Gloria se sentaba en el borde de la cama con el niño en las rodillas. El niño era guapo y sus piernecitas colgaban gordas y sucias mientras se dormía.
Cuando estaba dormido, Gloria lo metía en la cuna y se estiraba con delicia, metiéndose las manos entre la brillante cabellera. Luego se tumbaba en la cama, con sus gestos lánguidos.
—¿Qué opinas de mí? —me decía a menudo. A mí me gustaba hablar con ella porque no hacía falta contestarle nunca.
—¿Verdad que soy bonita y muy joven? ¿Verdad?...
Tenía una vanidad tonta e ingenua que no me resultaba desagradable; además, era efectivamente joven y sabía reírse locamente mientras me contaba sucesos de aquella casa. Cuando me hablaba de Antonia o de Angustias tenía verdadera gracia.
—Ya irás conociendo a estas gentes; son terribles, ya verás... No hay nadie bueno aquí, como no sea la abuelita, que la pobre está trastornada... Y Juan, Juan es buenísimo, chica. ¿Ves tú que chilla tanto y todo? Pues es buenísimo...
Me miraba y ante mi cerrada expresión se echaba a reír...
—Y yo, ¿no crees? —concluía—. Si yo no fuera buena, Andreíta, ¿cómo les iba a aguantar a todos?
Yo la veía moverse y la veía charlar con agrado inexplicable. En la atmósfera pesada de su cuarto ella estaba tendida sobre la cama igual que un muñeco de trapo a quien pesara demasiado la cabellera roja. Y por lo general me contaba graciosas mentiras intercaladas a sucesos reales. No me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el día en que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan.
Yo no había entrado nunca en la habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta prevención. Fui una mañana a buscar un lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría.
El aspecto de aquel gran estudio era muy curioso. Lo habían instalado en el antiguo despacho de mi abuelo. Siguiendo la tradición de las demás habitaciones de la casa, se acumulaban allí, sin orden ni concierto, libros, papeles y las figuras de yeso que servían de modelo a los discípulos de Juan. Las paredes estaban cubiertas de duros bodegones pintados por mi tío en tonos estridentes. En un rincón aparecía, inexplicable, un esqueleto de estudiante de anatomía sobre su armazón de alambre, y por la gran alfombra manchada de humedades se arrastraban el niño y el gato, que venía en busca del sol de oro de los balcones. El gato parecía moribundo, con su fláccido rabo, y se dejaba atormentar por el niño abúlicamente.
Vi todo este conjunto en derredor de Gloria, que estaba sentada sobre un taburete recubierto con tela de cortina, desnuda y en una postura incómoda.
Juan pintaba trabajosamente y sin talento, intentando reproducir pincelada a pincelada aquel fino y elástico cuerpo. A mí me parecía una tarea inútil. En el lienzo iba apareciendo un acartonado muñeco tan estúpido como la misma expresión de la cara de Gloria al escuchar cualquier conversación de Román conmigo. Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca. Esta llamada del espíritu que atrae en las personas excepcionales, en las obras de arte.
Yo, que había entrado sólo para unos segundos, me quedé allí fascinada. Juan parecía contento de mi visita y habló deprisa de sus proyectos pictóricos. Yo no le escuchaba.
Aquella noche, casi sin darme cuenta, me encontré iniciando una conversación con Gloria, y fui por primera vez a su cuarto. Su charla insubstancial me parecía el rumor de lluvia que se escuchaba con gusto y con pereza. Empezaba a acostumbrarme a ella, a sus rápidas preguntas incontestadas, a su estrecho y sinuoso cerebro.
—Sí, sí, yo soy buena... no te rías.
Estábamos calladas. Luego se acercaba para preguntarme:
—¿Y de Román? ¿Qué opinas de Román?
Luego hacía un gesto especial para decir:
—Ya sé que te parece simpático, ¿no?
Yo me encogía de hombros. Al cabo de un momento me decía:
—A ti te es más simpático que Juan, ¿no?
Un día, impensadamente, se puso a llorar. Lloraba de una manera extraña, cortada y rápida, con ganas de acabar pronto.
—Román es un malvado —me dijo— ya lo irás conociendo. A mí me ha hecho un daño horrible, Andrea —se secó las lágrimas—. No te contaré de una vez las cosas que me ha hecho porque son demasiadas; poco a poco las sabrás. Ahora tú estás fascinada por él y ni siquiera me creerías.
