Motín en la Bounty (44 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

—¿Usted? —preguntó un asombrado Fryer—. ¿No sería más sensato mandar a uno de los hombres?

—Yo soy un hombre, señor Fryer —replicó Bligh con altivez—. Por si no se había dado cuenta, su majestad pone a los mejores al mando de sus barcos, de modo que ¿por qué no voy a ascender? Señor Nelson, ¿me acompaña?

Todas las cabezas se volvieron hacia el botánico, que en ese momento parecía enfrascado en el finísimo arte de rascarse las pelotas, pues tenía la mano dentro de los pantalones y encontraba allí buen asidero. Es posible que no hubiese prestado atención a la conversación entre los dos oficiales pues, al advertir nuestro repentino interés, sacó la mano de sus partes pudendas sin un ápice de vergüenza, la olisqueó un instante, esbozó una expresión apreciativa como complacido sobremanera de su exquisito aroma, y contempló a los reunidos enarcando una ceja.

—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿No puede un hombre rascarse sin cobrar un penique por el derecho a mirar?

—Señor Nelson, no me ha oído —exclamó el capitán desde la proa, esforzándose por que su tono fuera jovial—. Me propongo escalar esa pared de roca sirviéndome de las enredaderas, para determinar si hay algo de interés en la cima. ¿Me acompaña?

El botánico torció el gesto, miró lo que tenía delante y movió la cabeza como si realmente estuviese considerándolo.

—Noto las piernas un poco débiles esta mañana, señor. Y los brazos también. No sé si las fuerzas me alcanzarán.

—Tonterías —repuso alegremente el capitán, levantándose e indicando al señor Nelson que hiciese lo mismo—. En pie, hombre. El ejercicio le sentará bien.

El botánico exhaló un profundo suspiro, pero se incorporó, consciente de que la petición del capitán no era tal cosa, sino una orden que debía ser obedecida, por más que el contramaestre no llevara consigo los instrumentos de su oficio para castigar a los traviesos. El resto, recuerdo, nos encogimos en nuestros sitios, ansiosos de que el capitán y su elegido se fueran ya y a ninguno se nos animara a acompañarlos.

—Capitán —dijo el señor Elphinstone cuando lo ayudaba a bajar del bote, momento en que se vio sumergido hasta la cintura, aunque no había más de cinco o seis metros hasta las enredaderas—. ¿Le parece que esto es sensato?

—Me parece más que sensato tratar de descubrir si hay algún alimento en la cima de esos acantilados. No sé en qué condiciones está su barriga, señor Elphinstone, pero a la mía le hace falta llenarse.

—Sólo lo pregunto, señor, porque el ascenso será peligroso y difícil, y si ahí arriba no hay nada de interés, habrá sido además en vano.

El capitán asintió y miró hacia las enredaderas, y luego hacia la cima del acantilado, cuyo botín nos quedaba oculto desde ahí.

—Le preguntaré una cosa, señor Elphinstone —dijo al fin, como si le estuviera explicando una cuestión obvia a un niño simplón—. ¿Por qué iban los nativos de estas islas a invertir tanto esfuerzo en crear esa escala vegetal si no guardaran algo de interés en la cima? ¿Se le ocurre alguna razón?

Elphinstone lo consideró unos instantes antes de encogerse de hombros, asentir y ocupar de nuevo su sitio en aquel cascarón. El señor Nelson, entretanto, se había levantado, pero no conseguía poner un pie delante del otro, y el capitán le metió prisa chasqueando los dedos.

—Rápido, rápido, señor Nelson. Acompáñeme, si hace el favor.

Al cabo de unos minutos nuestra reducida tripulación, disminuida a diecisiete, estaba en sus puestos, observando la carrera de los dos hombres que trepaban por el acantilado. No fue difícil adivinar quién sería el ganador; el capitán era un hombre sano y, pese a unas cuantas dificultades iniciales para encontrar asidero, ascendió sin mayor esfuerzo que una araña por una pared. Al señor Nelson, por su parte, le costó bastante más y no pudimos sino preocuparnos de que cayera hacia atrás y se estrellara contra las rocas de abajo, acarreando así una disminución más permanente a nuestra tripulación.

Entre grandes vítores de los demás, sin embargo, los dos no tardaron en llegar a la cima y continuaron con sus esfuerzos, para desaparecer de la vista durante un tiempo. Nos sentamos y charlamos, contentos al principio de que lo hubiesen conseguido, aunque luego empezó a preocuparnos su tardanza en reaparecer. Observé a los dos oficiales que quedaban, Fryer y Elphinstone, en busca de indicios similares de inquietud, pero si sentían alguna la disimulaban bien.

El sol estaba alto en el cielo y me miré los pies para que no me deslumbrara, además de para aliviar la postura forzada del cuello, y entonces pasó algo extraño. Los hombres empezaron a gritar y alcé la mirada. Vi sus expresiones de sorpresa y me pareció que se apartaban de mí. Sin saber qué pasaba, miré de nuevo hacia lo alto, pero el sol brillaba demasiado y me cegó. En ese momento, lo que me pareció un proyectil se dirigió hacia mí y, sin tener oportunidad de apartarme, quedé sumido en una completa oscuridad.

