Motín en la Bounty (45 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

El tipo se echó a reír y blandió un dedo ante mí antes de darse la vuelta y exhibir el trasero, tatuado en negro como el de los hombres casados de Otaheite. Eso en sí no ofrecía indicio alguno de su edad, puesto que por esos lares se metían en faena como conejos o franceses desde que empezaba a salirles pelo ahí abajo.

—Me llamo Turnstile —dije entonces, tratando de entablar conversación—. John Jacob Turnstile. Es un placer conocerte.

Arriesgando la vida, le tendí una mano, algo que él pareció interpretar como un gesto ofensivo. Inmediatamente dejó de reír y frunció el sucio entrecejo antes de alejarse y desaparecer rápidamente entre la maleza, de donde volvió a salir menos de un minuto después, justo cuando yo me paseaba de aquí para allá, perturbado por el encuentro. En esa ocasión iba acompañado por tres hombres, más altos y fuertes que él, y todos hablaban a gritos al tiempo que me señalaban. Me miraron fijamente unos instantes, con expresiones tan poco civilizadas que tuve ganas de liarme a tortas con ellos, pero entonces, como antes, se dieron la vuelta y desaparecieron entre los árboles, dejándome presa de la inquietud.

Mientras que la tarde anterior nos habían rodeado treinta nativos, ese día trajeron consigo incluso más de los suyos, quizá la mitad más, y aparecieron tres canoas costeando la isla, cada una con dos remeros y un hombre orgulloso y en silencio. Se mostraron amistosos con el capitán, contentos de dejarle pelar unos plátanos y bayas de cacao, además de llevar su carne a nuestro cajón, pero todos sentimos la tensión reinante y el nerviosismo hizo presa en nuestras almas.

El señor Purcell, el carpintero, y unos cuantos hombres más se dedicaban a reparar parte de la madera del bote, que si bien nos había llevado hasta allí quizá no fuese tan resistente para soportar un largo viaje, y el capitán les preguntó cuánto tiempo más necesitaban.

—Mañana por la tarde estaremos listos —repuso el señor Purcell, que había hecho cola con la savia de los árboles y un fuego para unir tablones y clavos—. ¿Vamos a continuar, entonces?

—Creo que sí —contestó el capitán mirando alrededor con cautela—. Tengo la sensación de que nuestra bienvenida aquí puede ser breve.

Por mi parte, suponía que la falta de comunicación con los nativos contribuía a la desafortunada atmósfera. Nosotros los ingleses y ellos los salvajes hablábamos constantemente, como si nuestra vida dependiese de ello, pero como ningún bando entendía qué se le decía, todo parecía una terrible farsa.

Al avanzar la tarde se produjo otro conflicto cuando un joven salvaje, que previamente se había acercado a todos los hombres, uno por uno, señalándose el pecho antes de pronunciar la palabra «Eefor», que interpretamos como su nombre, apareció con dos más en una canoa, todo sonrisas y carcajadas como si estuviésemos en una fiesta, para dirigirse a nuestro débil cascarón, que estaba fondeado en el agua, para intentar arrastrarlo hasta la orilla.

—¡Deténgase ahora mismo, hombre! —exclamó el señor Fryer marchando hacia él seguido por el capitán, el señor Elphinstone y los hombres más valientes—. ¡Deje ese bote!

Eefor dio una larguísima e ininteligible explicación por la que debería permitírsele continuar con la tarea, y no tardó en estar rodeado por diez de sus compañeros, que en lugar de ayudarlo se limitaron a observar la escena entre risas, como chiflados.

—Joven Eefor —dijo el capitán, riendo también para demostrar su talante amistoso—. He de pedirle que quite las manos de nuestra embarcación. Es nuestra, no deseamos hacer trueque.

Eefor sonrió y se encogió de hombros, y siguió tratando de acercar el bote a la orilla, aunque pesaba demasiado para que pudiese hacerlo solo, de forma que miró a sus compañeros, que se limitaban a observar la escena y les gritó algo. En ese punto, consciente de que el siguiente suceso podía significar el fin de nuestro viaje, el capitán se llevó la mano al sable de abordaje que pendía en su costado y lo desenvainó sólo un poco, permitiendo que la hoja refulgiera al sol. A continuación lo giró un ápice, de modo que la luz incidió en el acero y deslumbró momentáneamente a Eefor. De inmediato, el joven soltó el bote y se apartó, con el rostro desencajado y todo el aspecto de haber sido objeto de un insulto terrible, a punto de echarse a llorar como una criatura.

—Señor Fryer, elija a seis hombres, hágalos subir al bote y que lo saquen al agua, hágame el favor —dijo el capitán en voz baja.

El oficial asintió y al cabo de nada el cascarón volvió a estar en manos de sus legítimos propietarios.

El capitán se aproximó a los salvajes y se inclinó brevemente ante ellos antes de volver a darles la espalda, y en esa ocasión la multitud empezó a dispersarse hasta que sólo quedó en la playa la leal tripulación de la
Bounty
.

—¿Mañana, dice usted, señor Purcell? —le preguntó el capitán al carpintero, sentado en el bote ya en el agua.

