—En efecto, así es. Señor Fryer, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—Es sólo que… —Me detuve a considerarlo, confiando en expresarlo correctamente—. Nuestro rumbo, señor. ¿Sabe qué rumbo seguimos?
—Es el capitán quien lo establece, muchacho, eso ya lo sabes. ¿No confías en el señor Bligh?
—Oh, sí, señor —me apresuré a responder—. Por supuesto que sí. Es un buen caballero, tan bueno como el que más. Sólo lo preguntaba, señor, porque al igual que los demás tengo un hambre y una sed feroces, las piernas no me sostienen, y me pregunto si volveremos a avistar tierra alguna vez.
Fryer sonrió un poco y asintió.
—Es natural que estés preocupado. Mi padre también era marino, ¿sabes? Se hizo a la mar cuando tenía más o menos tu edad. Más joven incluso.
—¿De veras, señor? —dije, preguntándome si la combinación de mar y sol le habría afectado la cabeza, pues no me había interesado por sus circunstancias familiares.
—Pues sí —confirmó—. Y cuando no era mucho mayor que tú se vio involucrado en un naufragio ante la costa de África. No estaba ni mucho menos tan lejos de casa como nosotros ahora, por supuesto, pero él y sus camaradas (eran siete) se las apañaron para llegar al extremo más meridional de España en un cascarón que era la cuarta parte de éste. No tenían capitán, y sólo había un oficial entre ellos. Pero sobrevivieron. Y se convirtió en un gran hombre, mi padre.
Abrí mucho los ojos. Nunca había sabido nada de la familia del señor Fryer y me pareció muy decente por su parte que me hablara de ella.
—¿Es un hombre rico, señor?
—Eso es algo relativo, Turnstile —repuso, una frase que para mí no significaba nada—. No lo recuerdo por sus riquezas. Sí, te veo fruncir el entrecejo; murió hace varios años, de fiebre tifoidea.
—Lamento saberlo, señor.
—Todos lo sentimos mucho. Su vida estuvo llena de aventuras. Fue él quien me empujó a hacerme a la mar, algo que nunca he lamentado, aunque ello me obligue a dejar a mi esposa y mis pequeños durante meses y eche de menos verlos crecer. No lo lamento. Te diré una cosa, Turnstile: de haber presenciado mi padre los actos de Fletcher Christian a bordo de la
Bounty
aquella última noche… Bueno, habría blandido un sable sin pensárselo dos veces.
—¿Era un hombre violento, señor? —quise saber, recordando mi infancia en el establecimiento del señor Lewis—. ¿Le pegaba con la vara cuando era pequeño?
—No estás entendiendo nada, Turnstile —replicó él con irritación—. Me refiero a que jamás habría permitido que se produjera el motín. Habría encontrado una forma de detenerlo. Y habrían colgado a Christian por sus fechorías. Me pregunto si nos estaba observando aquella noche y lamentando que yo no interviniera.
—¿Usted, señor? Pero ¿qué podía hacer usted? ¡Eran muchos!
—Y yo era el maestre del barco. Quizá de haberles hablado me habrían escuchado. Pero no lo hice. Oh, fui leal, eso es cierto. ¿Y sabes por qué?
—No, señor.
—Por el capitán, Turnstile. Por el respeto que me inspira.
Agucé la mirada y consideré aquellas palabras. Ya estaba bien que un hombre de su posición se dignara hablarme siquiera, pero lo más raro era que lo hiciera con semejante franqueza. Me pregunté si era consciente de mi condición, pues jamás habría hablado con tal emoción de estar en pleno uso de sus facultades.
—Ya sé qué estarás pensando —prosiguió con una sonrisa—. Que el capitán y yo nunca nos hemos llevado bien. Es cierto que se mostró excepcionalmente… severo conmigo. Pero es un hombre más joven que yo, Turnstile, y un capitán de la Armada de Su Majestad. O como si lo fuera, al menos. Y la carrera que ha hecho hasta ahora… Lo admiro muchísimo, por eso acepté este cargo. Su destreza en el trazado de mapas quizá sea la mejor desde Da Vinci, ¿sabías eso, Turnstile?
