Creo que me va a ser difícil olvidar el aspecto de Angustias en aquel momento. Con los mechones grises despeinados, los ojos tan abiertos que me daban miedo y limpiándose con dos dedos un hilillo de sangre de la comisura de los labios..., parecía borracha.
—¡Canalla! ¡Canalla!... ¡Loco! —gritó.
Luego se tapó la cara con las manos y corrió a encerrarse en su cuarto. Oímos el crujido de la cama bajo su cuerpo, y luego su llanto.
El comedor se quedó envuelto en una tranquilidad pasmosa. Miré a Gloria y vi que me sonreía. Yo no sabía qué hacer. Intenté una tímida llamada en el cuarto de Angustias y noté con alivio que no me contestaba.
Juan se fue al estudio y desde allí llamó a Gloria. Oí que empezaban una nueva discusión que hasta mí llegaba amortiguada como una tempestad que se aleja.
Yo me acerqué al balcón y apoyé la frente en los cristales. Aquel día de Navidad, la calle tenía aspecto de una inmensa pastelería dorada, llena de cosas apetecibles.
Sentí que la abuelita se acercaba a mi espalda y luego su mano estrecha, siempre azulosa de frío, inició una débil caricia sobre mi mano.
—Picarona —me dijo—, picarona..., has regalado mi pañuelo.
La miré y vi que estaba triste, con un desconsuelo infantil en los ojos.
—¿No te gustaba mi pañuelo? Era de mi madre, pero yo quise que fuera para ti...
No supe qué contestar y volví su mano para besarle la palma, arrugada y suave. Me apretaba a mí también un desconsuelo la garganta, como una soga áspera. Pensé que cualquier alegría de mi vida tenía que compensarla algo desagradable. Que quizás esto era una ley fatal.
Llegó Antonia para poner la mesa. En el centro, como si fueran flores, colocó un plato grande con turrón. Tía Angustias no quiso salir de su cuarto para comer.
Estábamos la abuela, Gloria, Juan, Román y yo, en aquella extraña comida de Navidad, alrededor de una mesa grande, con su mantel a cuadros deshilachado por las puntas.
Juan se frotó las manos, contento.
—¡Alegría! ¡Alegría! —dijo, y descorchó una botella.
Como era día de Navidad, Juan se sentía muy animado. Gloria empezó a comer trozos de turrón empleándolos como pan desde la sopa. La abuelita reía, dichosa, con la cabeza vacilante después de beber vino.
—No hay pollo ni pavo, pero un buen conejo es mejor que todo —dijo Juan.
Sólo Román parecía, como siempre, lejos de la comida. También cogía trozos de turrón para dárselos al perro. Teníamos semejanza con cualquier tranquila y feliz familia, envuelta en su pobreza sencilla, sin querer nada más.
Un reloj que se atrasaba siempre dio unas campanadas intempestivas y el loro se esponjó, satisfecho, al sol.
De pronto a mí me pareció todo aquello idiota, cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo, encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lagrimas, me reía; luego terminé llorando en serio, acongojada, triste y vacía.
Por la tarde me hizo ir tía Angustias a su cuarto. Se había metido en la cama y se colocaba unos paños con agua y vinagre en la frente. Estaba ya tranquila y parecía enferma.
—Acércate, hijita, acércate —me dijo—, tengo que explicarte algo... Tengo interés de que sepas que tu tía es incapaz de hacer nada malo o indecoroso.
—Ya lo sé. No lo he dudado nunca.
—Gracias, hija, ¿no has creído las calumnias de Juan?
—¡Ah!..., ¿que anoche no estabas en Misa del Gallo? —contuve las ganas de sonreírme—. No. ¿Por qué no ibas a estar? Además, a mí eso no me parece importante.
Se removió inquieta.
—Me es muy difícil explicarte, pero...
Su voz venía cargada de agua, como las nubes hinchadas de primavera. Me resultaba insoportable otra nueva escena, y toqué su brazo con las puntas de mis dedos.
—No quiero que me expliques nada. No creo que tengas que darme cuenta de tus actos, tía. Y si te sirve de algo, te diré que creo imposible cualquier cosa poco moral que me dijeran de ti.
Ella me miró, aleteándole los ojos castaños bajo la visera del paño mojado que llevaba en la cabeza.
—Me voy a marchar muy pronto de esta casa, hija —dijo con voz vacilante—. Mucho más pronto de lo que nadie se imagina. Entonces resplandecerá mi verdad.
Traté de imaginarme lo que sería la vida sin tía Angustias, los horizontes que se me podrían abrir... Ella no me dejó.
—Ahora, Andrea, escúchame —había cambiado de tono—; si has regalado ese pañuelo tienes que pedir que te lo devuelvan.
—¿Por qué? Era mío.
—Porque yo te lo mando.
Me sonreí un poco, pensando en los contrastes de aquella mujer.
—No puedo hacer eso. No haré esa estupidez.
Algo ronco le subía a Angustias por la garganta, como a un gato el placer. Se incorporó en la cama, quitándose de la frente el pañuelo humedecido.
