Morir a los 27 (17 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

—En este momento no sé si estoy en pareja, Tania —le aclaró Perdomo.

—Si no lo sabes tú, ¿quién lo sabe entonces?

—Probablemente, sólo lo sepa ella, que me mandó a la mierda el otro día después de decirle yo que había invadido mi espacio. Lo cierto es que no sé si sólo hemos discutido o hemos roto definitivamente.

—¿No la has llamado para preguntárselo?

—Sí, y no me coge el teléfono. Y así llevamos meses.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo una relación guadianesca con mi chica, una trombonista en la Orquesta Nacional.

—¿Cómo se llama? —preguntó la forense, cuya curiosidad aumentaba por momentos.

—Elena.

—¡Hmmm!

—¿Hmmm, qué?

—No me gusta.

—¡Si no la conoces!

—Me refiero al nombre, Elena —aclaró Tania—. La guerra de Troya empezó por una Elena, es nombre de mujer conflictiva.

—Y también de mujer hermosa —le recordó Perdomo.

Escuchó cómo Tania reía al otro lado del teléfono antes de que ésta preguntase:

—¿Ah, sí? ¿Es guapa? ¿Más que yo?

—Dejemos el tema —dijo el inspector. Se ponía nervioso cada vez que Tania empezaba a coquetear con él tan descaradamente.

—Dime al menos qué es eso de relación guadianesca. Estoy muy adaptada al castellano que se habla aquí, pero reconozco que hay
palabros
que se me escapan.

—«Guadianesco» quiere decir que viene y va, que aparece y desaparece, como el río Guadiana.

—Ah, yo las llamo «relaciones yo-yo». Como la que tenían los Burton, ¿no?

—Sí, claro, aunque desde entonces ha habido unas cuantas más —le recordó Perdomo, extrañado de que Tania hubiera citado un ejemplo tan antiguo—. Tommy Lee y Pamela Anderson, Ben Affleck y Jennifer López, Orlando Bloom y Kate Bosworth, Leonardo DiCaprio y Giselle Bundchen…

—¡Qué informado estás! —exclamó Tania—. ¡Ni que leyeras la prensa del corazón!

—Un inspector de homicidios tiene que saber de todo —dijo Perdomo, dándose importancia.

—Pero ¿y todo esto qué tiene que ver con el hecho de que no podamos tomarnos ni un café? —objetó la mujer.

Perdomo suspiró. Había luchado por no abordar el tema, y menos aún por teléfono, pero sentía que le debía una explicación a su antigua novia y se lanzó a la piscina.

—Me robaste, Tania. Eso es lo que pasa.

Perdomo había sacado por fin a colación el episodio que había puesto término a la relación entre ambos. Una amiga de la infancia de Tania, llamada Yasmina, que estudiaba en la Escuela Latinoamericana de Medicina, le había pedido ayuda económica para poder abandonar Cuba. A Tania, que por entonces era una recién llegada a España y no tenía los medios para socorrerla, no se le ocurrió otra cosa que sustraer dinero de la cartera de Perdomo por un importe equivalente a seiscientos dólares, que era la cantidad que necesitaba su amiga. Cuando el inspector se dio cuenta del hurto, ni siquiera intentó recuperar su dinero, pero no volvió a dirigirle la palabra a Tania, ni quiso volver a verla.

—Te devolví hasta el último céntimo, Raúl —recordó la forense—. Se lo hice llegar a Villanueva, dado que tú te negaste a saber nada más de mí. ¿Es que no te lo entregó?

—Sí, estáte tranquila —refunfuñó Perdomo—. Me lo entregó.

—¿Y no te explicó también que, con tu generoso donativo, mi amiga no sólo fue capaz de salir de La Habana sino que además lo hizo de forma segura y no en esas balsas espeluznantes que tantas vidas se cobran al año en mi país?

Perdomo se había enojado tanto en su día por el hecho de que Tania le sustrajera dinero sin permiso que ni siquiera quiso averiguar qué uso le había dado la forense.

—¿El dinero, mi dinero, era para ayudar a una amiga? —preguntó sorprendido—. ¿Y por qué no me lo pediste, en vez de quitármelo de la cartera?

