Nivel 26 (17 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

—Eh, señor. Cómprenos unas birras, le pagamos a usted un pack de seis.

El tipo volvió la cabeza de un modo extraño, como si el cuello fuera la única parte de su cuerpo que se movía. Rob se quedó ante él, esperando una respuesta y, al cabo de un rato, empezó a pensar que el hombre era sordomudo o algo así. Quizá por eso llevaba una máscara. Porque tenía la garganta y la boca podridas o algo similar.

Finalmente, habló. Le dijo:

—No bebo cerveza. Bebo ginebra.

—Muy bien, pues…

—Pues te propongo un trato —lo interrumpió el tipo—. Os compro la cerveza, y vosotros me pagáis la ginebra.

—Genial —dijo Rob, pero acto seguido se contuvo. «Demasiado ansioso, idiota. Le vas a comprar priva a este vagabundo deformado. No te muestres tan agradecido por conseguirle mierda gratis»—. Trato hecho —añadió rápidamente.

Sqweegel entró en la tienda y se dirigió al pasillo de la cerveza. Le encantaba comprar esas cosas personalmente. No lo hacía a menudo.

Llevaba el traje blanco completamente oculto bajo una gabardina, unos guantes, unos pantalones, un sombrero y unas gafas de sol. De espaldas, no se pensaría nada raro, parecería un tipo normal. De frente, en cambio, quizá se vislumbraría un atisbo de algo blanco. Alguien podría detenerse u observarlo un momento, pero luego recordaría que aquello era Los Ángeles y que hay muchos famosos que van por ahí de incógnito. Aquélla era una ciudad de gafas de sol, de máscaras. Sqweegel encajaba.

Le gustó comprobar que la tienda estaba repleta de botellas de cerveza rubia que llevaban tapones de rosca de serie. Eran muy fáciles de abrir —y de volver a cerrar— con un pequeño giro de muñeca. Sobre todo si uno lleva guantes de goma.

Sqweegel echó un vistazo a las cámaras de vigilancia, y luego seleccionó un par de packs de la marca que, creía él, impresionaría más a los chavales. Con la palma de la mano abrió rápida y sucesivamente los tapones de todas las botellas. Luego extrajo de un pequeño bolsillo que le había hecho a la capucha un cuentagotas lleno de un líquido amarillento.

Plip.

Plip.

Plip.

Una gota en cada botella. Más que suficiente. El líquido era ilegal e increíblemente potente.

Volvió a poner los tapones, apretándolos con fuerza y sellándolos con un pequeño empujón. Los chavales no percibirían la diferencia.

Sqweegel llevó los packs al mostrador y le dio el dinero al cajero con la mano enguantada. Éste le echó un rápido vistazo a su rostro, pero cogió el dinero sin decir nada. Al fin y al cabo, aquello era California.

Unos minutos después, el monstruo salió a la calle con una bolsa grande de papel marrón en las manos. Las había comprado.

El tipo se detuvo y bajó la mirada hacia la bolsa.

—Parece que aquí no venden licores de alta graduación. Si os parece, podríamos ir a buscar otra tienda donde podáis cumplir vuestra parte del trato.

Y alzó de nuevo la cabeza, cruzando la mirada con las de cada uno de los tres chavales. Sus pequeños y siniestros ojos negros parecían de mármol. Rob oyó que sus colegas decían «Bueno, está bien», pero él no estaba seguro de que fuera la mejor idea del mundo.

—Eh, tío —le susurró a su amigo Chris—. ¿De verdad vamos a meternos en el coche de un desconocido?

—¿Qué tienes, cinco años? ¿Tienes miedo de que te ofrezca caramelos?

—No, tío, es sólo que…

Chris se le acercó todavía más y le puso una mano sobre el hombro.

—No seas mariquita. Le pillamos a este tipo su ginebra, luego nos piramos y nos vamos de fiesta. A él que le den.

