El sacerdote que tenía el otro extintor todavía no había conseguido hilar todo lo ocurrido, vió la tremenda explosión, vió los cuerpos de sus hermanos consumidos por una ardiente furia blanca. Pero, en una fracción de segundo, supuso que se trataba de una fuga de gas. O de una bomba.
No había razón alguna para sospechar del extintor que tenía entre las manos, y que, para él, era lo único que podía salvar las vidas de sus colegas. Gritando, tiró del cierre de seguridad y corrió hacia el primer cuerpo en llamas que encontró. Accionó el gatillo mientras intentaba recitar una oración al mismo tiempo.
Nada más decir «Padre nuestro que estás en el cielo», explotó. La cabeza y los hombros salieron disparados hacia el cielo mientras que su torso salió despedido hacia la nave.
Sqweegel lo contemplaba todo a seis metros de altura. Sentía el calor en el rostro, limpiándoselo. La dulce fragancia de la carne ardiendo penetraba en su piel.
Oh, aquello era mejor de lo que había imaginado.
Observó cómo los dos sacerdotes restantes —a quienes la piel todavía no se les había fundido con los huesos— intentaban encontrar la salida. Oh, era increíble, la lógica se desmoronaba bajo aquella presión. El pánico se hacía con el control.
Inmediatamente, se dirigieron corriendo hacia la entrada principal. Tenía sentido, claro está. ¿Por qué iban a deshacer todo el camino hasta el altar, atravesar la sacristía, bajar un tramo de escaleras y, finalmente, cruzar el vestíbulo de la rectoría para salir por la puerta lateral? ¿Por qué no utilizar la salida que estaba a unos cuantos metros?
Pues porque las puertas principales estaban cerradas con cadenas industriales; por eso.
Sqweegel las había colocado justo después de que Dark se marchara.
Y en aquellos momentos era cuando la lógica se venía abajo por completo. Un tirón y deberían ser capaces de comprender que las puertas no se abrirían. Oirían el ruido de las cadenas, el sordo golpeteo de los eslabones contra la madera, y se darían cuenta: «Vale, las puertas están cerradas con cadenas. Busquemos otra salida».
Pero aquellos sacerdotes estaban demasiado aterrados como para hacer aquella simple deducción. Se limitaron a tirar de las puertas aullando mientras las gruesas cadenas golpeaban contra la madera. Como si Dios fuera a interpretar sus alaridos como una oración y una petición de intervención divina. Un pequeño toque celestial, y las cadenas desaparecerían.
Dios, sin embargo, no lo oyó. O quizá rechazó su petición. Porque las cadenas siguieron atadas alrededor de los ornamentados tiradores metálicos sin ceder lo más mínimo.
Y, para cuando los dos sacerdotes restantes se dieron cuenta de su error y corrieron hacia la otra salida de la iglesia, ya era demasiado tarde.
Sqweegel se alejó del edificio murmurando para sí.
«El infierno abrió sus fauces.
»Y sus fuegos eran feroces».
Hospital Médico Socha
23.31 horas
Tal como había prometido, Riggins continuaba sentado en la luminosa sala de espera en atenta vigilia. Dark se sentó a su lado y apoyó la frente sobre la punta de los dedos.
—¿Alguna noticia? —preguntó.
—No. Todavía la están operando. El médico ha salido un momento, pero no ha querido hablar conmigo. Deja que lo llame otra vez.
—Está bien.
—Ah, también ha llamado Wycoff preguntando por qué no hemos atrapado todavía a Sqweegel, ahora que ya contamos con tu ayuda. Joder, cómo me gustaría pillar a ese déspota de mierda a solas durante unos cuantos minutos…
—Ignóralo —dijo Dark—. Hemos de concentrarnos en la misión.
—Bueno, tú puedes ignorarlo. Yo tengo que soportar sus llamadas a cada hora.
Dark se reclinó. En la sala de espera no había cambiado nada. Las mismas caras. La misma pila de revistas de cotilleos sin leer. El mismo cóctel de sudor, café requemado y desesperación. El mismo televisor, sintonizado en el mismo canal… que ahora emitía las noticias locales de las once.
Lo primero que captó su atención fue el bloque de texto blanco al pie de la pantalla.
IGLESIA METODISTA UNIDA DE HOLLYWOOD
Luego las palabras del jefe de policía de North Hollywood a través de un micrófono de la KCAL9:
«… sabemos que seis personas han muerto dentro. El Departamento de bomberos dice que las puertas estaban cerradas. Sí, puede que haya habido muchos robos en la zona, pero en vez de mantener a los malos fuera, las cadenas han dejado a los buenos atrapados dentro».
Dark no entendía nada. Acababa de estar allí. ¿Cuánto se tardaba en llegar de la iglesia a Socha? ¿Veinte minutos a aquellas horas de la noche? ¿Media hora, como mucho?
—En directo desde North Hollywood, esto es…
La BlackBerry de Dark emitió un pitido. La sacó del bolsillo y desplazó el cursor hacia abajo. Un mensaje nuevo. Presionó el botón y se le heló la sangre.
