Motín en la Bounty (41 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Si me lo hubiesen preguntado, habría dicho que todos los hombres sin excepción lamentaban haber abandonado Otaheite, pero también comprendían que todo lo bueno ha de llegar a su fin. Eso habría dicho y era lo que creía.

Sin embargo, como bien es sabido, me habría equivocado.

17

Al pensar en las breves semanas transcurridas entre la partida de Otaheite y la noche sobre la que escribo ahora, me asombra que a bordo de la
Bounty
se desarrollara todo un mundo de pesar, desaliento y conspiración sin que yo me apercibiera en lo más mínimo. Ahora me doy cuenta de que había cuatro grupos distintos a bordo: el primero estaba formado por una sola persona, el propio capitán; el segundo correspondía a los oficiales; el tercero, a los marineros; y el cuarto también constaba de un solo elemento, yo mismo, un muchacho atrapado entre sus responsabilidades hacia el comandante del barco y la distancia que lo separaba de la tripulación. Muchas noches subí a cubierta en busca de conversación y compañía, sólo para verme desairado por mis compañeros, que recelaban de mí por mi proximidad al capitán. Lo cual era injusto, considerando que en dieciocho meses ni una sola vez había traicionado su confianza y que mi supuesta falta de fiabilidad se basaba tan sólo en la cercanía de mi litera a la del capitán, pero nada podía hacer yo para que cambiaran de opinión.

Había también cierto grado de celos con respecto a mi posición. El capitán me escuchaba, eso era evidente para todo el mundo, y me miraba con cierto afecto, aunque de haber conocido mis obstinados deseos de huir del barco sin duda ese cariño se habría trocado en algo muy distinto. A los hombres también les gustaba tener tratos con él; siempre que se hallaba en cubierta de buen talante y deseaba intercambiar unas palabras con algún tripulante, éste se desvivía por aportar cualquier dato que el capitán requiriese y muchos más, ofreciéndole información sobre su vida en casa y la gente que añoraba. La cosa podía resumirse así: el señor Bligh estaba al mando, representaba el poder, y a cualquiera le gusta hallarse al calor del sol.

Aun así, eso no significaba que el capitán me revelara nada.

La noche del 28 de abril me sentía inquieto. Hacía ya casi tres semanas que habíamos salido de Otaheite, pero aún nos quedaba una larga distancia que recorrer hasta las Indias Occidentales. El clima no era digno de mención y una sensación de hastío se había apoderado de todos. Por las conversaciones que oía, sabía que los hombres, lejos de olvidar sus experiencias en la isla, parecían añorarlas más y más. Hablaban sin cesar de las mujeres que habían dejado allí, de los pacíficos días que habían vivido en aquel paraíso ahora perdido para siempre. Y a continuación se ponían a gatas y fregaban la cubierta.

Por las noches, cuando el señor Byrn sacaba su violín para que bailásemos, tal como había ordenado el capitán, para así ejercitar nuestros músculos, nadie podía dejar de evocar los fuegos, las nativas y la música de la isla, aquel embrujo que los había arrastrado a la playa para recibir todo el placer del mundo en una noche. Era obvio que la
Bounty
nunca podría reemplazar la isla.

El capitán padecía un tremendo dolor de cabeza y se había acostado temprano, lo cual supuso una bendición porque había estado de muy mal humor todo el día, soltando improperios y maldiciones por las cubiertas, insultando a los oficiales más que a los marineros. Yo había procurado permanecer cerca por si me necesitaba, pero a distancia suficiente para no cruzarme con su mirada y recibir una bronca. No me imaginaba qué podía haber inspirado semejante enfado, sólo que, cuando se retiró esa noche a su lecho, en cubierta había un ambiente de antipatía y toda la tripulación habría deseado que durmiera varios días seguidos.

Era pronto para retirarme a descansar, así que subí a cubierta en busca de un poco de aire fresco. La mayoría de la tripulación estaba congregada cerca de la vela trinquete, mientras el señor Byrn tocaba una suave melodía con su violín, y me llegó el murmullo de su conversación. Sin embargo, de pronto me sentí irritado con ellos y decidí que esa noche no buscaría su compañía. De todas formas, en cuanto me viesen interrumpirían la conversación, y no me apetecía soportar ningún desaire. Me di la vuelta y me dirigí al palo de mesana, donde disfrutaría de paz y soledad. Había dejado los zapatos bajo cubierta, de modo que no hice el más mínimo ruido al caminar.

Me acerqué a la borda y contemplé la oscura noche, mirando hacia el lugar de donde habíamos zarpado, y no tardé en advertir que allí cerca, pero no tanto para ver de quiénes se trataba, tenía lugar una conversación. Una de las voces era la del señor Christian; la otra no lo supe con seguridad. Apenas presté atención hasta que algo en el tono y la cadencia de las palabras me hizo aguzar el oído. Relato esa conversación tal como la oí.

—Esto es un infierno —dijo el señor Christian, recalcando la última palabra, y les aseguro que por su tono parecía un hombre en extremo ansioso—. No lo soporto más.