Y así fue como Rob se sentó en el asiento del acompañante del destartalado y roñoso Pinto, al lado de un tipo delgaducho con una máscara en la cara y guantes en las manos. No, antes no se había dado cuenta de que los llevaba. De haberlo hecho, quizá ni siquiera le hubiera dado el dinero para la cerveza.

Capítulo 46

Chris y Tom iban armando jaleo en el asiento trasero, desternillándose de risa y dándose codazos el uno al otro como dos idiotas. Hacían crujir los muelles bajo su peso. Ya se habían tomado la mitad de sus cervezas. Rob se alegraba de que pudieran relajarse.

Él sujetaba su botella de Yuengling entre las piernas y el tapón en las manos. La superficie de la cerveza se inclinaba de un lado a otro como la cápsula de líquido de un nivel de carpintero. Por alguna razón se sentía vacilante e inseguro.

Quizá se debiera al olor del coche, demasiado parecido al de las aguas residuales. Buscó el botón para bajar la ventanilla, pero se encontró con una manivela. Era de esperar. ¿Cuándo dejaron de fabricar coches con manivelas? ¿En los ochenta o qué? Y encima no funcionaba. Giraba unos centímetros a un lado y a otro, pero más allá estaba atrancada.

A la mierda. Dio un largo trago a su cerveza. Le estaba entrando mal rollo y no quería que eso le arruinara la noche.

Rob contempló las luces, los escaparates de las tiendas y la gente que paseaba por Olympic. La cerveza estaba fría y buena. No había nada como una birra una noche de entre semana.

Durante todo aquel rato, el conductor había permanecido callado.

—¿Y esa máscara a qué viene, tío? —preguntó finalmente Rob.

—Sí —exclamó Chris desde atrás—. ¿Qué pasa, que sales con Batman por las noches a combatir el crimen y esas mierdas?

Chris y Tom se pusieron a berrear en el asiento trasero, los muy gilipollas. Claro, ellos no iban allí delante. Sentados a pocos centímetros de él.

Si al tipo le había molestado, sin embargo, no lo demostró. Mantuvo los ojos en la carretera, se detuvo cuando se lo indicaron los semáforos y cambió de carril de vez en cuando. Poco después extendió lentamente la mano y subió la calefacción al máximo, como si en el coche no hiciera ya un calor sofocante.

Se volvió hacia Rob. Lo miró con aquellos ojos negros, redondos y brillantes hundidos en las cuencas.

—¿Queréis decir que si por las noches me pongo un disfraz y someto a los malvados a mi propia idea de justicia?

—¿Eh? —dijo Rob—, sí… algo así.

—Tengo una rara enfermedad en la piel —repuso Sqweegel. Y dejó que sus palabras flotaran en el aire.

—Oh —dijo Rob—, qué putada.

—Sí, es una putada. Si me diera la luz del sol, me reduciría a huesos y piel, y los pájaros picotearían mis restos con sus picos sedientos de sangre.

Eso hizo que las risas del asiento trasero se detuvieran de golpe.

«¿Pájaros?».

«¿Picoteando restos?».

«¿Lo cuááááááááloo?».

Rob se volvió hacia la ventanilla del acompañante para seguir contemplando las calles de Los Ángeles. Parpadeó. Un parpadeo largo. De esos en los que das una pequeña cabezada antes de volver en ti. Vaya. ¿Qué coño ha sido eso? Ni siquiera eran las nueve.

Se dio la vuelta y de repente el mundo vibró, como si alguien le hubiera dado una patada a un gran bombo enterrado en lo más profundo de la corteza terrestre. No sería un terremoto, ¿verdad? La vista se le desenfocó momentáneamente.

En el asiento trasero, Tom ya había perdido el conocimiento: tenía la cabeza sobre el hombro de Chris y la botella de cerveza se le había escapado de los dedos y yacía en el suelo vertiendo espuma. Chris, mientras tanto, parecía tener problemas para mover las manos. Intentaba alcanzar la botella que tenía en el regazo, pero era incapaz de cogerla.

