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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Nada que temer (29 page)

Pero ¿qué le importa a la muerte que respaldemos a Renard en excluirla del gremio de los artistas? ¿Cuándo ha buscado la aprobación del arte? Con su colega Tiempo, se ocupa de sus asuntos, es un comisario triste que alcanza infaliblemente una cuota del cien por cien. Casi todos los artistas miran a la muerte con un ojo cauteloso. Algunos la ven como una exhortación a apresurarse; otros, optimistas, confían en que la mirada retrospectiva de la posteridad les rehabilitará (aunque, «¿Por qué la gente habría de ser mañana menos estúpida de lo que es hoy?»); para otros, la muerte representa la mejor baza de su carrera. Shostakóvich, tras consignar que el miedo a la muerte es probablemente nuestro sentimiento más profundo, prosiguió: «La ironía reside en el hecho de que bajo la influencia de ese miedo la gente crea poesía, prosa y música; es decir, trata de fortalecer sus lazos con los vivos y aumentar la influencia que ejerce sobre ellos.»

¿Creamos arte con el fin de derrotar o, al menos, desafiar a la muerte? ¿Para trascenderla, ponerla en su sitio? Puedes llevarte mi cuerpo, llevarte toda la materia blandengue como una sepia que hay dentro de mi cráneo, donde asoma toda la lucidez e imaginación que poseo, pero no puedes llevarte lo que he hecho con ellas. ¿Es esto nuestro subtexto y nuestra motivación? Es muy probable: aunque
sub specie aeternitatis
(o incluso a la distancia de un milenio o dos) es bastante idiota. Aquellas frases orgullosas de Gautier a las que en otro tiempo tuve tanto aprecio —todo pasa, excepto la solidez del arte; los reyes mueren, pero la poesía soberana dura más que el bronce— ahora parecen un consuelo adolescente. Los gustos cambian; las verdades se vuelven tópicos; formas enteras de arte desaparecen. Hasta el más grande triunfo del arte sobre la muerte es irrisoriamente transitorio. Un novelista podría contar con otra generación de lectores —dos o tres si tiene suerte—, algo que acaso parezca un desdén de la muerte, pero en realidad es rascar en la pared de la celda de un condenado. Lo hacemos para decir: «Yo también estuve aquí.»

Podemos permitir que la muerte, como Dios, sea ocasionalmente irónica, pero nunca deberíamos confundirlos.

La diferencia esencial estriba en que Dios podría estar muerto, pero la muerte está bien viva.

La muerte es irónica: el
locus classicus
es el cuento de hace mil años que primero descubrí cuando leía a Somerset Maugham. Un mercader de Bagdad envía a su criado a comprar provisiones. En el mercado, una mujer le empuja; al volverse, la reconoce: es la Muerte. El criado corre a casa, pálido y tembloroso, y suplica a su patrono que le preste su caballo: tiene que irse de inmediato a Samarra y ocultarse donde la Muerte no le encuentre nunca. El mercader accede, el criado parte. El mercader va también luego al mercado, aborda a la Muerte y la reprende por haber amenazado a su criado. «Oh», contesta la Muerte, «yo no he hecho un gesto de amenaza, sino de sorpresa. Me ha sorprendido ver a tu criado en Bagdad esta mañana, porque tengo una cita con él en Samarra esta noche.»

Y he aquí otra historia más moderna. Pavel Apostolov fue musicólogo, compositor para banda de percusión y metales, y vitalicio perseguidor de Shostakóvich. Durante la gran guerra patriótica había sido coronel al mando de un regimiento; más tarde llegó a ser un miembro destacado de la sección de música del Comité Central. Shostakóvich dijo de él: «Montaba un caballo blanco y abolió la música.» En 1948, el comité de Apostolov obligó a Shostakóvich a abjurar de sus pecados musicales y le condujo al borde del suicidio.

