Motín en la Bounty (57 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Observé el horizonte. Nada. Contemplé a los marineros. Ninguno de ellos hablaba. El señor Bligh dividió un trozo de pan en dieciocho partes y cuando me tendió la mía me eché a reír; fue una risa extraña, pues no se apreciaba ni rastro de humor en ella. Observé el mendrugo; no era mayor que la uña de mi pulgar y se suponía que había de durarme el día entero. No sé qué me hizo hacerlo, pero apoyé el brazo sobre la borda del bote, con el pan sujeto entre el índice y el pulgar, y lo dejé caer al agua. El señor Elphinstone abrió los ojos y me vio hacerlo, pero no reaccionó, sino que volvió a cerrarlos. Observé el pedacito de pan mientras éste se mecía unos instantes en la superficie del agua y entonces, para mi sorpresa, apareció un pez que engulló mi desayuno, mi comida y mi cena, antes de sumergirse de nuevo hacia las profundidades.

No me importó. Comer ya no tenía sentido.

La muerte estaba ante mí.

La notaba.

Día 47: 13 de junio

Sueño.

Hambre.

Remar.

Hambre.

Sed.

Hambre.

Nada más.

Día 48: 14 de junio

El capitán me puso el pan ante la boca.

—Come, Turnstile —ordenó—. Tienes que comer.

Apreté los labios, negándome a obedecer. Quería que me dejara en paz, que me permitiera marchar.

—Váyase —dije, olvidando mi rango y apartándole la mano.

—Señor Fryer, ábrale la boca.

Unos dedos desconocidos me separaron los labios por fuerza. No me resistí. Saqué la lengua y saboreé la sal que había en ellos. Y luego el pan, que mastiqué, aunque hacerlo me hizo sentir enfermo. Luego un poquito de agua.

—Capitán, ésa es su…

—Cállese, señor Fryer. El chico se nos va. No pienso permitirlo.

—Pero usted es tan importante como…

—Cállese, señor —repuso el señor Bligh por lo bajo.

Abrí los ojos un instante y había mucha claridad; el sol caía a plomo. Parpadeé y llegó la noche. La lluvia parecía haber cesado, al igual que los vendavales, o al menos ya no los notaba. No sentía nada. Mis extremidades eran ligeras como plumas. Las punzadas de dolor en el vientre también habían desaparecido. En un instante de claridad advertí que me había llegado la hora, que el Señor me llamaba. Bajo mi cabeza parecía haber una almohada, ¿cómo era posible? Al presionar un poco me encontré con la solidez del hueso. Alcé la mirada y vi al señor Bligh; yo tenía la cabeza apoyada en su regazo y él me peinaba lentamente el cabello con los dedos. Le sonreí; por un instante nuestras miradas se cruzaron y él también sonrió.

—Tienes que permanecer despierto, John Jacob —me dijo, y advertí que casi se había quedado sin voz. No susurraba; era simplemente que no podía hablar más alto—. Sobreviviremos. Todos sobreviviremos.

—Quiere que vuelva con él —dije.

—¿Quién?

—El Señor —repuse.

—No, todavía no, muchacho.

—El señor Lewis, entonces. El que me crió. Me está llamando.

—Jamás volverá a ponerte las manos encima, hijo. Yo mismo me ocuparé de ello.

Asentí y exhalé un profundo y doloroso suspiro.

—No te vayas, muchacho —exigió entonces con mayor energía—. Te… ¡te ordeno que no te vayas!

Traté de sonreír, aunque la cabeza me daba vueltas. Me asaltó un mareo tremendo y el mundo se volvió muy oscuro y luego muy blanco. El aliento mismo abandonaba mi cuerpo. Exhalé una vez y esperé, con cierto interés, a ver si mi alma permitía que mi cuerpo inhalara una vez más. Lo hizo, pero fue una inspiración profunda y dolorosa. Traté de tragar saliva y me insté a detenerme. Quería que llegara el final.

Y entonces llegó el final. El mundo cobró una luminosidad amarillenta, como si todo recibiera la luz del sol, y curiosamente me sentí capaz de ponerme en pie y correr y bailar una giga otra vez en la cubierta de la
Bounty
, imbuido de nuevas fuerzas. De modo que aquí está, me dije, aceptando la libertad que entrañaba.

Éste es el instante de mi muerte.

Y entonces me llegó un sonido apenas audible… todavía creo percibirlo… una voz… que se elevó un poquito… y que decía:

—¡Capitán, capitán, mire!

—¡Capitán, mire, allí!

—Lo hemos conseguido.

—Capitán, lo hemos conseguido.

Y otra voz muy distante, un susurro apenas, resignada, agradecida.

—Sí, muchachos, lo hemos conseguido. Estamos salvados.

