Morir a los 27 (18 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Durante el trayecto, John empezó a hojear el libro sobre fotografías fantasmales. Encontró en él más de media docena de explicaciones del fenómeno, incluyendo, por supuesto, la más difundida de todas ellas: que se trataba de las almas de los muertos, intentando entrar en contacto con los vivos, para reclamar algo de éstos. Cerró los ojos y volvió a evocar la foto del Pére-Lachaise, que se le había quedado grabada en la memoria. John recordó que un segundo antes de que se disparase la cámara, él había gritado el título de una famosa canción de los Doors:
Break on through (to be other side) (Pásate al otro lado
). ¿Podría haber servido aquello como una especie de invocación del fantasma de Jim Morrison? ¿Era ésa la razón por la que su cara había aparecido junto a la de Anita en la fotografía? Trató de recordar la canción que había actuado a modo de conjuro con más detalle. ¿A qué «otro lado» se refería Morrison en su famoso tema? Hizo un esfuerzo de memoria y por fin le vino a la mente el pasaje clave de la canción, censurado durante años por la casa de discos de The Doors:

Everybody loves my baby

She gets high

She gets high

She gets high

She gets high.

La compañía discográfica había decidido que la frase «She gets high» (ella se coloca) era una alusión demasiado directa a las drogas y el
high
final fue sustituido, hasta el año 90, por una especie de gruñido o lamento de Morrison. El otro lado al que invitaba a pasar Jim no era por tanto el más allá, sino la realidad psicodélica que sólo se puede experimentar a través de las drogas. Pero Winston era demasiado inteligente para no darse cuenta de que los dos lados —la muerte y las drogas— estaban conectados entre sí, como dos negras bocas de un largo y siniestro túnel: había sido el abuso de estupefacientes lo que había arrastrado a Morrison —y al resto de los miembros del Club 27— hasta el otro mundo.

Al llegar al hotel, John dejó los libros en recepción, porque no tenía dónde ocultarlos y no deseaba que su mujer empezara a hacerle preguntas sobre ellos. Ya los recogería más tarde, cuando ella estuviera durmiendo o saliera sola de compras.

Anita le estaba esperando en la habitación con una adquisición muy singular, comprada aquella misma tarde. Eran unos patines
defitness
, con cuatro ruedas en línea.

—Feliz cumpleaños, mi amor —le dijo su mujer.

—Muy bonitos —respondió John, fingiendo que su regalo le encantaba—. Pero te has olvidado de un pequeño detalle, y es que no sé patinar.

—No sabes porque nunca has tenido patines. Pero hoy, que es un día tan especial, quiero que conozcas un París también muy especial. Esta noche, la de tu veintisiete cumpleaños, tú y yo vamos a vivir la ciudad de otro modo, participando en la Noche de los Patinadores.

John procuró dominarse, como siempre que su mujer hacía planes para los dos sin consultarle, pero Anita se dio cuenta al momento de que su propuesta no había sido bien recibida.

—¿Qué te pasa? —dijo la mujer—. ¿Estás de mal humor?

—No. ¿Por qué?

—Vamos, John, conozco tus caras. ¿No te apetece el plan? —Ni siquiera sé de qué se trata. ¿Qué me estás proponiendo en realidad?

—Todos los viernes —comenzó a explicarle ella—, a las diez de la noche, una asociación de patinadores que se llama Parí Roller organiza un recorrido por París que empieza y acaba en Montparnasse.

—¿Los viernes? Pero hoy es domingo —objetó John.

—Hemos tenido suerte, el viernes llovió y lo han movido a hoy porque con el suelo mojado es demasiado peligroso. Participan cerca de veinte mil personas y dura alrededor de tres horas. El recorrido lo cambian todas las semanas, para que no se haga monótono, y es otra forma de ver la ciudad.

—¿Y tú pretendes que, después del tute que nos hemos dado hoy por París, ahora estemos tres horas dando vueltas en patines, de noche, por una ciudad que no conocemos? —objetó su marido.

—Tranquilo, hombre, está organizadísimo.

Anita fue en busca de su ordenador portátil, con el que había estado documentándose sobre el acto, y le mostró a su marido la página de Pari Roller y varios vídeos que había colgados en ella.

—¿Lo ves? —dijo—. Hay motoristas de la policía abriendo paso a los participantes, hay agentes en patines acompañando a los aficionados, hay ambulancias; y están también los propios voluntarios de la organización, que ayudan a los rezagados y a los accidentados. ¿Qué me dices?

—Si te hace feliz…

—¿Si me hace feliz? Esto lo he montado para ti, John, no para mí. ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? No tienes buena cara.

—Hacía mucho frío esta mañana en el Pére-Lachaise, y como tuve que prestarte mi cazadora, tal vez cogiera frío y tenga ahora unas décimas de fiebre.

—John, mírame —le dijo Anita, nada convencida—. Júrame que no has tomado nada.

—Tranquila, mujer, estoy de vacaciones. Sabes que sólo necesito alguna ayudita cuando estoy componiendo.

