Motín en la Bounty (22 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Agucé la mirada ante esas palabras, pues era una falsedad de la peor naturaleza, una calumnia que se hacía difícil dejar pasar sin soltar un buen mamporro. Para ocuparme de lo segundo, tenía toda la educación precisa. Sabía las letras y contar hasta cien o más, y conocía las capitales de media Europa gracias a un volumen titulado
Un libro con información útil y pertinente para el joven caballero moderno
que el señor Lewis tenía en sus estanterías, junto a los libros ilustrados de a penique que a los clientes les gustaba hojear cuando llegaban por las noches para beber y divertirse. Sabía cocer un huevo, cantar el himno del rey y desearle a una dama los buenos días en francés, y había muy pocos chicos en Portsmouth que pudiesen decir lo mismo.

Y en cuanto a lo primero, la acusación de que no tenía familia, ¿qué sabía él al respecto? Cierto que guardaba bien pocos recuerdos de mi vida antes de que me acogiera el señor Lewis, pero los muchachos de su establecimiento, por díscolos que fueran, seguían siendo mis hermanos, y de haber sido necesario habría dado la vida por cualquiera de ellos.

—No soy tan estúpido como pueda creer, señor —respondí al fin, todo coraje, al tiempo que los vientos volvían a soplar y el mar a embravecerse, salpicándonos el rostro; pese a ello permanecimos donde estábamos, pues ninguno quería ser el primero en moverse.

—Claro, desde luego que no —dijo con una sonrisa—. No; eres lo bastante instruido para leer la correspondencia del capitán y así enterarte de cualquier información que no quiera transmitirnos a los demás —soltó. Decliné responder a la acusación, pero aparté la mirada y sentí que me ruborizaba, incluso con la oscuridad que nos rodeaba para ocultar mi traición. Y el oficial añadió—: Te has quedado muy callado, Tunante. He metido el dedo en la llaga, ¿eh?

—Eso fue una equivocación por mi parte —expliqué—. Un error de juicio, como el que podría cometer cualquiera.

—¿Y te parece que el capitán lo verá de esa forma? —me preguntó entonces—. ¿Crees que te palmeará la espalda y te dirá que eres un buen tipo por haber cometido semejante error, o más bien te colgará por los tobillos de la gavia de proa para que los vientos y el granizo acaben contigo?

Me mordí la lengua, ardiendo en deseos de soltarle un retahíla de improperios, pero no podía culpar a nadie más que a mí mismo de haberme metido en ese entuerto. Por fin di media vuelta y me dispuse a regresar bajo cubierta, pero él me agarró del brazo, presionando con fuerza con el índice y el pulgar, y me atrajo hacia sí.

—No me des la espalda, renacuajo —siseó, y capté una vaharada a caldo de carne en su aliento—. No olvides quién soy. Si no me muestras el debido respeto sabrás lo que es bueno.

—He de volver junto al capitán, señor —aduje, ansiando alejarme de él, porque sus ojos revelaban una violencia peligrosa.

—¿Y cuánto tiempo piensa tenernos atrapados en esta locura? —quiso saber, y fruncí el entrecejo, pues no supe a qué se refería.

—¿Qué locura? —pregunté—. ¿De qué habla?

—El capitán, ignorante —siseó—. ¿Cuánto tiempo piensa tenernos tratando de rodear el cabo de Hornos antes de darse por vencido?

—La vida entera, diría yo, y un día más —contesté, irguiéndome en toda mi estatura para defender el honor del capitán—. Jamás se dará por vencido, puede contar con ello.

—Entonces hasta el último de nosotros perecerá en el fondo del mar; más vale que contemos con eso si no se pone fin cuanto antes a esta locura —vaticinó—. Tienes que decírselo, ¿me oyes? Dile que ya está bien. ¡Tenemos que dar la vuelta!

Ahora me tocó a mí reír.

—No puedo decirle tal cosa, señor. Usted mismo lo ha expresado muy bien: a mí no me escucha. Estoy ahí para arreglarle el camarote y lavarle y plancharle los uniformes, nada más. No me pide consejo sobre los amarres.

—Entonces hazle saber que reina el descontento entre los hombres. Si te pregunta, cuéntale que se están derrumbando por momentos. Al menos te presta atención, y ésa es una materia valiosa a bordo de una bañera tan pequeña como la nuestra. Explícale qué sienten. Dile que en su opinión los está conduciendo a la muerte. He prometido a los hombres que daríamos la vuelta y…

—¿Que se lo ha prometido, señor? —pregunté sorprendido, pues, aunque sabía que el señor Christian hacía lo posible por estar en buenas relaciones con los hombres, también me daba cuenta de su falsedad, pues los insultaba a todos ante el capitán siempre que le venía en gana.

—Alguien ha de mantener la sensatez aquí, Tunante —señaló—. Alguien que reconozca que tenemos una misión que cumplir, no un hombre muerto al que emular —concluyó. No dije nada; sabía a quién se refería y no quise admitir que bien podía tener razón—. Y si depende de mí… —añadió. Me liberé de su mano y lo miré un instante antes de retroceder un par de pasos.

