La
Bounty
.
¡La
Bounty
!
Mi cuerpo dio un brinco de temor cuando los recuerdos volvieron a raudales: me habían secuestrado, desnudado, golpeado, pintado, azotado, atado, pateado, ahogado. Proferí un gran grito de dolor y palabra que pensé que me habían dejado en el infierno para que ardiera en él. Miré hacia abajo, pero mi cuerpo estaba cubierto por una áspera manta y no me atreví a levantarla para investigar qué traumas me aquejaban.
—De modo que estás despierto —dijo una voz a mi lado, y volví la cabeza para ver al capitán Bligh allí agachado.
—Los hombres… —susurré—. Los hombres… el señor Heywood… el señor Christian…
—Tranquilo, mi joven Turnstile —contestó—. Debes descansar un poco más. Te pondrás bien. He visto peores tratos a renacuajos de lo que te ha pasado a ti. La navegación está llena de supersticiones, mi joven amigo, y los hombres son más crédulos que un puñado de viejas. De no haberles permitido salirse con la suya, sólo Dios sabe qué podían haber hecho. Cuando el barco cruza el Ecuador, el rey Neptuno ha de tener su sacrificio. Otros lo han soportado. Yo mismo me sometí a él hace muchos años. Y he oído decir que tú aceptaste tu destino con gran entereza. Ahora eres un marinero experimentado, con lapas en el caparazón, y tienes que recibir tu regalo.
Se alejó y entró en su camarote, para volver unos instantes después con un pergamino que desenrolló con gesto ceremonioso.
—La tripulación ha dejado esto para ti. ¿Te lo leo?
Lo miré sin decir nada, pero pareció tomar mi silencio por consentimiento puesto que lo extendió y escudriñó las palabras en la parte superior.
—Una proclama —anunció con una voz severa que me recordó la de aquel monstruo que me había torturado— «mediante la cual, por real decreto, el valiente John Jacob Turnstile, antaño asqueroso renacuajo, ha entrado este día en nuestros dominios. Declaramos por tanto que es nuestro real deseo conceder a dicho sujeto la libertad de los mares. Si cayera por la borda, ordenamos a todos los tiburones, delfines, sirenas y demás habitantes de las profundidades que se abstengan de maltratar su persona. Y mandamos también que todos los marineros, soldados y cuantos no hayan cruzado nuestros reales dominios lo traten con los debidos respeto y cortesía. Y así lo declara nuestra real mano en nuestro tribunal, a bordo de la fragata
Bounty
de Su Majestad, en la longitud del Ecuador en este día ocho de febrero, en este Año de Nuestro Señor de mil setecientos ochenta y ocho. Firmado, Cáncer, actuario del Tribunal de Neptuno,
rex
».
Enrolló el pergamino y me sonrió.
—Deberías sentirte orgulloso de ti mismo, muchacho. Eres más fuerte de lo que crees. Quizá algún día tengas motivos para recordarlo.
Cerré los ojos y traté de tragar, pero tenía la garganta tan reseca que me pareció estar mascando gravilla. No supe qué me ofendía más, si la desdicha y la violencia que había padecido a manos de los hombres, o la decepción que me causaba el saber que el capitán no sólo aprobaba tal comportamiento, sino que había sabido qué estaba ocurriendo en cubierta y no había intervenido para salvarme.
Y allí mismo en mi litera, convertido en una pálida sombra del que había sido cuando me había acostado a dormir en ella la noche anterior, hice un juramento: que si alguna vez llegaba el momento en que pudiera emprender la huida de ese barco para siempre, así lo haría. Si se presentaba tal oportunidad, dejaría la
Bounty
para no regresar a ella, ni al señor Lewis, ni a Inglaterra en mi vida.
Lo juré poniendo al Señor por testigo.
Antes de que empezaran mis aventuras a bordo de la
Bounty
, en los tiempos en que vivía en el establecimiento del señor Lewis en Portsmouth, si me hubiesen pedido mis impresiones sobre un hombre de mar habría dicho que tenía una existencia llena de aventuras, emoción y valentía. El trabajo sería duro, sin duda, pero cada mañana soleada ofrecería algún nuevo desafío.
