Motín en la Bounty (20 page)

Read Motín en la Bounty Online

Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

—¿Son justas esas acusaciones, Quintal? —quiso saber el capitán con los pulgares bajo las solapas—. ¿Qué tiene que decir?

—Sí, son ciertas —repuso él, asintiendo con la cabeza—. Me llevé el queso; no puedo decir lo contrario y seguir con la conciencia tranquila. Tenía hambre y atrajo mi mirada y, aunque no recuerdo el delito, no puedo olvidar lo bien que me sentó la cuajada.

Los hombres manifestaron su aprobación a voz en cuello y el capitán los miró con aire furibundo antes de hacerlos callar a gritos.

—Y en cuanto a la segunda acusación —prosiguió—, la de insubordinación, ¿contra quién se produjo, Elphinstone?

—Contra el señor Fryer, señor —respondió el oficial.

El señor Bligh frunció el entrecejo al oír ese nombre y miró alrededor.

—Bueno, ¿y dónde se ha metido el señor Fryer? —preguntó, pues desde donde se hallaba no veía al maestre del barco, porque se lo tapaba la puerta que daba a las cocinas. Y añadió entonces a gritos y poniéndose rojo como las brasas—: ¡Maldita sea! ¿Acaso no he ordenado que todos los hombres, marineros y oficiales por igual, acudieran a cubierta…?

—Aquí estoy, señor —intervino el señor Fryer dando un paso al frente.

El capitán dio media vuelta para mirarlo un instante. La verdad es que casi pareció decepcionado de verlo allí, pues de no haberse presentado en cubierta habría tenido la posibilidad de encontrarlo a él también culpable de insubordinación.

—Bueno, pues no ande escondiéndose en las sombras como un ratón temeroso de un gato, hombre —espetó—. Venga aquí a la luz y déjeme echarle un vistazo.

Se oyó un murmullo por lo bajo y vi que todos se miraban de soslayo, pues, aunque a nadie le había pasado por alto que el capitán y el maestre no se llevaban bien, era raro oír que se dirigía a él con tanto desdén delante de la tripulación. El rostro de Fryer estaba escarlata cuando se acercó al capitán, sabiendo como sabía que todos lo observaban en busca del menor indicio de debilidad.

—A este hombre aquí presente, si estaba usted escuchando —continuó el capitán, y no pude evitar preguntarme si el motivo de su ira no era tanto el hecho de haber emborronado su impoluto historial disciplinario como alguna otra cosa—, se le acusa de un acto de insubordinación hacia usted. ¿Es cierto eso?

—No fue respetuoso, señor —respondió el maestre—. Hasta ahí llegaría yo. Pero creo que hablar de insubordinación tal vez sería exagerado.

El capitán lo miró, sorprendido.

—¿Tal vez sería exagerado? —repitió, en un tono que sonó tan afectado como el del señor Fryer, lo que provocó risitas disimuladas entre los hombres—. ¿Es eso una respuesta, señor? No me venga ahora con sus florituras lingüísticas, hágame el favor. ¿Se mostró insubordinado o no?

—Señor, descubrí que faltaba el queso —explicó el interpelado— y tuve la impresión de que Quintal se lo había llevado, pues lo había visto merodear cerca de los pertrechos y lo había despachado de allí por indolente. De inmediato fui a cubierta en su busca y le pregunté con respecto al robo, y él me contó que… —Titubeó y miró al acusado, quien esbozó una amplia sonrisa, como si todo aquello fuese una farsa, antes de volver a mirar la cubierta y fruncir el entrecejo, pretendiendo acaso tener la menor participación posible en lo que estaba por venir.

—Bueno, suéltelo de una vez, hombre —exclamó el capitán—. ¿Qué le contó? ¿Qué le dijo?

—Preferiría no repetir sus palabras, señor —respondió el maestre.