Winston la cogió de las manos y con el tono más amoroso que era capaz de adoptar le dijo a su mujer:

—Tú has patinado desde niña, comprendo que te apetezca el plan. Hemos estado todo el día juntos y yo al menos, doy por suficientemente festejado mi veintisiete cumpleaños. Ve a darte tu paseo nocturno por París y, cuando vuelvas, te prometo que te estaré esperando despierto, para que me cuentes tu aventura de principio a fin.

24

Happy Birthday (mono versión)

John ha decidido que está obligado moralmente a acompañar a Anita en su salida nocturna, a pesar de lo mucho que le apetece quedarse a solas en la habitación.

Él y su mujer acaban de llegar a la plaza Raoul Dautry, la explanada situada entre la torre Montparnasse y la estación del mismo nombre, de donde sale la gigantesca comitiva. Tras observar sus torpes movimientos sobre el asfalto, un miembro del servicio de orden de Pari Roller, ataviado con camiseta amarilla, le hace saber a John que no va a poder acompañar a su mujer en aquella aventura, debido a sus lamentables dotes como patinador. John se quita las gafas de sol y la gorra de béisbol que lleva para pasar inadvertido, con la esperanza de que al reconocerle, el tipo decida hacer la vista gorda. Resulta inútil. Aquel individuo le ignora olímpicamente. John decide entonces dejar de dar vueltas de calentamiento por la plaza y se sienta en un banco para quitarse los patines. Lleva sólo cinco minutos con ellos puestos y ya se ha caído dos veces. Tiene las manos llenas de arañazos y una contusión en la rodilla, que sangra a través del pantalón vaquero.

John siente que aquella situación es irreal. Parece como si el principal interesado en patinar fuera él y no Anita.

—He decidido acompañarte —le aclara a su esposa— sólo I para asegurarme de que no ibas a acabar en las garras del Violador de los Patines. Pero veo que hay aquí más gente que en una manifestación del Primero de Mayo y que el servicio de orden está muy pendiente de los participantes, así que vamos a hacer una cosa, dado que me impiden ir contigo. ¿Ves aquella
brasserie
de allí? Mientras tú te das tu paseo por París, yo me voy a tomar algo y me buscas cuando hayas terminado.

John nota cómo Anita le mira embelesada. A las mujeres les encanta que los hombres las esperen y el detalle que ha tenido con ella esta noche será recordado durante semanas. El ve cómo ella se aleja patinando y se suma a un grupo de sudamericanos, que la acogen como si fuera una más de la pandilla. Anita siempre ha tenido una facilidad asombrosa para hacer amigos.

La salida de los miles de patinadores que se han dado cita en Montparnasse provoca una especie de efecto de succión en la plaza Raoul Daütry, que en un instante se queda desierta, como si hubieran hecho el vacío sobre ella con una gigantesca bomba de aspiración. Incluso la
brasserie
ha cerrado.

John mira a su alrededor en busca de un taxi para regresar al hotel, pero no ve ninguno. Tampoco hay autobuses, ni automóviles.

París parece ahora una ciudad desierta.

Empieza a caminar sin una dirección precisa, pues no hay nadie a quien preguntar en qué dirección queda el hotel.

—No corras, John —le dice de repente una voz, a su espalda.

No es una voz amiga. La frase ha sonado como una orden, no como una súplica.

John intenta darse la vuelta, pero su cuello está rígido, como almidonado, y no puede girarlo para saber quién le está hablando. Comienza a caminar más rápido, porque algo en su interior le dice que está en peligro, y aunque no desea correr, para no dar sensación de miedo, sus piernas cobran vida propia e inician un trotecillo que pronto deviene en carrera frenética.

Son varias las personas que se suman a su persecución. Lo sabe porque escucha varios pares de zancadas sobre el asfalto. Nota su presencia cada vez más cerca, hasta el punto de que en un par de ocasiones, esas personas —quienesquiera que sean— rozan su espalda con la punta de los dedos, en un intento de atraparle. John sabe que no puede dejarse arrastrar por el pánico, que tiene que mantener la cabeza fría. Y lo consigue hasta el punto de que, en un momento dado, es consciente de que está soñando.

«Es la típica pesadilla en que alguien te persigue. Todo cuanto tengo que hacer para librarme de ellos es despertarme», se dice.

—¡No corras, John! ¡Tenemos un regalo para ti! —vuelve a oír a sus espaldas.

Esa voz —la misma que le habló la primera vez— le hiela la sangre. Es falsamente amigable, como la de la bruja de Hansel y Gretel, y a John le recuerda a la de su mejor amigo del colegio. ¡Claro! La persona que le habla trata de hacerse pasar por un ser querido, para conseguir que él se detenga. Y de repente, John cae en la cuenta. ¡Hoy es su cumpleaños! ¡Por eso aquella gente le dice que no corra! Realmente tienen algo para él, y ese algo es su regalo. Es él el paranoico, nadie quiere hacerle daño. «John, tienes que dejar de correr», se dice a sí mismo.

Finalmente se detiene y logra darse la vuelta, para encararse con sus perseguidores. Son cinco, cuatro hombres y una mujer, pero no reconoce a ninguno de ellos.