Sin embargo, a medida que pasaban los meses descubrí hasta qué punto había errado en mi percepción de la vida sobre las olas, pues en realidad los días se atropellaban del más tedioso modo y era raro que ocurriese algo de interés para marcar alguna diferencia entre el que estabas viviendo y el que iba antes o el que lo seguiría inmediatamente después. Así pues, en el transcurso de mi relato, son precisamente esos infrecuentes momentos que separaban los días unos de otros y ofrecían algo de cierto interés los que he elegido narrar. Pero, atrapados entre esos momentos puntuales, había poco más que largos y aburridos días y noches que se sucedían, unas veces con buen tiempo y otras con malo, con una comida mediocre que llevarse a la boca y una compañía que no conseguía despertar la imaginación o el intelecto. Se hace fácil por tanto comprender por qué cualquier cambio en la rutina conllevaba una gran excitación. Una soleada mañana, quizá diez días después de mi cruel degradación cuando cruzamos la línea del Ecuador, sucedió algo que nos alivió un poco del monótono transcurrir de las horas.
Me encontraba en la cocina con el señor Hall, preparando el almuerzo del capitán, y, pese a sus correctas maneras, el cocinero no me quitaba ojo para evitar que las selectas viandas reservadas para el capitán y los oficiales hallaran el camino hasta mi estómago mientras preparaba la bandeja.
—Estás más flaco, joven Tunante —me dijo mirándome de arriba abajo y utilizando ese apodo que, para entonces, era moneda corriente entre los hombres y de cuya corrección yo había desistido ya—. ¿No comes o qué?
—Como tan bien como algunos y no tan bien como otros —respondí sin mirarlo, pues esa mañana era víctima de un ataque de tristeza, aburrido como estaba, y tenía muy poco interés en mantener una conversación.
—Bueno, así son las cosas en el mar, muchacho —musitó él—. La mañana que subiste a bordo, le dije al señor Fryer: ahí tenemos a un muchacho que ha conocido unas cuantas buenas comidas en su vida. De enfrentarnos al desastre en el mar, siempre podemos embutirle una manzana en la boca, asarlo en el horno y tener sustento durante un mes.
Dejé el cuchillo y me volví para fulminarlo con la mirada. La idea misma de que fuera un chico bien alimentado cuando me habían llevado de las calles de Portsmouth al tribunal de Spithead, y de ahí a la cubierta de la
Bounty
, era ridícula, pues no había conocido ninguna buena comida en toda mi vida. Era cierto que en la olla del señor Lewis se preparaba cada noche una suerte de cena a las siete en punto, antes de que acudieran los caballeros de la velada, pero siempre se producía una pelea tremenda entre mis hermanos y yo por hacernos con las mejores raciones, y no era tarea fácil puesto que el guiso consistía prácticamente en caldo y cartílago.
—Que alguien intente hincarme el diente y se encontrará con un cuchillo enterrado en el vientre —dije, siseando para que pareciera que lo decía en serio y que más valía no desafiarme—. Yo no soy la cena de ningún marinero.
—Vamos, vamos, Tunante, a ver si aprendes a encajar las bromas —replicó el señor Hall no sin cierta irritación—. ¿Qué te pasa últimamente? Estás más callado que un ratón de iglesia y andas por ahí con cara de preferir colgar de una cruz que vivir en un barco.
—Me pregunto por qué le interesa saberlo —dije sorbiéndome la nariz, pues el señor Hall había sido uno de los que habían vitoreado cuando me ceñían la soga para echarme por la borda a lo que había creído sería mi acuosa tumba.
Se hizo el silencio y continué cortando las zanahorias que habrían de formar parte del almuerzo del capitán Bligh, pero algo en ese silencio me llevó a preguntarme si el cocinero se habría enfadado conmigo por mis palabras. Mi cuerpo se tensó un poco y esperé a ver si me atacaba, pero entonces oí que se ocupaba de un cazo de agua hirviendo y me relajé, convencido de que no había captado el sarcasmo de mis palabras.
