Motín en la Bounty (52 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

—No lo sé. Mi esposa y yo… hemos pasado muy poco tiempo juntos.

—Sí, me enteré de que había vuelto a casarse. Me alegró saberlo. Tuve ocasión de conocer a la primera señora Fryer, y me pareció una mujer de gran fortaleza. —El oficial no dijo nada y siguió un largo silencio antes de que el capitán lo rompiera—: ¿Es usted feliz con su nueva esposa?

—Muy feliz. Cuando Annabel murió, creí que no volvería a encontrar una felicidad así. Pero entonces conocí a Mary, y al cabo de una semana de nuestro matrimonio la abandoné para emprender este viaje. ¿Soy un loco, señor Bligh?

—No, un loco no. Los hombres como usted y yo… nos debemos al rey y al mar. Nuestras mujeres han de entenderlo. La señora Bligh sabía con quién se casaba.

—Pero si sólo nos quedan unos cuantos años por delante —replicó el señor Fryer, claramente proclive a la contemplación—, ¿por qué pasarlos entre otros hombres, a miles de millas de casa? ¿Por qué hacer eso cuando tenemos el consuelo de un hogar y una familia en Inglaterra?

—Porque está en nuestra naturaleza —contestó el capitán dando a entender que así funcionaba el mundo y que no quería seguir hablando de ese asunto—. De todos nosotros, ¿cuántos hombres cree usted que volverán a hacerse a la mar cuando regresemos a casa?

—Ninguno, señor —contestó Fryer.

—Y yo diría que la mayoría. Lo llevan en la sangre. Recuerde lo que le digo: el año que viene por estas mismas fechas se hallarán en otro barco, en busca de aventuras y emociones, dejando en casa a sus esposas y novias.

Me pregunté si sería cierto eso, y pensé que el capitán quizá tenía razón, pero que no sería mi caso. Traté de imaginar qué me depararía el futuro, pero en ese momento el sueño hizo presa de mí y me entregué a él.

Día 27: 24 de mayo

Ese día nos enfrentamos a terribles problemas, y juro que estuvimos al borde de una pelea como la que no habíamos visto hasta entonces en el bote. Alrededor de mediodía, estaba sentado junto al maestro velero Lawrence LeBogue, recordando con él la isla de Otaheite y las distracciones de que disfrutamos allí antes de que empezaran nuestras dificultades. Al cabo de un rato, quizá más del que debería haber tardado en advertirlo, me percaté de que el señor LeBogue se había sumido en un estado de estupor y no oía una palabra de mi cháchara.

—¡Capitán! —exclamé bien alto para que mi voz llegara de la popa, donde estaba sentado, hasta el sitio del señor Bligh en la proa—. ¡Capitán! ¡Eh!

—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó volviéndose hacia mí.

—Es el señor LeBogue. Creo que se nos ha muerto.

Todas las cabezas se volvieron entonces y juro que vi expresiones de avaricia en algunos ojos; si LeBogue se había ido, entonces disponíamos de una dieciochava parte más de espacio en el cascarón para estirar brazos y piernas, y un dieciochavo más de las pocas provisiones disponibles.

—Hazte a un lado, muchacho —dijo el cirujano Ledward abriéndose paso hasta nosotros.

Yo obedecí mientras él se arrodillaba para tomarle el pulso al señor LeBogue en la muñeca y el cuello. Esperamos en silencio una respuesta, pero antes de ofrecerla el doctor apoyó la oreja en el pecho del paciente y se incorporó para volverse hacia el capitán y asentir con la cabeza.

—No está muerto, señor. Pero se encuentra en muy mal estado, sin duda. Se ha desvanecido. Diría que está completamente deshidratado y famélico.

—Excelente diagnóstico, cirujano —se burló William Peckover con una mueca de desdén—. A ver, ¿cuántos años estudió usted para saber tanto sobre anatomía humana?

