Nada que temer (31 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Aquella tarde pasé unos minutos incómodos con ella y después fui a buscar al médico. Su pronóstico fue muy desalentador. Al volver al pabellón, me dije que mi cara no debía delatar su opinión profesional de que el siguiente ataque casi con certeza mataría a mi madre. Pero ella se me había adelantado. Al doblar la esquina vi, a unos veinte metros o más de distancia a través del concurrido pabellón, que aguardaba mi regreso con una mirada alerta en sus ojos brillantes; y a medida que yo avanzaba hacia ella, perfeccionando la mentira a medias que me disponía a decirle, ella estiró el único antebrazo que podía mover e hizo la señal del pulgar hacia abajo. Fue lo más sorprendente que le vi hacer en mi vida; también lo más admirable, y aquella vez logró partirme el corazón.

Pensaba que el hospital debía amputarle el brazo «inservible»; creyó, durante algún tiempo, que estaba en Francia y se preguntaba cómo la había encontrado yo; pensaba que una enfermera española era de su pueblo de Oxfordshire y que todas las demás enfermeras eran de las diversas partes de Inglaterra donde ella había vivido en los ochenta años anteriores. Consideraba «estúpido» no haber expirado de golpe. Cuando preguntó: «¿Te cuesta entenderme?», pronunció cada sílaba del verbo meticulosamente. «No, mamá», respondí. «Entiendo todo lo que dices, pero no siempre lo captas todo perfectamente.» «Ja», replicó, como si yo fuese un fisioterapeuta risueño. «Eso es decirlo a lo fino. Estoy como una cabra.»

Su mezcla de conversación delirante y percepción lúcida producía un desconcierto constante. En general, no parecía importarle si la visitaban o no, y se aficionó a decir: «Ahora tienes que irte», que era la cosa más puñeteramente opuesta a como ella había sido durante decenios. Un día miré las uñas que la registradora de nacimientos y defunciones de Witney había admirado cinco años antes. Se veía el tiempo transcurrido desde la última vez que se las había arreglado; las uñas cariñosamente modeladas y recubiertas de un espeso esmalte habían continuado creciendo hasta formar unos 0,3 centímetros de clara superficie blanca sin esmaltar debajo de la cutícula. Las uñas que se había imaginado que seguiría cuidando incluso aquejada de sordera. Miré más arriba de las cutículas. Los dedos de su brazo muerto se habían hinchado hasta cobrar el tamaño y la textura exterior de unas zanahorias.

De vuelta a Londres en coche, con el sol poniente en el espejo y la sinfonía Haffner en la radio, pensé: si aquello era lo que le esperaba a alguien que ha ejercitado el intelecto toda su vida y puede costearse unos cuidados decentes, yo no lo quiero. Luego me pregunté si me estaría engañando y lo aceptaría, cuando llegase, en las condiciones que fueran; o si tendría el valor o la astucia de evitarlo; o si simplemente es algo que sucede y al suceder te condena a sobrellevarlo, enfurecido, asustado. Por mucho que rehúyas a tus padres en la vida, es probable que te reclamen en la muerte: en la manera en que mueres. La novelista Mary Wesley escribió: «Mi familia tenía propensión —deben de ser nuestros genes— a morir de repente. Estabas aquí en un minuto y al siguiente te habías muerto. Sin más. Rezo por que yo haya heredado este gen. No deseo demorarme, convertirme en una enferma fastidiosa. Lo que quiero es una breve y aguda conmoción para mis seres queridos: más grato para ellos, agradable para mí.»

