Nada (7 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

Gloria me dijo:

—¿Tú no sabes que él se va de cuando en cuando de viaje? No se lo dice a nadie, ni nadie sabe adonde va más que la cocinera...

(«¿Sabrá Román —pensaba yo— que algunas personas le consideran una celebridad, que la gente aún no le ha olvidado?»)

Una tarde me acerqué a la cocina.

—Diga, Antonia, ¿sabe usted cuándo volverá mi tío?

La mujer torció hacia mí, rápidamente, su risa espantosa.

—Él volverá. Él nunca deja de volver. Se va y vuelve. Vuelve y se va... Pero no se pierde nunca, ¿verdad,
Trueno
? No hay que preocuparse.

Se volvía hacia el perro que estaba, como de costumbre, detrás de ella, con su roja lengua fuera.

—¿Verdad,
Trueno
, que no se pierde nunca?

Los ojos del animal relucían amarillos mirando a la mujer y los ojos de ella brillaban también, chicos y oscuros, entre los humos de la lumbre que estaba comenzando a encender.

Estuvieron así los dos unos instantes, fijos, hipnotizados. Tuve la seguridad de que Antonia no añadiría una palabra a sus poco informadores comentarios.

No hubo manera de saber nada de Román hasta que él mismo apareció un atardecer. Estaba yo sola con la abuela y con Angustias, y además me encontraba algo así como en prisión correccional, pues Angustias me había cazado en el momento en que yo me disponía a escaparme a la calle andando de puntillas. En un instante así, la llegada de Román me causó una alegría inusitada.

Me pareció más moreno, con la frente y la nariz quemada del sol, pero demacrado, sin afeitar y con el cuello de la camisa sucio.

Angustias le miró de arriba abajo,

—¡Quisiera yo saber dónde has estado!

Él la miró a su vez, maligno, mientras sacaba al loro para acariciarle.

—Puedes estar segura de que te lo voy a decir... ¿Quién me ha cuidado al loro, mamá?

—Yo, hijo mío —dijo la abuela, sonriéndole—, no me olvido nunca...

—Gracias, mamá.

La enlazó por la cintura, de modo que parecía que iba a levantarla, y le dio un beso en el cabello.

—A ningún sitio muy bueno habrás ido. Ya me han puesto sobre aviso de tus andanzas, Román. Te advierto que sé que no eres el mismo de antes..., tu sentido moral deja bastante que desear.

Román ensanchó el pecho, como para sacudirse del enervamiento del viaje.

—¿Y si te dijera que tal vez en mis andanzas he logrado averiguar algo sobre el sentido moral de mi hermana?

—No digas absurdos, ¡necio! Y menos delante de mi sobrina.

—Nuestra sobrina no se espantará. Y mamá, aunque abra esos ojillos redondos, tampoco...

Los pómulos de Angustias aparecieron amarillos y rojos y me pareció curioso que su pecho ondulase como el de cualquier otra mujer agitada.

—He estado corriendo algo por el Pirineo —dijo Román—, he parado unos días en Puigcerdá, que es un pueblo precioso, y naturalmente he ido a visitar a una pobre señora a quien conocí en mejores tiempos y a la que su marido ha hecho encerrar en su casona lúgubre, custodiada por criados como si fuese un criminal.

—Si te refieres a la mujer de don Jerónimo, del jefe de mi oficina, sabes perfectamente que la pobre se ha vuelto loca y que antes de mandarla al manicomio él ha preferido...

—Sí, ya veo que estás muy al tanto de los asuntos de tu jefe, me refiero a la pobre señora Sanz... En cuanto a que esté loca, no lo dudo. Pero ¿quién ha tenido la culpa de que llegue a ese estado?

—¿Qué eres capaz de insinuar? —gritó Angustias tan dolorida (esta vez de verdad) que me dio pena.

—¡Nada! —dijo Román con sorprendente ligereza, mientras flotaba bajo su bigote una sonrisa asombrada.

Yo me había quedado con la boca abierta, parada en medio de mi deseo de hablar con Román. Había pasado días excitada con la perspectiva de hablar a mi tío; tantas noticias, que yo creía interesantes y agradables para él, me parecía guardar.

Cuando me levanté de la silla para abrazarle con más ímpetu del que solía poner en estas cosas, me saltaba la alegría de esta sorpresa que le tenía preparada en la punta de la lengua. La escena que siguió me había cortado el entusiasmo.

Con el rabillo del ojo vi a tía Angustias —mientras Román me hablaba— apoyada en el aparador, muy pensativa, afeada por una mueca dolorosa, pero sin llorar, lo que era extraño en ella.

Román se acomodó tranquilamente en una silla y empezó a hablarme de los Pirineos. Dijo que aquellas magníficas arrugas de la tierra que se levantan entre nosotros —los españoles— y el resto de Europa eran uno de los sitios verdaderamente grandiosos del Globo. Me habló de la nieve, de los profundos valles, del cielo gélido y brillante.

