Muerte en un país extraño (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Le saludó un efluvio de cocina en el que se mezclaban distintos aromas. Hoy distinguía el olorcillo a
barucca
. Paola preparaba, pues,
risotto con zucca
, una hortaliza propia de la estación que traían de Chioggia, al otro lado de la laguna, donde se cultiva esta calabaza rechoncha, de piel verde oscuro. ¿Y de segundo? ¿Pierna de ternera? ¿Asada con aceitunas y vino blanco?

Colgó la chaqueta en el armario y fue por el pasillo hasta la cocina. Hacía más calor que de costumbre: estaba encendido el horno. Destapó la gran sartén y descubrió los pedazos de calabaza que se rehogaban con la cebolla picada. Tomó un vaso del escurridor situado al lado del fregadero y sacó del frigorífico una botella de Ribolla. Se sirvió un poco más de un trago, lo probó, apuró la copa, volvió a llenarla y dejó la botella en el frigorífico. El calor de la cocina lo envolvía. Se aflojó el nudo de la corbata y salió al pasillo.

—¿Paola?

—Estoy aquí detrás —la oyó contestar.

Él no dijo más, sino que pasó a la larga sala de estar y salió a la terraza. Ésta era para Brunetti la mejor hora del día, porque, desde su casa, podía contemplar la puesta del sol. En los días claros, por la pequeña ventana de la cocina, veía los Dolomitas, pero ahora ya estarían cubiertos por la bruma. De codos en la barandilla, paseó la mirada por los tejados y las torres de la ciudad, un panorama del que nunca se cansaba. En el pasillo sonaron los pasos de Paola que volvía a la cocina, seguidos de un cencerreo de cacerolas, pero él no se movió y se quedó escuchando las campanadas de las ocho del reloj de San Polo a las que contestaron los sones graves de San Marco que, como siempre, llegaban segundos después, desde el otro lado de la ciudad. Cuando enmudecieron las campanas, Brunetti entró y cerró el balcón al aire fresco del anochecer.

En la cocina, Paola removía el
risotto
al que, de vez en cuando, agregaba un chorro del caldo que hervía en otro fuego.

—¿Una copita de vino? —preguntó él. Su mujer sacudió la cabeza negativamente, sin dejar de remover. Él se paró detrás de ella a darle un beso en la nuca y se sirvió otra copa.

—¿Cómo te ha ido en Vicenza? —se interesó ella.

—Di mejor cómo me ha ido en América.

—Sí, ya sé. Es increíble, ¿eh?

—¿Has estado allí?

—Hace años. Con los Alvise. —Al ver que él la miraba desconcertado, explicó—: Él es coronel y estaba destinado en Padua. Dieron una fiesta en el club de oficiales para italianos y norteamericanos. Te hablo de hace diez años.

—No me acuerdo.

—Tú no fuiste. Me parece que entonces estabas en Nápoles. ¿Sigue igual?

—Depende de cómo estuviera entonces —sonrió él.

—No te hagas el gracioso conmigo, Guido. ¿Cómo está aquello?

—Muy limpio. Y la gente sonríe mucho.

—Bien —dijo ella volviendo a remover el arroz—. Entonces no ha cambiado.

—Me gustaría saber por qué sonríen tanto. —Esto le había llamado la atención cada vez que había ido a Estados Unidos.

Ella se volvió de espaldas al
risotto
y miró a su marido sin pestañear.

—¿Cómo no van a sonreír, Guido? Imagina: son el pueblo más rico del mundo. En política, todo el mundo tiene que inclinarse ante ellos y han conseguido convencerse a sí mismos de que todo lo que han hecho en su breve historia ha tenido la única finalidad de favorecer a la humanidad. ¿Cómo no van a sonreír?

Dio media vuelta y juró entre dientes al palpar con la espátula que el arroz empezaba a agarrarse. Echó más caldo y removió deprisa un momento.

—¿Vamos a tener una reunión de la célula local? —preguntó él plácidamente. Aunque él y su mujer tenían ideas políticas afines, Brunetti siempre había dado su voto a los socialistas mientras que Paola, con arrojo, votaba a los comunistas. Ahora, tras la caída del sistema y la muerte del partido, él empezaba a tantearla.

Ella no se dignó contestarle.

Él empezó a bajar platos para poner la mesa.

—¿Y los niños?

—Los dos, con amigos. —Y, sin darle tiempo a preguntar, agregó—: Sí, los dos han llamado para pedir permiso.

Apagó el fogón del
risotto
, le agregó una buena porción de la mantequilla que tenía en la repisa y lo cubrió con el parmesano
reggiano
rallado de un platillo. Removió hasta que ambos ingredientes se disolvieron en el arroz y echó éste en una fuente honda que puso en la mesa. Apartó su silla, se sentó y volviendo el mango de la cuchara hacia su marido exclamó:


Mangia, ti fa bene
—invitación que, desde tiempo inmemorial, tenía la virtud de llenar de alegría a Brunetti.