—Porque no me podía permitir que me dijeras que no —dijo Tania con franqueza.

Su respuesta indignó a Perdomo.

—¿Ah, no? —exclamó—. Me pregunto si esa filosofía la aplicas en todas las facetas de tu vida, ¿sabes? Si el hombre del que te separaste te hubiera dicho que no quería tener hijos ¿qué hubieras hecho? ¿Quedarte encinta de todas maneras? ¿Contra su voluntad?

—¿Qué carajo tendrá que ver mi hija con lo que estamos hablando? —protestó la mujer—. ¡Estás mezclando churras con merinas, Raúl!

—¿Y tú crees —preguntó Perdomo, cada vez más irritado— que si en su día me hubieras contado todo esto, yo no te hubiera ayudado?

Tania se sintió incómoda y prefirió permanecer en silencio.

—¿Sigues ahí? —anunció Perdomo.

—Sí, pero creo que voy a colgar —respondió la forense con voz dolida—. A veces tienes la virtud de hacerme sentir la hez de la tierra. ¿Cómo es posible que aún estés enojado por algo que ocurrió hace diez años?

—No estoy enojado, Tania. Es sólo que hasta que no entiendo las cosas, soy como Humphrey Bogart en
Casablanca
.

—¿De qué hablas? —preguntó la mujer.

—¿No te acuerdas de
Casablanca
? Bogart se tira años sin saber por qué Bergman le abandonó en París y eso lo tiene completamente mortificado. Hasta que ella no se lo explica, en su reencuentro marroquí, él ni siquiera es capaz de escuchar
El tiempo pasará
, la canción que los unía. A mí me acaba de ocurrir algo parecido.

A Tania le gustó el símil cinematográfico. Luego preguntó:

—¿Nosotros tuvimos alguna vez una canción?

—Por supuesto —dijo él enseguida—.
With a little help from my friends
, en la versión de Joe Cocker.

Perdomo empezó a ponerse nervioso, al sentir que lo inundaba un torrente de deseo sexual hacia Tania. De todas las relaciones que había tenido en su vida, la más satisfactoria —desde el punto de vista estrictamente carnal— había sido con ella. La forense poseía todos los recursos y la imaginación de una jinetera cubana, pero era además extraordinariamente generosa y delicada después de hacer el amor.

—Te llamaré para ese café —prometió él al fin, intentando mantener la máxima asepsia en la voz.

Perdomo no quería utilizar a la mujer, pero estaba convencido de que si había un
capítulo dos
con la forense y Elena se enteraba, la contraofensiva de la trombonista iba a ser digna del general Patton.

22

Break on through to the other side (reprise)

París, nueve meses antes

—¿Se encuentra mal el caballero? —preguntó el maitre del restaurante al observar que Winston se había quedado completamente pálido y sin poder terminar su postre.

El líder de The Walrus le hizo un gesto con la mano, como para pedirle que se alejara y le permitiera respirar, y a continuación se levantó tambaleante de la silla para ir a sentarse junto a su mujer, que tenía un asiento más cómodo, tipo sofá, al otro lado de la mesa. Una vez allí, reclinó hacia atrás la cabeza, cerró los ojos y comenzó a respirar despacio y muy profundamente, esperando a que se le pasara el sobresalto.

—John —le dijo su mujer con gesto grave—, no es Jim Morrison el que aparece en la foto del Pére-Lachaise, eres tú. Lo acabo de comprobar.

Anita intentó que su marido le echase un nuevo vistazo a la pantalla de la cámara, pero éste volvió la cabeza hacia otro lado, como un niño rechazando un plato que no le gusta. Ella suspiró de impotencia: nunca le había visto tan asustado. Cuando John se obcecaba en algo, era imposible hacerle desistir de sus obsesiones. Esto suponía una ventaja cuando le daba la vena creativa, ya que le hacía perseguir sus ideas musicales hasta el final, pero se convertía en un verdadero fastidio cuando algún pensamiento paranoide se alojaba en su cabeza. En vez de tratar de hacerle entrar en razón, la mujer intentó la vía del humor.