—No sé por qué no puedo amar a la naturaleza; tan terrible, tan hosca y magnífica como es a veces... Yo creo que he perdido el gusto por lo colosal. El tictac de mis relojes me despierta los sentidos más que el viento en los desfiladeros... Yo estoy cerrado —concluyó.

Al oírle estaba yo pensando que no valía la pena hablar a Román de que una muchacha de mi edad conociera su talento, que la fama de ese talento a él no le interesaba. Que también para todo halago externo estaba él voluntariamente cerrado.

Román mientras hablaba acariciaba las orejas del perro, que entornaba los ojos de placer. La criada, en la puerta, los acechaba; se secaba las manos en el delantal —aquellas manos aporradas, con las uñas negras— sin saber lo que hacía y miraba, segura, insistente, las manos de Román en las orejas del perro.

VI

Con frecuencia me encontré sorprendida, entre aquellas gentes de la calle de Aribau, por el aspecto de tragedia que tomaban los sucesos más nimios, a pesar de que aquellos seres llevaban cada uno un peso, una obsesión real dentro de sí, a la que pocas veces aludían directamente.

El día de Navidad me envolvieron en uno de sus escándalos; y quizá porque hasta entonces solía estar yo apartada de ellos me hizo éste más impresión que otro alguno. O quizá por el extraño estado de ánimo en que me dejó respecto a mi tío Román, al que no tuve más remedio que empezar a ver bajo un aspecto desagradable en extremo.

Aquella vez la discusión tuvo sus raíces ocultas en mi amistad con Ena. Y mucho más tarde, recordándolo, he pensado que una especie de predestinación unió a Ena desde el principio a la vida de la calle de Aribau, tan impermeable a elementos extraños.

Mi amistad con Ena había seguido el curso normal de unas relaciones entre dos compañeras de clase que simpatizan extraordinariamente. Volví a recordar el encanto de mis amistades de colegio, ya olvidadas, gracias a ella. No se me ocultaban tampoco las ventajas que su preferencia por mí me reportaba. Los mismos compañeros me estimaban más. Seguramente les parecía más fácil acercarse así a mi guapa amiga.

Sin embargo, era para mí un lujo demasiado caro el participar de las costumbres de Ena. Ella me arrastraba todos los días al bar —el único sitio caliente que yo recuerdo, aparte del sol del jardín, en aquella Universidad de piedra— y pagaba mi consumición, ya que habíamos hecho un pacto para prohibir que los muchachos, demasiado jóvenes todos, y en su mayoría faltos de recursos, invitaran a las chicas. Yo no tenía dinero para una taza de café. Tampoco lo tenía para pagar el tranvía —si alguna vez podía burlar la vigilancia de Angustias y salía con mi amiga a dar un paseo— ni para comprar castañas calientes a la hora del sol. Y a todo proveía Ena. Esto me arañaba de un modo desagradable la vida. Todas mis alegrías de aquella temporada aparecieron un poco limadas por la obsesión de corresponder a sus delicadezas. Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo más que mi compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía.

No sé si era un sentimiento bello o mezquino —y entonces no se me hubiera ocurrido analizarlo— el que me empujó a abrir mi maleta para hacer un recuento de mis tesoros. Apilé mis libros mirándolos uno a uno. Los había traído todos de la biblioteca de mi padre, que mi prima Isabel guardaba en el desván de su casa, y estaban amarillos y mohosos de aspecto. Mi ropa interior y una cajita de hoja de lata acababan de completar el cuadro de todo lo que yo poseía en el mundo. En la caja encontré fotografías viejas, las alianzas de mis padres y una medalla de plata con la fecha de mi nacimiento. Debajo de todo, envuelto en papel de seda, estaba un pañuelo de magnífico encaje antiguo que mi abuela me había mandado el día de mi primera comunión. Yo no me acordaba de que fuera tan bonito y la alegría de podérselo regalar a Ena me compensaba muchas tristezas. Me compensaba el trabajo que me llegaba a costar poder ir limpia a la Universidad, y sobre todo parecerlo junto al aspecto confortable de mis compañeros. Aquella tristeza de recoser los guantes, de lavar mis blusas en el agua turbia y helada del lavadero de la galería con el mismo trozo de jabón que Antonia empleaba para fregar sus cacerolas y que por las mañanas raspaba mi cuerpo bajo la ducha fría. Poder hacer a Ena un regalo tan delicadamente bello me compensaba de toda la mezquindad de mi vida. Me acuerdo de que se lo llevé a la Universidad el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad y que escondí este hecho, cuidadosamente, a las miradas de mis parientes; no porque me pareciera mal regalar lo que era mío, sino porque entraba aquel regalo en el recinto de mis cosas íntimas del cual los excluía a todos. Ya en aquella época me parecía imposible haber pensado nunca en hablar de Ena a Román, ni aun para decirle que alguien admiraba su arte.

Ena se quedó conmovida y tan contenta cuando encontró en el paquete que le di la graciosa fruslería, que esta alegría suya me unió a ella más que todas sus anteriores muestras de afecto. Me hizo sentirme todo lo que no era: rica y feliz. Y yo no lo pude olvidar ya nunca.

