Misión de honor (28 page)

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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

—Sólo un segundo… —repuso Holy—. Ya está.

En ese instante Bond se volvió ASP en mano hacia el asistente árabe y gritó:

—Tu ventanilla. ¡Mira por tu ventanilla!

Y como el muchacho ladease la cabeza, Bond, sabiendo que no se le ofrecería una segunda oportunidad, alzó el brazo y apretó el gatillo. El sonoro chasquido del percutor acalló el ronroneo de los motores.

Siguió, para Bond, un instante de incredulidad. ¿Había errado el tiro? La bala ¿era ficticia? Y entonces sonó la risa de Simon, secundada por un rezongo del árabe.

—No se te ocurra arrojarla, James. Yo te partiría en dos con una sola mano. ¿De veras pensaste que te dejaríamos acompañarnos con un arma cargada? Demasiado riesgo.

—¡Maldito sea, Bond! —Rahani había saltado de su asiento—. No juegue aquí a pistoleros. La frecuencia que nos dio, ¿es válida? ¿O resultará tan falsa como su lealtad?

Las señales acústicas procedentes del fondo de la barquilla, indicaban que Holy había puesto en marcha el programa. Lanzó una exclamación de alborozo.

—Funciona, Tamil. Bond podrá habernos engañado en otras cosas, pero nos proporcionó la frecuencia. El satélite acaba de aceptarla.

Bond dejó caer la pistola, inútil pedazo de metal. Lo habían conseguido. En esos momentos los complejísimos procesadores del Pentágono estarían clasificando los números a la portentosa velocidad de que son capaces de hacerlo los ordenadores actuales. Los resultados afluirían a borbotones a los oportunos terminales, de un lado a otro de los Estados Unidos y también a las bases europeas de la OTAN. Se había consumado. Bond sintió únicamente una ira terrible, y una náusea en el fondo del estómago.

Tardó algún tiempo en asimilar los sucesos de los segundos inmediatos.

Holy, todavía lanzando vítores, se levantó a medias de su asiento y, chasqueando los dedos, tendió una mano hacia Rahani.

—Vamos, Tamil, el programa ruso. Lo tienes tú. Ya he sintonizado la frecuencia de ellos… —dijo. Luego subió el tono, premioso—: ¡Tamil! —y gritando ya, añadió—: Tamil, ¡el programa ruso! ¡Rápido!

Rahani prorrumpió en una sonora carcajada.

—Vamos, Jay, un poco de seriedad. ¿No pensarías, de verdad, que íbamos a infligirle a la Unión Soviética la humillación de verse despojada, ella también, de sus arsenales?

Jay Autem boqueó como un pez agónico.

—¿Có…? ¿Có…? ¿Qué quieres decir, Tamil? ¿Qué…?

—¡Vigiladles! —ordenó Rahani. Simon y el asistente árabe dieron la impresión de envararse al sonido de su voz—. Y usted, Nick, puede emprender el regreso.

Esto último lo dijo tan quedo, que a Bond le sorprendió que sus palabras resultasen audibles en medio del insistente zumbido de los motores.

—Lo que quiero decir, Jay, es que hace ya mucho tiempo pasé a ocupar el puesto de primer directivo de SPECTRA. Y quiero decir que hemos llevado a término lo que nos proponíamos. Ni siquiera me equivoqué apostando a que Bond, nuestro peón en esta partida, nos conseguiría la frecuencia COPE. El objetivo de la Operación Desescalador fue siempre dar cuenta del poder imperialista de los Estados Unidos, que ahora podremos entregarles en bandeja de plata a nuestros amigos rusos. A ti te empleamos sólo para que nos proporcionaras el programa de entrenamiento. Un par de necios movidos por sueños románticos, como tú y Zwingli, nada tienen que hacer junto a nosotros. ¿Comprendes?

Jay Autem Holy profirió un angustiado lamento que no encontró más eco que el furioso rugido del general Zwingli.