—De acuerdo, John, a ti no se te puede engañar. El de la foto es Jim Morrison. Como sé lo mucho que le admiras, le telefoneé para que viniera a felicitarte en tu vigésimo séptimo cumpleaños. Lo que nunca me imaginé es que se pondría delante de ti en el momento de hacernos la instantánea.

El músico la miró muy serio. La vena de su sien derecha se le hinchó, hasta el punto de que parecía a punto de estallar. Y lo hizo, sólo que en vez de ser una explosión de ira, fue de risa.

—¿Soy un gilipollas, no? —preguntó carcajeándose, con los ojos anegados en lágrimas—. Vamos, dímelo a las claras, me lo tengo merecido.

—No eres un gilipollas, John, eres un ser humano —le respondió su mujer, muy seria—. ¡Hoy es un día especialísimo en tu vida, la prensa te ha estado machacando con el Club 27 desde hace meses! Es normal que estés alterado. Por si fuera poco, venimos de una visita muy emotiva al cementerio de Pére-Lachaise (tanto, que incluso te ha inspirado una canción) y luego hemos tenido esa conversación tan
freaky
con la relaciones públicas del hotel, que a mí personalmente me ha parecido una majadera. ¡Es tan evidente que la foto es un montaje!

Al salir del restaurante, John, que no se había separado ni un solo minuto de Anita desde que llegaron a París, sorprendió a su mujer con una propuesta.

—Se me han acabado las púas para la guitarra —dijo—. Voy a acercarme a Total Music a comprar unas cuantas y a echar un vistazo a la tienda. Dicen que es una de las más grandes de Europa. ¿Podrás vivir sin mí durante un par de horas?

—Si es sólo para comprar púas, puedes enviar a alguien del hotel —sugirió su mujer—. Nos están cobrando un dineral por noche, ¿no? Que se lo ganen.

—Necesito pasear —dijo John en un tono que no admitía réplica—. Tú espérame en el hotel o trata de visitar alguna exposición. Te llamo en cuanto haya terminado.

Anita se quedó mirando fijamente a su marido, como tratando de adivinar lo que de verdad pasaba por su cabeza.

—No irás a encontrarte con ninguna de tus ex novias parisinas, ¿verdad?

—¿De qué hablas? —respondió Winston, con una inocencia afectada.

—Una vez me contaste algo de una tal Chou-Chou. Prométeme que no vas a llamarla, ni te irás derecho a verla en cuanto yo desaparezca por esa esquina.

Winston cogió las manos de su esposa entre las suyas y las besó.

—¿Por quién me has tomado? Hace años que le perdí la pista a esa putita —dijo John, sonriendo.

—En ese caso —replicó la mujer— no hay razón por la que no pueda ir contigo.

—No.

—¡Aja! ¿Por qué?

—Porque ahora suena a control policial. Si no tienes la suficiente confianza en mí como para dejarme solo en París durante dos horas, es mejor que nos replanteemos toda nuestra relación de pareja.

—¿No intentarás nada? ¿Ni Chou-Chous, ni Miou-Mious?


Rien de rien, mon amour
.

—¿Y tampoco Amélies?

—Te lo juro. Sólo música.

—Te creo. Pero vete preparando, porque te espera una noche movidita,
mon petit John-John
.

Por el tono en que lo dijo, cualquier hombre hubiera pensado que Anita estaba hablando de sexo. Winston también lo entendió en ese sentido y le hizo un gesto picaro a su mujer, pero ésta le sacó inmediatamente de su error.

—No es esa clase de movimiento, mi amor. Ya te lo explicaré cuando vuelvas al hotel.

23

Break on through to the other side
(new stereo mix)

