Motín en la Bounty (28 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

—Tripulación —exclamó, y capté cierto nerviosismo en su voz—. Al parecer es sólo cuestión de horas que nuestro barco llegue a su destino, y vaya viaje tan alegre ha sido el nuestro, ¿no están de acuerdo?

Entre los hombres se difundió un murmullo educado que finalmente se transformó en un general asentir con las cabezas. Nadie pudo negar que nos había ido bastante bien. Por las conversaciones de marineros que había oído en Portsmouth yo sabía que podían presentarse situaciones mucho más difíciles de las que habíamos pasado, y que había capitanes en la armada que mostraban una inclinación mucho mayor por el látigo que el nuestro.

—Hemos padecido los efectos de un clima severo, eso es cierto —continuó el señor Bligh—. Pero cada uno de ustedes ha dado muestras de gran fortaleza. Y vimos prolongarse nuestro viaje de una forma que nadie había previsto o esperado. Pero aun así lo hemos superado, y aquí estamos, sanos y salvos. Y creo que no me equivoco al afirmar que no ha habido mejor expediente disciplinario en la historia de la armada británica. Los oficiales hemos tenido que mantener el orden en ciertas ocasiones, por supuesto, pero aprecio el hecho de que haya habido una sola tanda de latigazos en estas miles de millas. Deberían ser por ello merecedores de una mención de honor, todos y cada uno de ustedes.

—¡Me cobraré la mía en oro! —exclamó Isaac Martin, un marinero de primera, provocando los vítores de todos.

—¡Cierra el pico! —gritó Heywood, el muy perro, avanzando hacia él pese al buen humor del comentario—. Guarda silencio cuando el capitán se dirija a ti.

—No, no, señor Heywood —intervino en voz bien alta el capitán, haciendo aspavientos para alejar al sabueso de su presa—. No es necesario. El señor Martin tiene razón, y su comentario es acertado. Desgraciadamente, no me hallo en disposición de ofrecer recompensas económicas, pero tengan la seguridad de que, de obrar en mi poder las arcas de sir Joseph Banks, cada uno de ustedes se vería justamente recompensado por sus esfuerzos.

El comentario cosechó una salva de aplausos, y advertí que todos se sentían miembros de una feliz hermandad ahora que nos solazábamos con la perspectiva de vernos libres de nuestra prisión.

—Sin embargo, sí estoy en posición de ofrecerles un poco de tiempo libre —prosiguió el capitán con tono jovial—. Ninguno de nosotros sabe cuánto tiempo permaneceremos en Otaheite recogiendo el fruto del árbol del pan. Habrá trabajo que hacer, por supuesto. Hay que reunir y almacenar muchas plantas. Y el barco precisa ciertas reparaciones. Pero preveo que todos dispondremos de tiempo sobrado para disfrutar de un descanso; tengo la intención de ocuparme de que todo el trabajo en la isla se reparta de forma equitativa entre los oficiales y la tripulación.

Otro murmullo apreciativo recorrió las filas. Pensé que la cosa acababa ahí, pero el capitán nos miró entonces con el ceño fruncido y clavó la vista en cubierta antes de volver a levantarla, y esa vez juro que le vi rubor en las mejillas.

—Sin embargo, hay una cuestión… una cuestión de cierta importancia, de la que quiero hablarles —declaró al fin, nervioso—. Como muchos saben, he visitado con anterioridad estas islas, siendo más joven, en compañía del fallecido capitán Cook.

—¡Que Dios bendiga su santo nombre! —exclamó una voz al fondo, para regocijo general.

—Que Dios lo bendiga —repuso el señor Bligh—. Sí, que Dios lo bendiga. Bien dicho. Pero lo menciono porque los demás… bueno, son novatos aquí y quizá no acaben de entender las usanzas de esta tierra. Quiero advertirles de que las gentes de por aquí no conocen nuestras costumbres cristianas.

Alzó la vista hacia nosotros como si esas palabras pudieran explicarlo todo, pero esa vez los hombres se limitaron a mirarlo con aire inexpresivo, sin saber muy bien a qué se refería.

—Cuando digo nuestras costumbres cristianas, me refiero a la forma en que nos comportamos como hombres, tanto aquí como en casa, y al modo en que… cómo expresarlo… se comportan las mujeres nativas. De manera distinta de nuestras buenas esposas, quiero decir.

—Confío en que así sea —exclamó William Muspratt—. ¡A mi esposa tengo que darle un cuarto de penique cada vez que quiero que me bese la morcilla!

Los hombres prorrumpieron en carcajadas, pero el capitán sólo pareció incómodo.

—Señor Muspratt, por favor —advirtió, negando con la cabeza—. Semejante vulgaridad está de más. No nos rebajemos al nivel de los salvajes. Pero vamos a ver… —Titubeó un instante y carraspeó, y al cabo de un momento pareció más seguro de sí—. Todos somos hombres aquí, ¿no es así? Lo expresaré con claridad. Las mujeres de estas islas… han conocido los favores de muchos de sus compañeros. Verán, lo hacen de forma indiscriminada. Eso no las degrada, entiéndanme; es meramente su costumbre. No son como nosotros, que elegimos a una sola mujer por esposa y la llevamos en el corazón para siempre.