—Sabía que era bueno con la pluma —repuse—. Pero no sabía que…
—¿Bueno con la pluma, dices? —me interrumpió riendo—. Pues no sabes ni la mitad. Los mapas que trazó cuando estuvo con el capitán Cook… bueno, han resultado indispensables para todos esta última década. Es como si pudiera ver el mundo a distancia y reproducirlo. Sólo un gran hombre tendría semejante talento. No, si pudiese volver a aquella noche, habría desenvainado el sable para enfrentarme yo mismo a los amotinados.
—Y lo habrían abatido, señor —dijo una voz profunda a mi derecha. Di media vuelta y vi al capitán, en la misma postura en que estaba durmiendo, pero ahora con los ojos abiertos.
—Capitán —murmuró el señor Fryer, ruborizándose levemente ante sus generosas palabras.
—Turnstile, quizá deberías dejarnos solos unos minutos —me pidió el capitán—. Vete al otro extremo del bote.
—Sí, señor —respondí, aunque no tenía ningunas ganas de irme, pues me interesaba saber cómo se tomaría el capitán esa declaración de consideración del hombre al que había menospreciado en tantas ocasiones, pero una orden es una orden, de modo que me alejé para sentarme junto a Robert Tinkler, que era uno de los que montaban guardia.
—¿De qué iba? —quiso saber—. ¿De qué hablabais tú y el señor Fryer?
—No lo sé —respondí—. Tan sólo le he preguntado qué rumbo íbamos a seguir y la conversación dio un giro inesperado.
—Oficiales —bufó—. Nunca te dan una respuesta directa.
Observé unos instantes a los señores Bligh y Fryer, que entablaron una conversación en voz baja. Me pregunté de qué hablarían, si el capitán le estaría diciendo que también él lo respetaba y si le daría las gracias por su lealtad, pero no alcanzaba a oírlos y no pude saberlo. Todavía me lo pregunto.
Esa jornada volvimos a avistar tierra y, como de costumbre, experimentamos una gran alegría ante la posibilidad de desembarcar y disfrutar de descanso y sustento. Los cuatro remeros empezaron a virar de forma automática hacia la isla, pero, advirtiéndolo de inmediato, el capitán soltó un bramido y les ordenó claramente que mantuvieran el rumbo.
—Pero capitán… —dijo William Cole exasperado, al tiempo que señalaba al este, hacia tierra—. ¿No ha visto la isla?
—Por supuesto que la he visto, señor Cole. Tengo ojos en la cara y no me he quedado ciego, ¿sabe? Pero debemos ser cautelosos. Rodearemos un poco la costa antes de aventurarnos más hacia la orilla.
Los ánimos decayeron un poco, pero había que obedecer al señor Bligh, de modo que los remeros pusieron otra vez manos a la obra y empezamos a rodear la isla, aún bastante lejana.
—¿Dónde estamos, señor Bligh? —quiso saber George Simpson—. ¿Ha estado aquí antes?
—Me parece que son las islas Fiji —proclamó—. Y sí, estuve aquí una vez con el capitán —añadió. Se refería al capitán Cook, por supuesto, como lo hacía siempre—. Pero nos conviene mostrarnos prudentes. En las Fiji hay nativos amistosos y otros no tanto. Caníbales y todo eso.
El corazón me dio un vuelco al oír aquella palabra y me acordé de lo que me había contado el señor Lamb sobre las costumbres de la gente en esa parte del mundo. Había recorrido una buena distancia desde Portsmouth y vivido muchas aventuras en dieciséis meses, y desde luego no pensaba acabar como festín para un grupo de salvajes. Por mucho que deseara tenderme en la playa y volver a ejercitar mis miembros, empecé a preguntarme si no estaríamos más seguros en nuestra pequeña embarcación.
—Capitán —dijo el señor Elphinstone—. Mire.
Todos volvimos la vista en la dirección que indicaba y distinguimos a un grupo de nativos que arrastraban unas canoas hasta la orilla y zarpaban en dirección a nosotros.