—¡Hijo de perra! —el anciano militar se adelantó—. Poniendo a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en pie de igualdad, yo quería que mi país recuperase su antiguo poderío. ¡Nos has vendido, so… so…! —se arrojó encima de Rahani.

El muchacho árabe le abatió de un solo disparo, rápido y certero. El general cayó sin ruido. Mientras el estampido del arma del asistente seguía retumbando de uno a otro extremo del reducido espacio, Jay Autem saltó sobre Rahani, los engarfiados dedos buscándole la garganta, la voz desgarrada en un alarido lleno de odio.

Sin espacio para retroceder, Tamil le disparó dos tiros con una pequeña pistola mientras el otro estaba todavía en el aire. Pero Holy, en su furia, había dado tanto impulso al brinco, que su cuerpo inerte fue a estrellarse contra el líder de SPECTRA, el hombre que había heredado el trono de la familia Blofeld.

—Llévenos a tierra —le espetó Bond al piloto—. ¡A tierra, pronto!

Aprovechando la confusión, se adelantó hacia su adversario más cercano, Simon, el cual, de espaldas a los mandos, avanzaba hacia el revoltijo de cuerpos caídos en montón entre los asientos. Arrojándose con fuerza sobre él, le inmovilizó el cuello con un brazo, y con el canto de la mano libre le propinó un formidable golpe junto a la oreja derecha.

Perdido el equilibrio, Simon cayó a un lado. Su mano, buscando afianzarse, desplazó el mecanismo de cierre de la escotilla, que giró sobre sus goznes, dando paso a una brusca ráfaga de aire. Al caer Simon exánime, el asistente árabe disparó hacia Bond, pero con tan mala fortuna, que la bala le acertó a su camarada en el pecho. Como vigorizado por una extraordinaria fuerza en el momento de la muerte, Simon se deshizo de la tenaza de Bond y, girando sobre sí mismo según se desplomaba, apretó el gatillo de la Uzi. Una larga ráfaga surgida de la metralleta cercenó casi la cintura del muchacho árabe.

Todavía aferrado al arma, Simon cayó de espaldas. Ni aflojó las manos ni salió de su garganta sonido alguno. Se precipitó, sin más, por la escotilla y surcó los trescientos metros de clara atmósfera en el largo y postrer viaje, que habría de llevarle a las aguas del Léman.

Bond, que se había agachado para recoger del suelo la Walther del árabe, sintió de pronto el aguijonazo de una bala que le rasgaba la carne de la cadera, mientras un segundo proyectil le pasaba silbando junto a la oreja.

Consiguió hacerse con la pistola, pero cuando se volvía, por puro reflejo, con el dedo posado en el gatillo, hacia donde hubiera debido estar Rahani, se dio cuenta de que el instigador de todo aquel drama no se encontraba allí.

—Ha saltado en paracaídas —dijo Nick en tono reposado—. Ese cerdo llevaba un paracaídas.

Bond se acercó a la escotilla y, aferrado a la barra de sujeción, se asomó.

Abajo, sobre la superficie azul-gris del lago, flotaba la blanca cúpula del paracaídas de Rahani, que una suave brisa alejaba de Ginebra, hacia el lado francés del Léman.

—Seguro que le están esperando —dijo Bond en voz alta.

—¿Quieres cerrar la puerta, por favor? —la voz de Nick tenía toda la calma que sólo un piloto experimentado puede conseguir en un momento de apuro—. He de encontrar algún sitio donde posar el dirigible.

Conectó la radio, hizo girar el selector entre pulgar e índice y se caló los auriculares que hasta ese momento le habían impedido utilizar. Unos segundos más tarde, y ladeando la cabeza hacia Bond, que se había desplomado en el asiento vecino, anunció:

—Podemos volver al campo de aterrizaje. Por lo visto, la milicia suiza lo tomó poco después de nuestro despegue. Se diría que teníamos ángeles guardianes velando por nosotros.