—Si depende de usted… ¿qué? —quise saber; entorné los ojos, no muy seguro de a qué se refería.

Él se mordió el labio y pareció que nada le habría gustado más que estrangularme allí mismo.

—Limítate a ocuparte de que lo entienda —siseó, tan cerca de mí que su saliva me salpicó la cara.

—Tengo que bajar —murmuré, jadeando ante los bramidos del temporal que nos envolvía; tenía la ropa pegada a la piel, tan empapado estaba por la lluvia.

—¡Entonces piensa en lo que te he dicho! —exclamó mientras me alejaba, de forma que apenas oí sus palabras.

Corrí hasta las escaleras y bajé a la cubierta inferior para encontrarme con que todo mi trabajo de antes no había servido de nada, pues el suelo estaba más empapado que nunca. Me precipité en busca de mis trapos y puse manos a la obra antes de que el capitán saliera de su camarote, pero cuando me asomé al interior, no estaba allí y su abrigo tampoco, y comprendí que él también se encontraba en cubierta, arrimando el hombro en los peores momentos, un capitán entre sus marineros, un hombre entre sus propios hombres, y aún lo admiré más por ello.

Transcurrió otra semana y siguió sin haber cambios. El tiempo empeoró y los hombres cada vez estaban más agotados. El mar zarandeaba el barco con tan poca consideración que me pregunté en un centenar, en un millar de ocasiones si esa noche sería la última de mi vida y si mis pulmones acabarían llenos de agua de mar antes del amanecer. El capitán había vuelto a cambiar las guardias de manera que los hombres sólo permanecían unas horas seguidas en cubierta, pero el resultado era que volvían a sus literas con los ojos vidriosos, medio ciegos y temblando, confusos por los embates del temporal, y no descansaban lo suficiente para batallar mejor contra las tormentas en su siguiente turno.

Llegamos cerca del paralelo 60 y sólo nos hacía falta un poco de timón para quedar al pairo antes de virar por proa y doblar el cabo de Hornos, pero fue cada vez más obvio que algo semejante no iba a ocurrir. Cada mañana el capitán tomaba nota de nuestra posición en su carta y en el diario de navegación, y al día siguiente apenas habíamos avanzado; algunas mañanas, de hecho, habíamos retrocedido y perdido el día entero en el intento.

Finalmente, el señor Bligh convocó a los oficiales en su camarote, y yo les serví a todos una taza de agua caliente con un poco de oporto para reconfortarlos mientras aguardaban. Cuando apareció, estaba mojado de pies a cabeza y pareció un poco sorprendido de verlos allí, pese a haber sido él quien los había mandado llamar, a través de mí, apenas una hora antes.

—Buenas noches, caballeros —saludó en tono sombrío, aceptando mi ofrecimiento de una taza con gesto de agotamiento—. Me temo que tengo malas noticias. Llevamos ocho días sin avanzar apenas.

—Señor, ningún hombre podría haber atravesado estos mares —intervino en voz baja el señor Fryer—. Con estos temporales es imposible.

El capitán guardó silencio unos instantes y finalmente exhaló un profundo suspiro. Advertí que se había dado por vencido.

—Creía de veras que podríamos hacerlo —musitó, alzando la vista y ofreciendo a los demás una leve sonrisa—. Recuerdo… recuerdo que cuando me hallaba en el
Endeavour
pasamos apuros similares. Uno de los oficiales, he olvidado su nombre, le dijo al capitán que nunca podríamos triunfar sobre la naturaleza, pero él se limitó a negar con la cabeza y declaró que su nombre era James Cook y había recibido órdenes del rey Jorge en persona, de modo que la naturaleza debía ser domeñada para obedecer al rey. Y la domeñó. Por desgracia, no parece que yo tenga su capacidad.

Un incómodo silencio se adueñó del camarote. Era cierto que él no había podido emular a su gran héroe, pero la misión seguía ahí, y no podíamos quedarnos sin capitán para completarla. Durante un terrible instante pensé que iba a renunciar y a poner al señor Christian al mando, pero finalmente se incorporó y siguió con un dedo la carta náutica, carraspeó un poco y anunció a nadie en particular:

—Daremos la vuelta. —Lo repitió entonces más alto, como si necesitara oírse a sí mismo para creerlo—: Daremos la vuelta. Viraremos para poner rumbo este, rodear el cabo de Buena Esperanza en el extremo sur de África, y continuar hacia Tasmania, debajo de Nueva Zelanda. De ahí seguiremos hacia el norte hasta Otaheite. Eso añadirá diez mil millas a nuestro viaje, me temo, pero no se me ocurre ninguna alternativa. Si alguien ve otra posibilidad, que hable ahora.

El silencio continuó. A todos nos produjo alivio que la decisión se hubiese tomado, pues ninguno podía imaginar permanecer a merced de esas tempestades mucho tiempo más sin perder la cordura, si no la vida, pero la idea de añadir tantísima distancia a la duración del viaje nos dejó con el corazón en un puño.

