Cuando las tempestades por fin amainaron y no quedó otra cosa contra la que luchar que viento y lluvia, el capitán captó nuestra desdicha y nos ofreció un poco de tocino, una provisión que constituía el mejor resto de nuestra breve estancia en las islas Amistosas, así como un bocado de pan y un traguito de agua. Confieso que las tres cosas juntas se me antojaron un gran festín y, de no haber sido por las constantes protestas de mi estómago, me habría sentido un Turnstile contento y saciado, satisfecho de sí mismo.
—Capitán —dijo Tinkler, que había recobrado brevemente el juicio, aunque quizá le fallaba aún un poco, considerando la insolencia que soltó—. Capitán, no pretenderá darnos sólo esto, ¿no?
—¿Sólo qué, señor Tinkler? —preguntó el capitán enjugándose la lluvia de los ojos, cuyos oscuros cercos revelaban su agotamiento.
—Estas migajas —repuso el otro con un dejo de frustración en la voz—. Ni siquiera bastarían para alimentar a un periquito, y mucho menos a una tripulación de hombres adultos y al chaval Tunante.
Eso me pareció ofensivo, pero preferí no intervenir y me limité a añadirlo mentalmente a mi lista de insultos y desaires.
—Señor Tinkler —respondió el capitán con un suspiro—. Es lo que hay. ¿Debería darles más y dejarlos morir de hambre mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Preferiría eso?
El no sé si tan demente se levantó, tendió los brazos ante sí, despacio, y apretó los puños, no con la intención de atacar al capitán sino para hacerlos oscilar arriba y abajo en el aire de pura rabia.
—Mañana es mañana —dijo, declarando algo bien obvio—. Quizá no deberíamos preocuparnos de eso ahora.
—No comparto su opinión.
—Pero tengo hambre. Voy a morirme de hambre. Mirad —añadió, levantándose la camisa para mostrarnos un costillar sobre el que bien podría haberse pasado una cuchara y obtenido un sonido armonioso—. ¡Soy piel y huesos!
—Como todos nosotros, señor —exclamó el capitán—. Y seguiremos siendo piel y huesos hasta que nos hayamos salvado. Es el precio que pagamos por los crímenes de nuestros antiguos compañeros.
—El precio que pagamos por la insensatez de unirnos a usted, querrá decir —soltó Tinkler volviéndose hacia los demás, indignado, furioso, pálido por la enfermedad y al mismo tiempo escarlata de ira, si puede comprenderse semejante descripción. Sin embargo, su público no lo escuchaba, pues nadie estaba de humor para semejantes disputas—. ¿Qué decís? Estamos despojados de todo y muertos de hambre. Ahí dentro… —Miró hacia el cajón que permanecía cerrado en todo momento junto al capitán, que llevaba la llave al cuello—. Ahí dentro hay comida. Comida que el señor Bligh decide cuándo hemos de consumir. ¿Quién le ha dado semejante autoridad? ¿Por qué lo permitimos?
El capitán se levantó de su sitio en la proa del bote y en un periquete estuvo ante el señor Tinkler con la mano alzada y la mirada arrebatada, tanto que por un instante me preocupó cómo acabaría aquello.
—Siéntese, señor —bramó tan alto que hasta el señor Christian podría haberlo oído—. No toleraré que hable así, ¿me oye? ¿No hemos tenido ya suficiente motín para toda una vida? ¿Que quién me ha dado mi autoridad, pregunta? ¡El rey, señor! El rey me la dio y sólo el rey puede arrebatármela.
Tinkler lo miró fijamente durante unos segundos y todos nos temimos que fuera a atacarlo. Vi a los señores Fryer y Elphinstone preparados para lanzarse sobre él si la situación se complicaba aún más, pero conteniéndose por el momento. Yo mismo estaba al borde del asiento, dispuesto a defender al capitán si era necesario, pero no lo fue, pues la mirada del poder bastó para que Tinkler sucumbiera a una mezcla de dolor, irritación, hambre y locura, antes de derrumbarse y echarse a llorar como una mujer. El capitán alzó de nuevo la mano, me pareció que para apoyársela en el hombro, pero se lo pensó mejor y volvió a su asiento.