Se sirvió una ración abundante. Había trabajado mucho. Después de pasar el día en un país extranjero, se había ganado una buena cena. Hundió el tenedor en el centro del plato y esparció el arroz hacia el borde, para que se enfriara. Comió dos bocados, suspiró apreciativamente y siguió comiendo.

Cuando Paola observó que, saciado el apetito, su marido empezaba a comer por placer, dijo:

—No me has contado cómo te ha ido en América.

Él contestó entre bocado y bocado de
risotto
.

—En realidad, no lo sé. Los norteamericanos son gente muy educada, siempre te dicen que están a tu disposición, pero luego nadie sabe nada que pueda serte útil.

—¿Y la doctora?

—¿La bella doctora? —preguntó él, sonriendo.

—Sí, Guido, la bella doctora.

Al darse cuenta de que ella no seguía la broma, explicó con sobriedad:

—Sigo pensando que es la persona que sabe lo que yo quiero averiguar. Pero no suelta prenda. Dentro de seis meses dejará el ejército, regresará a Estados Unidos y todo esto quedará atrás.

—¿Y eran amantes? —preguntó Paola con un resoplido de incredulidad, para indicar que no concebía que la doctora, pudiendo ayudarle, se negara a ello.

—Eso parece.

—Pues no me parece probable que ella líe el petate y se olvide de todo.

—Quizá se trate de algo que ella no quiera admitir.

—¿Por ejemplo?

—No sé. No puedo explicarlo. —Él había decidido no hablarle de las dos bolsas de plástico que había encontrado en el apartamento de Foster. Nadie lo sabría.

Excepto la persona que había destapado el calentador, descubierto que las bolsas habían desaparecido y vuelto a apretar los tornillos. Él se acercó la fuente del
risotto
.

—¿Puedo terminarlo? —No hacía falta ser detective para saber la respuesta.

—Adelante. No me gusta que quede comida. Y a ti tampoco.

Mientras él terminaba el
risotto
, Paola llevó la fuente al fregadero. Él apartó dos manteles individuales de paja trenzada para hacer sitio a la cazuela de la carne que Paola sacaba del horno.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. Esperar a ver qué hace Patta —dijo él, cortando una loncha de la pierna de ternera y poniéndola en el plato de su mujer. Con un ademán, ella indicó que no quería más. Él cortó entonces dos grandes trozos para sí, alargó la mano hacia el pan y se puso a comer otra vez.

—¿Qué puede importar lo que haga Patta? —preguntó ella.

—Ah, cándida paloma —bromeó él—. Si trata de apartarme del caso, sabré que alguien quiere taparlo. Y, puesto que nuestro
vicequestore
sólo atiende a las voces de las alturas, y cuanto más alta la voz, más aprisa se mueve él, sabré que quien quiere cerrar el caso tiene cierto poder.

—¿Y quién puede ser esa persona?

Él tomó más pan, lo partió y lo mojó en la salsa.

—De eso sé tanto como tú, pero pensar en quién pueda ser esa persona hace que me sienta muy incómodo.

—¿En quién piensas?

—En nadie en concreto. Pero si está involucrado el ejército norteamericano puedes estar segura de que se trata de algo político, y eso implica al Gobierno. Su Gobierno. Y también el nuestro.

—¿Y de ahí parte la llamada telefónica a Patta?

—Sí.

—¿Y ahí empiezan las complicaciones?

Brunetti no era dado a recalcar lo evidente.

—¿Y si Patta no trata de parar la investigación?

Brunetti se encogió de hombros. Habría que esperar acontecimientos.

Paola quitó los platos.

—¿Postre?

Él movió la cabeza negativamente.

—¿A qué hora volverán los niños?

Mientras se movía por la cocina, ella respondió.

—Chiara estará en casa a las nueve. A Raffaele le he dicho que llegue antes de las diez.

La diferencia en el enunciado de una y otra parte de la respuesta no podía ser más reveladora.

—¿Has hablado con sus maestros? —preguntó Brunetti.

—No. El curso no ha hecho más que empezar.

—¿Cuándo es la primera reunión de padres?

—No lo sé. Por ahí he de tener la carta de la escuela. En octubre, si mal no recuerdo.

—¿Tú cómo lo ves? —Mientras lo preguntaba, confiaba en que Paola se limitara a responder simplemente, en lugar de preguntarle qué quería decir. Porque no sabía qué quería decir.

—No sé qué decirte, Guido. Él nunca me habla de la escuela, ni de sus amigos, ni de lo que hace. ¿Tú eras así, a su edad?

Él pensó en sus dieciséis años y en lo que sentía entonces.

—No lo sé. Supongo que sí. Pero entonces empezaron a gustarme las chicas y me olvidé de mi cólera, mi angustia vital o lo que fuera. Sólo quería caerles bien. Era lo único que contaba.

—¿Hubo muchas chicas? —preguntó Paola.

Él se encogió de hombros.

—¿Y les caías bien?

Él sonrió ampliamente.

—Anda, fuera de aquí, Guido, búscate algo que hacer. Ve a mirar la tele.

—Odio la tele.

—Pues ayúdame a fregar los cacharros.

—Me encanta la tele.

—Guido —dijo ella, no exasperada, pero casi—, hazme el favor de irte a donde no te vea.

