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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26 (20 page)

Capítulo 56

Hospital Médico Socha

21.00 horas, horario del Pacífico

Riggins estaba en la sala de espera del hospital, con una taza de café en las manos y una libreta y un bolígrafo en el regazo. Acababa de realizar una serie de llamadas que habían despertado al menos a dos docenas de personas en la Costa Este. Que se jodiéran. Aquélla era la naturaleza de la bestia. Y el trabajo de Casos especiales iba a volverse mucho más caótico en las próximas doce horas. Tendrían que aprender a sobrellevarlo.

Al menos Wycoff parecía satisfecho por el momento. La movilización era algo que hasta la mente del secretario de defensa podía comprender. «Por fin —le había comentado burlonamente Wycoff—. Hace horas que debería haber hecho venir a todo el mundo».

Dark entró en la sala y se sentó a su lado. Riggins lo miró de arriba abajo y negó con la cabeza.

—No te has duchado, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Qué parte de «Ve a casa y date una ducha» no has entendido?

—¿Alguna novedad sobre Sibby?

—Nada. Hace un rato he arrinconado a una enfermera. Me ha dicho que en cuanto supiera algo me lo haría saber.

—Gracias.

—No tienes que dármelas.

Los dos hombres permanecieron sentados en silencio, fingiendo que miraban la misma mancha de la pared que tenían enfrente. Sus cerebros, sin embargo, seguían funcionando a mil por hora, dándole vueltas al caso.

—Deja que te pregunte algo —dijo Dark finalmente.

—¿Qué?

—¿Por qué se interesa tanto por mí este cabrón dos años más tarde?

Riggins suspiró.

—Lo he pensado mucho. Ya sabes lo que digo siempre: la única respuesta correcta es la más sencilla.

—Sí. ¿Y cuál es la respuesta más sencilla?

—Lo acabas de decir: hace dos años llevabas el caso —respondió Riggins—. Te retiraste… lo dejaste… lo que sea. Creo que te echa de menos. Se ha dado cuenta de lo mucho que se divertía contigo. Y ahora quiere que vuelvas a jugar con él.

—Pero Sqweegel fue quien me echó del juego.

—Quizá pensaba que conseguiría el efecto contrario. Creía que al hacer lo que hizo tú… intensificarías la cacería.

Dark negó con la cabeza.

—Sigue sin tener sentido. Cientos de investigadores han ido tras Sqweegel. ¿Por qué a mí me dedica tanto tiempo? ¿Por qué echarme del caso para luego hacerme volver? No tengo nada de especial.

—Estuviste a punto de atraparlo.

—Quizá. No tenemos pruebas.

—Has sido el único que lo ha visto, y creo que eso lo puso nervioso. Lo de ahora vendría a ser un berrinche infantil para intentar llamar tu atención.

—Y sabe exactamente cómo hacerlo.

Riggins se volvió hacia él con una expresión de confusión en el rostro.

—¿Qué quieres decir?

Mientras Dark le explicaba a Riggins lo que había visto en las grabaciones de las cámaras de seguridad, el agente miraba inexpresivamente su café, que ahora le parecía una taza de cartón llena de mierda líquida. Escuchó la desapasionada narración de Dark acerca de lo que Sqweegel le había hecho a su esposa embarazada.

«Qué hijo de puta», pensó Riggins. Y luego había escrito aquello en el espejo del cuarto de baño con su…

Por el amor de Dios.

Sólo de pensar que aquel pirado pudiera hacerles algo así a sus hijas —qué diablos, incluso a sus ex mujeres— lo volvía loco de ira. Le sorprendía ver lo bien que lo llevaba Dark. Analizaba el caso racionalmente. Con calma. Como si no tuviera un componente personal. Joder, si le hubiera pasado a Riggins, ya estaría borracho y rajando sobre cómo pintaría las paredes con la sangre del monstruo.

Pero así era como funcionaba Dark.

Quizá por eso Sqweegel quería que jugara de nuevo con él. Los agentes que se venían abajo al menor indicio de presión no debían de resultarle muy divertidos a un monstruo profesional como él. Tal vez quisiera jugar con alguien más resistente. Que pudiera adoptar una actitud así de paciente y, de algún modo, seguir adelante.

Pero Riggins no se lo iba a contar a Dark.

La BlackBerry de alguien sonó. Riggins se palpó los pantalones: no era la suya. Era la de Dark.

Éste cogió su teléfono y miró la pantalla. Tenía un mensaje de texto nuevo.

Para recibir un e-mail de un «amigo»,

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e introduce la siguiente clave:
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Capítulo 57

11000 de Wilshire Boulevard

Viernes/02.00 horas

Desde que se creó a finales de los ochenta, Casos especiales no se había movido nunca de su central de Quantico, Virginia.

Hasta que Riggins hizo unas cuantas llamadas desde la sala de espera del Hospital Médico Socha.

