Muere la esperanza (6 page)

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Authors: Jude Watson

—Las excavadoras pueden atravesar la roca sólida —dijo Obi-Wan—. Nuestra protección está a punto de desintegrarse.

En ese momento, Eritha corrió hacia ellos desde su escondite.

—¿Qué es eso? —preguntó a Qui-Gon.

—Una excavadora —dijo Qui-Gon—. Es un vehículo empleado por los mineros.

—Entonces ¿nuestros atacantes son mineros? —preguntó Eritha.

—Yo diría que sí —dijo Qui-Gon—. Hasta ahora han estado utilizando equipos mineros para atacarnos. Quizá no tengan armas convencionales.

—Eso podrían ser buenas noticias —murmuró Eritha.

De repente, ella trepó por encima de la pila de rocas.

—¡Eritha! —gritó Qui-Gon, lanzándose hacia ella.

La joven saltó al suelo desde lo alto de la pila. Entonces se quitó la capucha de la túnica y alzó las manos.

—Quédate aquí, padawan —Qui-Gon saltó sobre el montón de piedras con un movimiento fluido. Se quedó allí, con el sable láser activado y preparado para defender a Eritha.

—Aparta esa arma, Qui-Gon —le dijo Eritha entre dientes—. Y confía en mí.

La máquina excavadora avanzó unos cuantos metros y se detuvo.

Qui-Gon desactivó despacio el sable láser. Obi-Wan contemplaba la escena, consciente de que su Maestro aún podía atacar con la rapidez del rayo.

Lentamente, una escotilla se abrió en la parte superior de la excavadora, y una rampa emergió. Un hombre y una mujer salieron y bajaron por la pasarela.

Llegaron ante Qui-Gon y Eritha y se inclinaron.

—Hija de Ewane, estamos a tu servicio —dijo el hombre. Obi-Wan vio que tenían la piel gris por el polvo de roca.

Eritha también se inclinó.

—Soy Eritha.

La mujer, de elevada estatura, tomó la palabra.

—Pensábamos que erais un equipo de Absolutos. Disculpadnos. Han estado arrasando nuestros asentamientos y robando provisiones.

—¿Quiénes sois? —preguntó Qui-Gon.

—Somos los Obreros Mineros. Somos aliados de los Obreros Tecnológicos de la ciudad. Nos alegra comprobar que no habéis sufrido daños.

—Eso no es así —dijo Qui-Gon—. Mi padawan está herido. Y nuestra sonda robot ha sido destruida. Estaba rastreando a un Absoluto.

—Entonces te ofrecemos nuestras sinceras disculpas —dijo el hombre, apesadumbrado—. Si nos acompañáis a nuestro asentamiento, os ofreceremos excelentes cuidados médicos. Os ayudaremos en todo lo que podamos.

Capítulo 10

El aire era tan puro y limpio en Ragoon-6 que daba la impresión de que podías ver hasta el futuro, o incluso el pasado. Durante uno de sus poco frecuentes encuentros en el Templo, Tahl había propuesto a Qui-Gon el ejercicio de entrenamiento. "Si no lo hacían en ese momento, ¿cuándo lo iban a hacer?", le dijo ella, apuntándole con la barbilla, como siempre hacía cuando quería salirse con la suya. No tardarían en volver a enviarles a alguna misión.

Él sabía que Tahl le había propuesto el viaje por lo que había ocurrido con Xánatos. Su padawan había caído en el Lado Oscuro, y las semanas de meditación y de charlas con Yoda no habían bastado para que Qui-Gon terminara de olvidarlo. Se dio cuenta de que Yoda estaba preocupado por su estado, pero él estaba estancado, sin poder dejar de pensar en todo lo que había hecho y en lo que debería haber hecho.

Para su alivio, Tahl no había sacado el tema de Xánatos en Ragoon-6. En lugar de eso, se concentraron en el ejercicio. El paisaje de Ragoon-6 era impresionante, pero era un terreno difícil. Se emplearon al límite, escalando montañas y caminando por abruptos senderos.

Se detuvieron a descansar en una roca plana que dominaba un valle.

—¿Ves ese Irid volador? —dijo Tahl, señalando—. Mira el amarillo que tiene bajo las alas.

Qui-Gon miró hacia donde ella señalaba. Tahl siempre había tenido mejor vista que él. Esperó a que sus ojos se adaptaran y enfocó al pájaro, un resplandor de colores chillones sobre el cielo azul.

—Es precioso.

—Sí, pero son pájaros horribles. Son capaces de atacar a los suyos. Pero es raro. Cuidan a las crías con mucho cariño, les enseñan a volar, a cazar, a hacer sus nidos. Pero cuando llegan a la madurez, tienen las mismas posibilidades de comerse a sus padres que a sus semejantes.

