Motín en la Bounty (58 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

El capitán habló con gran pesar de la desaparición del botánico de la
Bounty
, David Nelson, que no se recuperó con comida o agua y falleció el segundo día tras nuestra llegada. Creo que el señor Bligh lamentó especialmente perder el último vínculo con los frutos del árbol del pan de Otaheite, al hombre que había sentido tanta pasión por nuestra misión como el propio capitán, y de quien esperaba que hablase en su defensa cuando regresáramos a Inglaterra.

A ellos los siguió el señor Elphinstone, pobre hombre; fue el único oficial que murió. Como todos los demás, había llegado a Timor en un estado lamentable, pero mientras que yo tuve la fortuna de recobrar la sensatez y la salud, él perdió todas las fuerzas y falleció un par de días más tarde.

Finalmente, el día después de que yo despertara, perdimos a Thomas Hall, el cocinero, lo cual me entristeció muchísimo, pues había sido excepcionalmente amable conmigo a bordo del barco y, si bien es cierto que nos preparaba las comidas con el mismo cuidado que un perro o un cerdo dedican al sabor o la higiene, no lo es menos que en cualquier caso las preparaba, aparte de que para mí era un tipo estupendo y un buen amigo. El funeral del señor Hall fue el único al que pude asistir y la presión de nuestra situación, la comprensión gradual de lo que habíamos padecido y soportado, sumado al hecho de que despertara para encontrarme con tanta muerte, me dejaron en tan penoso estado que me eché a llorar como un crío cuando le dimos sepultura. El capitán tuvo que llevarme de vuelta a la cama para que no diera un espectáculo lamentable.

—Lo siento, señor —dije, enjugándome los ojos y sintiéndome como si otra palabra amable por su parte fuera a provocar más llanto; más que lágrimas, todo un torrente de infelicidad y desdicha que manara de mis ojos.

—No lo sientas, muchacho. Hemos formado una tripulación de hombres, estas últimas siete semanas. Sí, y también a lo largo de estos dos últimos años. ¿Por qué no ibas a llorar por tus camaradas caídos?

—Pero ¿por qué he sobrevivido yo? ¿Por qué decidió el Señor que…?

—No te hagas esa pregunta —me interrumpió con aspereza—. Nuestro Señor toma sus propias decisiones con respecto a quién se queda y a quién se lleva. No nos corresponde cuestionarlas.

—Pero pensé que había llegado mi hora, señor —le dije, y el pesar volvió a embargarme—. Aquellos últimos días en el bote sentí la muerte alrededor. Sentí que mi vida acababa, que para mí no habría futuro.

—También yo temí por ti, muchacho —declaró, sin pensar en cómo podía afectarme esa frase—. En realidad, en cierto momento tuve la certeza de que habías fallecido, unas horas antes de que llegásemos a tierra, y fue un golpe duro para mí, durísimo, de hecho. Pero tienes una fuerza que tú mismo ignorabas. Te has fortalecido, muchacho, durante el tiempo que hemos pasado juntos. ¿No te das cuenta? Te has convertido en todo un hombre.

No me sentía como tal mientras estaba ahí sentado, llorando en el hombro de esa alma buena, que no me hizo sentirme menos hombre por ello, pero cuando hube acabado dijo que ya estaba bien de lágrimas, que ya las había hecho salir y no debía derramar más o sabría lo que era bueno.

—Sí, señor —dije, y no volví a llorar.

Trece miembros de la tripulación original de diecinueve a los que habían expulsado de su legítimo hogar en la
Bounty
subimos a bordo del
Resource
para navegar hasta Java; habíamos perdido a una tercera parte de los nuestros: las cinco bajas recientes y, antes, a John Norton, quien había caído a manos de los salvajes de aquella primera isla que visitamos, un suceso que parecía haber ocurrido muchos años antes.

Había esperado que reinara una gran excitación entre nosotros, que tras nuestras aventuras tendríamos la sensación de que formábamos un grupo que nunca volvería a separarse, pero para mi sorpresa la atmósfera a bordo de aquel barco fue de lo más sombría. Capté entre mis compañeros muchos murmullos de rencor hacia el capitán, pese a que éste nos había guiado con éxito a través de los mares hasta un sitio desde el que podríamos zarpar rumbo a casa, pero al parecer no sentían la menor gratitud: había llegado el momento de las recriminaciones.

Esa noche estalló una pelea tremenda entre el capitán y el señor Fryer, un altercado que llevaba dos años fraguándose, y se dijeron cosas que nunca deberían haberse dicho. El señor Fryer acusó al capitán de haber provocado el motín con su actitud: quitándoles a los hombres privilegios que antes les había concedido, tratándolos como si le pertenecieran y con unos cambios de humor que iban de la alegría más desbordada al desánimo más amargo, como una novia ante el día de su boda. El capitán se negó a escucharlo y replicó que el señor Fryer nunca había sido el maestre que esperaba. Dijo que cuando él tenía bastantes años menos, apenas veintiuno, había sido maestre del capitán Cook. ¿Qué clase de oficial, quiso saber, no tenía una capitanía a su edad?