Horas después, la agente especial Constance Brielle se encontraba en un avión de camino a Los Ángeles junto con una docena de colegas, desde analistas forenses a técnicos informáticos, pasando por otros agentes. Al principio, le había preguntado a Riggins que si estaba de broma. Él le aseguró que no. Luego le sugirió: «¿No sería más fácil que fueras tú quien se trasladara a Quantico?». Riggins le aseguró que no.

—¿Qué sucede, Tom? —le preguntó ella—. En serio.

—Rima con
beagle
—le contestó él—. Ahora llama a la compañía aérea y ven aquí.

A Constance le hubiera encantado oír las llamadas de Riggins a sus superiores del Departamento de Justicia para ver cómo se les podía convencer de que trasladaran temporalmente una organización como Casos especiales a la otra punta del país.

Hacía tres días que no veía a Riggins, desde la desastrosa teleconferencia con el secretario de Defensa, Robert Dohman y el resto de la comunidad internacional de la lucha contra el crimen. Aquella noche, Riggins había desaparecido, dejando únicamente un escueto e-mail: «Constance: Volveré en unos días. Cuida de los incompetentes. Riggins»; y una pila de expedientes sobre su escritorio.

Ni una sola pista de adonde había ido. Ni de por qué.

Pero todo había cambiado cuando Riggins la había llamado aquella tarde y le había dicho que se uniera al equipo que ya se estaba preparando para viajar a Los Ángeles. Saldrían en una hora.

Y ahora se encontraba en el Edificio Federal del 11000 de Wilshire Boulevard, un inmueble encajonado entre Beverly Hills y las rampas de hormigón que conducían a la 405. Riggins había organizado allí una burda imitación de la sala de operaciones que tenían en Virginia. Más tarde, Constance descubriría que aquellas salas eran una área de tecnología punta destinada a impresionar a la gente de Hollywood y a los dignatarios extranjeros que querían hacer una visita al cuartel del mundialmente famoso FBI. Resultaría embarazoso enseñarles los verdaderos escritorios, con los teléfonos rotos y los ordenadores renqueantes con sistemas operativos desfasados desde hacía al menos seis años.

De nuevo, Constance se maravilló de lo que Riggins había conseguido con unas cuantas llamadas.

El centro de la nueva sala de operaciones estaba ocupado por una enorme pantalla LCD junto a un panel de control último modelo. Estaban conectados a los ordenadores de Quantico por medio del encriptado y la ciberseguridad más potentes que pudieron conseguir. Hasta olía como un coche nuevo.

Constance terminó de comprender la razón del traslado cuando vió quién estaba sentado ante el control. «Steve Dark».

No le pides a Mahoma que vaya a la montaña; traes la montaña a Mahoma. Sobre todo si Mahoma se retiró del caso tras el asesinato de toda su familia adoptiva.

Riggins la saludó con un movimiento de cabeza.

—Me alegro de que hayas podido venir, Constance.

—Claro, Tom. —¿Es que acaso había tenido otra opción?

Lentamente, Dark giró su silla y luego volvió la cabeza para mirarla. Tenía una extraña expresión en el rostro, como si le costara reconocerla. «Vamos, Dark —pensó ella—. No ha pasado tanto tiempo». No era desprecio, ni rabia, ni culpa, ni sorpresa. Nada. Era como si Dark flotara en un plano de existencia distinto al de todos los demás y le costara cierto esfuerzo regresar a la normalidad.

—Hola, Constance —le dijo, impasible.

—Lo siento mucho, Steve —dijo ella—. ¿Cómo está Sibby?

—Su situación sigue siendo crítica.

—Oh —Constance vaciló nerviosamente un momento. Intentó pensar en algo reconfortante que decirle a Dark, algo que lo consolara, que lo hiciera abrirse a ella, aunque sólo fuera por un segundo. En vez de eso, se oyó repetir las palabras:

—Lo siento mucho.

Y así era.

¿Se había percatado Riggins de aquello? Ella esperaba que no, aunque a veces era difícil de saber con Riggins. En algunas ocasiones parecía no estar prestando atención, pero luego Constance descubría que recordaba todas y cada una de las palabras que había oído con la precisión de un taquígrafo judicial.

Constance intentó concentrarse en el caso, no en Dark. En tan sólo unos días, Sqweegel había intensificado sus actividades criminales, lo cual era bastante atípico. Y aún más, había decidido centrarse en una única área geográfica —la zona metropolitana de Los Ángeles—, algo que tampoco contaba con precedentes.

Pero estaban tratando con un nuevo tipo de asesino, se recordó a sí misma Constance. Ella se había pasado días y noches pensando acerca de niveles 24 o 25. Éste, en cambio, era una nueva clase de bestia. Los viejos criterios no se le podían aplicar.

También le costaba separar el caso del propio Dark. Él era el Holmes del doctor Moriarty de Sqweegel; la frustrada detención en Roma había sido lo más cerca del monstruo que nadie había llegado a estar. Y ahora, de repente, Dark volvía a estar involucrado en el caso.

¿Cómo había sucedido aquello? La última vez que vió a Dark, éste se lo había dejado perfectamente claro: se había terminado. No había vuelta atrás. Ya no quería saber nada más.

