Read Morir a los 27 Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (38 page)

«De momento no tiene por qué enterarse», se dijo, tratando de silenciar la voz que le aconsejaba abortar el reencuentro con la forense. ¿Qué era lo que le tenía tan enganchado a la trombonista? El sexo con Elena era bueno, sí, pero no excepcional. Dejando a un lado el hecho de que ella era muy difícil de complacer en la cama —o como lo hubiera dicho un sexólogo, que tenía una curva de excitación muy lenta—, la conexión entre ambos era más bien de actitud ante la vida y de afinidad cultural. A Elena y a él solían gustarles las mismas películas, los mismos libros, las mismas canciones. ¡No! ¿Qué estaba diciendo? «No inventes, Perdomo, a Elena le encantó la última película de David Lynch, que a ti no te produjo ni frío ni calor, y se pasa la vida escuchando discos chill-out del Buddha Bar, que jamás te han interesado. Elena y yo estamos condenados a entendernos por una razón aún más poderosa, y es que detestamos las mismas cosas y a las mismas personas. Es el odio lo que nos une, y no hay nada más fuerte que el odio.» Perdomo sonrió al recordar una frase que le había dicho Elena una vez, nada más conocerse: «Cuando se odia, hay que hacerlo con la misma intensidad con que lo hace Madonna». La cantante estadounidense detestaba a Mariah Carey, hasta el punto de que había llegado a afirmar: «Si yo fuera Mariah Carey, me suicidaría».

Mientras aparcaba, y como homenaje a la mujer a la que sentía que estaba a punto de traicionar, Perdomo hizo una lista mental de las cosas que Elena y él más habían detestado al unísono, durante el último año en pareja. Con más calma, hubiera podido encontrar hasta un centenar, pero en la inmediatez del momento, le vinieron a la memoria no menos de diez:

1. El reggaeton.

2. El buenismo, es decir, esa actitud de la gente que opina que todo el mundo es bueno.

3. La progresiva robotización de las centralitas. ¡Ya era prácticamente imposible tener un diálogo por teléfono con un ser humano!

4. La gente que se pone a hablar en el AVE por el móvil, para hacer ostentación de lo indispensable que es en su trabajo.

5. Los automovilistas ansiosos, que te pegan el morro en carretera, cuando ven que no te pueden adelantar.

6. Los programas de televisión con gente encerrada en alguna casa, academia, etc.

7. Las parejas que se llaman entre sí «gordi», «churri», «chiqui», «cari» o «peque».

8. El laísmo, sobre todo en la expresión «La dije cuatro frescas», y el leísmo, sobre todo aplicado a los coches: «Le tengo aparcado enfrente del portal».

9. Los bancos que te aseguran que lo importante es la relación con el cliente y luego atan el bolígrafo de la ventanilla a una cadena, porque no se fían de ti.

10. Los tratamientos que prometen eliminar la grasa superflua en diez días y sin hacer ejercicio.

Perdomo entregó las llaves del vehículo al guardacoches y después de comprobar que llevaba bien abrochada la americana y que la camisa no se le había salido por fuera del pantalón, entró al restaurante.

Tania estaba sentada en la única mesa situada cerca de la ventana y vestía un traje de cóctel plateado, muy elegante, de cintura alta y tirantes muy finos. La forense sabía que tema los hombros bonitos y había decidido que, en aquella noche de reencuentro con Perdomo, había que sacarles todo el partido posible. Además del atuendo, que resultaba de lo más seductor, el segundo detalle que indicó al inspector que no tendría que esforzarse mucho para llevarse a Tania a la cama fue que ésta le recibió besándole en los labios. Todo hacía presagiar una noche romántica. Sin embargo, nada más sentarse a la mesa, la forense le espetó:

—Prefiero decírtelo cuanto antes, para que no te hagas ilusiones. ¿Estás preparado para que te dé la mala noticia de esta noche?