Rob quiso advertirle, «No, tío, no bebas más cerveza, tiene algo malo…».

Pero entonces él también perdió el conocimiento, y la cabeza le resbaló hasta quedar en medio de los dos asientos.

Sqweegel empujó con cuidado al chaval que iba a su lado hasta devolverlo a su asiento. Le apoyó la cabeza contra la ventanilla del acompañante. Ya se le habían formado babas en las comisuras de los labios.

El monstruo manipuló la antigua radio y jugueteó con el dial hasta encontrar una emisora de música clásica. Algo grandilocuente y alemán empezó a sonar mientras cogía la rampa de entrada a la autopista. Todavía quedaba un largo camino por delante y no quería encontrar más tráfico del necesario.

Y, de haber prestado atención, uno quizá podría haber visto el leve movimiento que se produjo bajo el plástico blanco que ocultaba el rostro de Sqweegel, justo por donde debía de encontrarse la boca.

Estaba sonriendo.

Capítulo 47

En algún lugar del sur de California

Rob volvió en sí. Lo primero que notó fue el olor, a cuarto de baño nauseabundo. Luego el frío hormigón sobre el que tenía apoyada la mejilla, lo cual no tenía sentido. ¿No estaba en el Pinto de ese tío? ¿Qué diablos…?

Entonces se dio cuenta de que estaba desnudo, y de que alguien le había atado las muñecas y los tobillos con ligaduras de plástico. Sintió que se le helaba la piel, y que una especie de explosión de hielo le bloqueaba la boca del estómago.

Dios, qué mal olía. Estuviera donde estuviera.

Deseó con todas sus fuerzas poder volver atrás en el tiempo y decirles a Chris y a Tom: «No, me da igual que me toméis por un mariquita; no deberíamos meternos en el coche con este jodido pirado. Ni siquiera deberíamos estar aquí intentando conseguir unas putas cervezas. Deberíamos estar en casa preparándonos para la universidad, tal como nuestros padres intentan meternos en la jodida cabeza».

La habitación estaba a oscuras, pero Rob oyó gemidos a su lado. Parecía que Chris se estaba despertando. Si Rob no hubiera estado tan asustado, habría empezado a maldecirle y decirle lo imbécil que era.

Entonces, de repente, se encendió una potente luz.

El pirado de la máscara estaba junto a una lámpara de pie. Ahora ya sin capucha y pantalones vaqueros. Lo que Rob había tomado por una máscara resultó ser un traje que cubría todo su cuerpo. Bueno, casi todo su cuerpo.

Por el agujero que dejaba una cremallera abierta en la parte frontal del traje salía algo que no estaba cubierto.

Rob no había visto a muchos tíos desnudos. Sólo tenía diecisiete años. Si a uno le podía la curiosidad y en el vestuario del gimnasio se le iba demasiado la vista, podía llevarse una paliza. Pero incluso para el ojo inexperto de Rob, la de aquel tipo parecía exageradamente grande. Desproporcionada para cualquier ser humano, más todavía para alguien de aspecto desnutrido.

El pirado se acercó a ellos con un objeto en cada mano y la polla bamboleándose ligeramente a cada paso. Rob giró el cuello para intentar ver mejor… oh, mierda, ¿y si era una pistola?

El hombre abrió la cremallera que le tapaba la boca tras dejar los objetos en el suelo, frente a ellos. Una escoba. Un bate de béisbol.

Luego se incorporó de nuevo y empezó a masturbarse, a masajearse hasta alcanzar una erección total.

—¿Qué nos vas a hacer? —preguntó Rob, lamentando de inmediato las palabras que acababan de salir de su boca.

—Creo que ya sabéis lo que os voy a hacer —respondió el pirado—. Pero quiero ofreceros varias opciones. Son… yo. El mango de la escoba. O el bate de béisbol. Vosotros decidís. Por quién o por qué. ¿O preferís que decida yo?