—¿Cómo dice? —inquirió el capitán soltando una breve risa y mirando alrededor, sorprendido—. ¿Ha oído eso, Elphinstone? ¿Christian? ¡El señor maestre preferiría no repetir sus palabras! ¿Y por qué, si me permite la pregunta? —quiso saber entonces, imprimiendo a su voz mayor afectación aún si cabe—. ¿Por qué preferiría no repetir sus palabras?

—Porque, señor, se me antojan inapropiadas para pronunciarlas en público.

—¡Pues yo creo que cuando su capitán le hace una pregunta, ha de contestarla o enfrentarse usted mismo a la acusación de insubordinación! —bramó Bligh, y contuve el aliento de pura sorpresa. Al mirar de soslayo al oficial de cubierta, advertí que incluso él estaba algo asombrado de que semejante frase hubiese sido pronunciada en presencia de la dotación al completo—. Se lo pregunto una vez más, señor Fryer, y le advierto que no lo haré por tercera vez ni permaneceré al margen. ¿Qué le dijo Quintal cuando lo acusó usted del robo del queso?

—Señor, sus palabras exactas fueron que lamentaba haber robado la vitualla —contestó el señor Fryer bien alto y con firmeza, sin el menor titubeo—. Pero se mostró muy satisfecho de confesarlo y añadió que le había sabido tan bien en los labios como la teta de la vieja madre del capitán.

Me quedé boquiabierto, y no exagero: la boca se me abrió literalmente, y juro que me pareció que las aguas mismas habían quedado inmóviles de asombro ante la declaración del maestre. Hasta diría que oí titubear a las gaviotas en su vuelo y mirarse unas a otras como si no dieran crédito a sus oídos. Tuve la certeza de que la tierra vacilaba en su rotación mientras el Señor reaccionaba de forma tardía para mirarnos y exigir la aclaración de la frase. No sólo fueron inesperadas las palabras, sino que del señor Fryer se sabía que era un hombre temeroso de Dios que jamás soltaba una maldición o un juramento, no digamos ya hacer referencia a la teta de una dama. El tiempo transcurrió despacio y nadie se atrevió a intervenir. Empecé a recordar un poema subido de tono que un hermano mío me había enseñado un año antes —trataba de una pobre muchacha de la que nadie se había apiadado nunca— y lo repetí mentalmente, contando las veces que llegué hasta el verso final (fueron tres) antes de que se alzara de nuevo la voz del capitán.

—Le ruego me disculpe, señor —dijo, pareciendo tan atónito como habría quedado de haber sacado el señor Fryer una trucha del bolsillo de atrás para abofetearlo con ella, tres veces y bien fuerte—. Creo que le he oído mal, señor Fryer. Repita, por favor.

—He dicho que Quintal admitió haber robado el queso pero afirmó que le había sabido tan bien en los labios como la…

—¡Silencio, hombre, ya le he oído la primera vez! —vociferó Bligh, lo cual se me antojó un poco injusto, considerando que había pedido que se lo repitiera—. Quintal —dijo entonces, fulminando al marinero con la mirada—, ¿qué clase de perro eres?

—Uno de los malos —repuso éste todavía bromeando, sabedor de que sus compañeros lo vitorearían luego por ello y que no tenía sentido tratar de evadirse de la situación, pues con toda certeza iba a recibir sus buenos latigazos—. Un perro malo, sin duda, con una desafortunada propensión. No hay forma de domesticar a un perro callejero como yo.

—Eso ya lo veremos —replicó el capitán—. Sí, ya lo veremos, y antes de que haya pasado esta hora, además. Señor Morrison, ¿dónde se ha metido usted también? —Del fondo de la multitud emergió el ayudante del contramaestre con el látigo de nueve colas ya en la mano. El pobre hombre se había pasado meses esperando hacer su debut y parecía encantado de que por fin se presentara la oportunidad. Casi esperé que carraspeara un poco y aguardase a oír unos aplausos—. Dos docenas de latigazos para Quintal, si me hace el favor —dispuso entonces el señor Bligh—. No tardaremos en saber si es posible domesticar a este perro o si ya no existe redención posible para él.