—Harías bien en olvidar tu rabia —me aconsejó—. Piensa que todos los hombres de la tripulación han pasado por algo similar en un momento u otro. Disfrutas de una vida fácil comparada con la de algunos; te aconsejo que aceptes lo sucedido y sigas adelante sin rencores. Eso te convertirá en un auténtico marino.
No respondí, aunque pensé que nunca había pedido ser marino, no abrigaba el menor deseo de serlo, y de hecho planeaba abandonar esa vida a la menor oportunidad; sin embargo, de momento decidí callarme. No obstante, una burbuja bullía en mi interior, y al fijarme en el cuchillo con que estaba trabajando, consideré cuán fácil me resultaría volverlo hacia mi cuerpo y acabar con el aburrimiento y la rabia de esos días. Semejante idea me sorprendió incluso a mí mismo, pues sin duda había soportado cosas peores en mi vida, ya lo creo, y con una sonrisa en la cara además, pero el simple hecho de pensar en interminables meses más a bordo de aquel barco, sufriendo Dios sabía qué indignidades, bastaba para trastornarme. Levanté el cuchillo y contemplé la hoja; se había afilado esa misma mañana y cortaba mucho, pero antes de que mis pensamientos pudiesen verse asediados por más locuras, nos llegó un clamor procedente de cubierta y el señor Hall y yo nos miramos sorprendidos.
—Sube tú —me indicó, como si necesitara su permiso para hacer lo que me apeteciera—. Ve a ver qué pasa, haz el favor. Ya acabo yo con eso.
Asentí y me pregunté si una parte de él no lamentaría lo sucedido, pero la idea se me fue de la cabeza al salir al sol abrasador de cubierta y ver a todos los hombres de pie ante la borda, contemplando una vela en el horizonte. Los arrepentimientos y las disculpas están muy bien, pero hay algunos sucesos en la vida de una persona que se quedan grabados en la memoria y se marcan a fuego en el corazón, de tal modo que no hay forma de olvidarlas. Son estigmas.
—A sus puestos, tripulación —exclamó el señor Fryer, y todos obedecieron con rapidez, aunque siguieron con un ojo fijo en el oeste, pues la interrupción de la rutina provocaba tanta excitación que sólo recordarla llenaría nuestras conversaciones a lo largo de los días siguientes.
—Ya había pensado que quizá lo veríamos —comentó el capitán Bligh, situándose junto al señor Fryer para cogerle el catalejo y mirar por él—. Es el
British Queen
, un ballenero, creo. Había calculado que nuestros rumbos se cruzarían unos días atrás, y cuando no apareció creí que habíamos perdido la oportunidad. Envíeles una señal, señor Fryer. Navega hacia el cabo de Buena Esperanza. Mandaremos una yola con un mensaje. ¿Dónde diantre se habrá metido Turnstile? —preguntó volviéndose, y como en ese momento me apresuraba hacia él, casi chocó conmigo—. Ah, aquí estás, muchacho. Bien, bien. Baja a mi camarote, ¿quieres? Hay cuatro o cinco cartas en el cajón superior de mi escritorio. Tráemelas y se las mandaremos para que las entreguen.
—Sí, señor —respondí, y corrí escaleras abajo, como si el hecho de no llevarle las cartas con presteza pudiera acabar con la gran excitación que nos esperaba.
Por mi estudio de los mapas del capitán Bligh sabía que el cabo de Buena Esperanza se hallaba en el extremo sur del continente africano, a babor de nuestra dirección, puesto que nos dirigíamos al cabo de Hornos, en el extremo sur de las Américas. Pese a ello, el ballenero podía entregar cualquier paquete a las autoridades de allí para que se ocuparan de hacerlo llegar, lentamente, a sus destinatarios en Inglaterra. Por primera vez se me ocurrió que sería agradable tener a quien escribir, pero, aunque consiguiera pluma y papel, ¿qué diría, y a quién? No iba a escribir al señor Lewis, quien no tendría interés en mis aventuras sino tan sólo deseos de que regresara cuanto antes para someterme a su ira. A uno de mis hermanos quizá; aunque ellos canjearían la información por favores de su captor. No tenía a nadie. Era una idea ridícula.
