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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (21 page)

—¿Tiene usted alguna idea de quién o por qué le han asesinado? —preguntó Villanueva, incapaz de esperar a que Bruce terminara su visita al museo para empezar el interrogatorio.

El bajista pareció no haber escuchado la pregunta, porque en lugar de contestar, señaló hacia la parte izquierda del cuadro.

—¿Sabe qué es ese instrumento? —Villanueva hizo un gesto negativo con la cabeza—. Lo podemos considerar el bajo eléctrico del siglo XVI, la viola da gamba. Se tocaba con arco, ¿lo ve? —Su dedo estuvo a punto de entrar en contacto con el lienzo—. Yo a veces, en los conciertos, también toco el bajo con arco. Ya sabe, como hacía Jimmy Page con la guitarra.

Al ver que Bruce estaba absorto en la pintura, el subinspector se ofreció a esperarle en la cafetería, pero el músico le rogó que se quedara.

—Me gustan los detectives —dijo—. ¿Será porque fue un escocés como yo el que creó al más grande de todos ellos? Me refiero a Sherlock Holmes, naturalmente. —Hizo un gesto con la mano, como para indicar que la visita proseguía—. John me dijo que no podíamos perdernos el Tiziano,
Venus recreándose en el amor y la música
—añadió.

Luego adoptó un semblante grave y respondió a la pregunta de Villanueva, sobre la que parecía haber estado reflexionando durante todo el tiempo.

—En 1924 —comenzó Bruce— le preguntaron al gran escalador inglés George Mallory por qué quería escalar el Everest. «Porque está ahí», respondió. Creo que con John ha ocurrido lo mismo. Se lo han cargado porque sí, porque estaba ahí. No tenía escolta y cualquier pirado con ganas de asociar para siempre su nombre al de él pudo hacerlo.

—Ha oído las noticias, ¿no? —preguntó Villanueva, pensando que el otro se refería a Chapman.

—No. ¿Qué ha ocurrido?

—Mark David Chapman ha reivindicado el asesinato. Asegura que se desdobló astralmente desde la prisión de Attica para matar a Winston.

Bruce se quedó mirando muy serio al subinspector y luego prorrumpió en una carcajada atronadora y desagradable, como de borracho pendenciero de taberna escocesa.

—Si quiere que le sea sincero, yo tampoco le he concedido mucho crédito —tuvo que admitir el subinspector.

—¡Le juro que no había escuchado las noticias! Pero lo que me ha contado es tan absurdo —apostilló el bajista— que merecería ser cierto, ¿no cree?

Por la megafonía del museo se escuchó el aviso de que quedaban tan sólo diez minutos para el cierre.

—Apurémonos, o no nos dejarán ver el Tiziano —dijo Bruce que, a pesar de contar con un plano, se extravió un par de veces antes de dar con la sala en la que estaba el cuadro. El óleo representaba a la diosa Venus recostada sobre un diván, mientras escuchaba tocar a un organista. El músico sonrió complacido ante la pintura.

—Ahora que veo al organista —dijo Villanueva—, quisiera que me facilitara los teléfonos móviles de sus otros dos compañeros, pues también necesitamos hablar con ellos. ¿Tiene alguna idea de dónde pueden estar?

—A Tusks lo encontrará en cualquiera de los restaurantes del Madrid de los Austrias donde den bien de comer y de beber. Siempre que viene a Madrid, se mete en un asador y no sale hasta que no se marcha de la ciudad. De Charlie no sé nada, después de lo de anoche.

—¿Qué hizo exactamente y por qué?

—Voló el váter de la habitación con una de sus bombas caseras. Suele utilizar una botella de Coca-Cola de dos litros a la que añade luego hielo seco o cloro para crear vapor. Hizo tanto mido que parecía que se había hundido el edificio.

Villanueva sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.

—No entiendo qué puede… bueno, sí lo entiendo —se corrigió, acompañando sus palabras con el gesto de empinar el codo.

—No, Charlie le da a todo, pero no es un alcohólico —aclaró el bajista—. Simplemente es que está loco, como Moon the Loon.

—¿Moon the Loon? ¿Se refiere al batería de los Who?

—Exacto, Keith Moon —dijo el otro, un tanto sorprendido de que un policía español conociera al músico—. No sé si es porque se llamaban igual, pero Keith siempre ha sido su ídolo, desde pequeño. Charlie comenzó a imitarle en todo desde la adolescencia, empezando por sus exhibiciones pirotécnicas. Para la banda es una jodienda, porque ya tenemos vetado el acceso en varias cadenas hoteleras importantes. Por eso no estábamos en el Ritz, con John.

Un vigilante del museo se acercó a ellos para indicarles que iban a cerrar. Villanueva le mostró la placa y el pobre hombre, sobresaltado, hizo un remedo de saludo militar que resultó más cómico que patético.

—Si Moon está loco y usted mismo ha dicho que el asesinato pudo ser obra de un pirado…

—¿Charlie asesinar a John? Imposible, sentían auténtica devoción el uno por el otro. John era el creador de los temas, pero Charlie los mejoraba, ¿sabe?