—Sí, señor —respondió—. ¿Temprano, le parece?

—Creo que sería sensato que fuese temprano —fue la sombría respuesta.

Día 6: 3 de mayo

La última vez que había tenido tanto miedo fue la mañana que unas sucias manos me arrancaron de mi litera para llevarme a rastras ante el tribunal del rey Neptuno. El sexto día de nuestro viaje fuera de la
Bounty
me pasé la mañana con la conciencia de que si mi corazón seguía latiendo para cuando se pusiese el sol, sería un muchacho afortunado, muy afortunado.

Nadie dudaba de que había llegado la hora de abandonar aquella particular isla Amistosa. El capitán y los oficiales habían consultado con el señor Purcell y se llegó a la conclusión de que el cascarón estaba listo para zarpar de nuevo. Habíamos metido en él tantas provisiones como nos pareció prudente añadir a nuestros propios pesos, que disminuían cada día.

—Que nadie suba a bordo hasta que dé la señal —indicó el capitán—. Cuando diga que ha llegado el momento de irnos, quiero que todos se dirijan al bote muy despacio, recogiendo cuantas pertenencias puedan llevar. Que nadie se muestre temeroso o agresivo. Debemos actuar como si todo fuera perfectamente normal.

Qué fácil era decirlo. Cuando aparté la vista de él, el espectáculo que se me ofreció sugirió que nada era ni remotamente normal. Todos los salvajes parecían haberse congregado en la playa esa mañana. Había al menos un centenar, seis por cada uno de nosotros, y nos rodeaban sin perder de vista nuestros movimientos, con aquellas deplorables sonrisas todavía plasmadas en sus jetas. Eso ya bastaba para poner los nervios de punta, pero es que encima cada uno de ellos, hombres, mujeres y niños por igual, sostenía una piedra, una piedra grande, capaz de abatir a cualquiera sin temor a fracasar. Y las hacían entrechocar rítmicamente, con un tremendo sonido cacofónico que reverberaba y nos decía que se avecinaban serios problemas. Cuanto mayor era el ruido, más atemorizado me sentía.

—Las piedras significan que se preparan para atacar —les dijo el capitán a los oficiales en voz baja—. Lo he visto antes, cuando navegué con el capitán…

—¿El capitán Cook, señor? —intervine con una de mis inoportunas preguntas.

—Sí, por supuesto, con el capitán Cook. Oye, Turnstile, ¿quieres hacer el favor de prepararte para el viaje? ¿Has recogido toda el agua posible?

—Sí, señor.

—Entonces quédate con los guardiamarinas hasta que llegue el momento de partir.

Cuando me alejaba, advertí que uno de los salvajes se aproximaba al grupo del capitán para asirlo con suavidad del brazo, tratando de hacerlo retroceder hacia sus líneas con una sonrisa plasmada en la cara; le sugería que debía quedarse en la isla, y supuse que todos los demás también.

—No, no —dijo el capitán riendo un poco y procurando liberarse—. Me temo que no podemos quedarnos. Nada nos gustaría más, por supuesto, pues han sido ustedes amabilísimos, pero ya es hora de que continuemos. Me despido de todos ustedes, y que el rey los bendiga.

Sacudí la cabeza, preguntándome por qué seguiría hablándole en inglés a un grupo de gente que no lo entendía, pero él insistía en hacerlo. Cuando se volvió, el entrechocar de piedras aumentó de intensidad y vi que algunos salvajes avanzaban hacia nosotros.

—Rápido, ahora, pero con cuidado —dijo el capitán lo bastante alto para que todos lo oyésemos—. Diríjanse hacia el bote.

Obedecimos: nos metimos en el agua al tiempo que los salvajes trataban de retenernos. Nos fuimos liberando de ellos y tuve la sensación de que en cualquier momento la escena podía convertirse en una carnicería. Había una posibilidad de que nos dejaran marchar, ofendidos sin duda, pero sin amenazas. O quizá cargaran contra nosotros. Para entonces ya me hallaba en el bote y observaba al capitán y unos cuantos más que se abrían paso despacio hacia nosotros. Los animé mentalmente, deseando que avanzaran más deprisa, pero el señor Bligh quería aparentar que ninguno, tampoco él, sentía el más mínimo temor.

Cuando llegaron todos al bote, la mitad de los nativos estaban ya en el agua, gritándonos, sin reír, pero no parecían tener intención de atacarnos. Ocupé mi sitio en la popa, por desgracia el hombre más cercano a ellos, y advertí con el rabillo del ojo que John Norton, el suboficial de bitácora, saltaba por la borda y volvía a la orilla, hacia el poste que habíamos plantado allí para amarrar con firmeza la embarcación; quería soltar el cabo para poder zarpar.

—Vuelva —exclamó el señor Fryer, pero su voz se vio superada por la del capitán, que bramó:

—¡Señor Norton, regrese de inmediato! Cortaremos la amarra para liberar el bote.