Para recibir un mensaje de Sqweegel,
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crossout
Hospital Médico Socha/Unidad de Cuidados Intensivos
Jueves/00.09 horas
Dark observaba cómo las máquinas pitaban y vibraban, monitorizaban e inyectaban, calculaban y mostraban. Hacían su trabajo con eficiencia, desapasionada y mecánicamente. Su función era mantener con vida a su amada.
A veces Dark deseaba poder ser una máquina. En ese caso su día tan sólo consistiría en desempeñar tareas básicas, sin que las emociones enturbiaran sus rutinas diarias. Haría su trabajo; comería y ejercitaría su cuerpo hasta que, al final, se estropeara. Y tampoco entonces ocurriría nada, pues cada día nacían máquinas nuevas. Él no tendría mayor importancia. No en el gran esquema de la vida.
Pero entonces pensaba en Sibby y recordaba que sólo con ella podía relajarse, permitirse sentir de nuevo. Y lo bien que eso lo hacía sentir. Se acordaba de que la vida era algo más que una serie de funciones básicas llevadas a cabo por piezas anónimas en una maquinaria demasiado grande para ser abarcada. Sin ella… Bueno, sin ella Dark sabía que volvería a transformarse en poco más que una máquina.
El cirujano jefe, un tipo fornido y de manos extrañamente delgadas, interrumpió sus pensamientos al llamar a la puerta.
—¿Señor Dark?
—Sí —respondió. Bajó la mirada y se dio cuenta de que estaba aferrado a los dedos de Sibby. Eran lo único a lo que podía aferrarse por culpa de las agujas que tenía clavadas en los dorsos de ambas manos.
Una hora antes, en la sala de espera, el mismo cirujano le había dicho que la operación había sido un «éxito». En cierto modo, la palabra estaba fuera de lugar en aquel contexto. El doctor le explicó que habían conseguido detener la hemorragia interna de Sibby y que el bebé se encontraba estable… al menos por el momento. Sin embargo, había otro problema que estaban monitorizando: la acumulación de una sustancia tóxica en la sangre. Sabrían algo más después de hacerle algunas pruebas. Hasta entonces, le dijo a Dark, había que esperar y rezar.
¿Cómo esos sacerdotes de la iglesia? ¿Acaso habían muerto porque Dark hubiera escogido aquel lugar para pasar unos minutos en paz?
¿Acaso había estado Sqweegel observándolo desde el interior de la iglesia, como hizo en Roma, a la espera de que se marchara? ¿O quizá había permanecido escondido en algún otro lado y había provocado el fuego a distancia? Luego habría tachado otra línea más de su enfermiza cancioncilla:
Seis al día se freirán.
Y ahora el cirujano había regresado, sobresaltando a Dark, que estaba ensimismado en sus pensamientos.
—Acabamos de recibir los resultados del análisis de sangre del laboratorio —le dijo—. El hígado de Sibby no funciona bien.
—¿Cómo?
—Creemos que ha quedado dañado tras el accidente.
Dark bajó la mirada hacia su esposa, que tenía los ojos cerrados y estaba rodeada de tubos, y cintas adhesivas, y máquinas.
—En circunstancias normales —prosiguió el cirujano—, preferiríamos provocar inmediatamente el parto; Sibby ya casi ha salido de cuentas y el bebé tendría muchas oportunidades de sobrevivir fuera del útero. Pero realizar ahora una cesárea es impensable. Si el hígado no funciona bien, el cuerpo no puede afrontar el estrés de una operación. Habría un altísimo riesgo de que la madre muriera desangrada.
—¿Cuáles son las opciones? —preguntó Dark.
—No hay muchas buenas, me temo —respondió el doctor—. El tiempo apremia. Podríamos hacer una cesárea seguida de un trasplante de hígado; eso si tuviéramos la suerte de encontrar un donante a tiempo. Déjeme subrayar que se trata de un procedimiento muy complicado que no se realiza con demasiada frecuencia.
—¿Y las veces que se ha realizado…?
El cirujano agachó la cabeza.
—Es raro que tenga éxito.
Dark miró el rostro inconsciente de Sibby. Sabía lo que ella diría: que salvara al bebé y se olvidara de ella; el bebé era lo único que importaba.
Pero él no pensaba hacer eso. Especialmente si existía la posibilidad de que Sibby pudiera plantarle cara a la situación por sí misma. El médico no había indicado que existiera aquella posibilidad. Pero él no la conocía y no sabía lo luchadora que era.
—¿La pongo en la lista de trasplantes urgentes? —preguntó el cirujano—. Si queremos intentarlo, debe figurar en esa lista cuanto antes.
—¿Cuánto le queda? —quiso saber Dark.
—Tenemos unas setenta y dos horas. Siempre que no se ponga de parto antes.
—Póngala en la lista —dijo Dark. Y con eso, el cirujano asintió y salió de la UCI.