Transcurrieron, según me contaron, unos quince minutos antes de que recobrara la conciencia. Entretanto, los hombres me habían echado agua de mar en la cara, con cuidado de que no la tragara, y me habían abofeteado para reanimarme, pero tardé un rato en recuperar la sensibilidad y, cuando lo hice, fue con un tremendo dolor de cabeza. Al llevarme una mano a la frente noté una magulladura en el centro y lo que parecía el inicio de un gran chichón. Me quejé al rozarlo con los dedos y tras incorporarme, no sin dificultad, descubrí ante mí nada menos que al capitán en persona, que parecía a un tiempo divertido y avergonzado.

—Lo lamento, joven Turnstile —dijo—. Parece que no tienes lo que se dice mucha suerte, ¿eh?

—Me han atacado con alguna clase de proyectil, señor —exclamé.

—Una baya de cacao —repuso, indicando una docena o así de esos frutos vellosos que se hallaban ahora en la proa del bote—. No es que abundaran, te lo aseguro, pero nos serán de gran ayuda en los días venideros. El señor Nelson y yo los hemos arrojado desde arriba. Creo que te has metido en la trayectoria de uno de ellos.

Asentí con la cabeza y me sentí mortificado por todo aquello, pero unos minutos después, cuando el capitán se dignó partir una de las bayas de cacao y distribuir su contenido, me tendió una ración ligeramente mayor de la que me correspondía, y por eso al menos me sentí agradecido.

Olvidé mi herida con rapidez, pero empezó a preocuparme que los retortijones que me aquejaban fueran de naturaleza más grave de lo que cualquiera de nosotros estaba dispuesto a admitir. Sólo podíamos deambular un tiempo por aquellas islas; en algún momento tendríamos que hacernos a la mar, y cuando lo hiciéramos, ¿qué sería de nosotros?

Día 4: 1 de mayo

Hubo mejores noticias ese día, pues pusimos rumbo a otra de las pequeñas islas que salpicaban esas regiones, que el capitán Cook había bautizado como «islas Amistosas», lo que me producía una sensación cálida y satisfactoria, y en esa ocasión descubrimos una pequeña cala donde nuestro bote pudo detenerse. Gracias a ello tuvimos ocasión de salir de nuestro confinamiento y estirar las piernas, caminar por la arena o tendernos boca arriba sin temor a darle una patada a la cara de algún compañero. Tras setenta y dos horas atrapado en el bote, apenas podía creer lo agradable que resultaba sentir de nuevo libres los miembros, y salté y dancé y giré por toda la playa como un chiflado hasta que el capitán mismo se acercó y me soltó un coscorrón, como si la magulladura de la baya de cacao en la frente no bastara.

—Ten un poco de temple, joven Turnstile —me dijo con irritación—. Que no haya nadie para observar tu conducta no significa que puedas comportarte de forma tan ridícula. ¿Te has creído un bailarín en el Covent Garden?

—No, señor, qué va —repuse haciendo una pirueta, de puntillas y con los brazos en alto, una sensación tan agradable que podría haber mantenido aquella absurda pose durante un fin de semana y un día—. Sólo pretendía que la sangre volviera a mis extremidades, que se me han acalambrado terriblemente en ese cascarón.

El capitán soltó un bufido y observó mi continuo bailoteo, preguntándose si debía poner fin de una vez por todas a mis payasadas ya con una orden o un bofetón, pero cuando se volvió se encontró con otra escena que lo ponía a prueba: seis o siete tripulantes hacían gala de una conducta ridícula similar, estirándose y posando y bailando con abandono.

—Un hatajo de imbéciles, eso es lo que tengo por compañía —declaró al fin, sacudiendo la cabeza pero permitiéndose una leve sonrisa, que quedó semioculta por la barba y el bigote que empezaban a predominar en su rostro—. Un hatajo de imbéciles retozones.

Pero nos permitió seguir, quizá consciente de que al menos estábamos haciendo ejercicio, no muy distinto de las danzas que había ordenado a bordo del barco. O quizá advertía que la naturaleza de la autoridad había experimentado un cambio en esos últimos cuatro días y que sería sensato por su parte relajar un poco las normas.

Se formó una partida de cuatro hombres para rastrear la isla, que a primera vista parecía de naturaleza más hospitalaria que cualquiera que hubiésemos visto en los días recientes. Los hombres estaban ya comiendo frutas de los árboles y bayas, llenándose las panzas cuanto podían, aunque la falta de agua continuaba representando un problema. De hecho, debíamos buscar afanosamente una fuente que nos permitiera beber y llenar las cantimploras antes de volver a zarpar.