Qui-Gon contempló el valle.

—¿Se supone que las parábolas me van a hacer sentir mejor? Sé que estás hablando de Xánatos. Yo le cuidé y él me traicionó. No fue culpa mía. Era su naturaleza. ¿Intentas decirme eso?

—Estoy hablando de los irid —dijo Tahl con serenidad—. Pero ahora que sacas el tema...

—Oye, yo no...

—Me gustaría decirte algo. No puedes controlar todo lo que tocas, Qui-Gon. Y tampoco puedes intentar entender todo, por mucho que lo analices o medites sobre ello. Ni siquiera tú.

—Esto no tiene nada que ver con el ego —dijo.

Ella le miró fijamente, con sus ojos dorados y esmeralda.

—¿Ah, no?

***

Otro retraso. Qui-Gon quería aullar su rabia al cielo. En lugar de eso, ayudó a su padawan a subir al deslizador de Eritha y le depositó suavemente en el asiento. El rostro de Obi-Wan estaba retorcido por el dolor.

Lo último que quería en ese momento era hacer un alto en la búsqueda, pero su padawan necesitaba cuidados médicos.

Eritha condujo su deslizador, y uno de los Obreros Mineros llevó el barredor de Obi-Wan. Qui-Gon les siguió mientras avanzaban a toda prisa por los desfiladeros hacia el asentamiento de los Obreros Mineros.

Le alegró ver que no estaba muy lejos. Se encontraba en un pequeño valle rodeado de canteras. Había pasarelas de pizarra que llevaban a las casas, a las tiendas, a la escuela y a un pequeño centro médico.

Obi-Wan fue atendido por una chica que salió inmediatamente a ver cómo tenía la herida.

—He estudiado medicina —dijo ella—. Me llamo Yanci. He visto muchas heridas como ésta en las canteras. No es grave. Vuestro amigo se recuperará en breve.

Qui-Gon asintió a modo de agradecimiento. Yanci y él ayudaron a Obi-Wan a entrar en el centro médico.

—Ya me ocupo yo —dijo Yanci a Qui-Gon, sacando una tablilla y comenzando a preparar un baño de bacta—. El comedor está al otro lado de la pasarela. ¿Por qué no descansas? Yo me acercaré luego y te diré cómo va.

Obi-Wan dedicó una sonrisa a Qui-Gon que se torció en una mueca de dolor.

—Yo estaré bien.

Qui-Gon le dio un palmadita para animarle y salió del centro médico. Podía ser útil hablar con los Obreros Mineros sobre los Absolutos. Le sorprendió oír que los Absolutos habían hecho incursiones. Eso significaba que eran muchos más de lo que él pensaba. Y eso no era positivo en modo alguno para su misión. Sintió una oleada de frustración que amenazó con asfixiarle. Respiró hondo para intentar calmarse. La frustración se aplacó, pero él sabía que seguía allí, dispuesta a hervir de nuevo. Quería continuar con el seguimiento, pero no podía dejar a Obi-Wan sin conocer la gravedad de sus heridas.

Qui-Gon se acercó al comedor. Allí encontró a los dos mineros que habían salido de la máquina excavadora. Habían llevado té y comida a Eritha. Qui-Gon negó con la cabeza cuando le ofrecieron un poco, y se sentó frente a ellos.

La mujer señaló a su compañero.

—Yo soy Bini, y ésta es Kevta —dijo ella—. Tengo que reiteraros mis disculpas por haberos confundido con Absolutos. No suelen venir viajeros por esta zona, así que sacamos conclusiones precipitadas. ¿Qué tal está vuestro joven amigo?

—Fue un error comprensible —dijo Qui-Gon—. Obi-Wan estará bien, según la doctora. Pronto vendrá a darme un informe.

—Yanci tiene mucho talento. Tenéis suerte de haberle traído aquí.

—Decidme —dijo Qui-Gon—. Habéis dicho que los Absolutos asaltaron vuestro asentamiento. ¿Cuántos eran?

Kevta se echó miel en el té.

—Nos atacó un escuadrón de unos treinta, pero siempre que les provocamos bajas, vienen más. No hay forma de saber cuántos son. Nosotros somos cuarenta, pero eso incluye a los ancianos y a los niños. Además, los Absolutos están armados hasta los dientes. En su primera incursión se llevaron nuestras armas de menor calibre, las pistolas láser y los misiles de dardos.

—¿No sabéis dónde tienen el cuartel general? —presionó Qui-Gon.

Bini rodeó la taza de té con las manos. Qui-Gon vio que ella tenía manos grandes que parecían extraordinariamente fuertes. Uno de los dedos estaba negruzco y azulado, y mostraba cicatrices en los nudillos. Sus manos le decían más que las palabras de las difíciles condiciones de trabajo de las canteras.

