Mujeres sin pareja (13 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

La habitación que iban a ocupar podría sin duda haber sido más grande, pero eran conscientes de que había jóvenes de corazón no menos delicado que el suyo que se veían obligadas a vivir en alojamientos mucho peores en Londres, donde los pobres hacen de un pie cuadrado un respiradero en el que refugiarse. Hacía muy poco que la señorita Vesper había podido comprarse algunos muebles (se había gastado cuatro soberanos en total) y así había alquilado dos habitaciones por el precio que antes le costaba una. La señorita Barfoot no pagaba a sus trabajadoras con sueldos filantrópicos, sino estrictamente acordes a los precios de mercado. Este principio venía dictado por el sentido común. Luego hablaron de cómo iban a organizarse, y Monica decidió gastarse unos cuantos chelines en la compra de una cama individual.

—A menudo tengo pesadillas —apuntó—, y doy muchas patadas. No me gustaría llenarla de hematomas.

Pasó una semana. Alice había escrito desde Yatton. Estaba muy animada. Virginia, que sufría de excitación crónica, había visitado Rutland Street y Queen's Road; hablaba como si de pronto hubiera recibido una gran iluminación, y su gran defensa de la causa de la independencia de la mujer rivalizaba con la de la señorita Nunn. Sin demasiado entusiasmo, aunque aparentemente contenta, Monica se ejercitaba con la máquina de escribir y había empezado algunos estudios que sus amigas consideraban de utilidad. Ganó respeto por ella misma. Era mucho haber mejorado su situación de dependienta, y el cambio de ambiente moral tuvo sobre ella efectos muy beneficiosos.

Mildred Vesper era a su modo una personilla estudiosa. Tenía en su haber cuatro volúmenes de los
Treasuries
de Maunder
[4]
y se aplicaba a cualquiera de ellos como mínimo una hora todas las tardes.

—Soy frívola por naturaleza —dijo, cuando Monica le preguntó el porqué de tanto estudio—. Lo que necesito es almacenar información sólida sobre la que reflexionar. No hay nadie que tenga una memoria peor que la mía, pero si persevero puedo conseguir memorizar dos o tres cosas al día.

Monica echaba de vez en cuando un vistazo a los libros, pero no tenía la menor intención de acercarse al mundo de Maunder. En vez de leer, se dedicaba a meditar sobre los problemas de su propia vida.

Por supuesto, Edmund Widdowson le escribió a su nueva dirección. En su respuesta ella volvió a posponer la cita. Siempre que salía por las tardes esperaba encontrarse con él en el vecindario. Estaba segura de que hacía ya tiempo que se había acercado para ver la casa y era más que probable que sus ojos se hubieran fijado en ella. No importaba; su vida seguía siendo inocente y Widdowson podía observarla ir y venir cuanto quisiera.

Por fin, una noche, a eso de las nueve, Monica se lo encontró de cara. Fue en Hampstead Road; había estado comprando en la tapicería y llevaba consigo un pequeño paquete. En cuanto le reconoció, la cara de Widdowson enrojeció y se iluminó de tal manera que Monica no pudo evitar una compasiva sensación de placer.

—¿Por qué es usted tan cruel conmigo? —dijo en voz baja mientras ella le tendía la mano—. ¡Hace muchísimo que no la veo!

—¿Ah sí? —replicó la joven con una expresión de coquetería que él jamás había visto en ella.

—Bueno, que no hablo con usted.

—¿Cuándo fue la última vez que me vio?

—Hace tres noches. Usted iba andando por Tottenham Court Road con una joven.

—La señorita Vesper, la amiga con la que vivo.

—¿Me concederá ahora unos minutos? —preguntó con humildad—. ¿Es demasiado tarde?