Perdomo pensó que se refería al sexo, así que el anuncio de Tania le hizo sonreír.

—Esta cena de reencuentro corre de mi cuenta —aseguró ella con gran determinación—. Dime que estás de acuerdo y que no voy a tener que forcejear durante media hora con el maitre al final de la cena, para que acepte mi tarjeta de crédito, en vez de la tuya.

—¿Y si me niego? —preguntó él, para provocarla.

—En ese caso —respondió muy decidida la forense—, me levanto y me voy.

—¿Por qué es tan importante para ti invitarme a cenar? —quiso saber el policía. Su tono de voz era cordial, lo que indicó a la mujer que acababa de ceder a sus pretensiones.

—Te he devuelto el principal del préstamo cubano, pero no los intereses —le aclaró—. Después de esta noche, estaremos realmente en paz.

Perdomo soltó una pequeña carcajada al escuchar a la forense expresándose en lenguaje bancario.

—¿Ése es el sentido de esta cena? ¿Acallar tu mala conciencia? —inquirió luego.

—Por supuesto, ¿qué pensabas? —dijo la otra muy seria—. ¿Que he montado esta cena para seducirte?

—Te dejo pagar, no tengas problema —le aseguró el inspector, cada vez más convencido de que, después de la cena, Tania le invitaría a tomar una copa en su casa—. Y es bueno que me lo hayas dicho antes de solicitar los platos, porque pienso pedir lo más caro.

—Pide lo que quieras, no me das ningún miedo —respondió la mujer, desafiante—. Sobre todo porque estoy convencida de que muy pronto empezaré a ganar más dinero que tú.

Les interrumpió el maitre, un hombrecillo pequeño y dicharachero, aunque, ciertamente, no muy agraciado. De hecho, su aspecto físico era tan inquietante que Tania comentó que había visto criaturas más feas, pero tan sólo en la trilogía de
El señor de los anillos
. Eso provocó, a su vez, que Perdomo recordara haber leído un estudio muy sesudo de la Universidad de Oxford, que sostenía que los hombres feos producían mayor cantidad de esperma que los apuestos. Según la encuesta, los hombres atractivos aguantan y reducen, de manera instintiva, la cantidad de esperma en cada encuentro, sabedores de que habrán de dosificarse ante el gran número de mujeres que les requieren. En cambio, los poco agraciados son conscientes de todo lo contrario. La teoría hizo que Tania estallara en carcajadas.

El maitre les recomendó entremeses a la catalana como entrante y arroz con gamba roja de Palamós de plato principal. A ambos les hubiera apetecido, tal vez más, probar la butifarra o el
bacallá al forn
, pero con tal de perder de vista lo antes posible a aquel Quasimodo con esmoquin, la pareja le dijo que sí a todo.

Una vez que el maitre se hubo alejado en dirección a la cocina, Perdomo se quedó observando a Tania en silencio, como si la estuviera diseccionando con la mirada, lo que provocó un ataque de timidez por parte de la forense.

—No me has dicho si estoy guapa o estoy fea —musitó la mujer, sin animarse a levantar la mirada.

—Eso es precisamente lo que iba a comentarte —respondió Perdomo—. Ahora que te veo ahí, con ese maravilloso vestido y esa sonrisa tan… bueno, ya sabes, tan tan, me estaba preguntando cómo es posible que hayas elegido ser forense.

—Me decepcionas, Raúl —Tania era quizá la única persona de su entorno cercano que le llamaba por el nombre de pila, en vez de por el apellido—; eso es un lugar común, un comentario que vengo oyendo desde que anuncié en mi casa que quería dedicarme a esto. «¡Con lo bonita que eres, pasarte el día entre cadáveres!», me repetían una y otra vez todos los amigos de mis padres. Y yo pregunto: ¿por qué la gente encuentra tan distinta la medicina forense de la clínica? Como si los médicos que vosotros llamáis normales no vivieran a diario experiencias tan supuestamente desagradables como las nuestras. Y digo supuestamente porque para mí no hay nada tan excitante como trabajar con los muertos. ¿Tú te imaginas lo que soporta a diario, por ejemplo, un proctólogo?