—Cállese, hombre —espetó el señor Fryer, aunque lo cierto es que Peckover tenía razón. Porque, evidentemente, todos estábamos famélicos y nos moríamos de sed. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de ello.

El capitán vaciló sólo un instante antes de tender una mano hacia el cajón y sacar un poco de pan y agua; el pan apenas habría saciado a un ratón, tan escaso era, pero a nuestros ojos constituía todo un festín, pues equivalía a nuestra ración de todo un día. El agua no era más que la que medio minuto de lluvia dejaría en una taza, pero para nosotros también era como todo un océano.

—Pásele esto, señor Fryer —dijo el capitán, lo bastante listo para no confiar en ningún otro; sin duda, la ración habría desaparecido antes de recorrer los siete metros del bote.

—¡Capitán, no! —exclamó Robert Lamb, y al oír su protesta, al menos media docena más empezó a quejarse también.

—¡Es demasiado!

—Y nosotros ¿qué?

—¿Tenemos que desmayarnos todos para sobrevivir?

—¡Silencio! —ordenó el capitán, aunque su voz era una sombra de lo que había sido en el barco y en la isla—. Uno de nuestros compañeros está enfermo. Debemos salvarlo.

—Pero ¿a qué precio? —quiso saber el señor Samuel—. ¿A costa de nuestras propias vidas?

—El precio se calculará a medida que pasen los días —contestó el capitán—. Pero no vamos a empezar a sacrificarnos unos a otros sólo porque nuestros cuerpos nos defrauden. ¿Dónde acabaríamos? A mediodía de mañana quedaría un solo hombre a bordo, el más fuerte de nosotros.

Todos murmuramos por lo bajo, pero era obvio que tenía razón. Si empezábamos a creer que podíamos dejar morir a los demás al primer indicio de debilidad, no habría forma de saber cuánto tardaríamos en vernos cada uno arrojados por la borda para alimentar a los peces. Aun así, fue terrible ver desaparecer toda aquella comida en el gaznate del señor LeBogue, y poca compensación hallamos al verlo abrir los ojos y regresar a nuestra compañía unas horas después, lamiéndose los labios y con expresión de no entender las miradas de desprecio que le dirigían los demás.

—¿Qué pasa? —quiso saber, con la misma expresión angelical de un niño del coro—. ¿Qué se supone que he hecho? ¡Si estaba durmiendo!

Día 28: 25 de mayo

Un día mejor, en el que vimos muchas aves en el cielo y surgió la posibilidad de atrapar una. Tras el incidente de casi una semana antes con el alcatraz, cuyas negras entrañas nos habían sugerido un mal presagio, nos angustió la posibilidad de que el éxito en la caza fuera seguido de otro de esos malos augurios, pero en esa ocasión no fue así. Para nuestro gran deleite, un pájaro se posó directamente en cubierta antes de que pudiésemos siquiera concebir un plan para atrapar uno, y permaneció ahí meneando la cabeza mientras nos examinaba. La tripulación entera le cayó encima. Cuando la multitud se separó y se hubo restablecido el equilibrio, le partimos el pescuezo y Lawrence LeBogue, quien se había recobrado mucho desde su desventura de la tarde anterior, lo entregó al capitán.

—¡Tripulación, hoy hemos tenido suerte! —exclamó alegremente el capitán, pues en efecto tras un mes en el mar aquello supuso un gran júbilo para todos. No recuerdo haber sentido en mi vida tanta euforia como cuando el capitán deslizó el cuchillo en las entrañas del animal, lo cual reveló un saludable flujo de sangre y una carne del más delicioso tono—. Hoy nos aguarda un festín, compañeros. Dividiremos el ave equitativamente y la comeremos en lugar de pan. ¿Están de acuerdo?

—¡Sí, señor! —exclamamos todos, pues no había uno solo que no estuviera dispuesto a ceder el derecho al pan cotidiano si ello significaba comer algo de carne.