¿Y cómo había pasado Riggins del «No, nunca, ni de coña» al «Oh, Constance, te acuerdas de Steve, ¿verdad?»

Decidió que lo pensaría más tarde. Ahora observó por encima del hombro de Dark lo que éste tecleaba:

asesinato caballos policía montada

Dark escogió el primer enlace que apareció. Era un artículo de The New York Times titulado «Viuda del 11-S dona caballos a la Policía Montada de Nueva York».

—¿Caballos?

—Ha matado a cinco —dijo Dark—. Les dio de comer zanahorias, y luego los disparó a quemarropa. Uno a uno, en sus cuadras.

—Dios mío. ¿Seguro que ha sido él?

—Más o menos, nos lo ha dicho él mismo.

Dark le contó entonces lo de la cancioncilla asesina. Constance se centró directamente en la quinta línea:

Cinco al día por qué se preguntarán.

Cinco caballos que no tenían ni idea de por qué los estaban matando. ¿Era eso lo que quería decir?

—¿Se lo preguntan los caballos? —inquirió Constance—. ¿O acaso se refiere a nosotros?

—Con Sqweegel nunca hay nada claro —respondió Dark—. Siempre hay un significado oculto tras el significado.

Entonces Dark le mostró la noticia que les había enviado Sqweegel y Constance la leyó por encima. Siempre había sido una lectora rápida. Aquello, junto con una memoria similar a la de un disco duro flash, le había permitido sobresalir tanto en la universidad como en la escuela de posgrado. De pequeña solían llamarla «genio». Pero para Constance se trataba tan sólo de la habilidad de recordar cualquier dato que hubiera leído u oído previamente. Tenía muy buena memoria, nada más. Los ordenadores hacían lo mismo. Sin embargo, todo el mundo parecía fijarse en eso, no en sus otras habilidades como policía.

El verdadero genio consistía en la capacidad de tomar aquellos mismos datos y ver las conexiones ocultas entre ellos. A Constance se le solía dar bastante bien, pero nadie parecía advertirlo.

En esta historia, sin embargo, no veía ninguna conexión obvia. Le parecía un acto de vandalismo extremadamente cruel, de destrucción de propiedad municipal. Por supuesto, los neoyorquinos no lo veían así. La noticia había aparecido en todos los periódicos locales, que lamentaban la pérdida de los cinco miembros del cuerpo de policía de Nueva York publicando fotografías en blanco y negro de sus jinetes, uniformados y sollozando abiertamente, apenas una hora después de que se descubrieran los cuerpos de los caballos. Los había encontrado el encargado de mantenimiento.

—La pregunta es: ¿por qué ha matado a los caballos? —dijo Dark—. Todo lo que Sqweegel hace es simbólico. ¿Qué está intentando decirnos?

—No lo sé —respondió Constance—. ¿Qué hicieron mal las viudas? Sólo intentaban convertir su pérdida en algo positivo.

—No encaja con el
modus operandi
de Sqweegel.

—¿Tiene un
modus operandi
?

Dark se volvió hacia ella para mirarla.

—Oh. Claro que sí.

Capítulo 58

A Riggins, mientras tanto, le costaba concentrarse en los caballos cuando sabía que el Air Force Two llegaría en cuestión de horas. Y, con él, el rey de los gilipollas, Norman Wycoff.

Había creído que la movilización de Casos especiales —la élite de los equipos de lucha contra el crimen del país— tranquilizaría a aquel hijo de puta.

No lo había hecho.

El mensaje del Pentágono había sido lacónico… y extraño. Wycoff viajaba a Los Ángeles para entregarle personalmente una prueba encontrada en el apartamento de la madre adolescente asesinada, de la que Riggins tan sólo tenía conocimiento gracias a Dark. Wycoff no había querido decirle de qué tipo de prueba se trataba. Pero estaba claro que era demasiado importante para dejarla en manos de FedEx o incluso de un subsecretario de Defensa.

Había una «novedad», le había dicho Wycoff.

El suspense estaba matando a Riggins.

Aunque, francamente, también le preocupaba que Wycoff y sus tontainas fueran allí, a meter las narices en el caso. Al director del Departamento de Defensa ya no le bastaba con esperar los resultados tranquilamente en Washington. No, ahora cuestionaría cada decisión que tomaran en la operación, algo que, sin duda, los ayudaría enormemente a capturar a aquel psicópata… Riggins había creído que podría evitar aquel tipo de supervisión asfixiante al trasladar Casos especiales a Los Ángeles. Pero se había equivocado.

Todavía peor: si Dark estaba en lo cierto, ahora Sqweegel había pasado a la Costa Este.

Dark se volvió hacia Constance. Detrás de ella, parpadeaban los monitores de la sala de operaciones. Cuando todavía trabajaba en Casos especiales, él había asumido el papel de mentor de aquella mujer. Bueno, puede que asumir no fuera la palabra; en cierto modo, Constance lo había obligado a ello.

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