Motín en la Bounty (21 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

—¡Turnstile! —vociferó, y el corazón me dio un vuelco tremendo, pues el hombre no estaba en condiciones de razonar y si quería más azotes, bueno, sólo había un hombre presente que no fuera oficial—. ¡Trae tu maldito y flaco trasero aquí ahora mismo!

Entré con cautela, ansiando mantener la distancia con respecto a todos ellos. El señor Fryer estaba pálido, pero no parecía enfadado. A los señores Christian y Elphinstone se los veía ansiosos, mientras que el joven señor Heywood, el muy perro, tenía pinta de estar disfrutando con aquel drama y de no haberlo pasado tan bien desde la última vez que se le reventó un grano.

—¿Capitán? —dije, dispuesto a disculparme por lo que hiciera falta, fuera culpable o no de ello.

—Turnstile, tienes que redactar una nota para mí —ordenó el capitán—. Con fecha de hoy. Fletcher Christian es ascendido a teniente y maestre del barco. John Fryer conservará su cargo y ayudará al señor Christian en todas las obligaciones que de él se requieran.

—Señor, debo protestar… —empezó Fryer, pero el capitán se volvió en redondo con el rostro rojo de ira.

—¿Protestar, dice? —exclamó—. ¿Protestar ante mí? ¡Maldita sea su estampa, especie de aristocrático…! ¡Malditas sean sus botas! Conque me insulta a mí y a mis parientes en cubierta y cree encima que toleraré semejante traición, ¿no es así? En la escuela quizá, señor mío, cuando los de su ralea estaban al mando. Y como marinero también, pues ése sería mi deber. ¡Pero no aquí, señor mío! ¡No en la
Bounty
! Yo soy el capitán, no importa de dónde proceda, y usted es mi subordinado, no importa cuál sea el título de su padre. Y aceptará usted mis órdenes. Hará lo que yo le diga, ¿me ha entendido?

El señor Fryer lo miró furioso, y juro que las ventanas de la nariz se le abrieron como a un caballo acalorado.

—¿Me ha entendido, señor? —bramó de nuevo el capitán.

—Usted es, como dice, el capitán —repuso Fryer, con un lento gesto de asentimiento.

—Sí, lo soy —confirmó Bligh, tironeándose de la chaqueta y tratando de calmarse—. Capitán de todos, de los oficiales a los guardiamarinas y los pajes de escoba; espero que no lo olvide. Señor Christian, ¿está satisfecho con el ascenso?

—Sí, señor —contestó éste, y vi que procuraba no sonreír en exceso o sacar más pecho del necesario. Y en cuanto a su adlátere, el muy servil y verrugoso, parecía a punto de explotar de placer.

Los oficiales fueron saliendo del camarote uno por uno, pero yo titubeé y me quedé a solas con el capitán, que se dejó caer en su silla, ya a salvo de miradas indiscretas, y apoyó la cabeza en las manos unos instantes antes de alzar la vista hacia mí.

—Turnstile —musitó, y lo vi tan triste y destrozado que me rompió el corazón, pese a su ira—. Tú también puedes irte.

—¿Un poco de té, señor? —pregunté—. ¿O un cordial? ¿Una copa de coñac, quizá?

—Puedes irte —repitió en voz baja, y vacilé sólo un momento antes de asentir en silencio y marcharme.

Una observación final: en el corredor, al salir, me encontré con el triunvirato formado por los señores Christian, Heywood y Fryer, dos contra uno, y el nuevo maestre tenía una mano en el brazo del sancionado.

—No, Fletcher —dijo con aspereza el señor Fryer—. Ya tiene usted lo que quería.

—John… —empezó el recién ascendido, y el maestre rió.

—Oh, ¿conque ahora me llama «John»? —ironizó—. Hace una hora era «señor».

Se miraron fijamente y luego el señor Christian se encogió de hombros y se alejó, seguido, cómo no, por el perro, cuyo nombre no merece ser pronunciado.

