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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (14 page)

Esos seres fluidos atraen el desprecio de las masas cuando sus ondulantes actitudes han permitido evitar tantos conflictos. Los grandes bloques de virtuosas piedras, sobre los que nadie repara en elogios, están en el origen de todas las guerras. Es cierto, con Rinri no se trataba de política internacional, pero había tenido que enfrentarme a una elección entre dos riesgos enormes: uno se llamaba sí, que tiene como sinónimos eternidad, seguridad, consistencia, estabilidad y otras palabras que hielan el agua de espanto; el otro se llamaba no, que se traduce por desgarro, desesperación, y yo que creía que me querías, desaparece de mi vista, y tan feliz que parecías cuando, y otras palabras definitivas que hacen hervir el agua de indignación, porque son injustas y bárbaras.

¡Qué alivio haber encontrado la solución de los noviazgos! Era una respuesta líquida en tanto en cuanto no resolvía nada y posponía el problema para más adelante. Pero ganar tiempo es la gran cuestión de la vida.

En Tokio, por prudencia, no hablé de ese noviazgo con nadie.

Principios de enero de 1990, entré en una de las siete inmensas compañías niponas que, bajo la apariencia de negocios, tentaban el verdadero poder japonés. Como cualquier empleado, pensaba trabajar allí cuarenta años.

En mi tratado de estupor y temblores, conté por qué apenas conseguí permanecer hasta el fin de mi contrato de un año.

Fue un descenso a los infiernos de una extrema banalidad. Mi destino no difirió radicalmente del de la inmensa mayoría de empleados nipones. Sólo se vio agravado por mi condición de extranjera y por cierto genio personal para la torpeza.

Por la noche, me encontraba con Rinri y le contaba mi jornada. Todas tenían su parte de humillaciones. Rinri me escuchaba sufriendo más de lo que yo había soportado y, cuando había terminado mi relato, movía la cabeza y me pedía perdón en nombre de su pueblo.

Le aseguraba que no cuestionaba a su pueblo. En el seno de aquella empresa, contaba con numerosos aliados de valor. En definitiva, mi martirio era obra de una única persona, como suele ocurrir en el mundo del trabajo. Es cierto que gozaba de preciosos apoyos, pero habría bastado que su actitud cambiara para metamorfosear mi destino.

Llevaba una doble vida. Esclava de día, novia de noche. Habría podido sacar provecho de ello si las noches no hubieran sido tan cortas: nunca me reunía con Rinri antes de las diez de la noche y en aquella época ya me levantaba a las cuatro de la mañana para escribir. Eso por no hablar de algunas noches que pasaba en la empresa por no haber concluido mi trabajo.

Los fines de semana desaparecían en un precipicio en el que no dejaban recuerdo alguno. Me levantaba tarde, metía la ropa sucia en la lavadora, escribía, metía la ropa a secar. Escurrida por esas actividades, me desplomaba de nuevo sobre la cama con el cansancio de la semana. Como antes, Rinri quería llevarme a hacer toda clase de cosas. Ya no me quedaban fuerzas. Lo máximo que podía obtener de mí consistía en ir al cine el sábado por la noche. Y a veces ocurría que me quedaba dormida.

Rinri soportaba con valentía a aquella novia exangüe. Era yo la que no lo soportaba a él. En el trabajo, me comprendía. No comprendía nada a la zombi en la que me había convertido lejos de la empresa.

Cuando el metro me llevaba hasta el lugar de los suplicios, pensaba en mi vida anterior. Apenas unos meses me separaban de ella. Resultaba difícil de creer. En tan poco tiempo, ¿en qué se había convertido Zaratustra? ¿De verdad había afrontado con las piernas desnudas las cimas japonesas? ¿De verdad había bailado con el monte Fuji como recordaba? ¿Y de verdad me había divertido tanto con ese chico que ahora me observaba mientras dormía?

¡Si por lo menos hubiera podido convencerme de que sólo se trataba de una mala racha! Pero no, había motivos más que suficientes para pensar que conocía por fin la dosis de cotidianidad con la que iba a convivir durante cuarenta años. Me abrí a Rinri, que se apresuró a decirme:

—Deja de trabajar. Cásate conmigo. Será el fin de todas tus preocupaciones.

Había motivos para sentirse tentada. Abandonar mi tormento y gozar de desahogo material, disfrutar del farniente a perpetuidad con la única condición de vivir en compañía de un chico encantador, ¿quién podía dudar?

Yo, sin que entonces pudiera explicármelo, esperaba algo distinto. No sabía de qué se trataba, pero estaba segura de esperarlo. Un deseo es tanto más violento cuanto más se ignora el objeto que lo motiva.

La parte consciente de aquel sueño era la escritura, que ya entonces tanto me ocupaba. Es cierto que no me ilusionaba hasta el extremo de creer que un día me publicarían, y menos aún imaginaba encontrar con ello un modo de subsistencia. Pero, absurdamente, quería intentar aquella experiencia, aunque sólo fuera para no tener que arrepentirme jamás de no haberla intentado.