El capitán troceó el pájaro —carne, órganos, hasta los cartílagos— en dieciocho partes, procurando que fueran equitativas, aunque había pedazos algo mayores que otros. Lo cierto es que un hombre en tierra firme, al ver las exiguas ofrendas que cada uno estaba a punto de recibir, apenas las habría considerado dignas de abrir la boca y masticarlas, pero nosotros no estábamos en tierra firme. Éramos dieciocho partes de piel y huesos reunidas en siete metros de madera empapada, tratando de que nuestra sangre continuara fluyendo y nuestro corazón latiendo. Contemplamos las porciones cuando estuvieron listas, a la espera de que el capitán las repartiera, con los ojos fijos en las que nos parecían especialmente satisfactorias.

—¿Señor Fryer? —dijo el capitán.

El maestre asintió. El capitán nos dio la espalda a todos, sosteniendo el plato con pedazos de ave, mientras su segundo al mando ocupaba su sitio en la proa, de cara a nosotros. El capitán, que no nos veía, sostuvo en alto el primer bocado para que todos lo observáramos. El único hombre que no podía hacerlo, de hecho, era el señor Fryer.

—¿A quién le toca éste? —preguntó en voz alta el capitán.

El señor Fryer contempló los rostros que aguardaban, seleccionó uno y anunció en tono igualmente formal:

—A William Purcell.

El capitán le dio el pedazo, de buen tamaño, al señor Fryer, que a su vez se lo tendió al señor Purcell. Éste lo miró con asombro, como si no pudiese creer su suerte al verse servido primero, antes de mordisquearlo con cuidado para luego devorarlo de una vez.

—Despacio, hombre —lo reprendió el señor Fryer—. Saboreen un poco la carne antes de mandarla a sus estómagos.

—¿A quién corresponde éste? —volvió a preguntar el capitán, sosteniendo otro pedazo en alto. Todos contuvimos el aliento, pues era mayor que el primero.

—A Peter Linkletter —respondió el señor Fryer.

El hombre en cuestión soltó un grito de júbilo antes de reclamar su trofeo, que ingirió con cautela, pedacito a pedacito para que le durase más. Lo miré, salivando profusamente y esperando recibir yo también un pedazo de semejante valor.

—¿Y a quién le toca éste? —preguntó el capitán, que parecía estar disfrutando tanto como el señor Fryer de su nuevo papel.

—Al cirujano Ledward —fue la respuesta, y el tercer pedazo desapareció.

—¿Y éste? —prosiguió el capitán sosteniendo el siguiente bocado, claramente menor que los tres anteriores—. ¿A quién le toca?

Todos contuvimos el aliento, pues no queríamos influir en el señor Fryer con nuestra expresión de pánico.

—Al oficial William Elphinstone.

Fuimos lo bastante hombres para no soltar gritos de júbilo porque no nos hubiese tocado, y el señor Elphinstone hizo honor a su rango de oficial al recibirlo con un «Le estoy muy agradecido, señor» y no revelar la menor decepción o pedir un segundo voto. Los hombres asentimos, aprobando de todo corazón su conducta.

—¿A quién le corresponde éste? —fue preguntando el capitán una y otra vez, y en cada ocasión un hombre se adelantó sin dejar traslucir júbilo o decepción.

Sentí una punzada de emoción al pensar en la tripulación que formábamos, una tripulación tan decente, tan unida. Durante esos momentos de aquel día juro que todos tuvimos la sensación de que podríamos navegar derechos a Inglaterra y de que hasta el último de nosotros sobreviviría.

Por fin sólo quedaron cuatro pedazos de ave, y Thomas Hall, el cocinero, y yo éramos los únicos que faltaban por comer, además del capitán y el señor Fryer.

—¿Y éste? —preguntó el capitán levantando el mayor de los cuatro pedazos; pensé entonces que, ocurriera lo que ocurriese, nuestros dos líderes se quedarían con la peor carta de aquel juego.

—John Jacob Turnstile —declaró el señor Fryer, y di un paso al frente para aceptar mi pedazo, agradecido.