Yo, honradamente, no me creía fascinada por Román, casi al contrario, a menudo le examinaba con frialdad. Pero en las raras noches en que Román se volvía amable después de la cena, siempre borrascosa, y me invitaba: «¿Vienes, pequeña?», yo me sentía contenta. Román no dormía en el mismo piso que nosotros: se había hecho arreglar un cuarto en las buhardillas de la casa, que resultó un refugio confortable. Se hizo construir una chimenea con ladrillos antiguos y unas librerías bajas pintadas de negro. Tenía una cama turca y, bajo la pequeña ventana enrejada, una mesa muy bonita llena de papeles, de tinteros de todas épocas y formas con plumas de ave dentro. Un rudimentario teléfono servía, según me explicó, para comunicar con el cuarto de la criada. También había un pequeño reloj, recargado, que daba la hora con un tintineo gracioso, especial. Había tres relojes en la habitación, todos antiguos, adornando acompasadamente el tiempo. Sobre las librerías, monedas, algunas muy curiosas; lamparitas romanas de la última época y una antigua pistola con puño de nácar.
Aquel cuarto tenía insospechados cajones en cualquier rincón de la librería, y todos encerraban pequeñas curiosidades que Román me iba enseñando poco a poco. A pesar de la cantidad de cosas menudas, todo estaba limpio y en un relativo orden.
—Aquí las cosas se encuentran bien, o por lo menos eso es lo que yo procuro... A mí me gustan las cosas —se sonreía—; no creas que pretendo ser original con esto, pero es la verdad. Abajo no saben tratarlas. Parece que el aire está lleno siempre de gritos... y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de tristeza. Por lo demás, no te forjes novelas: ni nuestras discusiones ni nuestros gritos tienen causa, ni conducen a un fin... ¿Qué te has empezado a imaginar de nosotros?
—No sé.
—Ya sé que estás siempre soñando cuentos con nuestros caracteres.
—No.
Román enchufaba, mientras tanto, la cafetera exprés y sacaba no sé de dónde unas mágicas tazas, copas y licor; luego, cigarrillos.
—Ya sé que te gusta fumar.
—No; pues no me gusta.
—¿Por qué me mientes a mí también?
El tono de Román era siempre de franca curiosidad respecto a mí.
—Sé perfectamente todo lo que tu prima escribió a Angustias... Es más: he leído la carta, sin ningún derecho, desde luego, por pura curiosidad.
—Pues no me gusta fumar. En el pueblo lo hacía expresamente para molestar a Isabel, sin ningún otro motivo. Para escandalizarla, para que me dejara venir a Barcelona por imposible.
Como yo estaba ruborizada y molesta, Román no me creía más que a medias, pero era verdad lo que le decía. Al final aceptaba un cigarrillo, porque los tenía siempre deliciosos y su aroma sí que me gustaba. Creo que fue en aquellos ratos cuando empecé a encontrar placer en el humo. Román se sonreía.
Yo me daba cuenta de que él me creía una persona distinta; mucho más formada, y tal vez más inteligente y desde luego hipócrita y llena de extraños anhelos. No me gustaba desilusionarle, porque vagamente yo me sentía inferior; un poco insulsa con mis sueños y mi carga de sentimentalismo, que ante aquella gente procuraba ocultar.
Román tenía una agilidad enorme en su delgado cuerpo. Hablaba conmigo en cuclillas junto a la cafetera, que estaba en el suelo, y entonces parecía en tensión, lleno de muelles bajo los músculos morenos. Luego, inopinadamente, se tumbaba en la cama, fumando, relajadas las facciones como si el tiempo no tuviera valor, como si nunca hubiera de levantarse de allí. Casi como si se hubiera echado para morir fumando.
A veces, yo miraba sus manos, morenas como su cara, llenas de vida, de corrientes nerviosas, de ligeros nudos, delgadas. Unas manos que me gustaban mucho.
Sin embargo, yo, sentada en la única silla del cuarto, frente a su mesa de trabajo, me sentía muy lejos de él. La impresión de sentirme arrastrada por su simpatía, que tuve cuando me habló la primera vez, no volvió nunca.