Tras despedir a su esposa con un beso digno del fotógrafo Roben Doisneau, Winston extrajo su iPhone y en menos de un minuto averiguó dónde se encontraba la librería inglesa más importante de París. Veinte minutos y una carrera de taxi más tarde, se hallaba frente a los jardines de las Tullerías, en la mítica rué de Rivoli. Galignani estaba en el número 224 y una inscripción en piedra situada a la entrada, bajo los soportales, se encargaba de recordar a los visitantes que aquélla era la librería en lengua inglesa más antigua del continente europeo. Al entrar en el establecimiento (llevaba en su sede actual desde 1856) Winston notó que allí los libros eran más que una simple mercancía y eran tratados con una mezcla de devoción y respeto. Las estanterías eran de una madera oscura, que John no supo identificar, y la luz artificial se mezclaba con la diurna, gracias a unos generosos tragaluces que decoraban el techo de aquel venerable establecimiento. La especialidad de Galignani parecían ser los libros de arte, por lo que la primera suposición de John fue que allí no iba a encontrar lo que andaba buscando. Sin embargo, tras deambular un rato largo por la librería, que era inmensa y en la que con mucho gusto hubiera plantado una tienda de campaña para poder quedarse todo el fin de semana, halló por fin lo que quería. La sección de parapsicología y espiritismo —colocada entre filosofía y ciencias sociales— no ocupaba más de tres baldas, pero dos de los libros que halló en ellas le interesaron sobremanera. El primero se titulaba
Ghosts caught on film (Fantasmas capturados en película)
y era un concienzudo estudio sobre las apariciones paranormales, documentadas a través de fotografías. John estaba aún muy confundido respecto a lo acontecido por la mañana en el Pére-Lachaise. Su lado más racional —el que le servía para editarse a sí mismo, una vez que el armazón principal de una canción estaba compuesto— le decía que Anita tenía razón y que la misteriosa luz del cementerio parisino le había llevado a confundir el rostro de Morrison con el suyo propio. Pero su hemisferio derecho, aquel que le proporcionaba el primer impulso para sus creaciones y que parecía estar en contacto directo con su subconsciente, no hacía más que decirle que aquello no era ningún efecto óptico, y que, de algún modo, el fantasma de Jim Morrison se había colado en su fotografía. Pero ¿de qué manera?, ¿y para decirle qué? «¿Tal vez ya estás muerto, John, y no lo sabes?», bromeó consigo mismo, al recordar la famosa película del niño que veía espectros que no estaban en paz con ellos mismos.

El segundo libro que decidió comprar nada más ver su portada se titulaba simplemente
27
y sólo en la introducción, ya constaban datos que le helaron la sangre en las venas. Tres de los músicos que habían fallecido a los veintisiete años tenían nombres que empezaban por J, como el suyo: Jim Morrison, Janis Joplin y Jimi Hendrix, y las letras de sus nombres sumaban once. Winston nunca se había parado a pensar cuántas letras había en John Winston, pero descubrió, con profundo malestar, que también eran once. Cerró el libro, para no seguir sugestionándose, pero un nuevo escalofrío volvió a sacudirle. Fue en el momento en que tuvo la convicción de que estaba siendo observado por alguien situado a su espalda. No fue un presentimiento, sino una certeza, ya que podía notar, como una sensación táctil, los ojos de esa presencia clavados en su nuca. Se giró de golpe y respiró aliviado. Tres adolescentes —aún con uniforme de colegio— le habían tomado por el actor al que tanto se parecía y estaban echando a suertes cuál de ellas se acercaría a pedirle un autógrafo. John decidió tomárselo con humor y en vez de aclararles que él era sólo el líder de una banda musical a la que el éxito se negaba a sonreír, les hizo un gesto para que se acercaran, lo que provocó un pandemonio en el local. En menos de un minuto, todos los clientes de la librería (que estaba abarrotada) se persuadieron de que sí había un famoso en el establecimiento y aunque muchos no sabían ni siquiera quién era el personaje en cuestión, se dispusieron también a hacer cola, con tal de obtener la ansiada firma. John se dio cuenta de que su inocente broma a las colegialas se le había ido de las manos, así que se dirigió a toda prisa a la caja, que afortunadamente estaba vacía —la mayoría de los clientes estaban más interesados en obtener su autógrafo que en comprar—, abonó los dos libros y salió por fin a respirar el aire fresco de las Tullerías. Estuvo a punto de sentarse a hojear sus dos nuevas adquisiciones en el café Renard, pero tuvo miedo de que volvieran a confundirle con el actor de moda, que parecía tener un público abundantísimo en Francia, y desechó la idea. Tras desembocar en la plaza de la Concordia tomó un taxi y le dio al conductor la dirección del hotel.

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