El trozo no era mayor que mi pulgar, y tampoco más grueso, pero di gracias a Dios, pues era el mayor banquete que podría haber deseado, y cuando lo mordí, reveló una textura carnosa y un rico sabor. Mi boca volvió a la vida al instante: la lengua despertó con un respingo y se preguntó por qué la había maltratado tanto tiempo; mi estómago dio un nervioso vuelco ante los precoces indicios de que no tardaría en iniciar el acto de la digestión. Salivando, comí lo más despacio que pude, saboreando cada textura; ni siquiera me fijé en qué pedazo le correspondía finalmente al señor Hall.

—¿Y éste? —preguntó el capitán instantes después, sosteniendo en alto el penúltimo pedazo.

—Para usted, capitán —repuso el señor Fryer.

El capitán asintió con la cabeza, se volvió de nuevo hacia la tripulación y le tendió al maestre el último pedazo, de tamaño y forma casi idénticos al suyo, y ambos constituían claramente las porciones más pequeñas del ave, un hecho que no pasó inadvertido para nuestros admirados ojos.

—Entonces, éste le corresponde a usted —le dijo el capitán al señor Fryer, y los dos hombres inclinaron la cabeza para comer.

—¡Tres hurras por el capitán Bligh! —exclamó John Hallett, llevado por la emoción—. ¡Hip, hip…!

—¡Hurra! —coreamos todos una y otra vez, pues éramos presa de gran excitación tras el drama de la espera y la alegría de comer.

—Y tres hurras por el señor Fryer —añadí, pues había participado también y recibido por ello uno de los pedazos más pequeños—. ¡Hip, hip…!

—¡Hurra! —exclamaron los hombres con mayor contundencia incluso, y tanto el capitán como el maestre sonrieron, un poco avergonzados, pero encantados por el giro de los acontecimientos.

—Tal vez logremos atrapar otro —dijo el capitán alzando la vista hacia el cielo, mucho más oscuro, en el que ya no había pájaros; a nuestros momentos de alegría habían de seguirles inevitablemente huracanes y lluvias.

Los hombres asintieron, confiando en lo mismo pero sin contar con ello. Entretanto, sin embargo, antes de que los cielos se abrieran, juro que fuimos felices. Todos y cada uno de nosotros.

Día 29: 26 de mayo

Llovió mucho durante la noche, pero habíamos sufrido aguaceros peores, y despejó un poco con la claridad del día. Vimos más aves en lo alto y tratamos con ahínco de atrapar una, pero no eran tan estúpidas como la del día anterior y no se posaron en el bote ni volaron lo bastante cerca como para apresarlas a mano. Sin embargo, eso no nos desanimó, pues la opinión general fue que el aumento del número de aves significaba que nos acercábamos a tierra.

El único suceso digno de mención llegó cuando John Samuel se desvaneció, como habría hecho una muchacha en un día caluroso en las calles de Londres. Lo reanimamos rápidamente echándole agua de mar en el rostro, cuidando de que no se la tragara, y todos estuvimos de acuerdo en que era un cursi por padecer tal desmayo, en especial considerando lo bien que había comido el día anterior y lo positivo de nuestra moral. Buscó comprensión durante una hora más o menos, pero al ver que se la negaban en todas partes, se retiró a un rincón del bote a lamerse el orgullo herido.

Esa tarde yo mismo fui víctima de la autocompasión, cuando me pasé la mano por la cabeza para aliviar un picor y unos copos como pétalos de no supe qué parecieron descender de mi cabello y mi rostro a la cubierta. Me los quedé mirando, preguntándome si estaría mudando la piel. Volví a tocarme la cabeza y la lluvia de escamas continuó. Guardé el secreto algún tiempo, temiendo haber pillado alguna virulenta pestilencia que ocasionara mi fulminante expulsión antes de que se propagara, pero por fin, ante el terror de que pudiese estar a punto de morir, consulté al cirujano Ledward sobre la cuestión.

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