Preparaba un café maravilloso, y la habitación se llenaba de vahos cálidos. Yo me sentía a gusto allí, como en un remanso de la vida de abajo.
—Aquello es como un barco que se hunde. Nosotros somos las pobres ratas que, al ver el agua, no sabemos qué hacer... Tu madre evitó el peligro antes que nadie marchándose. Dos de tus tías se casaron con el primero que llegó, con tal de huir. Sólo quedamos la infeliz de tu tía Angustias y Juan y yo, que somos dos canallas. Tú, que eres una ratita despistada, pero no tan infeliz como parece, llegas ahora.
—¿No quieres hacer música hoy, di?
Entonces Román abría el armarito en que terminaba la librería y sacaba de allí el violín. En el fondo del armario había unos cuantos lienzos arrollados.
—¿Tú sabes pintar también?
—Yo he hecho de todo. ¿No sabes que empecé a estudiar medicina y lo dejé, que quise ser ingeniero y no pude llegar a hacer el ingreso? También he empezado a pintar de afición... Lo hacía mucho mejor que Juan, te lo aseguro.
Yo no lo dudaba: me parecía ver en Román un fondo inagotable de posibilidades. En el momento en que, de pie junto a la chimenea, empezaba a pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma, extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia la tierra áspera. Román me parecía un artista maravilloso y único. Iba hilando en la música una alegría tan fina que traspasaba los límites de la tristeza. La música aquella sin nombre. La música de Román, que nunca más he vuelto a oír.
El ventanillo se abría al cielo oscuro de la noche. La lámpara encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desesperación total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz.
Y de pronto un silencio enorme y luego la voz de Román.
—A ti se te podría hipnotizar... ¿Qué te dice la música?
Inmediatamente se me cerraban las manos y el alma.
—Nada, no sé, sólo me gusta...
—No es verdad. Dime lo que te dice. Lo que te dice al final.
—Nada.
Me miraba, defraudado, un momento. Luego, mientras guardaba el violín:
—No es verdad.
Me alumbraba con su linterna eléctrica desde arriba, porque la escalera sólo se podía encender en la portería, y yo tenía que bajar tres pisos hasta nuestra casa.
El primer día tuve la impresión de que, delante de mí, en la sombra, bajaba alguien. Me pareció pueril y no dije nada.
Otro día la impresión fue más viva. De pronto, Román me dejó a oscuras y enfocó la linterna hacia la parte de la escalera en que algo se movía. Y vi clara y fugazmente a Gloria que corría escaleras abajo hacia la portería.
IV
¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la Universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.
El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados... Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos.
¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea... Y sin embargo, habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza.
Cuando entré en la casa empezó a llover detrás de mí y la portera me lanzó un gran grito de aviso para que me limpiara los pies en el felpudo.
Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de comer me senté, encogida, metidos los pies en unas grandes zapatillas de fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del balcón. Primero habían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas resbalaban libremente por la superficie brillante y gris.
No tenía ganas de moverme ni de hacer nada, y por primera vez eché de menos uno de aquellos cigarrillos de Román. La abuelita vino a hacerme compañía. Vi que trataba de coser con sus torpes y temblonas manos un trajecito del niño. Gloria llegó un rato después y empezó a charlar, con las manos cruzadas bajo la nuca. La abuelita hablaba también, como siempre, de los mismos temas. Eran hechos recientes, de la pasada guerra, y antiguos, de muchos años atrás, cuando sus hijos eran niños. En mi cabeza, un poco dolorida, se mezclaban las dos voces en una cantinela con fondo de lluvia y me adormecían.
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Abuela
.—No había dos hermanos que se quisieran más. (¿Me escuchas, Andrea?) No había dos hermanos como Román y Juanito... Yo he tenido seis hijos. Los otros cuatro estaban siempre cada uno por su lado, las chicas reñían entre ellas, pero estos dos pequeños eran como dos ángeles... Juan era rubio y Román muy moreno, y yo siempre los vestía con trajes iguales. Los domingos iban a misa conmigo y con tu abuelo... En el colegio, si algún chico se peleaba con uno de ellos, ya estaba el otro allí para defenderle. Román era más pícaro..., pero ¡cómo se querían! Todos los hijos deben ser iguales para una madre, pero estos dos fueron sobre todos para mí... como eran los más pequeños... como fueron los más desgraciados... Sobre todo Juan.