—Ah —dijo el capitán frunciendo el ceño—. Ya me temía algo así.
—¿Qué pasa, señor Bligh? —quise saber—. ¿Es un comité de bienvenida?
—No de la clase que nos gustaría recibir, te lo garantizo. Remeros, a rumbo otra vez; continuamos nuestro viaje.
Un clamor se elevó por parte de quienes estaban dispuestos a arriesgar sus vidas por la oportunidad de amarrar el bote. Miré atrás hacia la orilla y vi dos canoas que avanzaban hacia nosotros, cada una con cuatro hombres, menor carga que la nuestra.
—Sólo son nueve —observé—. Nosotros somos dieciocho.
—Son ocho, Tunante —apuntó el señor Elphinstone—. ¿No sabes sumar o qué?
—Bueno, pues ocho —dije irritado por su pedantería, que no hacía sino confirmar lo que yo había dicho—. ¡Menos de una tercera parte que nosotros!
—¡Menos de una tercera parte! —volvió a burlarse el señor Elphinstone, y se dispuso a decir algo más, pero el capitán lo interrumpió.
—Donde hay ocho habrá ochenta más. Remen deprisa. Continuamos nuestro viaje. No tardarán en desistir.
Tenía razón, pues al cabo de unos minutos las dos canoas perdieron velocidad hasta quedar meciéndose en las olas. Cuatro de los hombres, los del centro en cada canoa, se levantaron y blandieron sus armas hacia nosotros, unas lanzas en las que bien podían haber pretendido ensartarnos a modo de pinchos sobre una hoguera.
—No hay por qué desmoralizarse —declaró el capitán—. Encontraremos algún refugio seguro. Hasta ahora nos ha ido bien, ¿no es así?
—Pero ¿cuándo, señor? —preguntó el cirujano Ledward con suma tensión, como un niño al que le hubiesen negado el sonajero—. ¿Sabemos siquiera en qué dirección vamos? Ni siquiera tenemos mapas.
—Nuestros mapas están aquí arriba, cirujano —repuso el capitán dándose unos golpecitos en la cocorota—. Mi memoria es cuanto necesitamos. ¿Acaso olvida con quién está hablando?
—No olvido nada, señor, y no pretendo faltarle al respeto. Sólo digo que no podemos navegar así indefinidamente.
Unos murmullos por lo bajo se difundieron entre la tripulación y el capitán nos miró con cierto desagrado. No era que temiese otro motín (después de todo, no había forma de amotinarse, de no ser que lo tirásemos por la borda, y eso difícilmente sería de ayuda en nuestro caso), sino que sabía que el desánimo era nuestro peor enemigo. Salvajes, caníbales y asesinos eran una cosa; la incapacidad de creer que sobreviviríamos, otra bien distinta.
—Continuamos rumbo oeste —declaró—. Nos dirigimos a las Nuevas Hébridas. Las veo claramente en mi cabeza, tripulación. Están ahí, delante de nosotros. Sé que están ahí. Y desde allí pondremos rumbo al estrecho de Endeavour, en el extremo septentrional de Australia. Es un lugar aislado, sí, pero allí podremos recuperarnos antes de hacer la travesía final hasta Timor. Encontraremos amigos en Timor, y un modo de viajar de forma segura hasta nuestra patria. Recuerdo estas aguas con la misma exactitud con que recuerdo los rostros de mi esposa y mis hijos, tripulación. Y la idea de volver a verlos es lo que me impulsa a seguir adelante. Pero les necesito conmigo, marineros. ¿Están conmigo?
—Sí, capitán —respondimos todos con desgana.
—He preguntado que si están conmigo.
—¡Sí! —exclamamos entonces con mayor alegría, y para nuestra felicidad los cielos se abrieron en ese instante y empezó a caer una lluvia intensa que nos permitió llenar las cantimploras. Echamos la cabeza atrás y abrimos la boca hasta saciar la sed. Por un momento, pareció que el mismísimo Señor estuviera de nuestra parte.