El señor Fryer se dio la vuelta, me miró a los ojos unos instantes y luego se volvió. Acto seguido entró en su minúsculo camarote y cerró la puerta con sigilo.

14

Mirando atrás, hubo muchos episodios difíciles durante aquel periplo en la
Bounty
—días en que pasamos hambre, días en que estábamos agotados, días en que la extensión de agua nos cegaba o volvía locos y delirantes—, pero ninguno tan terrible como las veinticinco jornadas que pasamos tratando de rodear el cabo de Hornos; casi un mes de nuestras vidas desperdiciado mientras luchábamos contra la naturaleza, como criaturas insensatas, sin que se nos permitiera avanzar más que unas cuantas míseras leguas.

El ambiente del barco había cambiado un poco desde los dramas gemelos de los azotes de Matthew Quintal y el ascenso del señor Christian. La tripulación trabajaba más y hablaba menos, y pensé que tal vez el nuevo teniente tenía razón al afirmar que a los hombres les convenía un poco de disciplina de vez en cuando; los mantenía briosos. Los oficiales parecían separados en dos bandos: el capitán y los señores Christian y Heywood, el cerdo de las pústulas, en un lado, y el señor Fryer en el otro, con Elphinstone en medio tratando de imponer la paz. Por mi posición, pasaba más tiempo entre ellos que cualquier otro, pero mantenía la cabeza gacha, como era mi costumbre, e intentaba seguir con mi trabajo.

El mar cambió repentinamente de forma espectacular cuando cruzamos el paralelo 50, como si llevara semanas vigilando nuestro pequeño navío y hubiese decidido que ya estaba bien, que por valientes que fuéramos había llegado la hora de hacernos volver por donde habíamos llegado. Y así los vientos soplaron hasta que apenas fue posible abrir los ojos en cubierta, tan empeñados estaban en barrernos de ella. Y la lluvia se convirtió en granizo, que se abatió sobre nuestras cabezas como piedras desde los cielos o como las plagas del antiguo Egipto. Entonces las mareas subieron, bramaron y se enfurecieron, y se hundieron para volver a alzarse ante nosotros, azotándonos la proa y rugiendo como un león enfurecido, con las fauces dispuestas a engullirnos si perdíamos pie sólo un instante, aunque para mi sorpresa no habían reclamado aún víctima alguna. No quedaba tiempo para dramas o escaramuzas personales, pues todos se esforzaban al máximo para mantenernos a flote y con vida. Hasta los bailes quedaron temporalmente suspendidos: la mera idea de enzarzarnos en gigas o danzas marineras mientras los huracanes se desataban alrededor bastaba para enervarnos. A veces daba la sensación de que la tempestad no fuera a tener fin y mis obligaciones pasaron a incluir el mantener la zona bajo cubierta libre de agua, desde el gran camarote donde se almacenaban las macetas hasta mi propia litera y las puertas que daban a los del capitán, el señor Fryer y los demás oficiales. Y que me aspen si no era una tarea más difícil de lo que parecía, pues cada vez que un oficial aparecía ante mí se quitaba el abrigo y la cubierta inferior volvía a quedar anegada con lo que parecían las aguas de todo el océano. Una y otra vez me apresuraba a subir las escaleras para cerrar la escotilla, sólo para encontrármela de nuevo abierta cuando volvía a mi puesto. El sonido del viento era como un silbato constante en mis oídos y me producía dolor de cabeza. Con el correr de los días, se sugirió por primera vez —y lo hizo el señor Fryer, ese desdichado— que el cabo de Hornos tal vez era infranqueable.

—¿Infranqueable, señor Fryer? —repitió el capitán con aire pensativo una noche en que ambos estaban sentados con el señor Christian, cuando llevábamos ya una semana, quizá diez días, padeciendo aquel tiempo espantoso—. ¿Le dijo eso acaso el señor Hicks al capitán Cook cuando trataron de rodear el Hornos?

