—Estoy con el capitán —declaré entonces con voz firme, antes de darme la vuelta, salvar la borda y bajar al bote, a un futuro incierto.
El Cascarón
26 de abril — 14 de junio de 1789
John Jacob Turnstile, idiota de marca mayor. Que me aspen si sabía lo que me esperaba.
Aunque tuve muy poco tiempo para considerar mis opciones, durante todo aquel desgraciado asunto mi intención había sido quedarme a bordo de la
Bounty
y regresar a la isla con los amotinados. Cierto que apenas soportaba a ninguno de ellos y los consideraba un hatajo de cobardes y sinvergüenzas por haberse comportado tan vilmente con un hombre decente como el capitán, pero no creía abrigar lealtad suficiente hacia hombre alguno o motivos para ocuparme del bienestar de otra criatura que no fuera John Jacob Turnstile, un servidor. Durante todo aquel jaleo pensé que, una vez de vuelta en Otaheite, me construiría una embarcación y viajaría de isla en isla en busca de una vida mejor y un mundo más feliz. Sin embargo, en lugar de ello me mostré insolente con el señor Christian, le solté un mamporro al señor Heywood y acabé de pasajero en uno de los botes de la
Bounty
en una noche fría y oscura, con la única certeza de mi inminente defunción.
En total éramos diecinueve. De los oficiales, sólo los señores Fryer y Elphinstone y el propio capitán estaban presentes. El cirujano Ledward nos acompañaba, así como el botánico, Nelson. A los suboficiales de bitácora, John Norton y Peter Linkletter, les había parecido apropiado permanecer leales al señor Bligh, pero como no teníamos cabos que estibar ni alambre que enrollar, tampoco es que necesitáramos sus servicios. Advertí la presencia del cocinero, el señor Hall, sentado en la borda con expresión de pánico, y me pregunté a cuál de nosotros convertiría en filetes primero. El carnicero, el señor Lamb, no era muy buen navegante, como tampoco el carpintero, el señor Purcell. Ni yo, ya puestos. Nuestro desdichado grupo no contaba con ningún marinero de primera; todos esos tipos duros estaban ya de camino a Otaheite, dispuestos a divertirse de lo lindo con aquellas mujeres.
Mientras soltaban amarras para liberarnos del barco, los hombres que antaño habían temido al capitán lo abuchearon e insultaron, y sentí asco y rabia ante su vileza. Era mezquino, muy mezquino, mandar a otros cristianos a una muerte segura en un bote en plena noche, pero aún era peor disfrutar con ello. El capitán, por su parte, se mostró imperturbable y no reaccionó ante sus provocaciones, demasiado digno para hacerlo. Lo observé y me dio la impresión de que se mantenía ajeno a todo aquello, como si no fuera más que otra etapa del viaje a casa. Su mirada recorría la distancia, observando la noche cerrada cual si captara en ella una línea blanca que nos conduciría sanos y salvos de vuelta a Inglaterra, y palabra que parecía leer un mapa en la oscuridad.
Cuando el bote se alejaba suavemente de la
Bounty
, oí un sonoro chapoteo detrás de nosotros. Me di la vuelta y a la luz de las antorchas distinguí que los renegados estaban enzarzados en un alboroto en la popa del barco, mientras arrojaban algo a través de las portillas ante las que yo había pasado mil veces de camino al camarote del capitán. El vertido iba acompañado de ruidos sordos y sonoros vítores en cubierta.
—¿Qué hacen? —le pregunté al señor Nelson, el botánico, que se incorporó un poco y aguzó la mirada para ver mejor—. ¿Están tirando las cosas de valor del barco?
—Se trata de algo más preciado aún, Tunante —respondió meneando la cabeza y apretando los dientes, furioso—. ¿No lo ves? Son las plantas del árbol del pan. Esos perros las están arrojando al mar.
Me quedé boquiabierto y miré al capitán, pero había tan poca luz que sólo distinguí su oscura silueta; no llegué a captar su reacción.
—Eso es un crimen —exclamé horrorizado—. Un crimen terrible, después de todo lo que hemos soportado. ¿Por qué vinimos aquí, al fin y al cabo, si no para conseguir esas plantas? ¿Por qué arriesgamos nuestras vidas una y otra vez? ¿Por qué estamos en esta situación, en medio de este maldito océano, si no es por esos condenados frutos del pan?
El señor Nelson soltó un rugido por lo bajo, y palabra que nunca lo había visto tan furioso. Siempre había sido un hombre de lo más tranquilo, satisfecho de tener las narices entre un montón de hojas. Ver que las plantas que había cuidado con tanto esmero eran malvadamente arrojadas a la perdición bastó para hacerle desear saltar por la borda, nadar de vuelta al barco y enfrentarse a los amotinados en un combate cuerpo a cuerpo.