Antes de Japón, no había pensado en ello en serio. Me asustaba demasiado la humillación que sin duda sufriría en forma de cartas de rechazo de las editoriales.

Ahora, viendo lo que constituía mi cotidianidad, ninguna humillación podía asustarme.

Todo esto no dejaba de ser de lo más incierto. La voz de la razón me gritaba que aceptara aquel matrimonio: «No sólo serás rica sin trabajar, sino que además tendrás al mejor de los maridos. Nunca has conocido a un chico tan amable, divertido e interesante. Sólo tiene cualidades. Te quiere y tú le quieres sin duda más de lo que crees. Negarte a casarte con Rinri equivaldría a suicidarse».

No podía conformarme. El sí no salía de mi boca. Como en la isla de Sado, salía del paso con aplazamientos.

La petición regresaba a menudo. La respuesta era siempre igual de evasiva. Como quien no quiere la cosa, me moría de vergüenza. Tenía la impresión de hacer infeliz a todo el mundo, empezando por mí.

En el trabajo, era un infierno. Con Rinri, recibía una dulzura que no merecía. A veces pensaba que mi calvario profesional era el justo castigo a mi ingratitud amorosa. Japón me robaba de día lo que me ofrecía de noche. Aquella historia iba a acabar mal.

A veces me sentía aliviada al marcharme al trabajo. Llegué a preferir la guerra declarada a la paz falsa. Y prefería ser mártir involuntaria que verduga de buena voluntad. Siempre me ha horrorizado el poder, pero me resulta menos doloroso padecerlo que imponerlo.

Los peores accidentes de la vida tienen relación con el lenguaje. Una noche entre semana, después de medianoche, mientras el sueño me arrastraba hasta lo más profundo, Rinri me pidió en matrimonio en la que era la vez doscientos cuarenta. Demasiado cansada para mostrarme evasiva, respondí que no y me dormí en el acto.

Por la mañana, cerca de mi escritorio, descubrí una nota del joven: «Gracias, soy muy feliz».

Saqué lecciones de un alto valor moral: «Has hecho a alguien feliz siendo clara. Hay que atreverse a decir no. Nada resulta menos amable que crear falsas esperanzas. La ambigüedad es la fuente del dolor, etc.»

Iba al trabajo a recolectar mi dosis cotidiana de humillación. Por la noche, a la salida, Rinri me esperaba.

—Te llevo al restaurante.

—¿Estás seguro? Estoy hecha polvo.

—No será demasiado largo.

Ante los cuencos de sopa de helechos de montaña, Rinri me dijo que sus padres estaban encantados con la excelente noticia. Me puse a reír y respondí:

—No me extraña.

—Sobre todo mi padre.

—Eso me sorprende. Más bien habría imaginado que tu madre estaría encantada.

—Para una madre, resulta más difícil ver partir a su hijo.

Aquel comentario activó una ambigua señal de alarma en mi cerebro. No dudaba haber dicho que no la víspera, pero ya no estaba segura de la formulación de la pregunta matrimonial. Si Rinri había hecho la pregunta de un modo negativo, lo cual es muy corriente en este complicado país, estaba perdida. Intenté recordar las reglas gramaticales niponas de respuesta a las preguntas negativas, lo cual resulta tan complicado como recordar los pasos del tango. Mi agotado cerebro no conseguía desentrañar el asunto y resolví intentar la experiencia. Agarré la jarra de sake y pregunté:

—¿No quieres un poco más de sake?

—No —respondió cortésmente el joven.

Así pues, dejé la inútil jarra. Rinri pareció desconcertado pero, no queriendo imponerse, cogió la jarra y se sirvió.

Escondí mi rostro entre las manos. Había comprendido. Debió de preguntar: «¿Como siempre no quieres casarte conmigo?». Y yo había respondido al modo occidental. Después de medianoche, tengo el fastidioso defecto de ser aristotélica.

Era horrible. Me conocía lo suficiente para saber que no tendría fuerzas para reinstaurar la verdad. Incapaz de ser desagradable con alguien amable, me sacrificaría para no decepcionarle.

Me preguntaba si Rinri me había hecho la pregunta negativa adrede. No lo creía. Pero no dudada de que su inconsciente le había dictado ese maquiavélico plan.

Así pues, en nombre de un malentendido lingüístico, iba a casarme con un chico encantador, dotado de un inconsciente perverso. ¿Cómo salir de semejante avispero?

—He avisado a tus padres —añadió—. Han gritado de alegría.

Por supuesto. Mi padre y mi madre se habían encaprichado de aquel joven.

—¿No habría sido mejor que los avisara yo?—pregunté, decidida a no hacer más que preguntas negativas.

Rinri rodeó el escollo.

—Ya sé. Pero trabajas y yo todavía soy estudiante. Pensé que no tendrías tiempo. ¿Me lo tendrás en cuenta?

—No —respondí, desolada por que no planteara la pregunta de forma negativa, lo cual me habría permitido, bajo la apariencia de diferencia cultural, hacerle partícipe de mi manera de pensar.