Es la expresión de una esperanza común, pero mi médico la desaprueba. Citando este pasaje, dice que se trata «quizá de otra manifestación de la negación contemporánea de la muerte», y de una actitud que «no reconoce el valor de las oportunidades que ofrece una enfermedad definitiva». No creo que ninguno de mis padres hubiera considerado que su enfermedad terminal les ofreciera «oportunidades»: de compartir recuerdos, de despedirse, de expresar remordimientos o perdón; por otra parte, ya he hablado un poco antes de las previsiones del entierro, es decir, de su deseo de una incineración barata y casi sin la presencia de parientes. ¿Habrían tenido «una buena muerte» si se hubieran mostrado emotivos, confidenciales, sensibleros? ¿Habrían descubierto que eso era lo que siempre habían querido? Lo dudo. Aunque lamento que mi padre nunca me dijese que me quería, estoy bastante seguro de que sí me quería o me había querido, y su melancólico silencio en esta y en otras cuestiones cruciales al menos significaba que había muerto siendo fiel a su carácter.

La primera vez que mi madre ingresó en el hospital, había una anciana comatosa en la cama de al lado. Acostada boca arriba, apenas se movía. Una tarde en que mi madre atravesaba por una de sus fases demenciales, llegó el marido de la enferma. Era un hombre bajo, pulcro, un trabajador respetable que aparentaba alrededor de unos setenta. «Hola, Dulcie, soy Albert», anunció, con una voz que resonó en el pabellón y un puro y sonoro acento de Oxfordshire que debería haber sido grabado antes de extinguirse. «Hola, cariño, hola, mi amor, ¿vas a despertar para verme?» Le dio un beso resonante. «Soy Albert, cariño, ¿vas a despertar para verme?» A continuación: «Te voy a dar la vuelta para ponerte el audífono.» Llegó una enfermera. «Le estoy poniendo el audífono. Esta mañana no se ha despertado. Oh, se ha caído. Bueno, voy a moverte un poco más. Hola, cariño, hola, Dulcie, hola, mi preciosa, soy Albert, ¿vas a despertar para verme?» Y continuó así, a intervalos, durante un cuarto de hora, sólo interrumpido por «Has dicho algo, cariño, ¿verdad?, sé que has dicho algo, ¿qué has dicho?». Después reanudó el «Hola, cariño, soy Albert, ¿vas a despertar para verme?», intercalado entre más besos. Te traspasaba el corazón (y la cabeza), y lo único que lo hacía soportable era su cariz de comedia negra. Naturalmente, mi madre y yo fingimos que no pasaba nada o, en todo caso, nada que alcanzáramos a oír; no obstante, sospecho que para mi madre no cayó en saco roto el hecho de que mi padre también se llamara Albert. Las uñas de la mano inservible de mi madre siguieron creciendo exactamente al mismo ritmo que las de la mano con la que ella misma trazó el signo condenatorio del pulgar para abajo; después se murió y, contrariamente a la creencia popular, las uñas de los diez dedos dejaron de crecer inmediatamente. Igual que las de mi padre, que se curvaban sobre la piel de los pulpejos. Las uñas (y los dientes) de mi hermano son más fuertes que las mías, detalle que yo atribuía al hecho de que es más bajo que yo y en consecuencia tiene más concentrado el calcio. Puede que esto sea un disparate científico (y la respuesta reside en unas marcas distintas de leche comercial para bebés). En cualquier caso, con los años se ha reducido el espesor de mis uñas a fuerza de frotarlas automáticamente contra las paletas dentales cuando estoy leyendo, escribiendo, o preocupado, o corrigiendo esta misma frase. Quizá debería deshacerme de este hábito y descubrir que crecen curvadas sobre las yemas de mis dedos porque mi padre viene a reclamarme.

El cementerio de Montmartre es un lugar verde, infestado de gatos, frío y ventoso incluso en un día de calor parisino; es íntimo, tapiado y tranquilizador. A diferencia de la vasta necrópolis de Pére-Lachaise, crea la ilusión —que pocos camposantos producen— de que los enterrados allí no han muerto nunca; más aún, de que en otro tiempo vivieron muy cerca, quizá en esas mismas casas que circundan su perímetro; más todavía, de que la muerte, al fin y al cabo, quizá no sea algo malo. Jules Renard, cinco meses antes de su muerte: «En cuanto la miras directamente a la cara, la muerte es fácil de entender.»