Dark volvió a observar las máquinas que cuidaban de Sibby. Nunca tenían que tomar decisiones así de difíciles. Para ellas, todo eran unos y ceros, simples cálculos sin peso moral o emocional alguno. Una máquina nunca se vería obligada a elegir entre el amor de su vida y un hijo que todavía no había nacido.
Pero basta ya de máquinas. Tenía que averiguar lo que Sibby quería. Dark volvió a cogerle los dedos y se los acarició suavemente. Su piel estaba suave y aterradoramente fría.
—Eh —dijo en voz baja—. Soy yo. Sólo tengo unos minutos, así que… quiero darte las gracias. Gracias por hacerme el hombre más feliz del mundo. Nada de esto es culpa tuya. Construimos una hermosa vida juntos. Vamos a tener un bebé maravilloso. Vamos a superar esto. Y yo voy a hacer todo lo que pueda para compensarte.
Dark se quedó un momento callado para ordenar sus pensamientos.
—Te quiero. Eres lo único por lo que merece la pena morir. Y lo sé porque eres la única razón por la que vivo.
Sibby estaba ahí y podía oír a Steve. Era frustrante porque no podía moverse. No sabía exactamente dónde se encontraba. Ni siquiera sabía dónde tenía el brazo para intentar moverlo.
«… sólo tengo unos minutos, así que…».
Oyó cómo Steve se esforzaba por encontrar las palabras, y se imaginaba la cara que debía de estar poniendo. Abriendo y cerrando la boca. Moviendo los ojos de un lado a otro. Asustado de decir algo equivocado. Todavía era muy cauto con todo lo que tenía que ver con ella, y Sibby nunca lo había entendido. Le daban ganas de gritarle: Steve, tú nunca podrías decir nada equivocado. Tú sólo háblame.
Pero ella también estaba desesperada por decirle algo a él.
Ayúdame a despertarme.
Necesito contarte lo de los mensajes de mi Jesús, y todo lo demás con lo que no quería preocuparte… Ahora por fin lo entiendo; ahora me doy cuenta de que no debería habérmelo callado.
Probablemente estés preocupado, preguntándote qué ha sucedido en la autopista y Dios me está reconcomiendo. Yo sí sé de qué va todo esto. Alguien va a por mí, y yo he sido demasiado obstinada como para contártelo.
Y finalmente me ha atrapado, y también a nuestro hijo…
Hancock Park, Los Ángeles
Sqweegel hacía tiempo en el aparcamiento de un pequeño supermercado acariciando el volante con los dedos. El látex que los recubría se adhería al plástico unos breves instantes antes de despegarse del todo. El anterior dueño del vehículo —que ahora ya era suyo— debía de atiborrarse con hamburguesas y de chuparse los dedos mientras conducía, porque el volante estaba cubierto de una capa de grasa de carne. Cuando Sqweegel quemara el vehículo en algún descampado, lo liberaría de toda aquella porquería. Al igual que iba a liberar a los chavales.
Los cuatro llevaban media hora intentando conseguir cerveza sin éxito. Los tipos que se habían acercado al 7-Eleven para comprar cigarrillos, o agua, o leche, o su propia cerveza, eran unos capullos estirados que evitaban por completo el contacto visual. Nadie permanecía demasiado tiempo aparcado allí, a excepción del maltrecho Pinto que había en la última plaza de la izquierda. Quizá el idiota había aparcado y luego se había quedado dormido. O quizá ya había bebido demasiada cerveza y había perdido el conocimiento cuando se dirigía a comprar más. Cabrón.
Rob dio un salto con el monopatín, luego dejó que se deslizara por el borde de la acera. Cada vez estaba más aburrido. Si querían sentarse y no hacer nada, podrían haberse quedado en casa.
Finalmente, Rick dijo que ya había tenido suficiente, que aquello era un coñazo y que se iba de allí. Chocó el puño con los otros tres muchachos y se marchó hacia casa sobre el monopatín.
Los otros lo llamaron mariquita, pero tampoco ellos tardarían demasiado en marcharse, ¿a quién pretendían engañar?
Rob volvió a saltar con el monopatín. Gran error.
Pero entonces la puerta del Pinto se abrió por fin, y una esbelta figura bajó de él. Un gilipollas que iba a lo Michael Jackson, con la capucha puesta y la cara cubierta. De hecho, podría tratarse del mismísimo Jackson. Quizá había ido a Hancock Park en busca de nuevos amigos. Quizá quería invitarlos a Neverland para jugar con Bubbles y beber batidos de chocolate. Y ellos le dirían a MJ, a la mierda los batidos, tío: queremos cerveza.
Pero no era Michael Jackson, claro está.
Aun así, tal vez valiera la pena intentarlo. Con los pirados, los yonquis y los porreros siempre valía la pena intentarlo. Eran almas gemelas. Personas a las que el mundo prefería ignorar hasta que crecieran, dejaran las drogas, estuvieran sobrias, o lo que fuera.
Rob fue el primero en acercarse. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y recorrió la acera pisando los cristales rotos, como si le importaran una mierda.