Motín en la Bounty (38 page)

Read Motín en la Bounty Online

Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Unas horas después, yo estaba tendido en mi litera, tan enardecido y agobiado por la imposibilidad de volver a acariciar a Kaikala o saborear sus besos que pensé que iba a explotar. Justo cuando me disponía a aliviarme estuvo a punto de pescarme el señor Fryer, que avanzó hacia mí a grandes zancadas, llamó a la puerta del camarote del capitán y entró sin esperar permiso. Como es natural, me levanté y apoyé la oreja contra la hoja, pero en esa ocasión los dos hombres hablaron demasiado bajo y no capté ni una palabra.

Al cabo de media hora, el maestre salió y se alejó con paso decidido. Al alzar la vista vi al capitán junto a su puerta, con una expresión de absoluta derrota y desconcierto.

—¿Se encuentra bien, señor? —pregunté—. ¿Puedo traerle algo?

—No —musitó—. Gracias, muchacho. Duerme un poco.

Volvió a entrar, y le habría hecho caso de no ser porque de nuevo se oyó ruido de pasos. En esa ocasión era el maestre acompañado de los señores Christian y Heywood, así que me levanté de un salto y llamé al camarote del capitán para hacerlos entrar. Ellos pasaron por mi lado sin reparar siquiera en mi presencia y los seguí al interior.

—Fuera —ordenó el capitán de inmediato, señalándome.

—Señor, quizá los oficiales querrán…

—Sal de aquí —insistió—. Ahora mismo.

Obedecí, no sin cerrar la puerta a mis espaldas, pero procurando dejar una rendija para oír lo que pasara dentro. No conseguí enterarme de todo, pero las palabras que llegué a captar fueron espeluznantes.

—¿En las pertenencias del señor Churchill, dice usted? —preguntó el capitán.

—Sí, señor —contestó el maestre—. La he descubierto yo mismo no hace ni una hora.

—Y esa lista de nombres… ¿qué supone usted que significa?

—Eso lo ha de decidir usted, capitán. Pero, como ve, los tres desertores figuran en ella en primer lugar.

—Sí, ya lo veo. Y varios marineros más. ¿Qué opina de esto, señor Christian?

No sé dónde estaba situado el primer oficial, pero sólo oí unos murmullos y no capté una sola palabra.

—Pero ¿nueve, señor? —preguntó el capitán—. ¿Nueve hombres que planeaban desertar y quedarse en la isla? ¡Me parece absurdo!

El señor Christian volvió a hablar, seguido de Heywood, pero no entendí sus palabras. Nuevamente se oyó la voz del capitán:

—No, la lista me la quedo yo. Cuanto menos se divulgue la identidad de estos hombres, mejor. Comprendo que sea frustrante para ustedes, pero prefiero llevar esto a mi manera.

Las voces se estaban acercando, de manera que di un salto hacia mi litera y me tapé con la sábana para fingir que dormía. Al cabo de un par de minutos, los cuatro hombres salieron y los tres oficiales se alejaron en silencio. Noté que el capitán se quedaba de pie a mi lado, observándome, pero no me atreví a moverme. Poco después entró de nuevo en su camarote y cerró la puerta, y poco después me dormí.

Abrí los ojos en plena oscuridad. Por los sonidos que me rodeaban supe que era de madrugada y que la mayoría de los hombres estaba descansando, pero algo me había despertado, el sonido de unos pasos sigilosos y una suave llamada a la puerta del capitán. Para cuando me despejé del todo me había perdido gran parte de la conversación, pero permanecí inmóvil, controlando la respiración y con los ojos cerrados para oír al menos cómo acababa.

—¿No debería haberles pedido explicaciones, señor? —oí preguntar, y reconocí la voz del señor Fryer.

—Tal vez —admitió el capitán Bligh—. Pero ¿de qué habría servido? En realidad no sabemos por qué el señor Churchill incluyó sus nombres en la lista.

—No es que estuvieran simplemente en la lista, capitán. Figuraban en los primeros puestos.