—Comerán cuando yo diga que han de comer —exclamó para que todos lo oyéramos—. Y comerán cuando yo les dé de comer. Yo no consumo más que cualquier otro hombre a bordo, ya lo saben. Sobreviviremos, ¿me oyen? ¡Sobreviviremos a esto! ¡Y van a obedecerme!
Se oyeron unos murmullos a modo de vítores, pero lo cierto es que éramos sombras de lo que habíamos sido y ni siquiera una escena como ésa consiguió romper la monotonía del viaje y el terror de nuestras nuevas vidas. Unos minutos después estábamos ocupándonos de nuevo en nuestras obligaciones y todo se había olvidado, excepto ese hecho que tanto había enfurecido a Robert Tinkler.
Estábamos todos muertos de hambre, hasta el último de nosotros, incluido el capitán.
Soñé que nuestro cascarón había hecho lo imposible y navegado hasta el puerto de Spithead, y cuando nos acercábamos a quién veía esperando en la orilla, con los brazos en jarras y expresión iracunda: nada menos que al señor Lewis. Soñé que al poner un pie en la orilla no era recibido como un héroe, sino que el señor Lewis me llevaba de vuelta a su establecimiento, donde me ponía de ejemplo ante mis hermanos.
Y entonces desperté, sobresaltado.
Hacía mucho que habíamos pasado el punto en que los gritos durante el sueño bastaban para despertar a los demás; las molestias ajenas nos importaban bien poco. Pero allí tendido, con las salpicaduras de las olas cayéndome en la cara a intervalos regulares con el cabecear del bote, me pregunté si en efecto el señor Lewis me estaría esperando, o si tal vez habría olvidado por completo mi existencia.
No conservaba más que vagos recuerdos de nuestro primer encuentro. Sólo era un crío de cuatro o cinco años, que sobrevivía apenas de las migajas que podía encontrar, cuando lo vi un día en la calle. Le tendí una mano por si podía ofrecerme una limosna y pasó de largo sin una palabra, pero entonces se detuvo en seco un poco más allá y permaneció inmóvil. Lo observé, preguntándome si habría cambiado de opinión y hurgaría en el bolsillo en busca de unas monedas, pero en lugar de ello me sonrió, me miró de arriba abajo y volvió a acercarse.
—Hola, chico —saludó, agachándose para quedar a mi nivel, aunque siguió estando más alto que yo.
—Buenas tardes, señor —respondí, tan educado como pude.
—Me parece que tienes hambre —comentó—. ¿No te da de comer tu madre?
—No tengo madre, señor —contesté, bajando la vista ante tan desdichadas palabras.
—¿No tienes madre? ¿Y padre tampoco?
—No, señor —admití.
—Qué historia tan triste —comentó, negando con la cabeza y acariciándose el bigote—. Una historia terrible para un niño tan pequeño. ¿Dónde duermes por las noches, entonces?
—Donde puedo, señor. Pero si fuera tan amable de darme un cuarto de penique, quizá me las apañaría mejor hoy que anoche, porque tuve que dormir junto a un perro apestoso para que me diera calor.
—Sí, ya me he dado cuenta de lo mal que hueles —observó con una sonrisa, aunque advertí que no retrocedía asqueado—. Déjame ver qué tengo por aquí… —murmuró hurgando en el bolsillo—. No tengo cuartos de penique, pero quizá te convendrán estos dos peniques, ¿no?
Abrí mucho los ojos. Hacían falta ocho cuartos de penique para tener dos peniques; era pequeño e inocente, pero conocía muy bien el valor del dinero.
—Gracias, señor —dije, agarrándolos rápidamente, no fuera a cambiar de opinión—. Se lo agradezco muchísimo.