—Es la decisión correcta, señor —opinó por fin el señor Fryer para romper el silencio, y el capitán alzó la vista y sonrió un poco; nunca lo había visto tan desanimado.

—Cuando demos la vuelta, señor Fryer, y lleguemos a aguas más calmas, quiero que se lave y se seque toda la ropa de los hombres, y que se les den a todos raciones extra. Los dejaremos descansar y los oficiales asumirán las obligaciones extraordinarias que sean necesarias. Yo mismo lo haré, de ser preciso. Reaprovisionaremos el barco cuando lleguemos a África.

—Por supuesto —repuso el maestre—. ¿Debo dar la orden al señor Linkletter?

Linkletter era el suboficial de bitácora responsable del gobierno del barco durante ese turno. El capitán asintió con la cabeza y Fryer abandonó el camarote, seguido por los demás oficiales cuando fue obvio que no había más que decir sobre la cuestión.

—¿Y bien, joven Turnstile? —dijo Bligh cuando hubieron salido, volviéndose para mirarme con una media sonrisa—. ¿Qué opinas tú? ¿Te ha decepcionado tu viejo capitán?

—Me siento orgulloso de él, señor —declaré—. Juro que, de haberme visto obligado a permanecer en estas aguas un día más, me habría rendido por completo. La tripulación también le estará agradecido, ya lo sabe. Están al borde de la desesperación.

—Son buenos hombres —respondió él asintiendo—. Han trabajado duro. Aun así, el viaje que nos aguarda no será fácil. ¿Son conscientes de eso?

—Sí, señor.

—¿Y lo eres tú, Turnstile? Aún nos queda mucho camino para llegar a nuestro destino. ¿Estás preparado?

—Sí, señor —repetí, y por primera vez sentí que lo estaba, pues ahora que le veía fin a nuestro viaje, aún estaba más decidido a no pasar por todo ese tormento más tiempo del necesario y a encontrar en cambio un modo de abandonar la
Bounty
, evitando así el regreso a casa. Sabía bien que mi destino se hallaba en mis propias manos.

15

Durante los días siguientes a la decisión del capitán Bligh reinó un curioso ambiente a bordo de la
Bounty
. No había un solo marinero al que no aliviara que hubiésemos desistido de rodear el cabo de Hornos, pero la idea de añadir tan enorme distancia al viaje nos sumió a todos en un pesimismo que ni siquiera la oferta del capitán de aumentar las raciones logró disipar del todo. Nos comportamos de forma muy rara esa semana, bailando por las tardes en cubierta con los rostros ceñudos y hastío en los corazones. Aun así, el capitán habría hecho bien en preguntarnos qué queríamos que hiciese, pues era la tripulación misma la que creía que no podríamos seguir nuestra ruta original; de haber contado con el respaldo de aquélla, él se habría pasado años allí enclavado, tratando de doblar el cabo de Hornos.

Me había aficionado a comer en compañía de Thomas Ellison, un muchacho de mi edad al que habían enrolado como marinero de primera. A veces me parecía uno de los tipos más desdichados con que me había topado. Su padre, un oficial de la armada, lo había puesto a bordo por la brava, pese a que el muchacho no tenía aptitudes para el mar o interés alguno en él. Y vaya si no le gustaba quejarse. Que si el sol no calentaba bastante, que si los vientos eran demasiado fríos, que si su litera no era lo bastante dura, que si las mantas pesaban demasiado… Aun así, teníamos la misma edad y pasábamos algunas aceptables horas en mutua compañía, aunque a él le gustaba tratarme con cierta condescendencia debido a su rango de marinero de primera y el mío de simple criado. A mí esa distinción me importaba un cuerno. Si algo tenía mi trabajo es que era más fácil.

—Esperaba estar de vuelta en casa para el verano —me comentó Ellison una tarde mientras comíamos y contemplábamos el mar que había de llevarnos a África. La cara que puso habría agriado la leche—. Mi equipo de críquet sentirá perderme, de eso estoy seguro.

No pude evitar soltar un bufido de sorna. ¡El equipo de críquet, nada menos! A mí me habían criado en las antípodas de semejante escenario.

—Conque críquet, ¿eh? Yo nunca he jugado. Nunca me interesó.

—¿Nunca has jugado al críquet? —exclamó alzando la vista del mejunje que nos había preparado el señor Hall y mirándome como si me creciera una segunda cabeza sobre el hombro izquierdo—. ¿Qué clase de inglés no ha jugado al críquet?

—Óyeme bien, Tommy —repliqué—, los hay que cuentan con ese tipo de formación y los hay que no. Yo soy de los que no.

—Me llamo señor Ellison, Tunante —espetó, rápido como el que más, porque aunque sufriera la humillación de hablar conmigo porque, nadie se relacionara apenas con él, le gustaba recordarme dónde estaba mi sitio, que era algo que yo advertía tanto a bordo de un barco como en tierra. Los que tienen confianza en sí mismos no precisan recordarte su estatus social superior, y los que no la tienen necesitan restregártelo por las narices veinte veces al día—. Soy un marinero de primera, no lo olvides, y tú sólo un criado.

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