Navidades trágicas (15 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Coronel, ¿apoya usted esta indecorosa actitud?

—En caso de asesinato, míster Lee, estas preguntas tienen que ser hechas y contestadas sin regateo —replicó secamente el coronel.

—Ya he contestado. Estaba en esa habitación...

—¿Seguía en ella cuando se oyó el ruido arriba?

—Claro.

Johnson volvióse hacia Magdalena.

—Creo recordar, señora, que usted declaró haber estado telefoneando cuando sonó la alarma, y nos aseguró que estaba sola en la habitación.

Magdalene enrojeció intensamente. Volvióse hacia su marido, hacia Sugden y luego, suplicantemente, hacia el coronel.

—¿De veras? Realmente no recuerdo lo que dije... ¡Estaba tan trastornada...!

—Tenemos escrita su declaración —dijo Sugden.

—Yo telefoneé... claro..., pero no recuerdo exactamente cuándo lo hice.

—¿Qué significa esto? —preguntó George-. ¿Desde dónde telefoneaste? Desde aquí, no.

—Creo, mistress Lee, que usted no telefoneó —dijo Sugden-. En tal caso, ¿dónde estaba y qué hacía? Magdalene dirigió una mirada de desesperación a su alrededor y rompió en sollozos.

—¡George, no dejes que me traten así! —pidió-. Ya sabes que si me hacen tantas preguntas no sabré qué contestar y no recordaré nada. Ya no sé lo que dije aquella noche. Fue todo tan horrible... y yo estaba tan trastornada... Son tan malos conmigo...

Se puso en pie y, llorando, abandonó la habitación. George Lee estaba furioso.

—No toleraré que se asuste a mi mujer —dijo-. La pobre es muy sensible. Presentaré una moción en el Parlamento acerca de los brutales métodos que utiliza la policía.

Y salió muy furioso de la habitación dando un violento portazo.

El inspector echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—¡Vaya salida! —comentó.

—Un suceso extraordinario—gruñó el coronel-. Me parece todo muy turbio. Tenemos que tomar nueva declaración a esa mujer.

—Volverá dentro de un par de minutos—aseguró Sugden-. En cuanto haya decidido lo que tiene que decir. ¿No le parece, monsieur Poirot?

Éste parecía sumido en un sueño, y al oírse llamar se sobresaltó.

—Pardon.

—Decía que la esposa de míster Lee volverá dentro de un momento.

—Es posible... sí... es muy posible...

—¿Qué le ocurre, monsieur Poirot? —inquirió Sugden-. ¿Ha visto algún fantasma?

—Tal vez sí, tal vez sí —murmuró el detective.

En aquel instante se abrió la puerta y Magdalene entró en la habitación. Respiraba agitadamente, y la sangre se le agolpaba en las mejillas. Se detuvo junto a la mesa y dijo con voz lenta:

—Mi marido cree que estoy acostada. He salido de mi habitación sin que nadie me viera. Coronel Johnson, ¿si le digo la verdad, no lo sabrá nadie? Quiero decir si será posible que no hagan pública mi declaración.

—¿Se refiere usted a algo que no tiene nada que ver con el crimen? —preguntó el jefe de policía.

—Sí, señor. No tiene nada que ver. Se trata de algo privado.

—Es mejor que nos lo cuente usted todo, sin reservas, y deje que nosotros juzguemos lo que es más conveniente.

—Bien, confiaré en usted —declaró Magdalene-. Sé que puedo hacerlo. Parece usted tan bueno. Pues... bien. Hay alguien...

—Siga usted, señora —pidió el coronel viendo que Magdalene se interrumpía.

—Quería telefonear a alguien... a un amigo mío, y no quería que George se enterase. Ya sé que hice mal, pero ésa es la verdad. Por ello, después de la cena, fui a telefonear, pensando que George estaría en el comedor. Pero al llegar a la puerta de esta habitación oí que él estaba telefoneando, y por lo tanto esperé.

—¿Dónde aguardó usted, señora?

—Detrás de la escalera hay un sitio donde se cuelgan abrigos. La oscuridad allí es completa. Me metí en ese sitio y esperé a que George saliera. Pero no salió y al fin se oyó todo aquel ruido y entonces yo eché a correr.

—Por lo tanto, su marido no salió de esa habitación hasta el momento del crimen, ¿no? ¿Y usted se estuvo hasta las nueve y cuarto escondida detrás de la escalera?

—Sí, pero no podía decirlo. Hubieran querido saber qué hacía allá. Cometí una torpeza muy grande, ¿verdad?

—Sí, ciertamente —asintió el coronel con seco acento. Y cuando se quedaron solos, añadió, con un suspiro: —Puede que fuera como ella dice. La historia es muy posible.

—Pero tal vez no fue así —replicó Sugden-. No sabemos realmente la verdad.

Capítulo III

Lydia Lee se hallaba de pie junto a la ventana del fondo del salón. Estaba medio oculta entre los pliegues de la cortina. Un ruido en la estancia le hizo volverse sobresaltada, descubriendo a Poirot junto a la puerta.

—Me ha asustado usted, monsieur Poirot —dijo.