Veinte años después, la Sinfonía 14 de Shostakóvich, obsesionada con la muerte, se estrenó «a puerta cerrada» en la sala pequeña del conservatorio de Moscú. Fue, en efecto, una audición privada para expertos musicales soviéticos, sin el peligro de que la nueva obra contagiase a un auditorio más amplio. Antes del concierto, el autor se dirigió al público. El violinista Mark Lubotsky recordaba que dijo:

«La muerte es aterradora, no hay nada más allá. No creo en la vida después de la tumba.» Luego pidió a los presentes que guardaran el mayor silencio posible porque iban a grabar el concierto.

Lubotsky estaba sentado al lado de una administradora de la residencia de compositores; unos asientos más allá se sentaba un hombre de edad, calvo. La sinfonía había alcanzado su quinto movimiento, intensamente silencioso, cuando el hombre se levantó de un salto, plegó su silla con un fuerte golpe y salió disparado de la sala. La administradora susurró: «¡Qué canalla! Intentó destruir a Shostakóvich en 1948, pero no pudo. Todavía no ha cejado, y se ha ido para estropear la grabación adrede.» Era, por supuesto, Apostolov. Lo que los presentes no supieron, sin embargo, era que el destructor había sido, a su vez, destruido: por un ataque cardiaco que resultó ser mortal. La «siniestra sinfonía de la muerte», como la llamó Lubotsky, le estaba dando de hecho una despedida lúgubre.

El cuento de Samarra muestra cómo veíamos a la muerte: como un depredador que merodea, observa y aguarda para lanzar su zarpazo; una figura vestida de negro, con una guadaña y un reloj de arena; algo que anda por ahí, personificable. El episodio de Moscú muestra la muerte como suele ser: lo que llevamos dentro a todas horas, en algún pedazo de material genético potencialmente demente, en algún órgano deficiente, en la maquinaria sellada por el tiempo de que estamos hechos. Cuando yacemos en el lecho de muerte, bien podemos volver a personificar a la muerte y pensar que estamos combatiendo a la enfermedad como si fuera un invasor; pero en realidad sólo luchamos contra nosotros mismos, contra elementos nuestros que quieren matar a los demás. Hacia el final —si vivimos lo bastante— hay a menudo una competición entre nuestras partes en deterioro y declive para ver cuál se llevará la palma en nuestro certificado de defunción. Como escribió Flaubert: «Apenas llegamos a este mundo, partes de nosotros empiezan a desprenderse.»

La parte de Jules Renard que se lo llevó fue el corazón. Le diagnosticaron un enfisema y arteriosclerosis, y empezó su último año de vida
au lit et au lait
(cama y leche: dos litros y medio al día). Dijo: «Ahora que estoy enfermo, descubro que quiero pronunciar frases profundas e históricas que mis amigos repetirán posteriormente; pero me sobrexcito demasiado.» Asignó en broma a su hermana la responsabilidad de que erigieran un busto suyo en la plazuela de Chitry-les-Mines. Dijo que los escritores tenían un sentido de la realidad más grande y auténtico que los médicos. Sentía que su corazón se comportaba como un minero sepultado, que golpea la pared con los nudillos a intervalos regulares para comunicar que sigue vivo. Sentía que algunas partes de su cerebro se estaban aniquilando, como dos solistas que tocan al mismo tiempo. Dijo: «¡No te preocupes! Los que tememos a la muerte siempre procuramos morir con la mayor elegancia posible.» Dijo: «El paraíso no existe, pero aun así debemos esforzarnos por ser dignos de él.» El final le llegó en París, el 22 de mayo de 1910: fue enterrado en Chitry cuatro días después, sin intervención del clero, como su padre y su hermano antes que él. Tal como había solicitado por escrito, no se pronunciaron palabras ante su cuerpo.

¿Demasiadas muertes francesas? Muy bien, he aquí una buena muerte británica, la de nuestro entendido nacional en el terror mortal, Philip Larkin. En los primeros decenios de su vida, Larkin lograba a veces convencerse a sí mismo de que la extinción, cuando por fin llegase, podría ser un alivio. Pero ya cincuentón, nos cuenta su biógrafo: «El miedo al olvido lo ensombrecía todo», y más adelante: «Al cumplir sesenta sus miedos crecieron rápidamente.» Para que luego mi amigo G. nos tranquilice diciendo que las cosas mejoran después de los sesenta. El año en que moriría, Larkin escribió a otro poeta: «No pienso en la muerte todo el tiempo, aunque no veo por qué no debería hacerlo, como cabría esperar que un condenado en su celda piense continuamente en su ejecución. ¿Por qué no estoy gritando?», se preguntaba, aludiendo a su poema «
The Old Fools
».