Quinta parte

El Regreso

15 de junio de 1789 hasta la actualidad

1

Lo primero que me asaltó al abrir los ojos fue la sensación de hambre. Lo segundo fue la impresión de que llevaba durmiendo bastante tiempo, y de inmediato proferí un gemido al recordar dónde estaba: en aquel maldito cascarón, sin nada que comer o beber y con la vida escurriéndose de mi cuerpo. Pero cuando se despejó la niebla que me velaba los ojos y empecé a ver con claridad lo que me rodeaba, comprendí que ya no me encontraba en el bote, sino en una cama. Había una sábana limpia sobre mi cuerpo y el aire no olía como en el mar; era más fresco y más cálido, sin el salitre que abrasaba la garganta hasta producir asfixia. Una agradable brisa aleteaba sobre mi rostro y al volver lentamente la cabeza vi a una mujer sentada junto a mí, agitando lentamente un gran abanico para refrescarme.

Me lamí los labios. La lengua casi se me pegó al paladar, tan seca la tenía, y sentí una enorme necesidad de agua. Sin saber qué otra cosa hacer para atraer la atención de la dama —pues parecía perdida en sus pensamientos y apenas mostraba interés en mí—, hurgué en mi interior en busca de algo que se pareciera al sonido, y al cabo de unos segundos emergió de mi boca un gemido, como el que proferiría un oso pardo o un ternero instantes después de haberse puesto en pie por primera vez.

La dama volvió los ojos hacia mí y dio un respingo.

—¡Oh! —exclamó—. Está despierto.

—Sí —repuse con una voz grave que emergió de mi garganta y que apenas me pareció la mía—. ¿Dónde estoy? ¿He pasado ya a mejor vida?

—¿Mejor vida? —preguntó riendo y negando con la cabeza, como si no tuviera otra cosa que hacer que burlarse de mí—. Dios santo, no, muchacho. Esto no es el cielo, se lo aseguro.

—Entonces ¿dónde…? —empecé, pero antes de pronunciar una palabra más tuve la sensación de que me hundía.

Tras un período de oscuridad, volví a abrir los ojos y supe que habían pasado varias horas, aunque la dama seguía allí, abanicándome. En esa ocasión no pareció tan sorprendida cuando me miró.

—Buenas tardes, señor Turnstile —dijo—. Ya tiene mejor aspecto. Diría yo que le sentaría bien un poco de agua.

—Mi nombre —susurré—. ¿Cómo lo sabe?

Perdí interés de inmediato en la respuesta, pues la mujer estaba sirviendo un vaso de agua de una alta jarra de barro, tan fría que unas gotitas se habían condensado en su superficie. La miré y me sentí a punto de llorar, pero negué con la cabeza.

—No puedo —dije—. Sólo un traguito. Hemos de racionarla.

—No es necesario —respondió ella sonriendo—. Tenemos agua de sobra. Por favor, no vuelva a preocuparse por eso.

Cogí el vaso que me ofrecía y me quedé mirándolo un momento. Un vaso entero de agua. Me pareció asombroso, el mayor obsequio que había recibido en mi vida. Me lo llevé a los labios y traté de bebérmelo de un tirón, pero ella me lo quitó y negó con la cabeza.

—Despacio, señor Turnstile —aconsejó—. No querrá ponerse enfermo, ¿verdad? —Y añadió, corrigiéndose—: Más enfermo.

Traté de incorporarme un poco y, al hacerlo, advertí que, bajo la sábana, yacía en cueros y mi cuerpo estaba ya expuesto a medias ante la dama. Me subí la sábana hasta el cuello y me ruboricé.

—No sea tímido —comentó ella, apartando la mirada unos instantes—. Llevo toda una semana cuidándole. Me temo que ya no es usted un misterio para mí.

Torcí el gesto, pero las fuerzas apenas me alcanzaban para avergonzarme, de modo que me limité a apartar los ojos para examinar lo que me rodeaba. Ya no estaba en el mar, sin duda. Me hallaba en alguna clase de habitación cuyas paredes parecían de bambú. El suelo era sólido; la cama en que yacía, la más blanda que pudiese recordar, y de fuera me llegaba el sonido de ajetreo y voces masculinas.

—¿Dónde estoy? —quise saber, y noté con sorpresa que acudían lágrimas a mis ojos, pues era presa de un gran asombro, aunque en absoluto desagradable.

—En Timor —contestó—. ¿Ha oído hablar de este sitio?

—El capitán —musité en tanto acudían a mí recuerdos del viaje—. Habló de él. ¿Quiere decir que…? —Apenas podía creer que lo que iba a sugerir fuera una posibilidad—. ¿Quiere decir que llegamos sanos y salvos? ¿No nos ahogamos?

—Por supuesto que no se ahogaron. Ni se los comieron los peces. Sí, llegaron. Tengo entendido que pasaron cuarenta y ocho días en el mar desde el acto de piratería. Es un logro considerable.

—Hemos sobrevivido —dije, atónito—. Como dijo el señor Bligh.

—Un hombre excepcional.

Parpadeé y la miré un instante, súbitamente preocupado, y me senté de forma que mis partes casi quedaron expuestas, pero no me importó.

—¿Y está vivo él también? —inquirí—. Dígamelo, por favor… el capitán, el señor Bligh, ¿está vivo?

—Sí, sí —contestó ella, apoyando una mano fresca en mi hombro desnudo para reconfortarme—. Ahora tiéndase, muchacho. No le conviene malgastar las energías. Tiene que recobrarse primero.