Arrastraron a Quintal y le rasgaron la camisa por la espalda mientras lo ataban al enjaretado, con los brazos y piernas extendidos, delante de toda la tripulación. Todos mirábamos presas del horror y la excitación, pues de nuevo se trataba de un acontecimiento que interrumpía nuestra rutina y, como ningún incidente así había tenido lugar en los meses anteriores, estábamos ansiosos, para nuestra vergüenza, de ver su desarrollo.

El látigo de nueve colas —una cuerda de un par de palmos de longitud, con nueve tiras de cuero emergiendo de la punta y tres nudos en cada una de ellas— no me pareció un objeto tan terrorífico como había esperado, y de hecho, durante el primer par de latigazos, Quintal no profirió más que un leve quejido, como el que daría uno si un asaltante desconocido lo pateara mientras dormía. Pero cuando llegó el tercero, el castigado esbozó ya una mueca. Para el cuarto soltó un grito. Y a partir del quinto cada latigazo fue seguido por un alarido de dolor que me encogía el estómago, pese a lo poco que me gustaba ese hombre. En su espalda aparecieron unas líneas rojas y antes de que el número de latigazos tuviese dos cifras, la sangre empezó a manar de ellas. Cada uno de nosotros contó mentalmente los azotes, y al llegar a trece, catorce, quince, tuve la seguridad de que el capitán interrumpiría el correctivo, pues Quintal parecía haber quedado inconsciente, con el cuerpo laxo y la espalda como un mapa de dolor y verdugones sangrantes, pero no llegó orden alguna y el ayudante del contramaestre continuó hasta llegar a los requeridos veinticuatro. Luego se volvió hacia el señor Bligh enarcando una ceja.

—Llévenselo abajo —indicó el capitán entonces.

De inmediato se soltaron las correas y Quintal cayó desplomado en cubierta. Enseguida lo levantaron entre cuatro, pues era práctica corriente azotar a un hombre y luego mandarlo al cirujano para que se ocupara de sus heridas —la gran ironía del mar, me dije—, pero no se hallaba del todo inconsciente, pues cuando los hombres pasaron ante mí arrastrándolo y dejando un rastro de sangre, él alzó la vista y ladró, palabra de honor, ladró como el perro que afirmaba ser. Me hizo dar un brinco además, el muy asno.

—Limpien la cubierta, hagan el favor —ordenó el capitán al tiempo que daba media vuelta—. Y desinféctenla con vinagre. Todos los oficiales, acudan por favor a mi camarote de inmediato.

Bajó por la escalera, seguido por los señores Christian, Heywood, Fryer y Elphinstone, y yo fui tras ellos por si querían té. Me crucé con los que subían los baldes y vi que refunfuñaban por el daño infligido a uno de los suyos, sin tener en cuenta que era un ladrón y un deslenguado.

—Tenía que pasar tarde o temprano, señor —dijo el oficial de cubierta cuando se reunieron en el camarote del capitán. Yo me había plantado en el exterior para evitar cualquier intrusión y, sí, también para escuchar su conversación. No me avergüenzo de nada—. No se desanime. A los hombres les sienta bien que se imponga un poco de disciplina de vez en cuando. Les recuerda cuál es su sitio.

—No estoy decepcionado, señor Christian —replicó el capitán en un tono en el que aún burbujeaba la ira—. Y no me da miedo hacerles saber quién está al mando en este barco y quién no lo está. ¿Lo duda acaso?

—No, capitán —contestó el otro—. No, por supuesto que no, sólo quería decir que…

—Y usted, Fryer —lo atajó el capitán al tiempo que se acercaba al maestre—, diría que ha disfrutado usted enormemente de la escena que acabamos de presenciar, ¿no es así?

—¿Yo, señor? —preguntó éste, atónito—. ¿Por qué iba yo a…?

—Tomó usted nota del incidente, ¿no es así? Hace dos días, si no me equivoco.