Larkin murió en un hospital de Hull. Un amigo que le visitó la víspera dijo: «Si a Philip no le hubieran drogado, habría estado delirando. Tanto miedo tenía.» A la 1:24 de la mañana, una hora de morir típica, dijo sus últimas palabras a una enfermera que le sujetaba la mano: «Voy hacia lo inevitable.» No podría decirse que Larkin fuese francófilo (aunque era más cosmopolita de lo que aparentaba), pero cabría tomar esto, si se quiere, como una alusión a y una corrección de la supuesta frase final de Rabelais: «Voy al encuentro de un gran quizá.»

La muerte de Larkin sólo puede dejarnos helados. La contemplación del pozo no condujo al sosiego, sino a un terror más grande; y aunque temía a la muerte no murió con elegancia. ¿Y Renard? Debido a la discreción de la biografía francesa, no hay detalles concretos; no obstante, un amigo, Léon, hijo de Daudet, escribió que mostró «un valor increíble» en su enfermedad terminal. «Los buenos escritores, como los buenos soldados, saben morir, mientras que los políticos y los médicos tienen miedo a la muerte. Todo el mundo puede confirmar esta observación mirando a su alrededor. Aunque hay excepciones, por supuesto.»

He aquí el viejo argumento, tal como lo expresó Renard cuando era joven y saludable: «La muerte es dulce; nos libera del miedo a morir.» ¿No es un consuelo esto? No, es sofistería. O, mejor dicho, una prueba adicional de que hace falta algo más que la lógica y el argumento racional para derrotar a la muerte y sus terrores.

Después de la muerte, el cabello y las uñas siguen creciendo fantasmalmente durante un tiempo. Todos lo sabemos. Siempre he creído, o creído a medias, o medio supuesto que tiene que haber «algo en ello»: no que nos convirtamos en melenudos con uñas de vampiros al yacer en el féretro, pero, bueno, tal vez con un milímetro o dos de pelo y uñas. Sin embargo, lo que «todos sabemos» suele ser erróneo en parte, si no totalmente. Como señala mi cordial tanatólogo Sherwin Nuland, la cuestión es simple e incontrovertible. Cuando morimos dejamos de respirar; no hay aire, no hay sangre; sin sangre no hay crecimiento posible. Podría haber una breve chispa de actividad cerebral después de que el corazón haya dejado de latir, pero eso es todo. Quizá este mito particular provenga de nuestro temor a que nos entierren vivos. O quizá se base en una sincera observación errónea. Si el cuerpo parece encogerse después de la muerte —en efecto, se encoge—, la carne de los dedos podría retraerse y producir la ilusión de que han crecido las uñas; y si la cara parece más pequeña, podría causar la impresión de que hay más pelo.

Equivocarse: un error de mi hermano. Tras la muerte de nuestra madre, mi hermano llevó las cenizas de nuestros padres a la costa atlántica de Francia, donde habían pasado muchas vacaciones. El y su mujer las esparcieron sobre las dunas con la ayuda de J., el amigo francés más íntimo de nuestros padres. Leyeron «No temas más el calor del sol» de Cymbeline («Todos los chicos y chicas dorados deben, como deshollinadores, convertirse en polvo»), y el poema de Jacques Prévert
Les escargots qui vont à l'enterrement
; mi hermano se declaró «extrañamente conmovido» por el suceso. Más tarde, en la cena, la conversación versó sobre las visitas anuales de nuestros padres a esta región de Francia. «Recuerdo que me quedé pasmado», me dijo mi hermano, «cuando J. contó que todas las noches papá les había entretenido hasta altas horas con sus anécdotas y su conversación amena. No recuerdo siquiera que abriese la boca desde que se mudaron a aquel, bungalow espantoso, y me figuraba que se le había olvidado la forma de ser divertido. Pero es evidente que me había equivocado.» La mejor explicación que puedo ofrecer es que el francés de mi padre, siendo superior al que hablaba mi madre, le facultaba durante unas pocas semanas del año a ejercer la primacía social y lingüística; o bien esto, o puede que nuestra madre, cuando estaba en el extranjero, adoptara adrede el papel de una esposa más convencional que escucha (por improbable que esto pueda parecer).