—Me parece imposible. ¿Dos oficiales? Sencillamente imposible —insistió—. Váyase a la cama, señor Fryer. Que no se hable más de este asunto.

Se hizo el silencio durante unos instantes.

Al cabo, el maestre volvió a pasar junto a mí de regreso a su camarote mientras el capitán cerraba la puerta del suyo.

Esta vez no me dormí.

13

Los días pasaron y, para mi consternación, tuve que quedarme a bordo de la
Bounty
sin que se me ofreciera la oportunidad de volver a tierra. No había podido despedirme de Kaikala, tan repentina había sido la decisión del capitán de que la tripulación embarcase. Noche tras noche yacía en mi litera soñando con ella y preguntándome qué pensaría de mí, pero cuando le preguntaba al capitán si podía acompañarlo en sus visitas diarias a la isla para inspeccionar los huertos, él negaba con la cabeza antes de responder que no necesitaba a nadie que lo atendiera, y me recomendaba que ayudara a preparar el barco para su inminente partida.

Pero si yo yacía con el corazón destrozado en un pasillo polvoriento, no era nada comparado con las muestras de despecho de la marinería, cada vez más airada por el confinamiento. Por supuesto, una parte de los hombres culpaba a Muspratt, Millward y Churchill, los tres desertores, por haber contribuido a aquel triste giro de nuestra suerte, pero la mayoría reservaba su desprecio para el capitán, que en mi opinión se había limitado a reaccionar ante la insubordinación de un grupo de descontentos, y de ningún modo había impuesto su autoridad arbitrariamente.

—Debería haberme ido con ellos; ojalá me hubiese decidido, diantre —se quejó Isaac Martin una noche en que estábamos sentados en la cubierta mirando hacia las hogueras de la playa y las mujeres que las rodeaban, tan tentadoramente cerca pero demasiado lejos para servirnos de nada.

—Entonces ¿habías planeado hacerlo, Isaac? —preguntó el ayudante de bitácora, George Simpson, un tipo artero en quien nadie confiaba a raíz de un incidente durante una partida de whist poco después de que cruzáramos el paralelo 55; la cuestión se produjo por unos naipes que ocultó bajo las posaderas para hacerlos reaparecer en el momento oportuno. El incidente había acabado en tortas y todos lo habían considerado un villano durante un tiempo, de hecho aún recelaban de él. La honestidad jugando a las cartas era un principio de la vida naval.

—No, no lo había planeado —contestó Martin, teniendo buen cuidado de no hablar de motines delante de un tramposo como Simpson—. Jamás desertaría, por nada del mundo. Tan sólo digo que envidio su libertad y los lujos que les proporciona.

—Vaya diablos con suerte —opinó James Morrison, quien, como privilegio por ser el ayudante del contramaestre, sería la desafortunada criatura que ceñiría la soga a los cuellos de los desertores si finalmente los atrapaban—. En mi opinión no habrán llegado muy lejos. Entrarán y saldrán de ese campamento por las noches, siempre que tengan ganas, mientras los oficiales estén en el barco.

Ahí estaba la verdad del asunto. El descontento se basaba en el hecho de que los hombres habían disfrutado de la compañía de mujeres que les permitían tomarse todas las libertades. Estábamos saciados, hasta el último de nosotros. Yo no era mejor que cualquiera de los demás, aunque para sorpresa de muchos había dedicado mis atenciones a una sola.

—Maldito Bligh —me llegó un profundo murmullo desde atrás, y al volverme descubrí al tonelero, Henry Hilbrant, totalmente repuesto para entonces de sus azotes de unas semanas atrás—. Lo hace porque está celoso, eso es todo. Ésa es la única razón.

—¿Celoso? —pregunté, sin saber muy bien por qué decía algo semejante—. ¿Y de qué va a tener celos el capitán, si puede saberse?