Aquí yacen algunos de mis muertos; la mayoría, como son escritores, en la sección inferior y, por ende, la más barata. Stendhal fue sepultado aquí treinta años después de haber sufrido «unas violentas palpitaciones» delante de Santa Croce, y de sentir que «la fuente de la vida se secó en mi interior y caminé con un miedo constante de caerme al suelo». ¿Queremos morir no sólo a nuestro estilo sino también tal como esperábamos? Stendhal disfrutó de esta fortuna. Tras sufrir el primer ataque, escribió: «Creo que no hay nada ridículo en desplomarte muerto en la calle, siempre que no lo hagas a propósito.» El 22 de marzo de 1842, después de cenar en el Ministerio de Asuntos Exteriores, encontró el fin no ridículo que buscaba en la acera de la rué Neuve-des-Capucines. Le enterraron como «Arrigo Beyle, milanés», una reprimenda a los franceses que no le leyeron y un homenaje a la ciudad donde el olor a boñiga de caballo le había conmovido hasta las lágrimas. Y como era un hombre al que la muerte no pilló desprevenido (hizo veintiún testamentos), compuso su propio epitafio:
Scrisse. Amo. Visse
. Escribió. Amó. Vivió.

A unos pasos de distancia descansan los hermanos Goncourt. «Consideraron suficientes dos nombres, dos pares de fechas.
¡Je! ¡Je!
» Pero no es esto lo que me sorprende de sus tumbas. Para empezar, es un panteón familiar: dos hijos enterrados con sus padres. En primer lugar son hijos y en segundo escritores; y quizá un panteón familiar sea como una comida familiar: un acto social, como insistía mi madre. Un acto en el que rigen ciertas normas: por ejemplo, no jactarse. Así que la única indicación de la fama de los hermanos son los dos retratos de cobre en bajorrelieve sobre la parte superior de la superficie de la tumba, en los que Edmond y Jules se miran en la muerte al igual que se miraban en su inseparable vida juntos.

Desde 2004, los Goncourt tienen una vecina nueva. Un sepulcro antiguo, expirada la concesión, ha sido sustituido por otro con una reluciente lápida de mármol negro, coronada por un busto de su ocupante. La recién llegada es Margaret Kelly-Leibovic, profesionalmente conocida como Miss Bluebell, la inglesa que enseñó a generaciones de chicas atléticas, con un penacho de plumas y más de metro ochenta de estatura, a dar un giro y patada, giro y patada para los señores con monóculo que lascivamente las miraban bailar. Por si hay alguna duda sobre la importancia de esta dama, las cuatro medallas que le otorgaron en vida —entre ellas la
legión d'honneur
— han sido pintadas en el mármol blanco, a tamaño natural pero por un pincel de aficionado. Los estetas maniáticos, profundamente conservadores, que odiaban la bohemia, al lado de la advenediza directora de la compañía del Lido (¿quién no consideró que su nombre era «suficiente»?). Esto debe de rebajar el tono del vecindario:
¡Je! ¡Je!
Quizá, pero no deberíamos permitir que la muerte se vuelva irónica (ni que triunfe la risa socarrona de Renard) con tanta facilidad. Los Goncourt hablan de sexo en su Diario con una franqueza que todavía hoy escandaliza. ¿Qué más adecuado, entonces —aunque con un retraso de un siglo— que un h trois póstumo con Miss Bluebell?