Se oyeron otros gritos, más bromas, pero la voz del capitán se elevó sobre el alboroto.

—Muchas de ellas padecen crueles enfermedades —añadió—. Enfermedades venéreas, para llamarlas por su nombre. Y les aconsejo encarecidamente que no se pongan en situación de resultar susceptibles al contagio. Por supuesto, los hombres son hombres y llevan mucho tiempo en el mar sin otra compañía que la de sus colegas, pero les ruego que piensen en su salud cuando se relacionen con las nativas… y si no pueden hacer eso, les pido entonces que consideren su moral. Si bien podemos hallarnos entre salvajes, seguimos siendo ingleses, ¿comprenden?

Se hizo el más absoluto silencio, y preví una inminente oleada de risas, pero antes de que se produjera, se alzó una vocecita a la izquierda, la de George Stewart, un guardiamarina.

—Yo soy escocés —exclamó con su cerrado acento—. ¿Significa eso que puedo follarme a quien quiera, capitán?

La tripulación estalló en carcajadas y el señor Bligh bajó de su cajón, negando con la cabeza y con una expresión mezcla de vergüenza y desilusión; en cualquier otra ocasión un comentario como ése, dirigido al capitán, habría causado un tumulto, pero al hallarnos tan cerca del final del viaje la disciplina se había relajado un tanto.

—Eh, Turnstile —me dijo el señor Bligh agarrándome del cuello de la camisa al pasar—. Confío en que tú al menos hagas caso de mis palabras.

—Por supuesto, señor —declaré, aunque confieso que no tenía ni idea de qué era una enfermedad venérea; sólo sabía que no sonaba muy agradable.

—De todas formas, dudo que ninguna dama nativa le eche el ojo a Tunante —intervino el perro de Heywood, acercándose—. Es un tipo un poco paliducho, ¿no cree?

—Mejor haría en callarse, señor —espetó el capitán antes de alejarse, dejando al oficial boquiabierto y humillado. Por mi parte le guiñé un ojo y salí corriendo.

A la mañana siguiente, muy temprano, pues el sol asomaba apenas en el horizonte aunque daba suficiente luz para ver cualquier cosa que apareciera en la distancia, me hallaba en proa a solas con mis pensamientos. Había pocos hombres alrededor, pero el señor Linkletter, el suboficial de bitácora, gobernaba el barco y entonaba
Dulce Jenny de Galway Bay
en voz baja y melodiosa no muy lejos de donde me hallaba.

En algún lugar, ahí entre las olas, estaba nuestra isla, me dije, y en ella esperaban nuevas aventuras. Mis pensamientos estaban poblados de las mujeres nativas, que durante tantos meses habían dominado las conversaciones de la tripulación. Decían que corrían desnudas como Dios las había traído al mundo, una idea que me llenaba tanto de excitación como de horror. Lo cierto es que aún no conocía mujer y al pensar en ello por las noches me desvelaba de pura ansiedad; por un momento no pude evitar preguntarme si no haría mejor en quedarme para siempre a bordo del barco y no tener así que enfrentarme a la realidad de lo que me esperaba.

—Tunante —me llamó el señor Linkletter en voz baja, interrumpiendo su canción, pero no me volví, pues me había prometido no responder más a ese nombre—. Turnstile —dijo entonces en tono apremiante, pero todavía por lo bajo. Una vez más, no me moví. Aún no estaba dispuesto a abandonar mis pensamientos; no estaba listo para el mundo—. John —probó, y esta vez me volví en redondo para encontrarme con su sonrisa. Indicó con la cabeza hacia donde yo había mirado antes y me volví otra vez, aguzando la mirada—. Echa un vistazo —añadió y, pese a mi ansiedad, sentí que me hendía el rostro una amplísima sonrisa y que la excitación del momento me abrumaba de tal modo que podría haber saltado por la borda en mi entusiasmo y echado a nadar.

Tierra a la vista.

Habíamos llegado.

Tercera parte

La Isla

26 de octubre de 1788 — 28 de abril de 1789

1

Cuando era poco más que un niño, el señor Lewis solía quejarse diciendo que yo era una criatura irresponsable y que no podía fiarse de que acabara un trabajo una vez empezado. Era una de las muchas acusaciones que me hacía cuando se enfadaba, si uno de mis hermanos regresaba con menos botín del esperado, pongamos, o si un chico se había metido en una pelea y se había magullado la cara, lo cual menoscababa su belleza e impedía que fuese elegido en la selección de la velada. Si uno no estaba limpiando la casa, estaba en las calles hurgando en bolsillos ajenos, y si no hacía eso, estaba dedicado a esas otras actividades de las que prefiero no hablar. Pero creo que lo habría desconcertado ver todo el esfuerzo que he puesto hasta ahora en esta narración de mis recuerdos.