—Ha sido un placer, muchacho —contestó riendo un poco y acariciándome el brazo con un dedo de una forma que entonces no me inquietó, pues en ese momento sólo me preocupaba pensar en cómo gastar mi fortuna—. ¿Tienes un nombre, chico?
—Sí, señor.
—Bueno, ¿y cuál es?
—John —contesté.
—¿John qué?
—John Jacob Turnstile.
Asintió con una sonrisa.
—Eres un chico muy guapo, ¿no es así? —preguntó, pero de una manera que no parecía esperar respuesta, así que no se la di—. ¿Sabes quién soy, John Jacob Turnstile?
—No, señor.
—Me llamo Lewis. Señor Lewis, para ti, chico. Tengo un… cómo expresarlo… un establecimiento para chicos como tú. Un sitio donde los que no tienen techo pueden encontrar cobijo. Y los hambrientos, comida. Y a los cansados se les ofrece una cama. Allí hay muchos chicos de tu edad. Es un buen establecimiento cristiano, por supuesto.
—Suena muy bien, señor —declaré, preguntándome cómo sería que le ofrecieran a uno comida y cama todos los días, sin tener que recoger la primera de las calles o encontrar la segunda en lo más oscuro de un fétido callejón.
—El sitio está muy bien, John Jacob Turnstile —aseguró, incorporándose, de forma que tuve que estirar el cuello para mirarlo; no le vi bien la cara porque me daba el sol en los ojos—. Está pero que muy bien. Quizá te gustaría verlo algún día.
—Me gustaría muchísimo, señor.
—¿Y no hay nadie que… nadie que vaya a echarte de menos? Ya has dicho que no tienes padres. Pero ¿y una tía que te cuide? ¿Un tío que te quiera mucho? ¿Una anciana abuela?
—Nadie, señor —contesté con cierta tristeza por admitirlo—. Estoy completamente solo en el mundo.
Sonrió y negó con la cabeza.
—No, no lo estás, muchacho. No estás solo. Nunca volverás a estarlo.
Y con eso me tendió una mano. Titubeé sólo un par de segundos.
Y entonces la acepté.
Más desdicha ese día tras una mañana de vendavales y lluvias implacables, los primeros zarandeando el bote con tanta violencia que no me cupo duda de que íbamos a morir, y que nos impidieron además reabastecernos de agua. Cuando recuperamos el control sobre la embarcación y seguimos navegando —con rumbo a Nueva Holanda, que según el capitán estaba a unas sesenta o setenta leguas de allí— fue obvio que algunos hombres eran víctimas de un padecimiento extremo. El secretario John Samuel no estaba en condiciones de hacer esfuerzo alguno y su semblante ofrecía tal aspecto que me pregunté si le quedaría mucho tiempo de vida; había dejado de quejarse o pedir provisiones, y parecía haberse resignado a su destino. El botánico Nelson se encontraba en condiciones similares, pero me atemorizaba cada pocas horas al inclinarse aferrándose el vientre, como si le estuvieran clavando lentamente una lanza que le perforara los intestinos, antes de soltar un aullido como el que habría proferido un zorro atrapado en un cepo. Prefería no pensar cómo sería ese dolor para el que lo padecía; su expresión de absoluta agonía me revelaba suficiente, y tuve la certeza de cuál habría sido su respuesta de haber tenido elección entre seguir abrigando esperanzas o una muerte segura. Los oficiales también se resentían. El señor Elphinstone se hallaba en un estado de terrible sufrimiento; su semblante estaba más pálido que el de cualquier otro y se le había hinchado el vientre por culpa de las privaciones. No había dicho nada en dos días, ni siquiera al capitán, que parecía consternado por su condición. Y en cuanto al señor Tinkler, su descenso hacia la demencia se había incrementado a buen ritmo, aunque estaba algo más tranquilo porque la falta de comida y agua menguaba sus energías.