—Es un infierno para todos, señor —respondió la segunda voz—. Pero los días no se detienen. Nos alejamos más a cada hora que pasa. Ha de ser esta noche.

—No puedo… no estoy seguro —objetó el oficial—. Pero sus insultos ya son demasiado, y su locura. ¿Por qué tiene que estar él al mando? ¿Sabe usted de dónde procede? ¿Lo sabe alguien? Y yo, que soy de tan buena familia, ¿me veo reducido a esto?

—Señor, no tiene nada que ver con el rango. La cuestión es dónde queremos vivir y cómo.

Siguió un largo silencio y fruncí el ceño, preguntándome de qué estarían hablando. Quizá con la distancia que otorga el tiempo pueda parecer cándido por mi parte no haberlo comprendido, pero sólo sabiendo cómo acabó esa noche podría hacérseme esa acusación. Jamás habría sospechado que las cosas hubiesen llegado a semejante extremo.

—¿Será esta noche, señor? —preguntó la segunda voz.

—¡No me presione! —exclamó el señor Christian.

—¿Será esta noche? —insistió el otro, y me pregunté quién osaría hablarle en ese tono. ¿Otro oficial? Pero no, todos ellos, incluso el perro, tenían voces de caballeros. Ese hombre no.

—Lo haré —afirmó finalmente Christian—. ¿Cree usted que contaremos con todos los hombres?

—Delo por seguro. Tienen poca memoria. Sus corazones están en la isla.

Los dos hombres conversaron un poco más antes de separarse; miré hacia la izquierda y vi que una figura regresaba junto a los tripulantes, pero en la oscuridad no acerté a distinguir quién era. Me volví de nuevo hacia el mar y reflexioné sobre las palabras que había oído. Y he aquí la ironía: había decidido quitarme el asunto de la cabeza y no pensar más en él, considerando que se había tratado de una conversación sobre algún asunto que me importaba bien poco, cuando en ese momento apareció el señor Christian en persona, caminando con decisión hacia mí. El primer oficial se detuvo en seco al verme, boquiabierto de sorpresa, como si jamás hubiese puesto los ojos en una forma tan espléndida como la mía.

—Tunante —dijo—. Estás aquí.

—Sí, señor —respondí, volviéndome para mirarlo—. El capitán duerme, y he pensado que me sentaría bien tomar un poco el aire.

—¿Llevas aquí mucho rato?

Me lo quedé mirando y de pronto comprendí que si afirmaba haber oído sus palabras, eso podía ir en mi perjuicio.

—No, señor —contesté—. Acabo de llegar.

Entornó los ojos.

—No me estarás mintiendo, ¿verdad, Tunante?

—¿Yo, señor? —repuse con toda inocencia—. ¡Por nada del mundo! La última vez que conté una mentira fue a un tendero de Portsmouth, cuando le dije que sus manzanas tenían gusanos y que me diese seis peniques si no quería que fuera contándolo por toda la calle.

Sacudió la cabeza y volvió la vista en la misma dirección que yo.

—Estás mirando hacia la isla —comentó en tono más amistoso que antes—. Estás de cara a Otaheite.

—No me diga. Ni siquiera me había fijado.

—¿No? ¿No crees que hay una parte de ti que te ha traído aquí para otear anhelante en esa dirección?

Me eché a reír, pero su pétrea expresión me hizo parar.

—¿De qué sirven los anhelos, señor? Jamás volveré a ver esa playa.

—No, quizá no. Tenías una chica allí, ¿verdad?

—Ya sabe que sí, señor.

—¿La amabas?

Me quedé mirándolo; esa clase de conversación entre dos hombres a bordo era muy poco corriente. Y que tuviese lugar entre el señor Christian y yo era absolutamente sorprendente.

—Sí, señor —contesté—. En ocasiones tres veces al día.

Rió y negó con la cabeza.

—Creo que yo también tenía cierta reputación en la isla —observó.

—¿De veras, señor? —Fingí ignorancia para no halagarlo—. No lo sabía.

—Era falsa, de todas formas. Sí, colmaba mis placeres allí donde los encontraba, qué hombre normal no lo habría hecho, pero había una mujer… una en particular, diferente de las demás.

—¿La amaba, señor?

—En ocasiones cuatro veces al día —respondió con una sonrisa, y confieso que el comentario me hizo reír.

Aquel tipo no me caía bien, eso por descontado, y nunca habíamos congeniado. Lo despreciaba por la pomada que se untaba en el pelo, el espejo junto a su litera, lo limpias que llevaba las uñas, y por el hecho de que él y el señor Heywood hubiesen sido poco menos que incordios para mí durante toda la travesía, pero hay momentos en que los hombres, ya sean amigos o enemigos, bajan las defensas y puede darse entre ellos algo parecido a la franqueza. Aparté la vista e, idiota de mí, me permití bajar la guardia.

Lo que pasó entonces fue tan fulminante que apenas supe qué estaba ocurriendo. Repentinamente me agarró por la nuca y me inclinó sobre la borda.

—Lo has oído todo, ¿no es así? —siseó—. Estabas escuchando a escondidas.