En el instante en que Norton se volvió hacia el capitán, se elevó un gran clamor entre los isleños. Él los miró de nuevo, y unos treinta salvajes se precipitaron hacia él. El suboficial de bitácora retrocedió trastabillando en el agua, y de pronto todo fueron chapoteos y gritos asesinos cuando cayeron sobre él blandiendo las piedras para destrozarle el cráneo entre risas de regocijo.

—¡Corta la amarra, Turnstile! —tronó el capitán, y me volví justo a tiempo para coger al vuelo el cuchillo que me arrojó, no sin preguntarme fugazmente qué habría ocurrido de haberme golpeado en la cabeza o cercenado una mano.

Me lo quedé mirando, sin saber muy bien qué hacer, y de nuevo contemplé la escena que se desarrollaba ante mis ojos. El agua ya estaba escarlata por la sangre del señor Norton y los salvajes parecían querer más. Al ver que se volvían hacia nosotros, corté rápidamente la amarra y el bote dio una gran sacudida, alejándose. Sin duda los salvajes podrían habernos alcanzado o haber salido en sus propias embarcaciones en nuestra persecución para matarnos a todos, pero una vez nos hubimos alejado de su playa parecieron inclinados a dejarnos marchar.

Mi última visión de aquel lugar fue una imagen del cuerpo de John Norton, con la cabeza casi arrancada a pedradas y convertida en un retorcido y sangriento muñón, siendo llevado de vuelta a la isla quién sabía con qué intenciones. En el cascarón todos guardábamos silencio, aliviados, aterrorizados, sumidos en la consternación por nuestro camarada caído. Aparté la vista de la lamentable escena y miré al frente.

Allí no había nada que ver. Nada que apartase mi mente de lo ocurrido.

Día 7: 4 de mayo

Supuso un alivio alejarse de aquel maldito lugar y aquellos deplorables asesinos, pero estar de vuelta en el cascarón me recordó cuán poco probable era en realidad que sobreviviéramos a esa aventura. Habíamos perdido un hombre al cabo de menos de una semana, y un buen hombre además, pues John Norton siempre había sido amable conmigo y era uno de los pocos que se resistía a llamarme por aquel maldito apodo de Tunante. Todos nos sentíamos fatal por lo sucedido, aunque una voz sombría y obscena susurró que habríamos dispuesto de más espacio en el bote si los salvajes hubieran conseguido abatir a unos cuantos más.

El mar estaba encrespado ese día, por lo que recuerdo, y aunque el cascarón se nos antojaba más resistente y seguro que al arribar a las islas Amistosas, el embate de las olas nos obligó a pasar gran parte del tiempo achicando agua del fondo del bote y devolviéndola a donde pertenecía. Era una tarea ingrata y se prolongó tanto que habría jurado que se me caerían los brazos por el esfuerzo; para cuando los vientos amainaron un poco y pudimos sentarnos a descansar, tenía los músculos como mantequilla y parecían temblar de horror por el maltrato al que los había sometido.

—Señor Fryer —dijo Robert Lamb, el carnicero, a última hora de aquella tarde, mirando hacia los cuatro puntos cardinales y sin ver otra cosa que mar—. ¿Adónde nos dirigimos, señor? ¿Lo sabe el capitán?

—Por supuesto que lo sabe, Lamb —replicó el oficial—. El señor Bligh tiene muy buen olfato para estas cosas; debería usted confiar en él. Nuestro rumbo es nornoroeste, en dirección a las Fiji.

—¿Las Fiji, dice? —repuso el carnicero con un tono que reveló lo poco que le gustaba aquella respuesta.

—Sí, señor Lamb, ¿qué ocurre?

—Oh, nada, señor —se apresuró a responder, negando con la cabeza—. He oído decir que son unas islas preciosas.

Me pareció que se callaba algo, pues noté que le temblaba la voz y advertí preocupación en su semblante, pero esperé a que el señor Fryer hubiese vuelto a la proa antes de acercarme al carnicero y arrearle un codazo en el costado.

—¿Qué te pasa, joven Tunante? —gruñó, mirándome irritado, aunque la predilección por la violencia que demostrara antaño en las dependencias de los marineros había disminuido en tan escueto entorno.

—¿Conoces esas islas, las Fiji?

—Algo sé de ellas. Pero acepta la palabra de un hombre honrado, Tunante: más vale que no sepas lo que he oído decir.

Tragué saliva con nerviosismo y torcí el gesto.

—Cuéntemelo, señor Lamb. Me interesa.

Echó un vistazo alrededor para comprobar que nadie nos oía, pero en ese momento casi todos estaban descansando, pues un viento decente nos llevaba en la dirección correcta.

—¿Se trata de las mujeres? —quise saber—. ¿Son como las de Otaheite, que prodigan libremente su virtud?

Bien podía llevar una semana atrapado en aquel bote y estar más cansado que de costumbre, pero seguía siendo un muchacho de quince años que se había acostumbrado a determinadas prácticas, y como no había tenido oportunidad de meneármela desde que me desalojaran de la
Bounty
, sentía un anhelo feroz. La mera mención de la virtud de las mujeres bastó para enviarme una oleada de sangre a la entrepierna.

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