—No lo sabemos —dijo ella con calma—. Hemos buscado. Si tienen una base, la tienen bien escondida.

Qui-Gon sintió crecer su irritación. La información que tenía era demasiado escasa. No podía dejar de pensar en el hecho de que estaba perdiendo el tiempo.

—¿Es posible que lleven a cabo las incursiones desde la ciudad?

Kevta negó con la cabeza.

—No. Sabemos que tienen una base en algún lugar de las canteras. Hay incursiones cada poco tiempo. Sobre todo últimamente. Nos han atacado cinco veces en el último mes.

—¿Os queda armamento? —preguntó Qui-Gon.

—Unas pocas pistolas láser, nada más —dijo Kevta—. Sólo tenemos nuestras herramientas y los explosivos que utilizamos en las canteras. Sin embargo, son caros y no nos gusta utilizarlos. Pero empezamos a estar desesperados. Por eso os atacamos hoy. Estamos hartos. Sabemos que quieren nuestros explosivos a largo alcance. Y si los consiguen estaremos perdidos. Esta explotación minera es una cooperativa. Todos compartimos el trabajo y los beneficios. Si perdemos las herramientas y los explosivos, no podremos comprar más.

—Necesitáis ayuda —dijo Eritha—. ¿Habéis informado a la Legislatura Unida? Podrían enviar un cuerpo de seguridad para protegeros.

—Les informamos hace semanas y todavía no hemos tenido noticias suyas —dijo Bini—. Los problemas de la capital han eclipsado a los nuestros.

Qui-Gon pensó en lo que le habían contado Bini y Kevta. Se acordó de Mota, el vendedor del mercado negro y sus mesas vacías de armas que antaño rebosaban mercancía. Los Absolutos estaban reuniendo armas a gran escala. Estaban preparados para entrar en acción. Y todo ello coincidía con el secuestro de Tahl. Pero ¿había realmente una conexión?

Inquieto, Qui-Gon tamborileó con los dedos en la mesa. De pronto se detuvo. Eritha le contempló por encima de su taza.

La puerta se abrió, y Yanci entró en la sala. Vio a Qui-Gon inmediatamente y se acercó a él.

—Obi-Wan es un buen paciente —dijo ella—. Aunque un tanto cabezota. Quiere marcharse ya. Pero te prevengo que intentes razonar con él. Su herida se curará, pero necesita tiempo para que el bacta regenere lo que ha perdido.

—¿Cuánto? —preguntó Qui-Gon.

—Un día. Puede que más. Se arriesga a sufrir daños permanentes si no descansa la pierna.

Qui-Gon asintió. Aceptar el diagnóstico no era fácil. Cada parte de su cuerpo le gritaba que se marchara, que rescatara a Tahl. Tenía que esperar al menos hasta la mañana para tomar una decisión. Y él quería marcharse esa noche. En ese preciso momento.

Yanci se mostró comprensiva.

—Las lunas están menguantes. Será difícil rastrear esta noche. Las canteras son sitios peligrosos.

—¿Podríais prestarnos una sonda robot?

Bini negó con la cabeza.

—Las sondas robot son ilegales. Los Absolutos siguen utilizándolas, claro. Nosotros no.

Qui-Gon se dio cuenta de que no tenía elección. Se levantó reticente.

—¿Podría pasar la noche en el centro médico? No quiero que Obi-Wan esté solo.

—Lo organizaré —prometió Yanci.

—Y Eritha puede dormir en mi unidad —dijo Bini.

—Es sólo un día más —dijo Yanci.

Pero un día más podía significar todo. No podía arriesgar la salud de Obi-Wan. Qui-Gon aplazó la decisión hasta la mañana siguiente. Si Obi-Wan no había mejorado para entonces, consideraría la opción de marcharse solo y dejar a Eritha con él. No era una decisión que le agradara en absoluto.

Y cuando la cacería comenzara de nuevo, no tendría la sonda robot. Tendría que seguir a Balog por su cuenta. Tardaría más. Y quizá no lo consiguiera.

Tahl estaba cada vez más y más lejos.

Sé fuerte, Tahl. Me entregaste tu vida. Yo te di mi corazón. Sabes que te encontraré.

Capítulo 11

Qui-Gon acababa de ser ordenado Caballero Jedi, y Yoda le sugirió que era hora de que tomara un padawan. Qui-Gon decidió salir en una última misión mientras lo pensaba. Nunca hacía nada precipitadamente. Tenía un padawan en mente, y le resultaría más fácil evaluarle sin estar en el Templo.