Rob bajó la mirada. Resultó que la polla del tío también estaba envuelta en el plástico blanco. Estaba tan apretado que podía verle las venas. Joder. ¿Qué coño estaba pasando? ¿Y de qué opciones hablaba? Por quién o por qué… «Oh, Dios, sácanos de aquí. Que alguien nos oiga y nos saque de aquí…».

—¿Qué haces, tío? —exclamó Chris—. No te hemos hecho nada.

—Me mide 25 centímetros en completa erección. El mango de la escoba tiene 90 de largo y 5 de ancho. El bate, sólo 75 de largo, pero tiene un diámetro de 15 centímetros. No os preocupéis. Dispongo de ciertas herramientas en caso de que necesitéis asistencia.

¿Herramientas? ¿Quién era aquel tipo?

—Si no os podéis decidir —dijo Sqweegel reprendiéndolos—, lo haré yo por vosotros.

Rob se odió a sí mismo por la respuesta que casi escupió, pero sabía que debía escoger primero, antes de que lo hicieran los otros.

Intentó desconectar su cerebro de todo lo que sucedió a continuación. De los alaridos de Chris y Tom, que enseguida se dieron cuenta de lo que les había hecho. Del tacto de las frías manos enguantadas del pirado en sus caderas. Del asqueroso aliento sobre su hombro. De los gruñidos. Al cabo de un rato, empezó a imaginar que su cuerpo se partía por la mitad hasta la altura de su palpitante y maltrecho pecho.

Tras un rato más de interminable agonía, el pirado se detuvo. Rob oyó cómo se frotaba las manos.

—Ahora que ya hemos entrado en calor —dijo el monstruo—, podemos empezar a pasárnoslo bien de verdad.

Y reanudó el suplicio.

Parecía que no fuera a terminar nunca…

Sqweegel dejó al primer muchacho —Rob— en el suelo y observó que estaba en estado de shock. Era una lección que nunca olvidaría, y Sqweegel estaba orgulloso de haber sido él quien se la diera.

—Ahora vosotros dos. ¿Quién quiere qué?

Los dos muchachos se retorcieron sobre el suelo del calabozo como gusanos recién nacidos. Dos objetos blancos, pálidos y sin extremidades arrastrándose por la mazmorra para intentar evitar un destino ineludible.

—Supongo que me dejáis la decisión a mí.

Rob cerró los ojos con fuerza y le rogó a Dios con todas sus fuerzas que aquello sólo fuera la peor pesadilla que hubiera tenido nunca y que lo despertara cuanto antes.

Pero, claro está, no lo hizo.

Capítulo 48

Instituto Hancock Park

Jueves, 15.00 horas

El timbre de salida sonó.

Algunos estudiantes habían convertido la hora de salida en toda una ciencia: procuraban cerrar sus taquillas, si era estrictamente necesario, y llegar a la puerta más cercana en el menor tiempo posible. El último en llegar a los autobuses era un pringado.

Ellos fueron los primeros en ver a los tres muchachos. Desnudos, atados y amordazados en las escaleras de la entrada principal.

Al principio pensaron que se trataba de una broma. Una especie de novatada para joder y avergonzar a los de primer año delante de todo el instituto.

Pero cuando más alumnos empezaron a amontonarse a su alrededor, alguien señaló los cuerpos y se puso a gritar. Sangre. Estaban rodeados por un charco de sangre, y se retorcían, y temblaban, y gritaban con los ojos.

Hospital Médico Socha

Riggins estaba en el pasillo, a la espera de que los médicos terminaran. Habían trasladado a los chicos allí, al hospital que quedaba más cerca.

Los muchachos habían desaparecido la noche anterior. Riggins era incapaz de imaginarse lo que les debía de estar pasando por la cabeza a sus padres en aquellos momentos. Supuso que habrían estado despiertos toda la noche, rezando, ofreciéndole tratos a Dios para que les devolvieran a sus hijos sanos y salvos, fuera como fuera; daba igual; harían cualquier cosa.

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