Para nuestra sorpresa, se fueron cuatro y regresaron seis: los que estábamos en la playa vimos con asombro que una joven —no era bonita pero de todos modos merecía verse— y un niño de tres o cuatro años aparecían en compañía de los expedicionarios, que sonreían ampliamente ante su descubrimiento mientras avanzaban cargados con un montón de grandes plátanos, algunos frutos del pan y más bayas de cacao. La mujer no hablaba inglés; esbozaba una sonrisa que sugería que era simplona y partía bayas de cacao contra su cocorota sin tener en cuenta el cerebro que había dentro. En realidad, parecía disfrutar haciéndolo.

Desde luego, para los hombres constituyó una buena distracción y toda una novedad, aunque quizá el interés fue excesivo, pues cuando todos la rodeamos, la joven se acobardó, cogió a su niño y echaron a correr. Sólo un par de hombres salieron tras ellos en una persecución desganada, entre ellos Lawrence LeBogue, que iba cantando una canción subida de tono y amenazando la virtud de la chica, el muy guarro.

—Pernoctaremos aquí —anunció el capitán—. Creo que nos será más fácil dormir con la espalda plana en la arena que todos hacinados en el bote. ¿Qué les parece?

Los hombres prorrumpieron en calurosos vítores, pues palabra que en ese momento nos habría gustado quedarnos allí para siempre. Podríamos habernos dedicado a ciertas tareas, por supuesto: haber rastreado la isla en busca de más comida y agua, o haber comprobado qué reparaciones requería el bote y haberlas llevado a cabo con madera de la isla. Pero en ese momento nadie estaba dispuesto a mucho más que ejercitar los miembros y luego dejarlos descansar, y eso fue lo que hicimos.

Dos horas más tarde, el guardiamarina Robert Tinkler soltó un grito y todos nos volvimos hacia donde señalaba. Rodeando una colina se acercaba un grupo de hombres, mujeres y niños, con obsequios en los brazos pero lanzas a las espaldas, caminando a tan buen paso que los tendríamos encima en unos minutos.

—No os separéis —ordenó el capitán, poniéndose al frente como le correspondía—. Que nadie haga movimientos bruscos o suscite el antagonismo de los salvajes. Quizá se muestren amistosos.

—Nos superan en número, señor —dije poniéndome a su lado—. Serán unos treinta, si no más.

—¿Y eso te preocupa, Turnstile? La mitad son mujeres. Otra cuarta parte, niños. Y nosotros somos todos hombres, ¿no es así?

El grupo llegó y se detuvo ante nosotros, no tan apiñados como lo estaba nuestra tripulación, y aunque su aparente líder quedó cara a cara con el capitán, los demás empezaron a diseminarse y rodearnos, mirándonos como si los salvajes fuéramos nosotros y no ellos. Señalaron nuestros blancos rostros y parecieron encontrarlo muy divertido, lo que a un tiempo fue insultante y molesto. Una niña de edad indeterminada se acercó a mí y yo me quedé inmóvil como el feroz soldado que creía ser, ¡y no se le ocurrió otra cosa que inclinarse y olisquearme! No supe si echar a correr u olisquearla a mi vez.

El líder le tendió una tajada de cerdo al capitán, arrojándosela como si temiese que el señor Bligh no la aceptara, y éste a cambio se quitó el pañuelo del cuello y se lo puso al jefe, provocando grandes risas entre su gente. Se pronunciaron palabras en los dos bandos, pero fueron incoherentes para ambos, de modo que durante la conversación ningún hombre supo qué decía el otro o si se mostraba amistoso o amenazador.

Tras más o menos una hora de semejante locura, el jefe soltó un grito y su gente volvió a congregarse detrás de él y, sin ceremonia alguna, dieron media vuelta y partieron, dejándonos solos en la playa, de nuevo un puñado de ingleses.

—Bueno, capitán —dijo el señor Fryer—. Me han parecido bastante amistosos. Y aquí hay buenas provisiones. ¿No deberíamos quedarnos un tiempo?

El capitán reflexionó con rostro inexpresivo.

—Esta noche sí —declaró—. Dejaremos que los hombres duerman y que se llenen la barriga. Pero organice una guardia, señor Fryer. Que haya tres hombres alerta en todo momento. Este lugar puede no ser lo que parece.

Y así nos dispusimos a dormir bien por primera vez desde que dejáramos la
Bounty
, con la idea de despertar frescos y alertas, listos para la siguiente aventura. El capitán desconfiaba de aquellos isleños, pero su actitud me pareció exagerada, pues parecían contentos y generosos, en absoluto dispuestos a hacernos ningún daño. Y fue con tan alegres y optimistas sentimientos que cerré los ojos y me sumí en un sueño que necesitaba muchísimo.

Día 5: 2 de mayo

Al despertar por la mañana me encontré ante una cara que me miraba fijamente. Me sobresalté, proferí un juramento y me apresuré a ponerme en pie antes de retroceder hasta unos matorrales. El tipo que me había estado observando tenía más o menos mi edad, supuse, o quizá era algo mayor, aunque era difícil saberlo, porque algunos salvajes tenían un aspecto descarnado que podía corresponder a una persona de cualquier edad entre los quince, quizá, y los cuarenta.

—¿Qué miras? —espeté, tratando de que no notara el temblor de mi voz—. ¿No puede un hombre dormir sin que lo espíen?

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