—¿En qué sentido?

—Si John venía con un tema lento, Charlie le hacía ver que la canción sonaría mejor tocada más rápido, o viceversa. Otras veces, cambiaba el compás de las canciones, para dotarlas de mayor sofisticación.

—Entiendo —dijo el subinspector—. Pero si su trabajo era tan decisivo y él sentía que no estaba lo suficientemente reconocido…

La insistencia de Villanueva incomodó a Bruce, que saltó de inmediato en defensa de su colega.

—Si ha venido hasta aquí con la esperanza de verme esparcir basura sobre mis compañeros, está muy confundido. Es un completo disparate pensar que Charlie, Tusks o yo mismo tendríamos interés en acabar con John. Él era el alma de la banda, el compositor de los temas y el cantante. Sin John no hay The Walrus, y nosotros estamos ahora mismo, literalmente, sin empleo. ¡Con el esfuerzo que nos había costado obtener el éxito del que ahora empezábamos a disfrutar!

Villanueva le hizo un gesto con las manos, para que bajara la voz y se tranquilizase. Luego, dio por terminado el interrogatorio.

—Tenía usted razón —dijo—, el cuadro es una maravilla. Y en cuanto a la Venus… bueno, éste era el canon de belleza en aquella época, ¿no es cierto? Ahora una mujer así no sólo no encontraría a nadie que quisiera pintarla, sino que se sentiría en la obligación de ir al gimnasio cuatro veces por semana, para merecer la aprobación social. Venga, será mejor que demos por concluida la visita o los vigilantes nos echarán a los perros. Gracias por los teléfonos, señor Bruce.

29

The voices are back

Mientras tanto, en casa de Amanda, la periodista le explicaba a Perdomo cómo había obtenido la confesión de Chapman.

—La que me ha telefoneado era mi colega de la cadena de televisión ABC, Denise Cook, desde Nueva York —dijo muy excitada—. La entrevista a Chapman, que es grabada, la emitirán entera el domingo, pero ella ha conseguido el fragmento donde reivindica el asesinato de Winston. Dice que me la acaba de enviar a través de una cosa que se llama FTP a mi ordenador. ¿La vemos ahora o después de cenar?

—¿Estás de broma? —exclamó el policía estupefacto. Pero comprendió al instante que su anfitriona no hablaba en serio cuando la vio dirigirse como una flecha a su despacho, en busca de su ordenador.

Regresó tres segundos más tarde, con un portátil de última generación, en cuyo escritorio debía de haber más de medio centenar de iconos.

—¡Vaya caos! —exclamó el policía.

—Ya te dije que mi ordenador es en realidad la Moleskine, con éste me peleo un día sí y al otro también. —Abrió el programa de correo y tardó casi un minuto en encontrar el mensaje de su amiga.— ¡Aja, ya lo tengo! Pero ¿dónde está el archivo?

Perdomo comprendió que Amanda podría tardar una semana en hallar el vídeo de marras, e incluso llegar a borrarlo por error, de modo que le rogó que se hiciera a un lado y le dejara a él a los mandos del ordenador. El correo de Nueva York venía, en efecto, con un link que llevaba a una página de descargas rápidas donde la amiga periodista había subido el archivo. Pesaba más de cien megas, pero tardó apenas un minuto y medio en bajarlo del servidor donde estaba alojado. El inspector cliqueó dos veces sobre el vídeo y, mientras éste empezaba a abrirse (con la parsimonia que caracteriza todas las aplicaciones de Windows), Amanda dijo:

—Te veo hecho un auténtico
hacker
, Perdomillo. El policía rió para sus adentros. Él no era ningún genio de la informática, pero comparado con la reportera, debía de parecer el mismísimo Bill Gates.

—Ahí tenemos a la Walters —indicó la periodista en cuanto se vieron las primeras imágenes— y ése del polo rojo es el asesino de Lennon. ¿Quieres que te vaya traduciendo o te las apañas bien con el inglés?

Perdomo negó con la cabeza, al tiempo que le hacía el gesto de silencio con el dedo, ya que Chapman había empezado a decir algo en el vídeo. El asesino convicto y confeso de Lennon —cabeza completamente rasurada— llevaba unas gafas graduadas enormes que le daban un aspecto inquietante, a medio camino entre primero de la clase y personaje de comedia barata de televisión. Hablaba con voz mortecina, hasta el punto de que parecía sedado, y de vez en cuando se humedecía los labios lentamente, con una lengua espesa y viscosa, como de sapo gigantesco.

—Si el papa Juan Pablo II me perdonó en su día —comenzó a decir Chapman— y yo ya he cumplido de sobra los veinte años a los que fui condenado por mi horrible crimen, ¿por qué debo seguir pudriéndome en la cárcel? ¿Qué pretenden conseguir, al mantenerme encerrado de por vida en este correccional? La Constitución de nuestro país lo dice muy claro, en la Octava Enmienda: el gobierno federal no podrá imponer penas crueles ni inhumanas. ¡El propósito de la prisión no es únicamente el castigo, también es la rehabilitación! ¡Y yo llevo ya treinta años en esta pocilga!