—Me has ido a citar un caso extremo —argüyó Perdomo—. La mayoría de los médicos no trabajan en medio de un hedor tan insoportable como el que despiden tus pacientes.

—¡No lo dirás por los podólogos! —replicó la mujer, antes de soltar una carcajada—. Durante el segundo curso de posgrado salí con uno que se tenía que poner Vick VapoRub bajo las fosas nasales para poder atender a su clientela.

Perdomo rió con la anécdota, que tenía todo el aspecto de ser inventada, y decidió sacar a colación el tema económico.

—¿Por qué has dicho antes que pronto ganarás más que yo? ¿Es que tienes una herencia a la vista?

—Si fuera así, ¿te molestaría? —preguntó Tania, haciéndose la misteriosa.

—En absoluto.

—No hay herencia que valga —reveló—. Te lo he dicho porque estoy haciendo un curso de tanatopraxia, impartido por el doctor Jean Monceau. ¿Has oído hablar de él?

—Por supuesto —repuso Perdomo—. Es el tanatopractor de las estrellas. Fue quien preparó los cuerpos de lady Di, de Nureyev, de Bette Davis, de Jacques Cousteau y de tantos otros, ¿no?

—El mismo. ¿Y tú, cómo estás tan puesto?

Perdomo dudó unos instantes, antes de confesarle su insólita adicción al
Hola
, pero ya iba por la segunda copa de vino y le costó reprimirse. Para su sorpresa, la forense no hizo el menor comentario al respecto.

—¿Piensas dejar el juzgado y pasarte a la práctica privada? —preguntó Perdomo.

—Percibo cierto tono de reproche en la pregunta —se lamentó la forense—. Como si dijeras: «¿Piensas dejar de ser una servidora pública para dedicarte sólo a ganar dinero?».

Perdomo estaba atónito. Él no había tratado de insinuar nada en ese sentido. ¿Por qué Tania estaba tan belicosa?

—No sé por qué te has empeñado —dijo— en pensar que no quiero que ganes más dinero. A mí me encanta que le vaya bien a la gente a la que aprecio.

—Lo sé, estaba tomándote el pelo —se justificó Tania—. No es sólo una cuestión económica, el trabajo de Monceau me tiene fascinada.

—¿Qué hace exactamente, los momifica?

—No, sólo los pone presentables, para que los familiares se puedan despedir del muerto de la manera menos traumática posible. Dice que es muy importante que la gente vea al difunto, para comenzar el proceso de duelo lo antes posible, y que aquí en España eso se suele evitar por costumbre, lo que retrasa el trabajo psicológico de recuperación.

—Si dejas el juzgado, te echaremos de menos —dijo Perdomo, cogiéndole la mano durante un instante—. Eres una gran forense y la autopsia de Winston ha sido impecable.

—¿Qué tal va la investigación? —se interesó Tania, aunque lo que quería preguntar, en realidad, era: «¿Por qué has retirado tu mano de la mía?».

—Acaban de darme la noticia de que Chapman no encargó el asesinato —reveló Perdomo—. Pero hay alguien, dentro de la prisión de Attica, que sí está directamente implicado, alguien que sabía que el asesinato de Winston se cometió con el mismo revólver que mató a Lennon. También tenemos otra línea de investigación, la de un pirata informático, que tal vez esté conectada con la primera.

Antes de que llegaran los platos, Tania se levantó para ir al aseo y cuando regresó halló a Perdomo inquieto y con expresión preocupada.

—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer—. ¿Hay novedades sobre el caso?

—No, no es nada —mintió el inspector—. Ya se me pasará.