Me consideraba afortunado, pues, aunque estaba hambriento y desesperado por un poco de agua, parecía conservar alguna fuerza y no padecía los terribles dolores de estómago que aquejaban a algunos. Por supuesto, eso significaba que pasaba más tiempo que antes a los remos, pero era un deber que asumía satisfecho. En realidad, el ritmo constante que nos impulsaba a través de las aguas me proporcionaba una suerte de liberación y consuelo. También me daba la sensación de tener algún control sobre nuestro propio destino y, por ende, sobre mí mismo. Si podía seguir remando, quizá sería el primero en avistar tierra. Después de todo, habían sido mis ojos los primeros en ver Otaheite… ¿cuánto hacía de eso? Parecía que hubiese transcurrido en otra vida.
Tres veces al día, el capitán dividía un mendrugo de pan en dieciocho. Cómo se las apañaba para mantener una igualdad entre las migajas era un misterio para mí, pero la cuestión es que lo conseguía, pues ningún hombre recibía más de lo que le tocaba, ni siquiera aquellos que padecían más, por lo que me sentía agradecido puesto que sólo habría conducido a la falta de honradez entre el resto de nosotros.
Aquella noche pasé por una mala hora, de la que sólo diré que tuve la certeza de que iba a morir en aquel cascarón.
Me provocó el más absoluto desánimo.
Ese día sucedió algo terrible cuando apareció una bandada de alcatraces que graznaron sobre nuestras cabezas de forma atroz. Nos excitamos muchísimo, pues si conseguíamos atrapar uno, se convertiría en una buena comida. El señor Fryer cogió el arpón despacio y nos dijo que nos sentáramos, que nadie se moviera; esperaríamos a ver si un alcatraz se posaba en la borda.
—Si tuviésemos dos arpones, las cosas serían mucho más fáciles, maldición —dijo una voz detrás de mí, no supe muy bien de quién; seguí mirando al frente para no darle a aquel perro ninguna satisfacción ante semejante comentario.
—Silencio, por favor, caballeros —pidió el señor Fryer en voz baja y tranquila—. Señor Bligh, ¿y si ponemos un mendrugo de pan sobre la borda?
—Si lo perdemos será un desperdicio terrible —adujo el capitán, indeciso.
—Y si atraemos con él a uno de esos pájaros, le prometo que no volverá a levantar el vuelo.
El capitán titubeó unos instantes, pero ningún alcatraz daba indicios de aterrizar, así que, prefiriendo no arriesgarse a que se alejaran, cogió un pedazo de pan del cajón y lo dejó con cautela sobre la borda, cerca del propio maestre.
—Si puede matarlo antes de que se lo coma, tanto mejor —dijo en voz baja el capitán.
Era un buen pedazo, sin duda mayor del que nos ofrecía a nosotros, pero era necesario que tuviese ese tamaño para que las aves lo vieran y pensaran que merecía la pena abatirse sobre él. Mi estómago gruñó y dio un vuelco de hambre al verlo, y diría que no fui el único que sintió el impulso de abalanzarse y tragárselo antes de que alguien pudiera impedirlo, aunque hacer algo así podría haber tenido el resultado de un ajusticiamiento inmediato.
—Vamos —exclamó el señor Fryer, y juro que miró a los ojos a uno de esos pájaros.
Instantes después el bicho empezó a descender, observando cautelosamente tanto el pan como a nosotros, intentando decidir si pretendíamos hacerle algún daño.
—Silencio todo el mundo —exigió el maestre, y nadie se atrevió a respirar, no digamos ya a moverse. Aquellos instantes parecieron horas, pero entonces, para nuestra alegría, el ave se posó en la borda del bote, acercó el pico al pan y se lo zampó antes de que alguno de nosotros atinara a evitarlo. No obstante, se vio inmediatamente recompensado con el arpón del señor Fryer, que lo ensartó limpiamente y lo dejó clavado a la cubierta.