—Mark —dijo Walters, en ese tono sentimentaloide que tanto le criticaban sus detractores—, ¿has pensado dirigirte al nuevo Papa para que interceda por ti?

—¿De qué serviría? —respondió Chapman con voz lastimera—. La decisión de mantenerme aquí hasta que muera ya está tomada. He perdido toda esperanza. Pero esta crueldad, este ensañamiento que están demostrando hacia mi persona, se les va a volver en contra.

—¿En qué sentido, Mark?

Chapman hizo una pausa melodramática, interminable. Cinco segundos de silencio, en televisión, eran muchos segundos, y Walters estuvo a punto de no resistirlo y de hacerle otra pregunta.

—Las voces han vuelto —musitó por fin el asesino de Lennon, en un tono que a Perdomo y a Amanda les heló la sangre en las venas.

—¿Las voces? —dijo la periodista, también con un hilo de voz. ¿Estaba realmente asustada o sólo fingía estarlo, para darle mayor dramatismo a la entrevista?

—Las voces que hace treinta años me ordenaron acabar con la vida de Lennon —continuó Chapman—. Pensé que había conseguido acallarlas para siempre, pero han vuelto.

—¿Las estás oyendo en este momento? —preguntó la entrevistados—. Mark, ¿puedes oírlas?

—Sí, las oigo, las oigo ahora, las oigo a todas horas —dijo el preso—. La esperanza de lograr salir de aquí algún día las mantenía dormidas. Pero ahora que no hay esperanza, ya no soy capaz de pararlas.

—¿Qué te dicen esas voces, Mark? —preguntó Walters con voz temblorosa. Su olfato de veterana periodista le hacía presentir que estaba a punto de obtener una gran exclusiva.

Chapman sonrió de manera siniestra. Sólo le faltaba pedirle a la periodista que se pusiera de rodillas y le implorara que siguiera hablando.

—¿Qué te dicen esas voces, Mark? —repitió Walters en el tono suplicante que Chapman parecía estar exigiéndole.

—¡Me piden… que vuelva a matar!

Hubo un fundido a negro en ese momento, señal inequívoca de que la cadena de televisión había previsto insertar, en ese punto álgido de la entrevista, un bloque de publicidad. Por fortuna, los anuncios aún no estaban incluidos en el programa y el rostro ajado de Walters reapareció a los pocos segundos para realizar otra pregunta.

—¿Por qué, Mark? ¿Por qué quieren las voces que vuelvas a matar? ¿Y a quién quieren que mates?

—Las voces no quieren que yo muera en el olvido. Las voces quieren que vuelva a ser famoso. Por eso yo… el Instituto Monroe me ayuda, ¿sabe? Los viajes astrales…

—¿A quién vas a matar, Mark? ¿A quién, por Dios bendito? —bramó Walters, perdiendo la paciencia.

—Ya lo he matado —afirmó Chapman impertérrito—. Y con el mismo revólver con el que liquidé a Lennon. He matado a… John Winston.

30

This is my song

Una vez fuera del Museo del Prado, frente a la estatua de Velázquez, Villanueva telefoneó a Perdomo para informarle de que el primer interrogatorio había resultado infructuoso y seguidamente se puso en contacto con Sean Lord, más conocido por Tusks, el teclista de The Walrus, a quien citó en una conocida cafetería situada de la plaza de Oriente. Tal como había anticipado Bruce, el teclista había salido del hotel (para pasear por el Madrid de los Austrias) y reservado una mesa en un célebre restaurante de la zona, especializado en cocido madrileño. La vestimenta de Tusks resultó ser tan estrafalaria o más que la de Bruce, como si ambos músicos —tal vez a causa de la conmoción provocada por la muerte de su líder— no fueran ya capaces de distinguir cuándo estaban sobre el escenario y cuándo no. El teclista era un gigantón de ojos saltones, nariz aguileña y bigote vikingo que se había atrevido a salir a la calle con ropa de concierto. Iba ataviado con jubón, calzas y botas de media caña, lo que le daba aspecto de juglar medieval. Al caminar o cambiar de postura, hacía sonar unos cascabeles que llevaba colgados de un enorme cinturón de cuero, cuya hebilla era la inicial de su apodo, la letra T.

Cuando llegó Villanueva, el músico ya hacía unos minutos que estaba en la barra y había consumido al menos un litro de cerveza. Daba muestras de estar bastante achispado y al menos en un par de ocasiones no se recató en eructar, prácticamente en la cara del subinspector.

—No me creo que haya sido Chapman —dijo Tusks con su voz cavernosa y profunda, como de bajo ruso—. Para empezar está en el talego, ¿no? Y encima en Attica, que es una prisión de alta seguridad. Y todo ese rollo del desdoblamiento corporal… ¿por quién nos ha tomado? Se lo dice una persona que cree en platillos volantes y en percepción extrasensorias, pero lo del viaje astral ya es demasiado.

—Si lo hizo Chapman —le explicó Villanueva— debió de ser, como es lógico, con un cómplice en el exterior. ¿Le merece esa hipótesis alguna credibilidad?

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