—Usted, señor, no es capitán —replicó el señor Fryer disparando una flecha al talón de Aquiles del capitán—. Tiene usted el mismo rango que yo, señor, el de teniente.

—¡Pero poseo el mando, señor, el mando! —exclamó el capitán con el rostro encendido—. Un mando que usted jamás tendrá.

—¡No querría un mando como el que usted posee! —gritó el oficial—. Y en cuanto a lo de ser maestre del capitán Cook… —Negó con la cabeza y, para su ignominia, escupió en el suelo—. Un hombre honesto tomaría nota de sus propios actos en aquel oscuro día.

Aquello fue el colmo y más que el colmo para el señor Bligh, que pareció dispuesto a hacerse con un sable y destripar allí mismo al señor Fryer. No obstante, se limitó a maldecirlo y abalanzarse sobre él, de forma que sus rostros casi se tocaron, aunque el maestre se mantuvo firme. Tras ello el capitán lo llamó cobarde y charlatán, y le preguntó por qué, si tenía tan mala opinión de él, no se había unido a su amigo el señor Christian y vuelto a su infame conducta en la isla de Otaheite.

—¡Fletcher Christian no es amigo mío! —bramó el señor Fryer—. ¿Acaso no abandoné el barco? ¿No estuve junto a usted mientras recorríamos cada legua de mar? ¿Y se atreve a acusarme de…?

—¡Me atrevo a acusarlo de lo que me viene en gana! —exclamó el capitán—. Lo acuso de cobarde, señor, ¿me oye?, y veré cómo lo ahorcan por su conducta y su insubordinación.

Un gran clamor estalló entonces entre los hombres y dos de ellos, William Purcell y John Hallett, se apresuraron a unirse al maestre y empezaron a chillarle al capitán, acusándolo de habernos conducido a ese desdichado día e insistiendo en que se harían oír cuando llegáramos a Inglaterra. Eso superó el aguante del señor Bligh, que hizo acudir al contramaestre del
Resource
y, si pueden creerlo, al cabo de unas horas los tres hombres —Fryer, Purcell y Hallett— se hallaban bajo arresto y encadenados a grilletes en la cubierta inferior para que, según el capitán, pudiesen reflexionar mejor sobre su conducta hasta la fecha.

Un ambiente sombrío se instaló a bordo y por primera vez me pregunté si al volver a Inglaterra nos considerarían héroes (y en realidad me refería al capitán) como siempre había supuesto, o si en cambio nos verían como algo absolutamente distinto.

Llegamos a Java de un humor desastroso y no sabía qué derroteros seguiría esa historia nuestra y si los hombres insistirían en amotinarse y pelearse hasta llegar a Inglaterra, donde cabezas más sabias podrían decidir por nosotros y aportar un final feliz.

El jefe del asentamiento en Java informó al capitán que en las semanas siguientes zarparían hacia Inglaterra dos barcos; el primero, un buque holandés llamado
Vlijt
, se haría a la mar al cabo de unos días, y el segundo no lo haría hasta una semana más tarde. Ambos eran barcos mercantes no diseñados para pasajeros, aunque el segundo podía llevar a la tripulación entera. Al ser informado de que el
Vlijt
sólo disponía de tres camarotes libres, el capitán seleccionó a su secretario, el señor Samuel, y a mí para que lo acompañáramos.

—Señor, he de protestar —dijo el señor Fryer, a quien habían liberado de los grilletes pese a seguir bajo arresto—. Como segundo al mando, debería viajar con usted en el primer barco.

—Desde su insubordinación ha dejado usted de ser el segundo al mando —replicó el capitán en voz baja, en un tono que sugirió que ya no tenía ganas de discutir, que aquel drama no tardaría en acabar—. Y si todavía se considera un oficial del rey, le sugiero que se ocupe de los hombres que dejo a su cargo. No tardaremos en encontrarnos en Inglaterra, se lo garantizo.

—Sí, señor —respondió Fryer aguzando la mirada—. Desde luego que nos encontraremos.

—Eso he dicho, ¿no? —espetó el capitán, y se me antojaron un par de críos que necesitaban unos azotes.

Toda la tripulación superviviente acudió al puerto a despedirnos, sin embargo, y el capitán tuvo buen cuidado de estrechar la mano de cada hombre, incluido el señor Fryer, y desearles buena fortuna y un viaje sin incidentes de vuelta a Inglaterra, antes de recorrer la pasarela con sus libros y carpetas y desaparecer de nuestra vista. Unos instantes después lo siguió el señor Samuel, lo que me dejó solo, disponiéndome a despedirme de aquellos hombres que conocía desde hacía tanto, los mismos que habían luchado conmigo durante nuestra terrible experiencia de cuarenta y ocho días, y sobrevivido a ella.

—Adiós, tripulación —dije, y palabra que me costó no emocionarme, pues sentía un afecto fuera de lo común hacia todos ellos—. Vaya momentos hemos pasado juntos, ¿no?

—Ya lo creo, muchacho —repuso William Peckover, que también tenía los ojos vidriosos—. Quiero darte la mano antes de que te vayas.