«Ya qué más da», concluí.

—¿Qué fecha te gustaría más? —preguntó.

Lo que me faltaba.

—No decidamos todo en tan poco tiempo —respondí—. De todos modos, mientras trabaje en Yumimoto, es imposible.

—Entiendo. ¿Cuándo termina tu contrato?

—Principios de enero.

Rinri acabó su sopa y declaró:

—1991, pues. Será un año capicúa. Buena cosecha para casarse.

23

El año 1990 concluyó en la confusión más absoluta.

Sólo una cosa estaba clara: presenté mi dimisión. La compañía Yumimoto pronto tendría que prescindir de mis valiosos servicios.

Me hubiera encantado poder dimitir también de mi boda. Por desgracia, la gentileza de Rinri resultaba cada vez más desarmante.

Una noche, escuché una voz interior que me decía: «Recuerda la lección de Kumotori Yama. Cuando Yamamba te tenía prisionera, encontraste la solución: la huida. ¿No consigues salvarte a través de la palabra? Sálvate por piernas».

Cuando se trata de huir de un país, las piernas adquieren la forma de un avión: disimuladamente, compré un billete Tokio-Bruselas. Sólo de ida.

—Ida y vuelta es más barato —dijo la vendedora.

—Sólo ida —insistí.

La libertad no tiene precio.

Era en esa época, no tan lejana, en que el billete electrónico no existía: el billete de avión, de cartón, plastificado, como una realidad palpable en el fondo del bolso o del bolsillo, al que la mano acudía treinta veces al día para comprobar que permanecía ahí. El inconveniente era que, si lo perdías, obtener un duplicado adquiría tintes de milagro. Pero no existía ningún riesgo de que perdiera aquel símbolo de mi libertad.

Al estar su familia en Nagoya, pasé con Rinri, en el castillo de hormigón, los tres días de año nuevo que son los únicos en Japón en los que está realmente prohibido trabajar. Esto alcanza incluso a la prohibición de cocinar: su madre había llenado las tradicionales cajas lacadas con alimentos fríos destinados al consumo de esos tres días festivos: pasta de alforfón, judías caramelizadas, pastel de arroz y otras cosas raras que entraban más por los ojos que por la boca.

—No te sientas obligada a comer eso —decía Rinri, que, sin vergüenza, se cocía unos espaguetis.

No me sentía obligada: no era muy bueno, pero sentía fascinación por el estallido de las judías relucientes de caramelo reflejándose sobre el intenso negro de la laca. Las cogía una por una con los palillos, manteniendo la caja cuadrada a la altura de la vista con el fin de no perderme ni un ápice del espectáculo.

Gracias al billete de avión escondido, aquellos días fueron una delicia. Miraba a aquel chico con una benévola curiosidad: así que era él, el joven con el que había sido feliz durante dos años seguidos y del que me disponía a huir. Qué historia más singular, qué absurdo despilfarro: ¿acaso no tenía la más hermosa nuca que pudiera imaginarse, los modales más exquisitos, acaso no me sentía realmente bien en su compañía, a la vez intrigada y cómoda, lo que debía de representar un ideal de vida en común?

¿Acaso no pertenecía a ese país al que más amaba? ¿Acaso no era la única prueba de que la adorada isla no me rechazaba? ¿Acaso no me ofrecía el modo más simple y más legal de adquirir la fabulosa nacionalidad?

Y, finalmente, ¿acaso no experimentaba hacia él un sentimiento auténtico? Sí, por supuesto. Le quería mucho y aquel mucho, para mí, constituía una novedad. Sin embargo, era la presencia de un adverbio en ese enunciado lo que me convencía de la urgencia de partir.

Bastaba con que, en mi cabeza, creara la ficción de destruir el billete de avión y mi tierna amistad con Rinri se transformaba en un hostil espanto. Por el contrario, bastaba con que palpara su papel satinado en mi bolso para sentir en mi corazón una desatada mezcla de júbilo y culpabilidad que, sin serlo, se parecía mucho al amor, como la música sacra contamina el alma de un impulso que, sin serlo, se asemeja a la fe.

A veces me tomaba en brazos sin decirme nada. No le deseo ni a mi peor enemigo lo que sentía en esos momentos. Y no existía ningún momento en el que Rinri tuviera un comportamiento indigno, vulgar o mezquino. Instantes así me habrían ayudado.

—En el fondo, no hay nada malo en ti —dije.

Se calló sorprendido y acabó por preguntarme si se trataba de una pregunta. Me pareció una respuesta edificante.

Había dado en la diana: era porque no había nada malo en él por lo que le quería así. Sentía sólo amor por él porque era ajeno al mal. Sin embargo, el mal no me gusta. Pero un plato sólo puede ser sublime si contiene un toque de vinagre. La Novena de Beethoven sería insoportable para los oídos si no comportara desesperadas dudas. Jesús no inspiraría tanto a los hombre si, en ocasiones, no profiriera palabras próximas al odio.

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