Monica siguió andando despacio como única respuesta. Cogieron una de las calles paralelas a Rutland Street y entraron así en el tranquilo barrio que rodea Regent's Park. Durante todo el camino Widdowson no dejó de hablar con confesa ternura, con la cabeza inclinada hacia ella y en un tono de voz tan bajo que a veces Monica se perdía algunas de sus palabras.

—No puedo vivir sin verla —dijo por fin—. Si se niega a verme no tendré más opción que venir a vagar por los lugares donde esté usted. Por favor, no piense en ningún momento que la espío. Sólo lo hago para ver su rostro o su figura al caminar. Cuando hago el viaje en vano vuelvo a casa deshecho. Nunca dejo de pensar en usted, nunca.

—Lamento oír eso, señor Widdowson.

—¿Lo lamenta? ¿De verdad lo lamenta? ¿Acaso me tiene usted en menos estima que la tarde que pasamos juntos en el río?

—Oh, no le tengo en menor estima, pero si lo único que consigo es hacerle infeliz…

—Infeliz por un lado, pero como nadie ha tenido jamás el poder de conseguirlo. Si me permitiera verla de vez en cuando mi desazón vería su fin. El verano pasa tan rápido. ¿Vendrá conmigo el domingo que viene a dar ese paseo? La esperaré allí donde me cite. ¡No puede imaginar lo feliz que me haría!

Finamente Monica asintió. Si hacía buen día estaría junto a la entrada sudeste de Regent's Park a las dos. Él le dio las gracias con palabras que no escondían la más sumisa de las gratitudes y a continuación se despidieron.

El día amaneció medio nublado, pero Monica no faltó a su cita. Widdowson estaba en el lugar acordado con el coche. Según le dijo a Monica, el coche no era suyo; como era su costumbre, lo había alquilado en una cuadra.

—No va a llover —exclamó levantando la vista al cielo—. ¡No va a llover! Estas pocas horas son muy preciosas para mí.

—Sería muy raro que lloviera —replicó Monica de buen humor, mientras se ponían en marcha.

Amenazó lluvia hasta el crepúsculo, pero Widdowson pudo ingeniárselas para seguir afirmando que no llovería. Tomó una ruta que llevaba hacia el oeste, cruzaron el puente de Waterloo, y de ahí se dirigieron hacia Herne Hill. Monica se dio cuenta de que Widdowson daba un pequeño rodeo para no tener que pasar por Walworth Road. Preguntó por qué.

—¡Odio esa calle! —respondió Widdowson, vehemente.

—¿La odia?

—Porque allí sufrió y vivió usted esclavizada. Si estuviera en mis manos, la echaría abajo… casa por casa. Muchas veces —añadió, bajando la voz—, cuando usted dormía, caminaba de una punta a otra de la calle sintiéndome destrozado.

—¿Sólo porque tenía que trabajar detrás de un mostrador?

—No sólo por eso. Ese trabajo no era para usted… ¡Pero la gente que la rodeaba! Odiaba cada uno de los rostros de los hombres y mujeres que pasaban por esa calle.

—No me gustaba esa gente.

—Eso espero. Ya sé que no le gustaban. ¿Cómo llegó usted a un lugar así?

Más que compasión, su mirada delataba severidad.

—Estaba harta de mi vida gris en el campo —replicó Monica con franqueza—. Y además tampoco sabía cómo eran las tiendas ni la gente.

—¿Necesita usted una vida excitante? —preguntó Widdowson con una mirada de soslayo.

—¿Excitante? No, pero una necesita cambiar.

Cuando llegaron a Herne Hill, Widdowson guardó silencio y puso el caballo al paso.

—Ésa es mi casa, señorita Madden, la de la derecha.

Monica vio dos casitas adosadas con la fachada de piedra, un porche sobre la puerta y gabletes ornamentados.

—Sólo quería mostrársela —añadió rápidamente—. No tiene nada de especial y tampoco los muebles son de gran valor. Mi vieja ama de llaves y una criada cuidan de ella.

Siguieron adelante y Monica no se permitió volver la cabeza.