Me acuerdo de que este incidente me había puesto de buen humor y de que empecé mis vacaciones con más paciencia y dulzura hacia todos de la que habitualmente tenía. Hasta con Angustias me mostraba amable. La Nochebuena me vestí, dispuesta a ir a Misa del Gallo

con ella, aunque no me lo había pedido. Con gran sorpresa de mi parte se puso muy nerviosa.

—Prefiero ir sola esta noche, nena...

Creyó que me había quedado decepcionada y me acarició la cara.

—Ya irás mañana a comulgar con tu abuelita...

Yo no estaba decepcionada, sino sorprendida, pues a todos los oficios religiosos, Angustias me hacía ir con ella y le gustaba vigilar y criticar mi devoción.

La mañana de Navidad apareció espléndida cuando ya llevaba muchas horas durmiendo. Acompañé, en efecto, a la abuela a misa. A la fuerte luz del sol, la viejecilla, con su abrigo negro, parecía una pequeña y arrugada pasa. Iba a mi lado tan contenta, que me atormentó un turbio remordimiento de no quererla más.

Cuando ya volvíamos, me dijo que había ofrecido la comunión por la paz de la familia.

—Que se reconcilien esos hermanos, hija mía, es mi único deseo y también que Angustias comprenda lo buena que es Gloria y lo desgraciada que ha sido.

Cuando subíamos las escaleras de la casa oímos gritos que salían de nuestro piso. La abuela se cogió a mi brazo con más fuerza y suspiró.

Al entrar encontramos que Gloria, Angustias y Juan tenían un altercado de tono fuerte en el comedor. Gloria lloraba histérica.

Juan intentaba golpear con una silla la cabeza de Angustias y ella había cogido otra como escudo y daba saltos para defenderse.

Como el loro chillaba excitado y Antonia cantaba en la cocina, la escena no dejaba de tener su comicidad.

La abuelita se metió en seguida en la riña, aleteando e intentando sujetar a Angustias, que se puso desesperada.

Gloria corrió hacia mí.

—¡Andrea! ¡Tú puedes decir que no es verdad!

Juan dejó la silla para mirarme.

—¿Qué va a decir Andrea? —gritó Angustias—; sé muy bien que lo has robado...

—¡Angustias! ¡Cómo sigas insultando, te abro la cabeza, maldita!

—Bueno, ¿pero qué tengo que decir yo?

—Dice Angustias que te he quitado un pañuelo de encaje que tenías...

Sentí que me ponía estúpidamente encarnada, como si me hubieran acusado de algo. Una oleada de calor. Un chorro de sangre hirviente en las mejillas, en las orejas, en las venas del cuello...

—¡Yo no hablo sin pruebas! —dijo Angustias con el índice extendido hacia Gloria—. Hay quien te ha visto sacar de casa ese pañuelo para venderlo. Precisamente es lo único valioso que tenía la sobrina en su maleta y no me negarás que no es la primera vez que revuelves esa maleta para quitar de ella algo. Dos veces te he descubierto ya usando la ropa interior de Andrea.

Esto era efectivamente cierto. Una desagradable costumbre de Gloria, sucia y desastrada en todo y sin demasiados escrúpulos para la propiedad ajena.

—Pero eso de que me haya quitado el pañuelo no es verdad —dije oprimida por una angustia infantil.

—¿Ves? ¡Bruja indecente! Más valdría que tuvieras vergüenza en tus asuntos y que no te metieras en los de los demás.

Éste era Juan, naturalmente.

—¿No es verdad? ¿No es verdad que te han robado tu pañuelo de la primera comunión?... ¿Dónde está entonces? Porque esta misma mañana he estado viendo yo tu maleta y allí no hay nada.

—Lo he regalado —dije conteniendo los latidos de mi corazón—. Se lo he regalado a una persona.

Tía Angustias vino tan deprisa hacia mí, que cerré los ojos con un gesto instintivo, como si tratara de abofetearme. Se quedó tan cerca, que su aliento me molestaba.

—Dime a quién se lo has dado, ¡enseguida! ¿A tu novio? ¿Tienes novio?

Moví la cabeza en sentido negativo.

—Entonces no es verdad. Es una mentira que dices para defender a Gloria. No te importa dejarme en ridículo con tal de que quede bien esa mujerzuela...

Corrientemente tía Angustias era comedida en su modo de hablar. Aquella vez se debió contagiar del ambiente general. Lo demás fue muy rápido: un bofetón de Juan, tan brutal, que hizo tambalearse a Angustias y caer al suelo.

Me incliné rápidamente hacia ella y quise ayudarle a levantarse. Me rechazó, brusca, llorando. La escena, en realidad, había perdido todo su aspecto divertido para mí.

—Y escucha, ¡bruja! —gritó Juan—. No lo había dicho antes porque soy cien veces mejor que tú y que toda la maldita ralea de esta casa, pero me importa muy poco que todo dios se entere de que la mujer de tu jefe tiene razón en insultarte por teléfono, como hace a veces, y que anoche no fuiste a Misa del Gallo ni a nada por el estilo...

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