—¿Te atreverías a jurar que lo has regalado?
—¡Claro que sí! ¡Por Dios!
Yo estaba aburrida y desesperada de aquel asunto.
—Se lo he regalado a una compañera de la Universidad.
—Piensa que juras en falso.
—¿No te das cuenta, tía, que todo esto llega a ser ridículo? Digo la verdad. ¿Quién te ha metido en la cabeza que Gloria me lo quitó?
—Me lo aseguró tu tío Román, hija —se volvió a tender, lacia, sobre la almohada—, que Dios le perdone si ha dicho una mentira. Me dijo que él había visto a Gloria vendiendo tu pañuelo en una tienda de antigüedades; por eso fui yo a registrar la maleta esta mañana.
Me quedé perpleja, como si hubiera metido mis manos en algo sucio, sin saber qué hacer ni qué decir.
Terminé el día de Navidad en mi cuarto, entre aquella fantasía de muebles en el crepúsculo. Yo estaba sentada sobre la cama turca, envuelta en la manta, con la cabeza apoyada sobre las rodillas dobladas.
Fuera, en las tiendas, se trenzarían chorros de luz y la gente iría cargada de paquetes. Los belenes armados con todo su aparato de pastores y ovejas estarían encendidos. Cruzarían las calles, bombones, ramos de flores, cestas adornadas, felicitaciones y regalos.
Gloria y Juan habían salido de paseo con el niño. Pensé que sus figuras serían más flacas, más borrosas y perdidas entre las otras gentes. Antonia también había salido y escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como un ratoncillo, husmeando en el prohibido mundo de la cocina; en los dominios de la terrible mujer. Arrastró una silla para alcanzar la puerta del armario. Cuando encontró la lata del azúcar oí crujir los terrones entre su dentadura postiza.
Los demás estábamos en la cama. Tía Angustias, yo y allá arriba, separado por las capas amortiguadas de rumores (sonidos de gramófono, bailes, conversaciones bulliciosas) de cada piso, podía imaginarme a Román tendido también, fumando, fumando...
Y los tres pensábamos en nosotros mismos sin salir de los límites estrechos de aquella vida. Ni él, ni Román, con su falsa apariencia endiosada. Él, Román, más mezquino, más cogido que nadie en las minúsculas raíces de lo cotidiano. Chupada su vida, sus facultades, su arte, por la pasión de aquella efervescencia de la casa. Él, Román, capaz de fisgar en mis maletas y de inventar mentiras y enredos contra un ser a quien afectaba despreciar hasta la ignorancia absoluta de su existencia.
Así acabó para mí aquel día de Navidad, helada en mi cuarto y pensando estas cosas.
VII
Dos días después de la borrascosa escena que he contado, Angustias desempolvó sus maletas y se fue sin decirnos adonde, ni cuándo pensaba volver.
Sin embargo, aquel viaje no revistió el carácter de escapada silenciosa que daba Román a los suyos. Angustias revolvió la casa durante los dos días con sus órdenes y sus gritos. Estaba nerviosa, se contradecía. A veces lloraba.
Cuando las maletas estuvieron cerradas y el taxi esperando, se abrazó a la abuela.
—¡Bendíceme, mamá!
—Sí, hija mía, sí, hija mía...
—Recuerda lo que te he dicho.
—Sí, hija mía...
Juan miraba la escena con las manos en los bolsillos, impaciente.
—¡Estás más loca que una cabra, Angustias!
Ella no le contestó. Yo la veía con su largo abrigo oscuro, su eterno sombrero, apoyada en el hombro de la madre, inclinándose hasta tocar con su cabeza la blanca cabeza y tuve la sensación de encontrarme ante una de aquellas últimas hojas de otoño, muertas en el árbol antes de que el viento las arranque.
Cuando al fin se marchó quedaron mucho rato vibrando sus ecos. Aquella misma tarde sonó el timbre de la puerta y yo abrí a un desconocido que venía en su busca.
—¿Se ha marchado ya? —añadió él mismo, ansioso, como si hubiera venido corriendo.
—Sí.
—¿Puedo entonces ver a su abuela?
Le hice pasar al comedor y él lanzó a toda aquella ruinosa tristeza una mirada inquieta. Era un hombre alto y grueso, con las cejas muy grises y espesas.
La abuelita apareció con el niño pegado a sus faldas, con su espectral y desastrado señorío, sonriéndole dulcemente sin reconocerle.
—No sé de dónde...
—He vivido muchos meses en esta casa, señora. Soy Jerónimo Sanz.
Miré al jefe de Angustias con curiosidad impertinente. Parecía un hombre de mal genio, que se contuviera con dificultad. Iba muy bien vestido. Sus ojos oscuros, casi sin blanco, me recordaron a los de los cerdos que criaba Isabel en el pueblo.
—-Jesús! Jesús! —decía la abuelita, temblona—. Claro que sí... Siéntese usted. ¿Conoce a Andrea?
—Sí, señora. Ya la vi la última vez que estuvo aquí. Ha cambiado muy poco..., se parece a su madre en los ojos y en lo alta y delgada que es. En realidad, Andrea tiene un gran parecido con la familia de ustedes.