—De nosotros, pequeñajo —contestó evitando mis ojos y mirando hacia la orilla—. Todos sabemos que el capitán no le ha puesto un dedo encima a una mujer desde el día que zarpamos de Spithead. ¿Acaso muestra algún interés en las tentaciones que se nos ofrecen? Ni pizca. A lo mejor es que no puede, eso digo yo. Quizá le falta hombría.

Me quedé mirándolo con desagrado, porque me pareció un comentario vil, una calumnia de la peor naturaleza. Deseé de todo corazón defender al capitán, pues se había mostrado bueno conmigo, pero no pude evitar preguntarme si no habría algo de verdad en aquella acusación. El capitán amaba a su esposa, por supuesto, pero por mis conversaciones con mis compañeros sabía que muchos de ellos también querían a sus mujeres y no estaba en su ánimo causarles ningún daño. Sin embargo, la vida que llevábamos en Otaheite no entrañaba ninguna traición. O al menos no lo veían así. Lo consideraban la recompensa por el prolongado período pasado en alta mar y por las humillaciones padecidas durante la difícil travesía. Era una cuestión física, no emocional. Una necesidad que debía ser satisfecha.

—Se ha vuelto loco, eso es lo que pienso —continuó Hilbrant—. Un hombre acaba perdiendo el juicio si no colma sus placeres. ¿No crees, Tunante? Sin duda tú estás ya medio chiflado, y eso que sólo han pasado unos pocos días desde la última vez que mojaste la mecha. Tienes ojos de perturbado. ¡Miedo me da pensar en qué puedes convertirte cuando salga la luna!

Hice caso omiso del comentario, temiendo que fuese cierto. Nos esperaba un largo viaje. Y puesto que había sido protagonista con regularidad del acto del amor, no lograba imaginar las mañanas, tardes y noches sin ese placer en particular. El simple hecho de pensarlo me causó una punzada de dolor en la zona involucrada.

—Deberíamos rezar para que la
Bounty
sea destruida —dijo Isaac Martin—. Así nos veríamos obligados a quedarnos. —Tras un largo silencio, se echó a reír y añadió—: Lo digo en broma, por supuesto.

—Aun así, no estaría nada mal, ¿eh? —comentó Hilbrant—. Lo de poder quedarnos para siempre.

—Y si nos viésemos atrapados aquí, ningún hombre estaría al mando. Ni el capitán ni los oficiales; nadie. Nos gobernaríamos a nosotros mismos, como pretendía el Señor.

—Eso son quimeras, muchachos, quimeras —intervino James Morrison. Se puso en pie, ocultándome la vista de los demás unos instantes. Se quedó muy quieto y fue volviendo la cabeza, mirando a los allí presentes, para detenerse brevemente en cada uno.

En ese momento no le concedí importancia; tan sólo me maravillé de lo rápido que pasaron de hablar de la isla a un relato de Hilbrant sobre su hermano Hugo y la lucha que éste había mantenido con un cocodrilo. En efecto, la conversación, en la que apenas había reparado, se me fue de la cabeza con rapidez, reemplazada por asuntos más importantes, como el de qué hacer para volver a ver a Kaikala.

Cada día se plantaban más y más brotes en las macetas de la bodega y se iban alineando las hileras, cientos de ellas. Sabía que cuando llegaran a la puerta del fondo el tiempo se nos habría acabado, y cuando una tarde vi que al ritmo que íbamos ese momento se acercaba más y más, decidí poner en marcha un plan de cierto riesgo.

Cuando era un crío que vivía de mi ingenio y la peculiar generosidad del señor Lewis en Portsmouth, no era un ejemplo de virilidad, precisamente. Era menudo y flaco, de brazos largos y pecho algo hundido. Podía andar por la ciudad el día entero y no acusar el cansancio, pero cuando echaba a correr, como hacía siempre que un guardia me veía apropiándome de un objeto que no era mío o un pardillo sentía mis hábiles dedos extrayendo el reloj de su madriguera, pueden estar seguros de que al encontrar un escondite me quedaba allí jadeando durante más de una hora. Sin embargo, todo eso había cambiado en los últimos dieciocho meses. Había cobrado fuerzas y resistencia. Ahora era lo que cabría describir como un tipo saludable.