Asentí con la cabeza y se la di; estreché la de todos, y fueron diciendo «Buena suerte, Tunante» o «Nos veremos en Inglaterra, Tunante», y parecieron lamentar verme marchar. Me resultó muy raro que nuestras aventuras hubiesen concluido.

—Adiós, señor Fryer —dije al dirigirme hacia la pasarela, y él anduvo un poco conmigo, alejándose para que los demás no nos oyeran—. Si puedo tener la osadía de decirlo, ha sido un placer servir con usted, señor. Le respeto muchísimo. —Tragué saliva con nerviosismo, pues era un comentario atrevido.

—Y yo te lo agradezco, John Jacob —repuso, utilizando por una vez mi nombre de pila—. ¿Estás deseando volver a casa?

—Trato de no pensar demasiado en ello, señor.

—Llegarás allí antes que nosotros, por supuesto. Quisiera pedirte… —Titubeó y se mordió el labio un instante, considerando sus palabras con cautela—. Joven Turnstile, cuando llegues a Inglaterra te harán muchas preguntas graves y habrá muchas cuestiones que responder. Te debes al capitán, por supuesto. Y yo también, si el maldito imbécil lo reconociera.

—Señor… —empecé, pero me interrumpió.

—No lo digo para mancillar su nombre, muchacho. Lo digo porque es así. Todo lo que te pido es que contestes con honestidad y decencia a cualquier pregunta que se te formule. Verás… la cuestión es que no debes tu lealtad al capitán, ni a mí, ni siquiera al rey, sino a ti mismo. Quizá no comprendas siquiera el valor de las cosas que has visto y oído, pero si informas de ellas de manera justa y veraz, nadie podrá pedirte nada más. Ni el capitán ni yo. Ni siquiera el señor Christian y su banda de rufianes. ¿Comprendes lo que te digo?

—Sí, señor —respondí, pues lo entendía, y le prometí que seguiría su consejo.

—Entonces, deja que te estreche la mano y te desee un buen viaje de vuelta a casa.

Tendí la mano y él la miró un instante, pero entonces pareció cambiar de opinión y avanzó para estrecharme entre sus brazos.

—Has sido un buen compañero de navegación —me susurró al oído—. Y serías un buen hombre de mar. Deberías considerarlo.

—¿Yo, señor? —pregunté, apartándome y enarcando una ceja.

—Sí, tú, señor —bromeó—. Piénsalo, ¿quieres?

Dicho lo cual se dio la vuelta y condujo a sus hombres de regreso al asentamiento, donde permanecerían hasta que su propio barco zarpara.

Y así empezó el viaje definitivo, el que había de conducirnos a casa.

El capitán no tenía responsabilidades oficiales a bordo y, aunque estaba encantado de prestar cualquier ayuda que se le solicitara, se convirtió en poco más que un pasajero de alto rango. La mayoría de las veladas las pasaba a solas en su camarote, pero de vez en cuando se unía a los oficiales y al capitán del
Vlijt
para cenar. Sin embargo, me daba la sensación de que no disfrutaba haciéndolo, pues nuestros anfitriones lo miraban asombrados, preguntándose cómo era posible que un capitán de una de las fragatas de Su Majestad hubiese perdido su barco.

Creo que se trataba de una pregunta que él mismo se haría durante todo el viaje de regreso.

Por mi parte, tampoco tenía gran cosa que hacer. El capitán del
Vlijt
tenía su propio criado, de forma que yo ayudaba al capitán Bligh cuando necesitaba algo, lo cual no sucedía a menudo, y me encontré cada vez más aburrido y proclive a las ensoñaciones a medida que el viaje continuaba. Tenía la barriga llena, por supuesto, y bebía siempre que tenía sed, pero a bordo de aquel barco mercante no había ni mucho menos la emoción que reinaba en la
Bounty
, y hasta el tiempo permaneció clemente durante la mayor parte del trayecto. La verdad es que echaba un poco de menos toda aquella agitación.

Durante ese tiempo el capitán se ocupó de sus cuadernos y continuó escribiendo su versión de nuestro viaje y el motín, con la intención de prepararse para lo que el señor Fryer había llamado las «preguntas graves» con que nos recibirían a nuestro regreso. También escribía largas cartas a sir Joseph Banks, a los almirantes de la armada y a su esposa Betsey, aunque por qué se molestaba en hacerlo cuando había de verlos a todos antes de que las misivas llegaran a su destino era un misterio para mí.

Antes de partir, había hecho una lista de todos los amotinados, con descripciones de su aspecto físico y su personalidad, que a su vez distribuyó en varios puertos; confiaba en que ése fuera el inicio de su captura, pero yo no estaba tan seguro de que ocurriera.

Y entonces, en la mañana del 13 de marzo de 1790, dos años y tres meses después de que zarpásemos de Spithead, nuestro barco nos llevó a Inglaterra. Nos llevó a casa.

Al teniente William Bligh, un capitán sin barco.

Y a John Jacob Turnstile, un joven de dieciséis años que no tenía donde caerse muerto.

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