—Lo siento, señora. Ando sin hacer ruido.

—Creí que era Horbury.

—Es verdad. También él anda como un gato... o un ladrón —Poirot hizo una pausa y se quedó mirando atentamente a Lydia.

—Nunca me ha gustado ese hombre —declaró la esposa de Alfred, haciendo una mueca de disgusto-. Me alegraré de verme libre de él.

—Creo que hará usted muy bien, señora.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Tiene algo contra él?

—Es un hombre que recoge secretos... y los emplea en su propio beneficio.

—¿Es que sabe algo... del crimen? Poirot se encogió de hombros.

—Tiene los pies ligeros y los oídos muy finos. Tal vez ha oído algo que guarda para él.

—¿Quiere decir que tratará de hacer víctima de algún chantaje a alguno de nosotros? —preguntó Lydia.

—Cabe dentro de lo posible. Pero no ha sido eso lo que he venido a decirle.

—¿Pues qué ha venido a decirme?

—He estado hablando con su esposo, señora. Me ha hecho una proposición. Antes de aceptarla o rechazarla deseo discutirla con usted. Sin embargo, al entrar en la estancia me quedé admirado ante el maravilloso efecto que' produce usted de pie junto a la cortina.

—¿Es necesario que perdamos el tiempo en cumplidos, monsieur Poirot?

—Usted perdone, señora. Pero son muy pocas las damas inglesas que tienen el sentido de la toilette. El traje que llevaba la primera noche que la vi era una maravilla de sencillez, gracia y buen gusto.

Lydia comenzaba a impacientarse.

—¿De modo que quería usted verme? Poirot adoptó una expresión más seria.

—Por lo siguiente, señora: su marido desea que me haga cargo en serio de la investigación de este crimen. Me ha pedido que me quede en la casa a fin de poder trabajar sobre el terreno.

—¿Y qué? —preguntó secamente Lydia.

—Pues que no he querido aceptar una invitación que no estuviera avalada por la dueña de la casa.

—Como es lógico, estoy de acuerdo con mi marido —declaró, con frialdad, Lydia.

—Perfectamente. Pero me hace falta algo más. ¿Verdaderamente quiere usted que me quede?

—¿Y por qué no?

—Hablemos con franqueza. Lo que yo pregunto es: ¿desea usted sinceramente que la verdad salga a relucir?

—Desde luego.

Después de pronunciar estas palabras, Lydia se mordió los labios y añadió:

—Quizá sea mejor que hablemos con franqueza. Comprendo lo que usted quiere decir. La situación no tiene nada de agradable. Mi suegro fue asesinado brutalmente, y a menos que se puedan presentar pruebas concluyentes contra Horbury, cosa que parece que no se va a lograr, resultará que el asesino es un miembro de la familia. Llevar ante los tribunales a ese culpable sería echar una mancha imborrable sobre todos nosotros. Si he de hablar con franqueza, diré que, en verdad, no deseo que eso ocurra.

—¿Prefiere que el asesino escape sin castigo?

—Creo que son muchos los asesinos insospechados que andan sueltos por el mundo.

—Desde luego.

—¿Qué importa que haya uno más?

—¿Y los demás miembros de la familia? Me refiero a los inocentes. ¿No comprende usted que si la verdad no sale a relucir la mancha pesará sobre todos, pues ninguno dejará de resultar sospechoso?

—No había pensado en eso... —murmuró, vacilante, Lydia.

—Nadie sabrá jamás quién es el culpable... —dijo Poirot. Y añadió nuevamente-: A menos que usted ya lo sepa seguro.

—¡No diga usted eso! —exclamó Lydia-. ¡No es verdad! ¡Ah! Si al menos fuese un extraño y no un miembro de la familia.

—Puede ser ambas cosas —declaró Poirot.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que puede pertenecer a la familia... y ser al mismo tiempo un extraño. ¿No me entiende? Eh bien, es una idea que se le ha ocurrido a Hércules Poirot.

Después de un breve silencio, Poirot inquirió:

—Bien, señora, ¿qué debo contestar a su esposo? Lydia levantó las manos y luego las dejó caer en un gesto de desesperación.

—Debe usted aceptar, desde luego.

Capítulo IV

Hércules Poirot estaba examinando un retrato que acababa de descolgar de la pared cuando Pilar y Stephen aparecieron en el pasillo que conducía a la puerta del jardín.

—¡Ajá! Llegan ustedes oportunamente —dijo.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Pilar.

—Estudiaba algo muy importante. La cara de Simeon Lee cuando era joven.

—¡Oh! ¿Ése es mi abuelo?

—Sí, señorita.

Pilar examinó la pintura.

—¡Qué distinto! Ahora estaba mucho más viejo y arrugado. Se parece a Harry. Tal vez como Harry debía de ser hace diez años...

—Sí, señorita, Harry Lee es el vivo retrato de su padre. En cambio... —Poirot avanzó unos pasos-. Aquí tenemos a su señora abuela... cara larga, amable, cabello rubio, suaves ojos azules...

—Igual que David —dijo Pilar.

—También se parece a Alfred —hizo notar Stephen.