Saqué el paquete de cartas del cajón y me volví hacia la puerta, pero al hacerlo me percaté de que el capitán no había sellado la carta de encima, dejándola a disposición de los ojos que quisieran leerla. Eché un vistazo a la puerta, pero no vi a nadie, y fuera todo era silencio, pues casi toda la tripulación se encontraba en cubierta observando la vela del
British Queen
. No sé qué me impulsó a leer la misiva. Posiblemente sólo fue el hecho de que se me presentara la oportunidad, aparte de la idea de que eso me permitiría conocer mejor la mente del capitán, algo que me producía cierta curiosidad. Es posible que en mi fantasía y vanidad imaginara que quizá había escrito algunas palabras sobre mí y, en ese caso, me intrigaba saber cuáles, si aprobaba mi conducta o me creía un incordio. Fueran cuales fueren mis razones, retrocedí para alejarme más de la puerta, dejé las cartas selladas en una silla, abrí la de encima y empecé a leer. Cito de memoria y es posible que muchas palabras sean inexactas, pero el sentido era ése, me parece.
Mi queridísima Betsey
Así empezaba, y vaya si no reí al pensar en el capitán dirigiéndose a alguien como su queridísima lo que fuera, el muy mariquita. Aun así, el retrato de su esposa sobre el escritorio mostraba a una mujer bonita que pondría caliente a cualquier hombre, de modo que no había que burlarse de él por algo así.
Navegamos a buen ritmo con nuestro pequeño navío y creo que para Pascua de Resurrección rodearemos el cabo de Hornos. El tiempo nos ha sido favorable hasta ahora…
Apenas pude creer semejante declaración, pues ¿acaso no habíamos sufrido indecibles tribulaciones en las primeras semanas de viaje? Nadie a bordo parecía recordar ya cuán difíciles habían sido, pero yo lo tenía bien presente.
¿Tendré la audacia de creer que arribaremos a Otaheite antes de lo que sugiere nuestro calendario? No puedo sino rezar por que así sea, pues nuestra estancia allí bien puede prolongarse más de lo esperado y quién sabe qué podrá acaecernos en el viaje de regreso, pero si cada día me lleva más cerca de ti, ¿no ha de llenarse de felicidad mi corazón?
Titubeé, debatiéndome entre la vergüenza y la sensación de que no debería estar leyendo una carta de un hombre a su esposa, pero había llegado ya demasiado lejos y no podía detenerme.
Los hombres trabajan duro y he mejorado los turnos de guardias de forma que dispongan de tiempo para dormir, para trabajar y para el esparcimiento. El resultado es una tripulación feliz y me enorgullece informarte que todavía no he tenido motivos para castigar a ningún hombre. ¿Ha habido alguna vez un barco de la Armada de Su Majestad que haya pasado tantas semanas en el mar sin un solo azote? Creo que no, y confío en que los hombres lo aprecien.
Mi objetivo es llegar a Otaheite con telarañas en el látigo de nueve colas, ¡y creo que puedo lograrlo! He introducido el baile por las tardes, siguiendo el ejemplo del malogrado capitán del
Endeavour
, y aunque al principio fue objeto de algunas burlas y de cierto grado de farsa que preferí obviar, creo que los hombres disfrutan del ejercicio y se lo toman con buen ánimo. Eso trae a mi memoria aquella última velada que pasamos en casa de sir Joseph con motivo de la celebración de despedida previa al viaje, cuando te cogí en mis brazos mientras bailábamos entre los demás y me sentí flotar. La danza me recordó aquella Nochebuena antes de nuestro feliz matrimonio en que fuimos a patinar al lago de Hyde Park, los dos muy juntos, y mientras mi brazo te rodeaba la bonita cintura me consideré el hombre más afortunado y un buen compañero.Y así mis pensamientos están siempre contigo, amada mía, y con nuestro hijo y nuestras preciosas hijas, y confieso que asoman lágrimas a mis ojos cuando te evoco sentada junto a nuestro alegre hogar, con tus labores en las manos, y recuerdo nuestras felices veladas en…