—Es una bonita casa —dijo por fin.

—Siempre quise tener una casa propia pero nunca me atreví a imaginar que lo conseguiría. En general ése es un asunto que a los hombres no parece preocuparles, siempre que consigan habitaciones en las que se encuentren a gusto. Hablo de los solteros. Pero siempre quise vivir solo, es decir, sin desconocidos a mi alrededor. Ya le dije que no soy muy sociable. Cuando tuve mi casa me sentía como un niño con un juguete; no podía dormir de lo contento que estaba. Solía recorrerla de una punta a la otra, día tras día, hasta que estuvo amueblada. Había algo que me maravillaba al oír mis pisadas en las escaleras y en los suelos desnudos. «Aquí viviré y aquí moriré», no hacía más que repetirme. Quizá encuentre a alguien…

Monica le interrumpió para preguntarle algo acerca de algún elemento del paisaje. Él le respondió con brevedad y durante bastante tiempo ninguno de los dos volvió a hablar. Luego la joven, mirándole con una sonrisa de disculpa, le dijo con voz amable:

—Me estaba diciendo lo mucho que le gustaba la casa. ¿Todavía le produce el mismo placer ahora que vive en ella?

—Sí, aunque últimamente vivo con la esperanza… no me atrevo a continuar. Volverá a interrumpirme si lo hago.

—¿Adónde vamos ahora, señor Widdowson?

—A Streatham, y luego a Carshalton. A las cinco, y por el derecho que nos da el ser viajeros, tomaremos el té en alguna posada. Mire, el sol está intentando salir. Al final tendremos una tarde soleada. Deje que le diga, sin que suene ofensivo, que tiene usted mejor aspecto desde que dejó ese lugar abominable.

—Oh, me encuentro mucho mejor.

Después de observar sin moverse las orejas del caballo durante algún tiempo, Widdowson se volvió con expresión grave hacia su compañera.

—Le hablé de mi cuñada. ¿Le apetecería conocerla?

—No me siento capaz, señor Widdowson —respondió Monica con decisión.

Preparado para oír esa respuesta, él intentó convencerla larga y apremiantemente. Fue inútil. Monica le escuchaba en silencio, pero sin muestras de tener la menor intención de ceder. Por último, la cuestión fue olvidada y empezaron a hablar de otras cosas.

De camino a casa, mientras el cielo gris iba oscureciendo y las farolas de la ciudad empezaron a aparecer en hileras largas y brillantes, Widdowson volvió con tímido valor a la cuestión que durante algunas horas había quedado en suspenso.

—No quiero despedirme de usted esta noche sin una palabra de esperanza que pueda recordar. Usted sabe que quiero que sea mi esposa. Dígame, ¿hay algo que pueda decir o hacer para conseguir su consentimiento? ¿Duda usted de mí?

—No tengo ninguna duda de su sinceridad.

—En cierto sentido todavía soy para usted un desconocido. ¿Me dará la oportunidad de normalizar nuestra relación? ¿Me permitirá que conozca a alguna de sus amistades en la que usted confíe?

—Preferiría que eso no ocurriera todavía.

—¿Desea conocerme mejor, personalmente?

—Sí, creo que debo conocerle mejor antes dar un paso así.

—Pero —la apremió— si nos relacionáramos como es costumbre y conociéramos a nuestras respectivas amistades, ¿la situación no sería mejor para usted?

—Puede, pero olvida usted que habría que dar muchas explicaciones. Me he comportado de forma muy extraña. Si se lo contara todo a mis amistades no me quedaría mucha elección.

—Oh, ¿por qué no? Sería usted totalmente libre. Yo no podría hacer otra cosa que recomendarme a usted. Y si soy tan desafortunado que fracaso en mi intento, ¿cómo podría no ser usted libre?