—Es igual que mi hijo Román; si tuviera los ojos negros sería como mi hijo Román —dijo la abuela inesperadamente.
Don Jerónimo resopló en su sillón. La conversación sobre mí le interesaba tan poco como a mí misma. Se volvió a la abuela y vio que se había olvidado de él, ocupada en jugar con el niño.
—Señora. Yo quisiera la dirección de Angustias... Es un favor que le pido a usted. Ya sabe..., tengo algunos asuntos en la oficina que sólo ella puede resolver, pues..., no se ha acordado de eso... y...
—Sí, sí —dijo la abuela—. No se ha acordado... Se le ha olvidado a Angustias decir adonde iba. ¿Verdad, Andrea?
Sonrió a don Jerónimo con sus ojillos claros y dulces.
—Se ha olvidado de dar su dirección a todo el mundo —concluyó—, quizás escriba... Mi hija es un poco especial. Figúrese usted, tiene la manía de decir que su cuñada, que mi nuera Gloria no es perfecta...
Don Jerónimo, enrojecido sobre su blanco cuello duro, buscó un momento para despedirse. Desde la puerta me lanzó una mirada de odio singular. Tuve el impulso de correr tras él, de cogerle por las solapas y de gritarle furiosa:
«¿Por qué me mira usted así? ¿Qué tengo yo que ver con usted?». Pero, naturalmente, le sonreí y cerré la puerta con cuidado. Al volverme encontré la cara de la abuelita, infantil, contra mi pecho.
—Estoy contenta, hijita. Estoy contenta, pero me parece que esta vez me tendré que confesar. Estoy segura, sin embargo, de que no será un pecado muy grande. Pero de todas maneras..., como quiero comulgar mañana...
—¿Es que le has dicho una mentira a don Jerónimo?
—Sí, sí... —y la abuela se reía.
—¿Dónde está Angustias, abuela?
—A ti tampoco puedo decírtelo, picarona... Y me gustaría, porque tus tíos creen muchas barbaridades de la pobre Angustias que no son verdad y tú podrías creerlas también. La pobre hija mía lo único que tiene es muy mal genio... Pero no hay que hacerle caso.
Gloria y Juan vinieron.
—¿De modo que no se ha fugado Angustias con don Jerónimo? —dijo Juan, brutalmente.
—¡Calla!, ¡calla!... De sobra sabes que tu hermana es incapaz.
—Pues nosotros, mamá, la vimos la noche de Nochebuena volver a casa con don Jerónimo casi de madrugada. Juan y yo nos escondimos en la sombra para verlos pasar. Debajo del farol que hay a la entrada se despidieron, don Jerónimo le besó la mano y ella lloraba...
—Hija —dijo la abuela, moviendo la cabeza—, no todas las cosas que se ven son lo que parecen.
Un rato después la vimos salir desafiando la sombra helada de la tarde para confesarse en una iglesia cercana.
Entré en el cuarto de Angustias y el blando colchón desguarnecido me dio la idea de dormir allí mientras ella estuviera fuera. Sin consultarlo a nadie trasladé mis ropas a aquella cama, no sin cierta inquietud, pues todo el cuarto estaba impregnado del olor a naftalina e incienso que su dueña despedía, y el orden de las tímidas sillas parecía obedecer aún a su voz. Aquel cuarto era duro como el cuerpo de Angustias, pero más limpio y más independiente que ninguno en la casa. Me repelía instintivamente y a la vez atraía a mi deseo de comodidad.
Horas más tarde, cuando la casa estaba en la paz de la noche —corta tregua obligatoria—, ya de madrugada me despertó la luz eléctrica en los ojos.
Me incorporé sobresaltada en la cama y vi a Román.
—¡Ah! —dijo con el ceño fruncido, pero esbozando una sonrisa—, te aprovechas de la ausencia de Angustias para dormir en su alcoba... ¿No tienes miedo a que te ahogue cuando se entere?
Yo no le contesté, pero le miré interrogante.
—Nada —dijo él—, nada..., no quería nada aquí.
Brusco, apagó otra vez la luz y se fue. Luego le oí salir de la casa.
Durante los siguientes días yo tuve la impresión de que esta aparición de Román a altas horas de la noche había sido un sueño; pero la recordé vividamente poco tiempo después.
Fue una tarde de luz muy triste. Yo me cansé de ver los retratos antiguos que me enseñaba la abuela en su alcoba. Tenía un cajón lleno de fotografías en el más espantoso desorden, algunas con el cartón mordisqueado de ratones.
—¿Ésta eres tú, abuela?
—Sí...
—¿Éste es el abuelito?
—Sí, es tu padre.
—¿Mi padre?
—Sí, mi marido.
—Entonces no es mi padre, sino mi abuelo...
—¡Ah!... Sí, sí.
—¿Quién es esta niña tan gorda?
—No sé.
Pero detrás de la fotografía había una fecha antigua y un nombre: «Amalia».
—Es mi madre cuando pequeña, abuela.
—Me parece que estás equivocada.
—No, abuela.