Se habían reunido los cinco —M, Bill Tanner, Cindy Chalmer, Percy y Bond— en la terraza de una habitación de hotel con vistas al lago. A él, aunque le habían vendado la zona afectada, seguía causándole molestias el largo arañazo abierto en la cadera por la bala.

—¿Trata de decirme —interpeló a M con fría cólera— que estaban al tanto de la ocupación del aeródromo? ¿Qué lo sabían ya cuando nos entrevistamos en Londres?

Su superior asintió. Acababa de revelarle que, como resultado de las medidas de seguridad adoptadas en relación con la conferencia en la cumbre, se habían asignado números de identificación a todo el personal autorizado.

A Bill Tanner no le habían contestado, la noche que telefoneó desde Londres al equipo de la Goodyear, con la secuencia de cifras correcta.

—Sabíamos que estaba sucediendo algo anómalo —dijo M reposadamente—. Lo comunicamos a quien correspondía, y convinimos con norteamericanos y soviéticos que se aceptaría, pero sin darle curso, cualquier mensaje transmitido por las ondas de emergencia de sus satélites. Una simple precaución. Ni que decir tiene, cero cero siete, que seguimos confiando en usted.

—Muchas gracias —repuso Bond con gélida flema.

—Pero eso, cero cero siete —continuó M en tono incisivo—, no significa que deba usted ir por ahí con la idea de que es insustituible.

—Y decidieron dejarme a merced de los lobos —replicó Bond, casi gritando—. No era necesario arrojarme a las tinieblas exteriores, como tan acertadamente lo expresó usted en cierta ocasión, pero aun así me dejaron marchar, a sabiendas de que…

—Vamos, vamos, ¿cómo se le ocurre hacer semejantes reproches a sus superiores? —le reprendió M vivamente. Y adelantándose de improviso en su asiento, posó una mano en el brazo de Bond y dijo, en tono de paternal inquietud nada propio de él—: Lo hicimos en su interés tanto como en el nuestro, James. Según se mire, podía usted encontrar la manera de entregarnos a Holy… o a Rahani. Pero lo que nos preocupaba prioritariamente no era eso, sino dar con el medio de devolverle su buen nombre. Considérelo una especie de… rehabilitación.

—¿Rehabilitación? —Bond escupió la palabra, lleno de desdén.

—Verá usted —continuó en tono sosegado su superior jerárquico—, había que encontrarle una misión que pudiese desempeñar en beneficio de su imagen pública. A la prensa no podía pasarle por alto un jolgorio en el que iba a intervenir un dirigible situado sobre la misma vertical de la sede de la coherencia en la cumbre. Ultimamente Ginebra ha sido un hervidero de periodistas. De modo que pedimos a las autoridades suizas que dejasen trascender algunas noticias. Cosa que en cierto modo nos ahorra una serie de embarazosos desmentidos. Creo que se sentirá satisfecho con lo que van a decir mañana los periódicos. Y quizá no fuese mala idea suscitar otra interpelación en la Cámara.

Sin decir palabra, Bond miró a M, el cual le dio dos tranquilizadoras palmadas en el brazo antes de retirar la mano.

—Supongo que, en vista de ese arañazo, querrá una baja por enfermedad —dijo en tono ausente.

Bond y Percy cruzaron una mirada.

—Si no ha de causarle trastornos al Servicio, señor…

—¿Qué tal un mes? Dejemos que se acalle este alboroto. No podemos permitir que todo el departamento salga a la luz pública en aras de su honor, cero cero siete.

Cindy intervino entonces por primera vez:

—¿Qué ha sido de Dazzle? ¿De la señora St. John-Finnes?

Tanner respondió que habían perdido el rastro de la dama en cuestión. Se había esfumado, al igual que Rahani, del cual no quedaba más huella que el paracaídas recogido por una lancha en el lado francés del Léman.