—¿Pero se encuentra bien?

—No estaba bien cuando llegaron ustedes a nuestras costas —admitió—. Como todos los del bote, se encontraba muy enfermo. Era de los que más graves estaban, de hecho. Pero se recobró con rapidez. Tiene… una gran fortaleza de ánimo, sin duda. Y resentimiento.

—¿Resentimiento?

La mujer aguzó la mirada un instante, como insegura de si debía continuar, pero finalmente negó con la cabeza y desechó la idea.

—Tanto usted como él están vivos y se hallan a salvo. Éste es un asentamiento holandés, cristiano y civilizado. Nos hemos ocupado de ustedes.

—Y yo se lo agradezco. —Me tendí de nuevo, aliviado por las noticias—. ¿He estado muy enfermo?

—Mucho. En un momento dado creímos que lo habíamos perdido. Aquel primer día estuvo usted muy débil. Le dimos agua y lo obligamos a comer un poco de fruta, aunque rechazó la mayor parte. El segundo día se recobró un poco. El tercero, despertó un instante y se sentó, asustado, y me habló.

—¡No puede ser! —exclamé sorprendido—. No lo recuerdo en absoluto.

—Estaba delirando, eso es todo. Gritaba «No volveré con usted» y «Debo salvar a mis hermanos».

—¿Eso dije? —pregunté en voz baja.

—Sí. Pero sus hermanos están a salvo. Ellos también se están recuperando.

Fruncí el entrecejo y consideré ese comentario.

—¿Mis hermanos? ¿Los conoce, entonces?

—Por supuesto —contestó—. Tiene que concentrarse, muchacho, no me comprende. Sus hermanos. Los hombres que navegaron con usted en el bote. Después del motín.

—Ah, claro. Ya entiendo. Pensaba usted que me refería a ellos.

—¿No era así?

—Sí —respondí con un encogimiento de hombros, preguntándome si en el fondo no sería cierto—. ¿Y qué pasó luego?

—Después sufrió usted una recaída y durante unos días no supimos si conseguiríamos retenerlo en este mundo. Pero entonces, ayer, observé color en sus mejillas, y despertó.

—¿Desperté ayer?

—Sí, y hablamos. Le di agua y usted quiso racionarla.

Apenas daba crédito a sus palabras.

—¿Eso fue ayer? —pregunté—. Tenía la sensación de que había sido hace sólo unos minutos.

—Y hoy se encuentra usted muy recuperado —admitió—. Está otra vez con nosotros; lo peor ha pasado ya.

—Así pues, ¿viviré?

—Creo que sí.

—Bueno, pues me alegra saberlo —concluí con un gesto de asombro ante todo lo ocurrido.

Me sentí dominado por un agotamiento incontrolable y le dije que necesitaba dormir otra vez. La mujer esbozó una sonrisa muy dulce y dijo que era buena idea, que necesitaba restablecerme y que se ocuparía de que me alimentaran, me mantuvieran limpio y me dejaran descansar cuanto fuera preciso hasta que pudiese ponerme en pie y volver a correr antes de regresar a casa.

A casa, pensé. Lo había olvidado.

Y cuando volvía a dormirme, cuando mi mente se deslizaba ya de aquella habitación tan confortable a otro lugar, un lugar de sueños y recuerdos, juro que oí una voz familiar que hablaba con la dama y se interesaba por mi salud, y que ella le respondía que no había motivo de preocupación ya que podía tardar aún unos días, pero era un jovencito entusiasta y no permitiría que un poco de hambre y sed pudiesen conmigo.

—Bien, bien —repuso la voz, la del capitán—. Porque voy a necesitarlos a él y a sus recuerdos para lo que nos espera.

Y después volví a sumirme en el sueño.

En agosto, unas seis semanas después de que llegásemos a Timor, la tripulación del bote de la
Bounty
obtuvo pasaje a bordo de un barco holandés, el
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, con destino a Java, desde donde zarpaban mercantes hacia Europa que nos permitirían regresar a casa. Tuve la suerte de disponer de casi dos semanas para recuperarme, durante las cuales hice ejercicio y pude seguir una dieta sana, lo que redundó en una cotidiana mejora de mi físico y la desaparición de mi palidez.

No todos fueron tan afortunados como yo, sin embargo.

Me entristece informar que, en el período entre que avistamos tierra y el día que volví a abrir los ojos, perdimos a cinco de nuestros compañeros, hombres que habían sobrevivido a las cuarenta y ocho jornadas en el mar pero que estaban prácticamente muertos para cuando llegamos a Timor. Peter Linkletter, el suboficial de bitácora, no sobrevivió más de un par de horas después de desembarcar y al parecer no llegó a saber que habíamos llegado sanos y salvos; lo cierto es que para entonces llevaba dos o tres días medio muerto y esperaba tan sólo a que el Señor advirtiera su estado y acabara la faena. Cuando anocheció, habíamos perdido también a Robert Lamb, el carnicero del barco, que se había puesto terriblemente enfermo, según recuerdo, durante la última semana en el bote, y que fue presa de un ataque poco después de pisar tierra firme.

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