Equivocarse: un error mío, a mi vez. A mí me amamantaron, mi hermano se crió con biberones: de este hecho deduje en una ocasión la divergencia de nuestros caracteres. Pero en una de mis últimas visitas a mi madre hubo un momento poco característico de cuasi intimidad. Había aparecido un artículo en la prensa asegurando que los niños amamantados eran más inteligentes que los criados con biberón. «Yo también lo he leído», dijo mamá, «y me reí. A los dos míos no les afectó, pensé.» Y entonces —tras un interrogatorio— me confirmó que a mí tampoco me había dado el pecho. No le pregunté el motivo: ya fuese una determinación de darnos un trato igual al comienzo de la vida, o sus remilgos ante un acto potencialmente sucio («¡Puerco cachorro!»). Con la salvedad de que no habíamos recibido un trato exactamente igual, pues mencionó que habíamos tomado biberones preparados con recetas distintas. Hasta me dijo el nombre que figuraba en los frascos, y que olvidé enseguida. ¿Una teoría del temperamento fundada en marcas distintas de leche para bebés? Incluso yo admitiría que esto sería bastante tendencioso. Y hoy día no considero que el hecho de que mi hermano le llevara el té a nuestra madre a la cama fuera un detalle más afectuoso que la forma autocomplaciente (y quizá perezosa) con que yo me acurrucaba contra la manta.

Y veamos otro error más complicado, aunque igualmente a largo plazo. R, el
assistant
francés que contaba cuentos de Beezy-Weezy, no volvió nunca a Inglaterra, pero conmemoran el año que pasó con nosotros los dos pequeños paisajes sin enmarcar que regaló a mis padres. Había en ellos un toque algo oscuro, holandés: uno mostraba un puente derruido sobre un río, con una cascada de follaje que caía del pretil; el otro, un molino de viento contra un cielo turbulento y, en primer plano, tres mujeres con tocados blancos comiendo al aire libre. Se veía que eran artísticos en las gruesas pinceladas aplicadas en el río, el cielo y el prado. Durante mi infancia y adolescencia, los dos cuadros estaban colgados en el cuarto de estar; más tarde, en el «bungalow espantoso», presidían el comedor. Debo de haberlos visto asiduamente durante más de cincuenta años, sin preguntarme nunca ni preguntar a mis padres qué lugar exacto había P. pintado con su caja de óleos. ¿Francia, quizá su Córcega natal, u Holanda, Inglaterra?

Tras la muerte de mi madre, cuando hice una limpieza de la casa, encontré en un cajón dos postales que mostraban exactamente los dos mismos paisajes. Mi primer impulso fue suponer que a P. se las habían impreso expresamente para servir de publicidad a su obra: siempre tenía un arsenal de proyectos teóricamente lucrativos. Después di la vuelta a las postales y vi que eran imágenes artísticas de producción comercial y escenas típicamente bretonas: «
Vieux moulin a Cléden
» y «Lepontfleuri». Lo que toda mi vida yo había creído que era una habilidosa originalidad no pasaba de ser una diestra copia. Y había otra sorpresa más. Las postales llevaban la firma «Yvon» en la esquina inferior derecha, como si fuera la del artista. Pero «Yvon» resultó ser el nombre de la empresa que fabricaba las postales. Por tanto, la finalidad exclusiva de las imágenes era la confección de postales, con lo cual P. les había estampado un sello de cuadros «originales» que nunca habían sido. A un teórico francés le habría encantado todo esto. Yo me apresuré a contarle a mi hermano nuestra falsa creencia de cincuenta años, esperando que a él también le divirtiera. No fue así, por la sencilla razón de que tenía un recuerdo claro de P. pintando los cuadros, «y de haber pensado que era mucho más inteligente copiar que pintar algo de tu propia cosecha».

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