La
Bounty
estaba anclada a menos de media milla de las playas de Otaheite; era lo más cerca que se podía llegar sin que el barco embarrancara y, aunque en el pasado no había tenido motivos para hacer algo semejante, se me ocurrió que un chico ágil como yo, con todas sus capacidades intactas y un decidido timón señalándole el destino, podía recorrer a nado esa distancia sin peligro. Y si iban a negarme más visitas a la costa hasta que abandonáramos el paraíso, estaba determinado a ver a Kaikala una vez más. Decidí que esperaría a que cayera la noche y hacer esa travesía a nado.

Los oficiales, por supuesto, podían moverse libremente entre la isla y el barco —el capitán Bligh consideró que limitarles las libertades sería excederse—, y eso fue un motivo más de descontento entre los marineros. La idea de que Christian y Elphinstone, Heywood y hasta el señor Fryer tuviesen de pronto la posibilidad de elegir entre todas las damas de la isla, incluso las que antes tal vez habían establecido cierto vínculo con alguien en particular, los consternaba a todos y provocaba mucha rabia en torno a la cuestión de cómo alcanzaba uno el grado de oficial, ya fuera por mérito propio o por los abultados bolsillos de un padre.

Los traslados se hacían en los botes, y los oficiales que se quedaban a bordo por la noche llevaban la cuenta de esos cascarones de nuez para asegurarse de que no faltara ninguno, aunque por otra parte tampoco era posible navegar en uno de ellos hasta la isla sin ser visto. Cada bote medía siete metros de largo; no era lo suficientemente grande para albergar muchos ocupantes, pero tampoco lo bastante pequeño para cubrir esa distancia sin ser visto. Así pues, no era una posibilidad. Sólo me quedaban dos opciones: nadar o quedarme. Elegí la primera.

Esperé hasta asegurarme de que sólo nos quedaríamos tres o cuatro noches más y tuve suerte de que la luna estuviese medio oculta por las nubes, pues así había menos posibilidades de que me descubrieran. El capitán se había retirado tarde a su camarote, pero se había dormido casi de inmediato (lo sabía por los ronquidos que me llegaban de su litera), y el barco se había sumido en el silencio. Sabía que había dos oficiales a bordo, Elphinstone y Fryer, pero el segundo se había retirado ya a su camarote, de forma que los pasos que oí en cubierta al subir por las escaleras tenían que ser los de Elphinstone.

Me asomé y miré alrededor con cautela. No hallé ni rastro de él; deduje que se había dirigido hacia proa, de modo que fui hacia popa y me deslicé con rapidez por la borda, bajé por la escala y permití que mi cuerpo se sumergiera con suavidad en el agua.

Santo Dios, recuerdo que estaba helada. Me había puesto ropa ligera, sólo unos pantalones y una camisa, para nadar con mayor facilidad, pero de inmediato temí morir congelado antes de completar la travesía. Esperé un poco agarrado al barco hasta que oí al señor Elphinstone detenerse justo encima de mí, y aguardé entonces a que diera la vuelta, momento en el cual yo empezaría a nadar. Se tomó su tiempo y permaneció ahí de pie durante lo que me pareció una eternidad, silbando una melodía para luego dedicarse a canturrear. Empezaba a perder la sensibilidad de los pies y temí que todo acabara en grotesco fracaso, pero por fin el oficial dio la vuelta para dirigirse de nuevo hacia la proa y yo me dispuse a nadar.

Other books

Greenwich by Howard Fast
High Country Bride by Jillian Hart
40 Something - Safety by Shannon Peel
The Coroner's Lunch by Colin Cotterill
The Thief by Clive Cussler, Justin Scott
Veil of Time by Claire R. McDougall
Autumn and Summer by Danielle Allen
Daughter's Keeper by Ayelet Waldman