—¡Los ahorcarán! —exclamó alguien en la proa del bote, aunque no supe quién era.
—Tendrán que enfrentarse a la justicia —dijo otro.
—Sí, pero nosotros no lo veremos —añadió una voz que reconocí como la del señor Hall—. Estaremos en el fondo del mar, convertidos en manjar para los peces.
—Ya basta —dijo el señor Fryer con voz vacilante, mientras consideraba lo que se nos venía encima, pero el propio capitán se hizo eco de sus palabras y cuando habló no lo hizo tanto llevado por la ira como por el deseo de atraer nuestra atención.
—Cállese, señor Hall. El castigo de esos hombres, y no dude de que lo recibirán, es algo que no nos concierne ahora. De momento tenemos una noche tranquila. Es posible que no nos aguarden muchas más. Dejen de remar y mantengan el bote estable mientras pienso. Sigo siendo su capitán, y los llevaré a algún sitio sanos y salvos. Conserven la fe.
Los hombres no dijeron nada, pero lo cierto es que no había nada que decir; el oleaje era más plácido que nunca y en ese momento pensé que a lo mejor no teníamos de qué preocuparnos y, creyendo que el día siguiente traería consigo una solución a nuestro problema y un rápido regreso a la civilización, hice lo único que me pareció de alguna utilidad en semejantes circunstancias.
Me recosté hacia atrás, cerré los ojos y me dormí de inmediato.
Al alba del segundo día fui capaz de captar la magnitud del aprieto en que nos hallábamos. El bote no tenía más que siete metros de eslora y, con diecinueve leales a bordo, estábamos hacinados de la forma más desagradable. El capitán iba sentado en la proa, dedicado a conferenciar con el suboficial de bitácora John Norton y el señor Fryer, mientras dos hombres impulsaban el bote sin mayor entusiasmo y el resto trataba de dormir. Íbamos en dirección a la isla de Tofua, que según el capitán no quedaba muy lejos, y donde quizá podríamos atracar y enviar una partida a la orilla en busca de provisiones para el viaje. Confieso que en ese momento no tenía miedo; de hecho, casi me alegraba que estuviésemos todos allí confinados con tan poco trabajo que hacer, excepto la tarea de seguir vivos. Llevaba ya tiempo navegando junto al capitán Bligh —sí, y junto al señor Fryer también— y confiaba en sus aptitudes para salvarnos a todos.
—Esto ha sido una locura —susurró el suboficial de bitácora Linkletter a su ayudante, Simpson—. ¿Qué posibilidades tenemos de sobrevivir? No sabemos dónde estamos, contamos con pocas provisiones. Habremos muerto antes de que acabe el día.
—No debería decir eso —fue la valiente respuesta del otro—. El capitán sabe lo que se hace, ¿no? ¡Qué rápido se rinde usted!
A eso le llamaba yo confianza, ya lo creo, pero era sólo el segundo día. Ninguno de nosotros sabía qué nos depararían las semanas venideras.
Avistamos Tofua a mediodía y a todos nos infundió ánimos ver las escarpadas rocas y el pétreo aspecto de aquella isla dejada de la mano de Dios, como si lo que aparecía ante nuestros ojos fuese el mismísimo puerto de Portsmouth con sus lisos muros. Yo me hallaba en la popa, pero el capitán iba sentado en proa, mirando al frente y echando ocasionales vistazos sombríos a las aguas. De pronto gritó una orden a los hombres que estaban tras él en un tono más propio de la
Bounty
que de aquel miserable cascarón.
—Un momento, tripulación —exclamó con un brazo en alto—. Dejen de remar un momento.
El bote detuvo su avance y los hombres escudriñaron las aguas a proa. Bajo la translúcida superficie distinguimos un largo arrecife que podría destrozar el casco si nos aventurábamos a cruzarlo. La costa estaba aún demasiado lejos para echar el ancla, pero resultaba horriblemente deprimente tener que quedarnos a tanta distancia cuando un desembarco nos habría proporcionado grandes esperanzas.
—Viren en redondo —ordenó el capitán—. Rumbo nornoroeste.
El bote maniobró y navegamos despacio y con cautela, rodeando el puntiagudo extremo de Tofua hasta llegar a una zona de aguas más oscuras, indicio de que el paso hacia la costa nos sería más fácil. El señor Fryer dio la orden de remar hacia tierra y así lo hicimos, para detenernos tan sólo cuando las aguas volvieron a cambiar y fue evidente que arriesgarse a seguir supondría poner en peligro nuestro transporte y, por extensión, nuestras vidas.