—La ley de herencia es muy interesante —siguió Poirot-. Míster Lee y su mujer eran dos tipos físicamente opuestos. Casi todos los hijos se parecen a la madre. Mire aquí, señorita.

Poirot señaló el retrato de una muchacha de unos diecinueve años, de cabellos dorados y ojos grandes, azules y risueños. Se parecía a la mujer de Simeon Lee, pero había una viveza en aquellos ojos que no se encontraba en las serenas facciones de la esposa de Simeon Lee.

—¡Oh! —exclamó Pilar-. Es mi madre. —Y sacó del pecho un medallón dentro del cual se hallaba recortada la cabeza de aquella misma muchacha.

Poirot asintió. Dentro del medallón había otro retrato. Era el de un hombre joven y guapo, de cabellos negros y ojos azul oscuro.

—¿Su padre? —preguntó el detective.

—Sí, mi padre —asintió Pilar-. Era muy guapo, ¿verdad que sí?

—Sí, señorita. Pocos españoles tienen los ojos azules, ¿verdad, señorita?

—En el norte abundan bastante. Además, la madre de mi padre era irlandesa.

—De manera que tiene usted sangre española, irlandesa y británica y un poco de gitana —murmuró Poirot-. Con tales herencias, debía resultar un enemigo peligroso.

—¿Recuerda lo que dijo usted en el tren, Pilar? —preguntó Stephen-. A los enemigos hay que degollarlos. ¡Oh!

Se interrumpió, dándose cuenta, de pronto, de la importancia de sus palabras.

Hércules Poirot se apresuró a desviar la conversación. —Tenía que pedirle algo, señorita. Su pasaporte. Mi amigo el inspector lo necesita. En este país se exigen muchas cosas a los extranjeros. Usted, según la ley, es una extranjera y tiene que someterse a esos aburridos trámites. Pilar arqueó las cejas.

—¿Mi pasaporte? Lo iré a buscar. Está en mi habitación.

Mientras caminaba junto a ella, Poirot se excusó.

—Lamento mucho molestarla, señorita.

Subieron al primer piso y al llegar a la puerta de la habitación de Pilar ésta dijo:

—Entraré a buscarlo.

Poirot y Stephen Farr se quedaron allí esperando.

—Ha sido una torpeza por mi parte decir aquello —se lamentó Stephen Farr.

Poirot no replicó. Tenía la cabeza inclinada a un lado, escuchando. Al fin dijo:

—A los ingleses les encanta extraordinariamente el aire fresco. Mademoiselle Estravados debe de haber heredado esa característica.

—¿Por qué?

—Pues porque, a pesar de que hoy el día es sumamente frío, mademoiselle Estravados acaba de abrir la ventana. Es increíble que ame tanto estar en contacto con el aire puro.

De pronto oyóse una exclamación en español y Pilar reapareció, riendo.

—¡Qué torpe soy! —exclamó-. Mi maleta está junto a la ventana y con las prisas se me ha caído el pasaporte por el alféizar. Está abajo, entre las flores. Iré a buscarlo.

—Iré yo —se ofreció Stephen; pero Pilar se había adelantado ya.

Stephen Farr pareció inclinado a seguirla, pero el detective le agarró del brazo diciéndole:

—Vayamos por aquí.

Siguieron hacia el fondo de la casa, hasta llegar al final de la amplia escalera principal.

—No bajemos aún —dijo Poirot-. Si quiere usted acompañarme hasta la habitación del crimen le preguntaré algo.

Atravesaron el pasillo que conducía al cuarto de Simeon Lee. A la izquierda vieron un espacio entrante dentro del cual había dos ninfas de mármol cubriéndose con sus ropas. Todo ello muy del siglo pasado.

Stephen Farr les dirigió una mirada y murmuró:

—De día resultan horribles. La otra noche me pareció que había tres estatuas. Por fortuna sólo hay dos.

—No son modernas —reconoció Poirot-. Pero, sin duda, en otros tiempos costaron un dineral. De noche están mucho mejor.

—Sí, entonces uno no ve más que una figura brillante.

—De noche todos los gatos son pardos —dijo Poirot. En la habitación encontraron a Sugden. Estaba arrodillado junto a la caja de caudales y la examinaba con una lupa. Al oírles entrar levantó la cabeza.

—La abrieron con la llave —dijo-. Alguien que conocía la combinación. No se descubre ninguna señal de violencia.

Poirot se acercó al inspector y le dijo algo al oído. Sugden asintió con la cabeza y salió de la habitación.

Poirot se volvió hacia Stephen Farr, cuya mirada se hallaba fija en el sillón donde se había sentado Simeon Lee. Tenía el ceño fruncido, y las venas se le marcaban en relieve en la frente. Poirot le miró en silencio, y al cabo de unos minutos dijo:

—¿Le asaltan a usted recuerdos?

—Sí. Hace dos días estaba ahí, sentado, vivo. En cambio, ahora...

Luego, alejando con un movimiento de cabeza aquellas ideas, añadió:

—¿No dijo usted que quería preguntarme algo, monsieur Poirot?

—¡Ah, sí! Creo que fue usted la primera persona que llegó aquí aquella noche, ¿verdad?

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