—No, señor —respondió Fryer midiendo su tono para no provocar la terrible ira del señor Bligh—. Pero era una época distinta del año y, con todo respeto, también Zachary Hicks se mostró cauteloso ante sus perspectivas en aquel momento. No veo que estas tormentas vayan a remitir. Hace ya semanas que empezaron.

—¿Qué me dice del velamen? —quiso saber el capitán—. ¿En qué condición está?

—Aguanta —admitió el maestre—. De momento al menos. Me horroriza pensar qué sucedería si se partiera uno de los palos. Estaríamos perdidos, me temo.

El capitán asintió en silencio y sorbió su té. Las relaciones entre los dos hombres eran más civilizadas desde que el mal tiempo se nos había echado encima. Por mi parte, había empezado a respetar al señor Fryer, pues éste había encajado el ascenso de Christian sin más quejas y no parecía preocuparse por otra cosa que los mejores intereses del barco y nuestra misión. Sus comentarios ya no irritaban tanto al capitán como antes, aunque también es cierto que el señor Bligh no se hallaba de mal humor, pues imagino que nada lo complacía más que un desafío como el que teníamos que superar.

—Los vientos pueden insistir en soplar y el mar continuar embravecido, pero seguiremos adelante —concluyó el comandante, poniendo con firmeza una mano en la mesa como para sugerir que ahí acababa el asunto—. Seguiremos adelante, mis queridos compañeros, y emergeremos sin daño alguno al otro lado de la bestia, como el capitán Cook, y antes de que cualquiera de ustedes tenga la oportunidad de dar las gracias al Señor por su bendición, nos encontraremos navegando en dirección nornoroeste hacia Otaheite y abriendo nuestros catalejos para divisar tierra.

Nadie dijo nada durante unos instantes. Sin duda nuestro fornido capitán era un hombre seguro de sí mismo. Y un inconsciente, a veces.

—Está la cuestión de los hombres, capitán —intervino por fin el señor Christian.

—¿Los hombres? ¿Qué pasa con ellos? Trabajan duro, ¿no es así?

—Con gran valor —asintió—. Son marineros ingleses, todos ellos. Pero sus esperanzas disminuyen. No ven cómo conseguirlo. Hemos avanzado muy poco en esta última semana y ahora varios han caído con resfriados y temblores.

—Es que no tienen que ver nada —puntualizó el capitán con irritación—. Sólo han de obedecer.

—Están asustados, señor —terció el señor Heywood, y juro que era la primera vez que lo oía ofrecer una opinión en una reunión como ésa; sospecho que de hecho era la primera vez que lo hacía, pues los demás se volvieron para mirarlo. Su rostro se puso aún más rojo que de costumbre y temí que los granos sufrieran una violenta erupción y lo mataran, lo cual no habría estado nada mal.

—¿De veras? —musitó el capitán, frotándose el mentón un instante y considerándolo—. ¿Es eso cierto? Bueno, pues no tienen nada que temer; cuando los libre de estas tormentas, me darán las gracias por ello y se sentirán orgullosos de sus propios actos. Aun así, de momento aumentemos sus raciones —concluyó—. Una porción extra de sopa y ron para cada hombre una vez al día. Eso les dará energías, ¿no?

—Muy bien, señor —contestó Christian.

Una paz embarazosa se instaló entre el capitán y sus oficiales; y he de admitir que mi propia relación con el señor Christian se había vuelto cada vez más tirante. En muchas ocasiones lo encontraba esperando al capitán en su camarote, algo que no debía hacer ningún oficial, y tomándose el coñac del señor Bligh mientras estaba ahí sentado. Siempre que yo entraba y lo encontraba así, él levantaba la copa con gesto desafiante, brindando por mi buena salud, y qué otra cosa podía hacer yo que agradecerle el honor y seguir a lo mío.