Entonces oyeron girar una llave en la cerradura. Era Chiara, que entró en el apartamento dando un portazo y dejando caer un libro. Entró en la cocina, besó a sus padres y se quedó al lado de Brunetti, rodeándole los hombros con el brazo.

—¿Hay algo de comer,
mamma
? —preguntó.

—¿No te ha dado cena la madre de Luisa?

—Hace horas. Estoy muerta de hambre.

Brunetti la asió por la cintura y la sentó en sus rodillas. Con su voz de policía severo, dijo ásperamente:

—Ya te tengo. Confiesa. ¿Dónde pones la comida?

—Ah, papá, basta —dijo ella estremeciéndose de satisfacción—. Me la como y ya está. Pero luego vuelvo a tener hambre. ¿Tú no?

—Tu padre tarda por lo menos una hora, Chiara —dijo Paola y, suavizando el tono—: ¿Fruta? ¿Un sandwich?

—Las dos cosas —suplicó su hija.

Cuando Chiara hubo devorado un respetable sandwich de
prosciutto
con tomate y mayonesa y dos manzanas, ya era hora de irse a la cama. A las once y media, Raffaele aún no había vuelto, pero, al cabo de un rato, Brunetti se despertó y oyó abrirse y cerrarse la puerta y los pasos de su hijo por el pasillo. Entonces se durmió profundamente.

CAPÍTULO XIII

Normalmente, Brunetti no iba a la
questura
en sábado, pero esta mañana fue, más que nada para ver qué novedades se presentaban. No trató de llegar a la hora de todos los días, sino que fue paseando por Campo San Luca y tomó un
capuccino
en Rosa Salva, donde, según Paola, daban el mejor café de la ciudad.

Siguió hacia la
questura
cortando en paralelo San Marco, pero sin pasar por la
piazza
. Al llegar, subió directamente al primer piso, donde encontró a Rossi hablando con Riverre, un agente al que creía de baja por enfermedad. Cuando entró Brunetti, Rossi le llamó con una seña.

—Me alegro de que haya venido, comisario. Ha ocurrido algo.

—¿Qué?

—Un robo con fuerza. En el Gran Canal. Ese
palaz
zo
grande recién restaurado, cerca de San Stae.

—¿El del milanés?

—Sí, señor. Anoche, cuando llegó, encontró dentro a dos hombres, quizá tres.

—¿Qué pasó?

—Vianello ha ido al hospital a interrogarle. Yo sólo sé lo que dijo al hombre que recibió la llamada y lo llevó al hospital.

—¿Qué dijo?

—Dijo que había tratado de huir, pero que ellos lo agarraron y le golpearon. Han tenido que llevarlo al hospital, pero no es grave. Magulladuras.

—¿Y de los tres hombres qué se sabe? ¿O los dos hombres?

—Nada. Los agentes que recibieron el aviso volvieron a la casa después de llevarlo al hospital. Parece ser que faltan un par de cuadros y joyas de la esposa.

—¿Tienen la descripción de esos hombres?

—No los vio claramente, no ha podido decir mucho, sólo que uno era muy alto y otro quizá llevara barba. Ahora bien —Rossi levantó la mirada y sonrió—, unos turistas que estaban sentados al borde del canal vieron salir del
palazzo
a tres hombres, uno con una maleta. Esos chicos aún estaban allí cuando llegaron nuestros hombres, y dieron la descripción. —Hizo una pausa y sonrió, como si estuviera seguro de que a Brunetti le gustaría lo que iba a decir ahora—-. Por las señas, uno podía ser Ruffolo.

La respuesta de Brunetti fue inmediata.

—Creí que estaba en la cárcel.

—Estaba, hasta hace dos semanas.

—¿Les han enseñado fotos a esos turistas?

—Sí, señor. Y creen que es él. Se fijaron en sus grandes orejas.

—¿Y al dueño de la casa, le han enseñado fotos?

—Todavía no. Acabo de llegar de hablar con esos chicos belgas. Tengo la impresión de que era Ruffolo.

—¿Y los otros dos hombres? ¿Coincide la descripción de los belgas con la que hizo el dueño de la casa?

—Estaba oscuro, comisario, y no prestaban mucha atención…

—¿Pero…?

—Pero están casi seguros de que ninguno tenía barba.

Brunetti reflexionó un momento y dijo a Rossi:

—Lleve la fotografía al hospital y enséñela al milanés, por si lo reconoce. ¿Está en condiciones de hablar?

—Oh, sí, señor. Está bien. No tiene más que un par de golpes, un ojo morado, pero está bien. La propiedad está asegurada.

—Si identifica a Ruffolo, avíseme. Iré a ver a su madre, por si sabe dónde está.

Rossi resopló al oír esto.

—Ya sé, ya sé —dijo Brunetti—. Esa mujer mentiría al mismo papa, para salvar a su Peppino. ¿Y quién había de reprochárselo? Es su único hijo. Además, me gustaría volver a ver a la vieja furia; no he hablado con ella más que dos veces desde el día en que arresté a Ruffolo por última vez.

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