—John —le dice el que le ha hablado todo el tiempo—. ¿De qué tenías miedo? Somos nosotros. Yo soy Jimi, y ellos son Kurt, Jim, Brian y Janis.

—Hola, John —dicen los cuatro al unísono, como si aquello fuera una reunión de alcohólicos anónimos.

«¡Imposible! ¡No son ellos! ¡Pero si este Hendrix ni siquiera es negro!», piensa John.

—Abre tu regalo —le dice Morrison, que le sonríe amigablemente, como si estuviera agradecido de que esa misma mañana él hubiera visitado su sepulcro.

Jim le tiende una urna, para que John la abra. Pero John no desea abrirla, algo le dice que no debe hacerlo.

Al verle titubear, Janis Joplin se mete una mano en el bolsillo del abrigo y saca la cámara de fotos de su mujer.

—Toma —le dice—, para que veas que no nos quedamos con nada que no nos pertenece. Somos de fiar, John. Abre la urna.

John se pregunta cómo demonios ha llegado a manos de Janis la cámara de su mujer, pero se limita a cogerla, sin hacer comentarios. Luego extiende de nuevo la mano, levanta la tapa de la urna que Morrison sostiene en sus brazos y mira en su interior.

Con gran alivio, comprueba que está vacía.

Entonces empieza a sentir un dolor insoportable en todo el cuerpo, un desgarro en la piel como el que produce el esparadrapo al despegarse, pero cien veces más intenso. Y se da cuenta de que su cuerpo está convirtiéndose en cenizas a toda velocidad y que ese dolor es el de su propia carne, al transformarse en polvo.

Sus cenizas se despegan de él y comienzan a llenar la urna que, en pocos segundos, se colma con su propio cuerpo.

—¡Feliz cumpleaños, John! —le gritan sus cinco camaradas músicos con una sonrisa beatífica en los labios—. ¡Bienvenido al Club 27!

John no se despierta de su pesadilla empapado en sudor, ni se incorpora bruscamente de la cama con un grito, como en las películas. Su despertar es mucho más gradual, y por eso resulta tan cruel que parece una prolongación de su mal sueño. Abre los ojos y ve que se ha quedado dormido en la cama del hotel, mientras esperaba que su mujer regresara de la Noche de los Patinadores. Aún no puede moverse, ni articular palabra, aunque su cuerpo se va desentumeciendo poco a poco. Oye ruidos en el cuarto de baño y escucha canturrear a Anita, que ha debido de regresar ya de su paseo y debe de estar desmaquillándose y lavando los dientes antes de meterse en la cama. «¿Por qué no puedo moverme, si ya estoy completamente despierto?», se pregunta mientras explora el lecho en que está postrado. El corazón le da un brinco cuando ve los libros que ha comprado esa tarde, en la librería de la rué Rivoli. «¡Maldición!». El recepcionista se los ha debido de entregar a su mujer y ahora Anita sabe que él le ha mentido y que sigue obsesionado por la foto del Pére-Lachaise.

La luz del cuarto de baño se apaga por fin y John ve, en la penumbra de la habitación, una silueta de mujer que se aproxima a él, envuelta en una gasa transparente. El contraluz es tan intenso que, por más esfuerzos que hace, John no consigue ver la cara de la sombra que se acerca. En una décima de segundo, por la forma en que ha movido la mano, o tal vez por un extraño movimiento que ha hecho con la cabeza, John sabe que aquello no es Anita.

—Te he traído un regalo, John —le dice la criatura. Pero la voz ni siquiera es femenina, es la misma voz que hablaba en su pesadilla, la que trataba de engañarle, remedando a su amigo del instituto.

John vuelve la vista hacia un lado de la cama y ve que junto a los libros hay otro objeto. Es su urna funeraria.

Unos minutos más tarde, Anita regresó de su paseo nocturno por París y encontró a John encerrado en el armario de la habitación, no supo si dormido o inconsciente. Había un silencio irreal en la alcoba, sólo roto por la señal intermitente de un teléfono descolgado, que reposaba sobre la mesilla de noche.

Anita sacudió la cabeza de John, para que éste volviera en sí, y cuando lo hizo vio en sus ojos el gesto aterrado de quien acaba de vivir una espantosa pesadilla.

—¿Quién te ha llamado, John? —le preguntó Anita, una y otra vez—. ¿QUIÉN TE HA LLAMADO?

25

Walking on the moon

Villanueva y Perdomo llegaron a la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario La Paz cinco minutos después de que hubiera comenzado el horario de visitas. Una de las enfermeras les informó de que varios familiares del agente Charley, que ya se encontraba consciente, acababan de pasar al interior. ¿Serían tan amables de esperar su turno, para no fatigar al paciente ni congestionar el lugar? Perdomo alzó la vista por encima del hombro de la enfermera y sus ojos se toparon con la sórdida cortina de láminas de plástico blancuzco que separaba la sala de espera del purgatorio de los pacientes, lo que le llevó a preguntarse con aprensión qué se encontraría al otro lado.

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