Unas noches después me encontraba en cubierta. La mar se había calmado un poco y, en el cielo, la luna llena parecía un gigantesco florín que pudiese meterme en el bolsillo con la facilidad con que solía hacerlo. Algún instinto me llevó hacia la borda y alcé la mirada hacia la luna, cerrando un ojo y tendiendo una mano para capturar la esfera entre pulgar e índice. Sin duda debía de ofrecer un espectáculo para cualquiera que me viese, pero los hombres se encontraban ocupados en mantener el barco a flote y aquellos que no estaban de guardia se hallaban ya en sus literas, confiando en dormir un par de horas, de forma que mis actos no incumbían a nadie. Cerré los ojos un momento e imaginé que el fragor se extinguía y todo era paz alrededor de mí, todo soledad y felicidad en aquella extraña plataforma móvil que se había convertido en mi hogar.

—Qué extraño verte por aquí arriba, Tunante —dijo una voz detrás de mí, y la sorpresa me hizo brincar de tal forma que aún no entiendo cómo no me caí por la borda, donde nadie podría haberme salvado.

—Señor Christian —exclamé llevándome una mano al pecho para sentir los fuertes latidos del corazón e impedir que se me desbocara—. Me ha dado un susto.

—Y tú me has sorprendido —replicó—. He visto a un rapaz de pie en la proa, contemplando el mar, y he pensado que no podía ser el joven Tunante. A él siempre se le encuentra bien a salvo bajo cubierta, no aquí arriba entre los marineros que trabajan duro.

Titubeé un instante, sopesando el nivel del insulto, pues sin duda me estaba llamando cobarde y, si había algo que no creía ser, era precisamente eso. Me había enfrentado a todos mis hermanos del establecimiento del señor Lewis en un momento u otro, aparte de haber despachado a unos cuantos hombres que se habían tomado más libertades de las que les permitían los pagos a mi benefactor, y nunca me había encogido ante una confrontación.

—Mis obligaciones están en la cubierta inferior —declaré con orgullo, negándome a reconocer su afrenta—. Tengo que estar a mano para cuando el capitán me necesite.

—Por supuesto, Tunante —dijo él alegremente—. ¡Por supuesto! ¿Cómo podrías escuchar a hurtadillas las conversaciones si no te agazaparas detrás de las puertas con la oreja pegada a la cerradura? Vaya, si tuviésemos una chimenea a bordo, te pasarías media vida oculto en ella.

Abrí la boca y volví a cerrarla, indignado, antes de negar con la cabeza.

—Eso lo dirá usted —repliqué al fin, conteniéndome para no llamarlo sucio mentiroso, pues decirle algo semejante a un oficial, en especial a un favorito del capitán, significaba una vuelta certera a la hija del artillero, y me había jurado no volver a besar jamás sus sucios labios—. No puedo evitar que mi litera esté cerca de los camarotes de los oficiales, ¿no cree?

—Oh, vamos, no te enfades, muchacho —contestó, riendo, y apoyó las manos con firmeza en la borda para inspirar profundamente por la nariz—. Siempre he dicho que no hay mejor fuente de información en las fragatas de Su Majestad que el criado del capitán. Lo oís todo y no os perdéis nada. Sois el alma de la casa.

—Bueno, supongo que eso es cierto, señor —admití.

—Y diría que te formas una opinión de todos los que te rodean, ¿no?

Negué con la cabeza.

—No me corresponde formarme opiniones, señor. El capitán no busca mi consejo, si a eso se refiere.

El señor Christian se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Oh, pobre insensato —exclamó—. No habrás supuesto ni por un instante que yo pensaba eso, ¿no? ¿Qué eres tú, después de todo?; sólo un muchacho inculto, sin familia ni educación. ¿Por qué iba un hombre como el señor Bligh a pretender de ti otra cosa que una taza de té caliente y que le abrieras la cama por las noches?

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