Paró en Zekulae, mientras esperaba el transporte. Era un mundo estéril, apreciado por su oscura y espesa arena, rica en minerales y llena de cristales azules. La tierra era tan fina que a los pocos días se le había metido por todas partes: el pelo, la boca, las botas... Qui-Gon se dio cuenta de que sus meticulosos razonamientos sobre el futuro se habían convertido en el ansia de darse una ducha.

Se detuvo en una cafetería para tomar un refresco. Se lo bebió de un trago, contemplando a los lugareños. Zekulae no era un sitio muy peligroso, pero había que tener cuidado. El Gobierno tenía una actitud relajada en lo referente a las normas y las leyes. Las disputas solían arreglarse con puños o con armas láser.

De repente empezó una pelea a sus espaldas, entre dos seres que jugaban al sabacc. Uno de ellos era un nativo de Zekulae, y el otro estaba oculto por una columna. El zeku se levantó, soltando las cartas.

—Qué raro que te enfades tanto, cuando soy yo el que está siendo engañado —dijo una voz ronca.

Qui-Gon conocía la voz, aunque había cambiado. Llevaba años sin oírla. Era más profunda, más áspera de lo que recordaba.

Tahl se levantó de la mesa. El esperó, contemplándola, como todos los demás. Ella atraía la atención. Qui-Gon desconocía qué misión la había llevado hasta allí. Y quizá no fuera seguro que la vieran hablando con un Jedi. Tahl llevaba una túnica y botas de viaje, y el sable láser oculto.

El zeku se llevó la mano al cinto, pero no tuvo ocasión de sacar su arma. En un segundo, Tahl alargó la mano y le desarmó, empujándole al mismo tiempo por el hombro y obligándole a sentarse de nuevo. Sin soltarle el hombro, recogió unos cuantos créditos de la mesa.

—Dejémoslo en tablas —dijo ella—. Y te invito a una copa. ¿Te gustaría vivir para ver el atardecer?

El asintió con el rostro contraído por el dolor. Ella llamó al camarero.

—Ponle algo especial a mi amigo.

Ella se guardó los créditos en la túnica, dejó al zeku y se marchó. Nadie movió un dedo. Nadie dijo nada. Todos contemplaban a la mujer que combinaba elegancia y peligro pasar a su lado como si nada.

Qui-Gon también la contempló, admirando su valentía y su garbo. Se quedó atónito ante su belleza. Sus preciosos ojos y la fortaleza de sus rasgos se habían hecho dramáticos e impresionantes con la madurez.

Entonces, ella lo vio, y su rostro perdió su severa compostura. Se acercó a su mesa y se sentó mientras las conversaciones se retomaban a su alrededor. El incidente había terminado.

—No puedo creer que seas tú —dijo ella—. Ha pasado tanto tiempo.

—Demasiado.

—Sólo tengo un minuto —dijo—. Estoy en una misión.

¡Sólo un minuto, y llevaban años sin verse!

—Así que cuéntame todo lo más rápido que puedas —le dijo ella, riendo—. Tienes buen aspecto. He oído que te ordenaron Caballero.

—Como a ti —dijo Qui-Gon—. Estoy pensando en tomar a un padawan. Yoda me ha pedido que lo considere.

—¿Tienes algún candidato?

—Xánatos.

Ella asintió lentamente.

—Tiene talento, pero yo me lo pensaría mucho. No sé si realmente te conviene.

—¿Llevo años sin verte y lo único que se te ocurre es darme consejos? —bromeó él.

—¿Hay alguien en la galaxia que te comprenda mejor? —respondió ella, sonriendo.

—Nadie —admitió él—, pero en eso te equivocaste. ¿Recuerdas lo que dijiste cuando nos despedimos?

La sonrisa de ella se tornó más cálida.

—Me alegro —dijo Tahl—. Me alegro de haberme equivocado con respecto a eso. Y me alegro de seguir siendo la más lista. Y jamás nos despedimos, ¿recuerdas?

Se quedaron en silencio durante un rato, recordando el Templo, los días en los que habían estado ansiosos por convertirse en Caballeros Jedi. Entonces no sabían lo difícil que resultaría. Ni lo profundamente gratificante, al mismo tiempo. Sí, una vida de sacrificio le iba. Y a Tahl también, eso era obvio. Y tener esa conexión tan fuerte ahora, a pesar de haber pasado tantos años, era algo especial.

—Me tengo que ir —dijo ella en voz baja—. Te veré pronto. Las misiones pueden ser cortas, ya sabes.

Él sonrió, recordando a la nerviosa y joven Tahl que le había dicho eso mismo con tanta seguridad hacía años.

Ella se levantó. No dijo adiós. El sabía que no iba a despedirse, como tampoco saludaba nunca. Con una última sonrisa, salió de la cafetería sin mirar atrás.

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