Pero Tania era una mujer muy observadora, y al cabo de un par de minutos se dio cuenta de que Perdomo inclinaba periódicamente el cuerpo hacia un lado, para mirar por encima de su hombro, en dirección a una mesa situada justo detrás de ella. La mujer se giró con la excusa de llamar a un camarero y pudo ver que, a su espalda, estaban cenando dos mujeres, de entre cuarenta y cuarenta y cinco años.

—¿Alguien conocido? —preguntó la forense, que no estaba dispuesta a fingir que no se había percatado de la situación.

Perdomo trató de quitarle importancia al asunto, pero era un actor lamentable.

—Me ha parecido reconocer a una antigua compañera de colegio —respondió con un susurro, mientras le hacía un gesto a Tania para que bajara la voz.

—¿Por eso estás tan blanco, como si hubieras visto al mismo demonio? —se burló la forense.

Perdomo refunfuñó por el hecho de que Tania le estuviera extrayendo la verdad con fórceps, pero deseaba tener una cena lo más amigable posible y se rindió a su interrogatorio.

—La más joven de las dos —su tono era prácticamente inaudible, lo que llevó a Tania a tener que inclinarse sobre la mesa— es una amiga íntima de mi ex.

Tania sabía que no debía ser indiscreta, de modo que abrió el bolso y sacó un pequeño espejo de maquillaje, con el que pudo localizar a su objetivo sin tener que volverse, mientras fingía empolvarse la nariz. Las dos amigas conversaban animadamente, ajenas por completo al escrutinio del que estaban siendo objeto.

—Las veo —dijo—. ¿Y por qué te preocupan tanto?

—No me preocupan —protestó Perdomo, indignado por el hecho de que Tania fuera capaz de interpretar tan certeramente sus gestos e inflexiones de voz. Se sentía tan incapaz de ocultarle información como un cadáver abierto en canal, encima de su mesa de disección.

—¿Cuál es la situación exacta, Raúl? —dijo por fin la forense, cambiando el tono festivo por uno de gran seriedad—. ¿Has roto con esa mujer o no? No me gustaría hacer el ridículo esta noche, y mucho menos sentirme utilizada.

—¿Utilizada? —dijo él—. ¿En qué sentido?

—Somos adultos —respondió Tania—, no hace falta que te lo explique, ¿no? Ahora esa mujer le contará a su amiga que te ha visto cenando en actitud romántica con una bella mulata (que soy yo) y eso provocará una reacción por parte de… lo siento, he olvidado el nombre de tu ex… que a ti te colocará en una situación inmejorable para negociar los términos de la reconciliación.

Una hora y media más tarde, Perdomo y Tania entraban sigilosamente en casa de esta última (para no despertar a la niña) después de una cena que había resultado impecable sólo desde el punto de vista estrictamente gastronómico. Para conseguir ser declarado inocente de los cargos de manipulación psicológica, Perdomo tuvo que emplearse a fondo. Le explicó a Tania que el restaurante lo había elegido ella, por tanto, ¿cómo podía acusarle a él de haberla arrastrado hasta un local habitualmente frecuentado por Elena o por alguna de sus amigas para que los vieran juntos? La tesis de la forense era que Perdomo quería provocar un ataque de celos en su ex, para que ésta, herida en su amor propio, intentara una maniobra de reconquista. Él se defendió argumentando que, si de verdad hubiera pretendido que Elena supiese de la existencia de Tania, habría sido infinitamente más seguro y eficaz invitarla a cenar en su casa, para que la viera su hijo Gregorio. El chico seguía manteniendo una relación excelente con la trombonista, y no hubiera tardado ni veinticuatro horas en comunicarle la existencia de una rival. A la pregunta de si la relación había terminado o no, Perdomo respondió con evasivas.

Other books

Staff Nurse in the Tyrol by Elizabeth Houghton
The Weight of Feathers by Anna-Marie McLemore
50 Reasons to Say Goodbye by Nick Alexander
Three Soldiers by John Dos Passos