—No, señor —susurré con un hilo de voz porque me oprimía la garganta. Allá abajo, las olas rompían contra el casco—. No sé de qué me habla.

—Digo que eres el espía del capitán —insistió—. Te ha mandado para que escuches cosas que no te conciernen y luego vayas a informarle. ¡Dime que me equivoco!

—Se equivoca, señor. Se equivoca del todo. Estaba aquí de pie, eso es todo. Estaba pensando en otras cosas.

—¿Lo juras?

—Por la vida de mi madre —aseguré, por más que ignorara quién era esa sinvergüenza, y si vivía o no.

Aflojó la presión sólo un poco y pareció convencerse.

—Sabes que podría arrojarte por la borda. Podría enviarte a la muerte y nadie se enteraría. Se consideraría un accidente, y la vida aquí continuaría como antes.

—Por favor, señor… —susurré con un repentino afán de sobrevivir, ese deseo de seguir existiendo que sólo aflora cuando la vida se ve amenazada.

—Pero no soy un asesino —concluyó, soltándome.

Caí en cubierta tosiendo de modo muy desagradable, y me froté el cuello alzando hacia él una mirada cargada de odio. Palabra que de haber estado en posesión de un sable de abordaje o un mosquete habría acabado con él ahí mismo y al diantre con las consecuencias. Pero no los tenía, y tampoco los arrestos para luchar con él y arrojarlo por la borda. Así que me limité a quedarme ahí sentado y sentí aflorar lágrimas que me obligué a controlar.

—Vete abajo —dijo con tono distraído—. Vuelve a tu litera. Los hombres están en cubierta.

Se alejó entonces, rozándome la pierna con la bota al pasar, y cuando hubo desaparecido hice justo lo que me había ordenado: corrí hacia el consuelo de mi litera y me tapé la cabeza con la manta, permitiendo que las lágrimas manaran libremente, lágrimas que duraron tanto y me produjeron tanto dolor que acabé por quedarme dormido. El resto fue silencio hasta unas horas más tarde, cuando me senté de pronto en el lecho. Por fin había comprendido qué significaba la conversación mantenida por el señor Christian y su compañero conspirador. Era obvio. Tendí una mano para levantarme de la litera pero me vi empujado hacia atrás por la fuerza de un golpe.

Cuatro hombres pasaban ante mí y entraron a la fuerza en el camarote del capitán.

Había empezado.

—¿Qué demonios…?

Oí las palabras del señor Bligh desde fuera y capté su asombro e incredulidad. No sabía qué estaba ocurriendo.

—Señor Christian —bramó—. ¿Qué significa esto?

—¿Qué significa? —gritó el primer oficial—. Nada de andar buscando significados. Y nada de preguntas, señor Bligh; el tiempo de hacer preguntas ha llegado a su fin.

—¿Cómo? En nombre de Dios, ¿qué…?

Salté de mi litera y corrí al interior a tiempo de ver a dos hombres —el guardiamarina George Stewart y el marinero de primera Thomas Burkett— arrancar al capitán de su litera y obligarlo a levantarse en camisón. Lo hicieron con rudeza y gritándole cosas como: «¡Arriba! ¡En pie, perro! ¡Haz lo que te decimos o verás lo que es bueno!». Se volvieron para mirarme cuando aparecí en el umbral, pero prescindieron de mí y volvieron a sus sucios asuntos.

—¡Señor Christian! —exclamó el capitán, tratando de liberarse de sus captores—. ¿Qué se ha creído que hace? Soy un capitán al mando de…

—Un capitán ha de tener un barco —declaró simplemente el señor Christian—. El suyo queda confiscado.

—¿Confiscado? ¡Maldita sea, pero qué está diciendo! ¿Quién lo ha confiscado?

—Yo, señor —repuso Christian a voz en grito, como él—. Yo asumo el mando.

Ante esa frase se hizo el silencio. El capitán dejó de oponer resistencia y miró a su primer oficial con una mezcla de incredulidad y terror. Los tres hombres que lo sujetaban se quedaron igualmente inmóviles, como si el hecho de haber oído esas palabras bastara para darles qué pensar.

—Jamás —dijo el capitán con fría entereza.

—Nos ha hecho pasar por un infierno, señor —exclamó el señor Christian—. Si hubiese visto… si se le hubiera ocurrido pensar lo que supuso para nosotros estar allí, experimentar todo eso. ¿Y luego arrebatárnoslo? Nos enseñó el paraíso y luego nos expulsó, como si fuera el Señor en persona. ¿Qué habíamos hecho nosotros para merecer su crueldad?

El capitán se quedó mirándolo y pareció verdaderamente asombrado por lo que oía.

—¿Un paraíso? ¿Qué paraíso? Fletcher, no…

—¡Otaheite! —interrumpió el oficial, paseándose nerviosamente—. Nos lo dio, ¿es que no se da cuenta? ¡Usted nos llevó allí! ¿Y para qué? ¿Para recoger unas plantas?

—Pero en eso consiste nuestra misión —exclamó el capitán—. Ustedes ya lo sabían cuando… ¡Oh, suéltenme, o me ocuparé de que los ahorquen por la mañana!

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