En total, estuvimos a bordo de aquel bendito barco poco menos de un año. Nuestra estancia en la isla duró sólo la mitad de ese tiempo, pero Dios sabe que fue un período lleno de incidentes. Pues si la travesía había sido difícil en ocasiones, y extenuante, y si se habían producido altercados ocasionales entre marineros de primera y contramaestre, entre guardiamarina y oficial, entre capitán y maestre, aun así habíamos sido en general una tripulación feliz y satisfecha, un grupo de hombres que consideraba al capitán Bligh su líder ungido, tal como el Señor en persona había ungido al rey Jorge para gobernarnos a todos. Se trataba de un deber sagrado, una responsabilidad que no habríamos cuestionado, y de ese modo formábamos una comunidad con pocas discrepancias. Fue en la isla, donde no estábamos reducidos a un espacio limitado como en el barco, cuando todo empezó a cambiar. Los hombres cambiaron, los oficiales cambiaron, el capitán cambió. Y yo cambié también, creo. En aquel lugar, cada uno de nosotros descubrió algo que resultó inesperado. Para bien o para mal, los acontecimientos que se desarrollaron allí, y el placer que nos produjeron a todos, habrían de convertir en hombres nuevos a los tripulantes de la
Bounty
, y el resultado nos marcaría a todos, de capitán a paje de escoba, en diferentes sentidos para el resto de nuestras vidas.

2

Lo primero que mudó fue la naturaleza de la autoridad, y cayó de bruces en un sitio inesperado. La separación entre oficiales y tripulación no era tan tajante como antaño, lo que nos proporcionaba una sensación de igualdad de la que habíamos carecido cuando éramos poco más que esclavos, arrastrando una mole de madera y hierro a través de las aguas día tras día. Y cuando se prescindió de los uniformes, algo inevitable visto el calor abrasador que nos achicharraba a diario, lo cierto es que cada hombre podría haber hecho gala de la misma condición.

No hubo uno solo de nosotros que en Otaheite midiera el tiempo del mismo modo que durante el viaje. A bordo del barco habíamos regulado nuestras vidas mediante las guardias, esos dos y últimamente tres períodos del día en que o bien estábamos trabajando, ociosos o durmiendo: el cambio de las horas dictaba cómo debíamos emplearnos. En la isla, en cambio, disfrutábamos de una repentina libertad y un control inesperado sobre nuestro propio destino. No nos parecía que el tiempo transcurriera de la misma manera. El sol salía y se ponía, estoy seguro, a las horas de siempre, pero le prestábamos bien poca atención. Estábamos en tierra y, aunque aún había trabajo que hacer, era de índole bien distinta, sobre todo porque no temíamos por nuestras vidas a cada hora que pasaba como nos sucedió en aquel funesto período en que tratábamos de doblar el cabo de Hornos. Algunos días recordaba aquellas traumáticas semanas y parecían representar una existencia por completo distinta. ¿Y si pensaba en mis tiempos en las calles de Portsmouth? Bueno, eso era sólo una pesadilla que había sufrido después de comerme un mango en mal estado. Que la mayoría de los hombres había dejado atrás esposas y novias, padres e hijos en Inglaterra era un hecho que nadie podía negar, pero durante esos meses en Otaheite bien podrían no haber existido siquiera, tan pocas veces se infiltraban en nuestras conciencias.

¿Y qué pasaba con el concepto de fidelidad? Bueno, pues que no valía un pimiento.

La verdad sea dicha, no habíamos sido infelices en el mar. Después de todo, nuestro capitán era un hombre justo y considerado, eso era incontestable, pero una cosa era conformarse con un trabajo que unos días te parecía pasable y otros días insoportable, y otra bien distinta no tener nada que hacer y pasarse el día tumbado a la sombra de un árbol siempre dispuesto a dejarte caer una fruta madura en las manos. Lo segundo es mejor, no me importa admitirlo.

Pero he aquí un hecho extraño que quisiera comentar. He relatado ya cómo me había llevado varios días aclimatarme a los zarandeos del barco cuando zarpamos de Spithead e iniciamos nuestros viajes; incluso ahora recuerdo el suplicio del tiempo que pasé vaciando el contenido de mi estómago por la borda en aquellos días oscuros y míseros, y me encojo de sólo evocarlo. Sin embargo, me llevó casi el mismo tiempo acostumbrarme a la tierra firme después de haber pasado tanto tiempo lejos de ella. La primera vez que puse un pie en las playas de nuestro nuevo hogar esperé que la arena se meciera de aquí para allá, no que permaneciera inmóvil bajo mis pies como era natural. De hecho, cuando desembarqué por primera vez en la isla, se me hizo difícil mantenerme en vertical y tuve que plantar las piernas a cierta distancia una de la otra para impedir el bochorno de dar una voltereta. Me fijé en que a otros les ocurría lo mismo. Y cuando traté de dormir los primeros días, más que permitirme un mejor descanso, la quietud y la paz que me rodeaban llenaron mi cabeza de curiosos e inesperados pensamientos que me mantenían despierto, y confieso que para cuando llegó la tercera noche estaba tan cansado y tan necesitado de energías que incluso consideré coger un bote de vuelta a la
Bounty
para ocupar mi litera junto al camarote del capitán Bligh, de no ser porque habría sido una locura y una testarudez por mi parte que me habría acarreado las burlas más despiadadas cuando saliera el sol.

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