—Lástima. Con lo que me hubiese gustado verme a solas con ese malnacido… —se lamentó la deliciosa Cindy Chalmer, que podía resultar mortífera cuando se excitaba.

Percy le dirigió una sonrisa maligna.

—Tú, Cindy, tienes que volver directamente a Langley. Ordenes recibidas esta mañana.

La mulata hizo un mohín. Bond trató de evitar su mirada.

—¿Y qué hay del profesor Amadeus? —quiso saber.

—Oh, nos estamos ocupando de él —repuso Bill Tanner con cierta vehemencia—. En el Servicio no falta sitio para buenos técnicos en ordenadores. De todas formas, el profesor Amadeus dio prueba de ser un joven valeroso.

—Olvidaba una cosa —masculló M—. Aunque el jefe de personal no estaba al tanto de esto, al revisar los archivos después de habernos alertado James a propósito de Rahani, descubrimos cierta interesante información. ¿Recuerda usted, cero cero siete, que veníamos vigilando a ese sujeto desde hace algún tiempo?

Bond asintió, y M extrajo de la carpeta que tenía en las rodillas una foto en blanco y negro, mate.

—¿Es o no es interesante?

La instantánea mostraba a Tamil Rahani abrazado a Dazzle St. John-Finnes.

—Por lo visto tenían planes para el porvenir.

Al interesarse Bond por Erewhon, le respondieron que los israelíes habían localizado su emplazamiento.

—No había nadie. Ni un alma. De todas formas, lo tienen vigilado. Yo dudo que Rahani se deje ver por allí. Pero es probable que reaparezca en alguna otra parte.

—Sí —dijo Bond con voz átona—. Así es, señor. Yo también creo que todavía recibiremos noticias de él. Bien mirado, se ufanaba de ser el heredero de los Blofeld.

—Lo cual me hace pensar —replicó M meditativo— que quizá debería usted aplazar lo de esa baja, cero cero siete. Podría ser importante seguir de cerca…

—Bond necesita descanso, señor. Siquiera por unos días —intervino Percy, dirigiéndose a M en tono casi de mandato.

El jefe del Servicio, poco acostumbrado a esa clase de tratamiento, contempló a la juncal rubia ceniza con expresión de estupor.

—Bien; de acuerdo. Si lo plantea usted en esos términos, supongo que sí…, que no hay nada que decir.

20. El fin de la aventura

Primero se dirigieron en avión a Roma, donde pasaron una semana en la Villa Medici. Era la primera visita de Percy a la Ciudad Eterna, y Bond encontró placer en mostrársela en la medida que lo permitían siete cortas jornadas.

De Roma se trasladaron a Grecia, donde emprendieron un crucero por las islas del Egeo, con una primera escala en Naxos, donde permanecieron dos noches. En Rodas limitaron a una sola noche su estancia, a causa de las hordas de turistas, y a partir de ahí invirtieron el rumbo, deteniéndose un día en un lugar y un par de ellos en otro.

En una semana posterior visitaron el mar Jónico, en cuyas orillas consiguieron encontrar algunas playas y tabernas apartadas de las rutas turísticas.

Fueron días dedicados a evocar lejanas voces del pasado. Bond y Percy intercambiaron recuerdos, largos relatos de juventud y confesiones, y se entregaron en cuerpo y alma el uno al otro. El mundo volvía a ser joven para ellos, y el tiempo se detuvo a su alrededor como sólo puede hacerlo en medio del oscuro misterio de las islas griegas.

Comían langosta recién pescada y saciaban su sed con
retsina
. Algunas veladas concluían con danzas interpretadas, a brazos desplegados, golpeándose las pantorrillas, por los camareros de algún mesón de carretera en patios emparrados. Descubrieron, al igual que tantas otras parejas antes que ellos, que los taberneros de las islas reconocen los indicios del amor y se encariñan con los enamorados.

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