—Señor Samuel —dijo el capitán, eligiendo al azar al secretario—. Usted y los señores Purcell y Elphinstone, al agua. Vayan hasta la orilla, vean qué provisiones encuentran allí y regresen en cuanto puedan para informar.
—Sí, señor —contestaron, y se zambulleron para nadar hacia la isla, que no estaba muy lejos, todo hay que decirlo.
Al cabo de sólo un par de minutos caminaban con el agua por la cintura. Mientras lo hacían, me cambié de sitio para estar más cerca del capitán, en la proa; sería el puesto que iba a preferir durante la mayor parte del viaje.
—¿Qué le parece, señor Fryer? —preguntó en voz baja el capitán a su oficial—. Sospecho que no es la más acogedora de las islas.
—Quizá no, señor —reconoció el maestre—. Es posible que nos veamos obligados a seguir y mostrarnos prudentes con la administración de las provisiones.
—Oh, desde luego que seremos prudentes —respondió el capitán medio riendo—, eso seguro. —Miré a su izquierda, donde un pequeño cajón contenía pan y unas cuantas piezas de fruta, los únicos alimentos que a nuestros antiguos compañeros de tripulación les había parecido adecuado proporcionarnos—. Es posible que le sorprenda cuán poco necesita un hombre en el estómago para sobrevivir.
—Sí, es posible —se limitó a contestar el señor Fryer, y me pareció una respuesta curiosa.
Permanecimos allí sentados varias horas, meciéndonos en el agua, considerando cómo habíamos llegado a encontrarnos en tal situación. Se dijeron bien pocas palabras, pero si alguno era presa del desánimo, miraba entonces a babor, hacia la rocosa isla de Tofua, para encontrar solaz. Se hace difícil saber por qué. Quizá cualquier clase de tierra firme ofrezca consuelo con su sola presencia.
Nuestros tres compañeros regresaron nadando cuando el sol comenzaba a declinar y su informe fue bien desdichado. Allí no había nada, anunciaron. Nada que comer. Ni árboles frutales, ni verduras naturales. Un manso manantial les había permitido llenar dos cantimploras de agua, que traían consigo y que el capitán les quitó rápidamente de las manos. Para entonces todos éramos víctimas de una sed terrible y nadie dudó que los señores Elphinstone, Samuel y Purcell habrían echado sus buenos tragos de esas cantimploras antes de volver al bote, pero nada podía hacerse al respecto. Ocuparon de nuevo sus asientos y todos miramos al capitán para saber qué haríamos a continuación.
—Seguiremos navegando, pues —anunció el señor Bligh al cabo de unos instantes, respondiendo a nuestra pregunta no formulada—. Y si alguien duda que podamos lograrlo, que se guarde sus infames pensamientos, pues nos esperan días difíciles. Sólo permitiré una actitud positiva, o les juro que yo mismo los echaré a todos a los peces. Señor Fryer, deme esa hogaza de pan.
El maestre metió una mano en el cajón para sacar una de las hogazas más grandes. La miré horrorizado, pues aunque era mayor que las otras, apenas daba para alimentar a tres hombres, no digamos ya a más de seis veces ese número. Entonces, para mi sorpresa, el señor Bligh partió la hogaza en dos, y las mitades otra vez en dos, dejó de nuevo en el cajón tres de esos cuartos y sostuvo el último en alto para que todos lo viésemos. Los hombres lo miraron sin pronunciar palabra, desalentados al pensar que el bocado iba a ser dividido entre diecinueve, pues parecía imposible lograr semejante hazaña, pero al cabo de poco cada uno de nosotros tenía en las manos unas migajas que tragamos con rapidez, tentando tan cruelmente a nuestros apetitos que se quejaron a gritos.
—¿Adónde vamos ahora, señor? —quiso saber Fryer, y dispuso a los marineros a ambos lados del bote, esperando instrucciones.
—¿Acaso no es obvio, señor Fryer? —repuso el capitán sonriendo a medias—. A casa, señor. Ponga rumbo a casa.
Bien podíamos haber puesto rumbo a casa, pero aún no habíamos de avanzar hasta nuestra patria, pues al nordeste de Tofua había una serie de islas y el señor Bligh determinó que sería sensato descansar ese día en una de ellas y descubrir si había algo comestible en su terreno. La isla seleccionada lo fue porque contaba con una ensenada que nos permitiría atracar cerca de la pared de roca del atolón en sí y porque había una hilera de gruesas enredaderas desde lo alto de esa roca hasta el suelo, sin duda puestas por los nativos para facilitar el ascenso a la cima.
—Me aventuraré yo mismo —dijo el capitán sorprendiéndonos a todos, pues no sería moco de pavo escalar aquella pared vertical; requeriría la capacidad de un mono.