—Tiene usted que entenderme. En mi posición, o no le menciono a usted en absoluto o hago saber que estamos prometidos. Y no puedo permitir que se dé por hecho que estamos comprometidos cuando eso es algo que no deseo.

Widdowson bajó la cabeza. En sus labios se dibujó una expresión dura y apesadumbrada.

—Me he comportado de forma muy imprudente —siguió la joven—. Pero no veo, soy incapaz de ver, qué otra cosa podría haber hecho. Las cosas no están a nuestro favor. No fue posible que nos presentara alguien que nos conociera a los dos, y yo tenía que haber dejado de verle después de nuestra primera conversación o comportarme como lo he hecho. Creo que es una posición muy difícil. Mis hermanas me dirían que soy una chica poco modesta, aunque no creo serlo. Puede que llegue a sentir por usted lo que siente una chica cuando va a casarse, pero ¿cómo averiguarlo si no vuelvo a verle y hablamos? No le culpo, eso sería ridículo. Ha ido usted en contra de la norma, y la gente nos haría sufrir por ello… o al menos me harían sufrir a mí.

Su voz, cuando terminó de hablar, parecía insegura. Widdowson la miraba con ojos de apasionada admiración.

—Gracias por decir eso… por decirlo tan bien y ser tan amable conmigo. Olvidémonos entonces de la gente. Sigamos viéndonos. La amo con toda mi alma —se atragantó un poco al decir por primera vez palabra tan solemne— y sus reglas serán también las mías. Deme una oportunidad para ganarme su amor. Dígame si hay algo de mí que la ofenda, si hay algo de mí que no le guste.

—¿Dejará usted de venir a buscarme sin que yo lo sepa?

—Se lo prometo. No volveré a hacerlo. ¿Y nos veremos con más frecuencia?

—Nos veremos una vez a la semana. Pero aun así debo seguir siendo totalmente libre.

—¡Desde luego! Voy a intentar ganarme su amor como lo haría cualquier hombre que ame a una mujer.

El fatigado paso del caballo resonaba sobre el duro pavimento del camino mientras las nubes se amontonaban, preparándose para la tormenta.

CAPÍTULO VIII
EL PRIMO EVERARD

Cuando la señorita Barfoot echó una ojeada a la correspondencia que había llegado durante el desayuno soltó una exclamación de dudoso significado. Rhoda Nunn, que casi nunca recibía cartas, alzó la vista.

—O me equivoco o ésta es la letra de mi primo Everard. Lo sabía. Está en Londres.

Rhoda no hizo ningún comentario.

—Por favor, léela —dijo la señorita Barfoot, dándole la carta a su amiga después de haberla leído.

La letra con la que estaba escrita era notablemente sencilla, aunque cuidada. Se observaba una estricta atención a la puntuación y en algunos lugares se había tachado alguna palabra con un trazo circular que sin embargo la dejaba perfectamente legible.

Querida prima Mary:

Me he enterado de que sigues dedicada a tus originales tareas y de que la civilización está cada vez más en deuda contigo. Desde que hace unas semanas llegué a Londres he estado a punto de ir a visitarte varias veces, pero mis escrúpulos me han aconsejado lo contrario. Como recordarás, nuestro último encuentro no fue demasiado amistoso por tu parte, y quizá el hecho de que no me hayas escrito es señal de que tu ánimo no ha cambiado. En ese caso puedo verme rechazado en tu puerta, algo que no sería de mi agrado, puesto que sufro de un estúpido sentido de la dignidad personal. He alquilado un piso y tengo planeado quedarme en Londres al menos seis meses. Te ruego que me hagas saber si puedo verte. Me encantaría. La naturaleza quiso que fuéramos buenos amigos, pero los prejuicios se interpusieron entre nosotros. Respóndeme, sea para darme la bienvenida, o con un «¡Déjame en paz!». A pesar de tus censuras, siempre fui, y sigo siendo, encarecidamente tuyo.

EVERARD BARFOOT

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