Si la lluvia de la tarde anterior nos había alegrado, al despertar nos encontramos en un estado caótico, pues los hombres que habían conseguido dormir unas horas apenas podían moverse, tan agarrotados estaban. El capitán nos aseguró que ésa sería una queja corriente a medida que pasaran los días. Si dormíamos con la ropa empapada, despertaríamos calados hasta los huesos. Me atemorizaba pensar qué dificultades podía entrañar eso. Por mi parte, apenas podía mover la cabeza, y cualquier intento de volverla a derecha o izquierda me dolía tan atrozmente que resolví quedarme en mi sitio el día entero y hacer tan sólo movimientos muy lentos de brazos y piernas hasta que la circulación se restableciera.
—Ledward, Peckover, Purcell y Tunante, a los remos —ordenó el señor Fryer justo después de que se sirviera el desayuno, un traguito de agua y una cáscara de cacao. Me encogí en el asiento y traté de pasar inadvertido, una proeza difícil en un bote que no medía más que siete metros de eslora. Observé cómo los cuatro remeros anteriores dejaban los remos y mis tres compañeros se acercaban a sus sitios, inmóviles por el momento.
—¡Tunante! —exclamó el señor Fryer—. ¿No me has oído?
—Estoy indispuesto —repuse—. Lo siento mucho.
—¿Indispuesto? —repitió con expresión de asombro—. ¿Ha dicho el chico que está indispuesto? —No sé a quién se dirigía, pero no obtuvo respuesta—. ¿Indispuesto en qué sentido?
—Es algo terrible, señor —contesté—. Pero he despertado con un dolor en todo el cuerpo que no muestra indicios de desaparecer. Me temo que si trato de remar sólo conseguiré que el cascarón navegue en círculos.
—No, ya vigilaré yo que no lo haga —declaró Fryer—. Ahora trae tu perezoso trasero hasta aquí y coge tu remo antes de que te dé una buena tunda.
Rezongué y refunfuñé, pero no sirvió de nada, pues la suerte ya estaba echada. Al colocarme en mi sitio junto a William Purcell traté de esbozar una media sonrisa de resignación, pero el carpintero se la tomó como una muestra de insolencia y me fulminó con la mirada.
—Todos tenemos que hacerlo —dijo—. Ya no eres el criado del capitán, ¿sabes?
—Desde luego que lo soy —repliqué—. Si ocupo algún puesto en la Armada de Su Majestad, es ése.
—No tienes privilegios especiales —añadió con desdén—. Ya no es como antes. Estamos en esto todos juntos, hasta el último de nosotros.
Torcí el gesto. ¿Era así como me habían visto los hombres esos últimos dieciséis meses? ¿Como un tipo que gozaba de prerrogativas especiales por la simple proximidad al camarote y la persona del capitán? Qué poco imaginaban cuánto había trabajado. Me levantaba temprano para prepararle el desayuno al capitán, y luego tenía que ocuparme de su ropa, y del almuerzo; quizá entonces disponía de un rato libre si conseguía esconderme en algún rincón donde no me encontrara, pero luego venía la cena y después de eso ya era hora de acostarse, sin duda. ¿Cómo era posible que creyeran que lo habían pasado peor que yo?
—Eso ya lo sé, William Purcell —repliqué no sin cierta indignación—. Es sólo que el dolor…
—Ah, por mí puedes meterte tu dolorcillo por el culo —espetó el muy guarro—. Ahora empieza a remar, a ver si llegamos un poco más rápido a donde sea que vayamos.
Todos se turnaban a los remos, incluidos el capitán y los oficiales, y eso al menos nos ofrecía cierto sentido de unidad e igualdad. Dos horas cada vez, cuatro hombres por turno. Durante los primeros días de nuestra aventura había sentido que los brazos se volvían de mantequilla y había dado por seguro que si me veía obligado a coger otra vez los remos se me partirían los hombros, pero para entonces, cuando llevábamos ya en ello casi dos semanas, los músculos se me habían desarrollado y ya no me resultaba tan traumático. Podía remar alegremente mis dos horas sin resentirme en exceso. Pero ese día, con el cuerpo tan calado y convertido en un desdichado esqueleto, supuso una prueba terrible.