—Sí, informé a usted del mismo en ese momento, y declaró, convenientemente, que el castigo tendría que esperar a que estuviésemos en aguas más calmas…

—Lo hice convenientemente, ¿no es así, señor Fryer? ¿Convenientemente? No sabe hasta qué punto me satisface contar con su aprobación, señor. ¿Acaso el capitán de un barco necesita el beneplácito de su maestre? ¿Se trata de una nueva regulación naval de la que no he sido informado?

—No pretendía ofender, señor.

—¡Maldita sea, hombre! —exclamó el capitán entonces, tan alto que las vacilantes gaviotas debieron de dispersarse sobre nuestras cabezas al oírlo—. ¡Váyase al infierno! Tuvo dos días enteros para contarme la causa de la infracción ¿y qué hizo usted? Se limitó a mencionar no sé qué tontería sobre un queso robado y un acto de insubordinación…

—Señor, usted no me preguntó si…

—¡No me interrumpa cuando le estoy hablando, señor! ¡No me interrumpa! —Se acercó tanto a Fryer que podría haberlo besado de haber sentido la inclinación a hacerlo, pero sus palabras rayaron tanto en los gritos como nunca las había oído salir de su camarote—. ¡Malditas sean sus botas! ¡No se habla cuando un oficial superior se dirige a usted! ¿Me ha oído usted?

—Sí, capitán —contestó en voz baja el maestre.

—Dispuso de dos días enteros, señor Fryer. Dos días enteros para hacerme saber la gravedad del insulto ¿y cuándo lo oigo yo por primera vez? En cubierta. Justo antes del castigo. Delante de todos los oficiales y toda la tripulación. ¿No le parece que podría haberlo mencionado antes?

Fryer titubeó, sin duda deseando asegurarse de que el capitán había acabado su invectiva antes de ofrecer una respuesta o explicación.

—Traté de contárselo ayer por la mañana, señor —insistió con cautela—. Le dije que había hecho un comentario lascivo que no convendría repetir ante los hombres y ante usted…

—¡Usted no me dijo tal cosa, señor! —gritó el capitán, paseándose furioso por el camarote y tirando papeles a diestro y siniestro que luego yo tendría que recoger—. ¡Usted no me dijo tal cosa!

—Sí lo hice, capitán —repuso el reconvenido con firmeza—. Estaba de pie aquí mismo y…

—¿Me está llamando mentiroso, es eso? —inquirió Bligh acercándose de nuevo a él—. Hable con claridad. ¿Me está llamando mentiroso? Señor Christian, será usted testigo del comentario.

Se produjo un largo silencio. Yo ardía en deseos de asomar la cabeza para ver mejor la cara del maestre o, ya puestos, las de los demás oficiales, pues no se habían visto sujetos a semejante diatriba en todos los meses que llevaban en el mar, pero temí que, si lo hacía, el capitán me la cortara en su furia.

—Quizá me equivoco, señor —admitió por fin Fryer.

—¡Ajá! ¡Se equivoca! —exclamó el capitán viendo confirmada su opinión—. Ya lo han oído, caballeros, estaba equivocado. Me pregunto por qué no hago que lo azoten a usted también.

—Señor —terció Elphinstone cometiendo la imprudencia de intervenir—. El señor Fryer es un oficial. No puede ser azotado.

—Cállese, Elphinstone —ordenó el oficial de cubierta, que al menos tuvo la sensatez suficiente para comprender que se trataba de un comentario ocioso por parte del capitán y no de una auténtica amenaza.

La interrupción de los dos hombres pareció pillar al capitán con la guardia baja, pues paseó la vista alrededor, en busca de un blanco para su ira, antes de dirigirla hacia la puerta. Por desgracia fui demasiado lento para apartarme de un salto de su línea de visión y me descubrió husmeando.

Other books

Prin foc si sabie by Henryk Sienkiewicz
Savage Love by Woody, Jodi
Royal Blood by Kolina Topel
The Muffin Tin Cookbook by Brette Sember
How to Be Alone by Jonathan Franzen
Moon by James Herbert
A touch of love by Conn, Phoebe, Copyright Paperback Collection (Library of Congress) DLC
Bajo el sol de Kenia by Barbara Wood
Vindicated by Keary Taylor