Cuando Edmond de Goncourt fue sepultado aquí y se extinguió el linaje familiar, Zola leyó la alocución fúnebre. Seis años después, volvió para ser enterrado él mismo en una tumba tan ostentosa como sencilla era la de los Goncourt. El niño pobre de Aix que dio a conocer en toda Europa el nombre de su familia de inmigrantes italianos fue inhumado debajo de una suntuosa voluta modernista de mármol marrón rojizo. En la parte superior hay un busto del escritor tan feroz que parece estar defendiendo no sólo su ataúd y su obra, sino el cementerio entero. Pero la fama de Zola era tan grande que no le concedería una paz póstuma. Sólo seis años después, el Estado francés profanó el sepulcro para trasladarlo al Panthéon. Y aquí debemos reconocer a la muerte cierta ironía. En efecto, pensemos en el caso de Alexandrine, que había sobrevivido a la noche de inhalación de humos de la chimenea atascada. Su viudedad duraría veintitrés años. Durante seis de ellos, visitaba a su marido en el verde y agradable Montmartre; durante los diecisiete siguientes, hizo el trabajoso recorrido hasta el glacial y resonante Panthéon. Después murió también ella. Pero los panteones son sólo para los famosos, y la sepultaron —como ella debió de saber que harían— en aquella tumba vacía. Y luego, a su vez, se reunieron con ella sus hijos y después sus nietos, todos apretujados en una cripta que no albergaba al patriarca y que era la verdadera causa de su esplendor.

Vivimos, morimos, nos recuerdan —«falsea correctamente mis recuerdos», debería ser nuestra consigna—, nos olvidan. Para los escritores, el proceso de que te olviden no es algo bien definido. «¿Es mejor para un escritor que te olviden antes de morir o morir antes de que te olviden?» Pero «olvidar» aquí es sólo un término comparativo, que significa: pasar de moda, estar ya gastado, demasiado visto, que la posteridad te reemplace, te juzgue demasiado superficial o, si se quiere, demasiado sesudo, demasiado serio. Pero ser olvidados de verdad es mucho más interesante. Primero, se agotan tus obras, que van a parar a los recovecos de las librerías de viejo y a los vendedores por Internet. Después hay una breve resurrección, si tienes suerte, y te reeditan uno o dos títulos; después se produce otra caída, a la que sigue un periodo en que unos pocos licenciados, empujados por el tema de una tesis, pasarán cansinamente las páginas de tus libros y se preguntarán por qué escribiste tanto. Al final te olvidan las editoriales, el interés académico decrece, la sociedad cambia y la humanidad evoluciona un poco más, a medida que la evolución cumple su propósito sin sentido de convertirnos a todos en equivalentes de las bacterias y amebas. Es un proceso inevitable. Y llegará un momento —es lógico que suceda— en que un escritor tendrá un último lector. No estoy pidiendo comprensión; este aspecto de la vida y muerte de un escritor es un hecho. En algún momento, de aquí a cuando muera el planeta, dentro de seis billones de años, cada escritor tendrá su último lector o lectora. Stendhal, que en vida escribió para «los felices pocos» que le comprendían, verá disminuir el número de sus lectores hasta quedarse reducidos a unos pocos, distintos, mutados y quizá menos felices, y por fin a uno solo feliz... o aburrido. Y para cada uno de nosotros llegará la rotura del único hilo que queda de esta extraña relación sin testigos, aunque profundamente íntima, entre el escritor y el lector. En un momento dado, también para mí habrá un último lector. Y después ese lector morirá. Y si bien, en la gran democracia de la lectura, todos son teóricamente iguales, algunos son más iguales que otros.

Mi último lector: hay una tentación de sentimentalismo hacia él o ella (si «él» y «ella» todavía son conceptos válidos en el mundo al que la evolución está llevando a nuestra especie). En realidad, como autor, estaba a punto de hacer algún gesto de gratitud y alabanza al último par de ojos —si los ojos no han evolucionado también de otro modo— que examine este libro, esta página, esta línea. Pero entonces ha intervenido la lógica: por definición, tu último lector es alguien que no recomienda tus libros a otra persona. ¡Canalla! No te parecen suficientemente buenos, ¿eh? ¿Prefieres esa mediocridad que hace furor en tu siglo superficial (o esos tostones que te impulsan a juzgarme trivial)? Estaba a punto de llorar tu defunción, pero la estoy superando deprisa. ¿De verdad tienes un espíritu tan ruin, tan holgazán, tan desprovisto de juicio crítico? Entonces no me mereces. Venga, que te jodan, muérete. Sí, tú.

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