su vida, James Bond había viajado como piloto o pasajero en toda clase de aviones, desde el biplano Tiger Moth hasta los reactores Phantom. Y pese a ello, no recordaba nada comparable a volar en el
Europa
.

La mañana era clara y soleada. Con sus dos motores zumbando como un enjambre de avispas y sus hélices de pala única de madera en vertiginoso volteo, la gruesa y reluciente aeronave se deslizó por la amplia cortada y, sobrevolando la carretera y el tendido del ferrocarril, ascendió sobre el Léman. Para un hombre como Bond, enamorado de las máquinas, eran instantes prodigiosos. A trescientos metros de altura y sobre el espectacular panorama del lago, llegó a olvidar por unos momentos la terrible, peligrosa misión en que estaban embarcados.

Lo que más estupor le causaba era la estabilidad del dirigible. No se experimentaban en él las sacudidas que a semejante altura y en un terreno como aquél hubiesen estremecido un avión. Le pareció enteramente lógico el que los pasajeros de los grandes dirigibles de los años veinte y treinta se declararan apasionados de ellos.

El
Europa
hundió el morro y, colocándose casi en vertical sobre él, describió una circunferencia completa. Al alcanzar los quinientos metros de altitud, se dilató el panorama con la aparición de las cimas empenechadas de nieve sobre el claro azul del cielo, Montreux en la lejanía y, hacia la orilla francesa del lago, Thonon, pequeña ciudad de aspecto apacible y acogedor.

Luego, Nick estableció la inclinación a fin de que pudieran apreciar Ginebra conforme se acercaban a ella a un majestuoso régimen de ochenta kilómetros por hora.

Bond se volvió hacia la popa de la barquilla. Rahani y Jay Autem Holy permanecían ajenos a la vista, encorvados sobre el transmisor, que el agente especial divisaba sin dificultad porque habían abatido los respaldos de varios asientos.

Holy parecía mascullar para sí mientras sintonizaba la frecuencia. Rahani le observaba de cerca. «Como un celador», pensó Bond. El general Zwingli, vuelto a medias hacia ellos en su asiento, aportaba consejos. Simon y el asistente árabe montaban guardia, el joven sin apartar ni por un momento los ojos del piloto y de Bond. Simon, en pie, apoyado en la puerta, casi daba la impresión de cubrirles la retirada a sus jefes.

Aparecieron a la vista, abajo, las riberas de Ginebra. El
Europa
redujo la marcha, se inclinó hacia adelante y viró lentamente.

—¡Cuidado con gastar bromas, Nick! —voceó Rahani—. Limítese a hacer lo que haría normalmente, y luego llévenos derechos hacia Le Richemond.

—Estoy haciendo lo que haría normalmente —replicó el piloto—. Ajustándome al manual. ¿No fue eso lo que pidió? Pues cumplo su encargo.

—Y por cierto —voceó Bond a su vez—, ¿qué nos disponemos a hacer exactamente? ¿De qué va ese golpe que ha de cambiar el curso de la historia?

Holy volvió la mirada hacia él.

—Vamos a poner a prueba la estabilidad de las dos naciones más poderosas de la Tierra. ¿Me creería usted si le digo que entre los códigos que pueden transmitirse a las redes de emergencia del presidente de los Estados Unidos y el de la Unión Soviética figuran programas capaces de anular lo más importante de sus arsenales nucleares?

—Yo le creo a usted cualquier cosa.

Bond no necesitaba oír más. M estaba en lo cierto: aquella gente se proponía cursar a los respectivos satélites el programa Reja de Arado norteamericano y su equivalente ruso, y con eso, desencadenar una acción irreversible. En ese instante se decidió Bond a intervenir.

Toda su vida adulta la había consagrado a su patria, y sabía que ahora iba a dejar la vida en el empeño. La ASP contenía un único proyectil. Si la suerte le ayudaba, la Glaser, en el reducido espacio de la barquilla, partiría por la mitad a cualquiera de sus ocupantes. Pero sólo a uno. Así pues, ¿qué sentido tenía un blanco humano? Abatir a uno y ser abatido a su vez. Una iniciativa estéril. En cambio, si elegía el momento adecuado y lograba distraer al asistente árabe, la solitaria bala, disparada con precisión, haría pedazos la radio y probablemente también el microordenador.

Destruido el equipo, no tardaría en llegarle a él la muerte; pero comparado con la satisfacción de saber que había conseguido desbaratar una vez más los planes de SPECTRA, aquello tenía muy poca importancia para Bond. Tal vez lo intentaran de nuevo, pero siempre habría hombres como él. Y además, el Servicio estaba sobre aviso.

Ginebra, limpia, ordenada y pintoresca, apareció a la derecha de los tripulantes al iniciar Nick un suave giro con la nave. Al fondo, se alzaba el Montblanc imponente en su altura. El dirigible comenzó a descender con miras a su corto sobrevuelo de las riberas.

—¿Cuánto falta?

Era la primera vez que Zwingli se dirigía al piloto. Nick se volvió hacia él.

—¿Para llegar a Le Richemond? Unos cuatro minutos.

—¿Has sintonizado esa frecuencia? —el general interpelaba esa vez a Holy.

—Estamos en ella, Joe. Acabo de introducir el disco. Lo único que resta por hacer es pulsar la tecla de entrada, y sabremos si el camarada Bond ha cumplido su palabra.

—Entonces, ¿vas a empezar por el programa de los Estados Unidos?

—Sí, Joe —intervino Rahani—. Los Estados Unidos recibirán las pertinentes instrucciones dentro de un par de minutos —estiró el cuello, para observar por la ventanilla—. Ahí lo tenemos; estamos llegando.

Bond retiró lentamente el seguro de la ASP.

—Preparado, Jay. Será de un momento a otro.

Aunque no había alzado la voz, las palabras de Rahani se oyeron claramente al otro extremo de la barquilla. El lujoso hotel y su jardín de perfecta distribución se extendían abajo, ya muy cercanos. Nick imprimió al
Europa
un rumbo que le situaría en la misma vertical del suntuoso edificio.

—He dicho que preparado, Jay.

Other books

Hillbilly Rockstar by Christina Routon
Once We Had a Country by Robert McGill
Love of a Rockstar by Nicole Simone
A Mystery of Errors by Simon Hawke
Midnight Warrior by Iris Johansen