Nivel 5 (45 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Todo sería más fácil de lo que había imaginado. Alcanzaría a Carson hacia la salida del sol. Con el rifle Holland Holland podría abatirlo desde cuatrocientos metros. El hombre estaría muerto incluso antes de oír el disparo. No habría ninguna confrontación final, ningún ruego desesperado. Sólo un tiro limpio desde casi medio kilómetro de distancia, y luego otro, destinado a aquella zorra. Luego se vería libre para encontrar lo único que tenía algún significado para él: el oro de Monte Dragón.

Efectuó una vez más los cálculos. Los había hecho innumerables veces y le resultaban cómodos y familiares. La cantidad de oro que podía transportarse en una mula de tiro oscilaba entre los 80 y los 110 kilos, según la mula. En cualquier caso, aquello representaba más de un millón de pavos. Pero, probablemente, el oro en barras estaría grabado con la acuñación de la Nueva España anterior a la rebelión. Eso haría que su valor fuera diez veces superior, o más.

Ahora se veía libre de Monte Dragón, libre de Scopes. En su camino sólo se interponía Carson, aquel traidor en la oscuridad, aquel ladrón furtivo. Y una bala se encargaría de solucionar eso.

Hacia las tres de la madrugada aumentó la intensidad del aire. Carson y De Vaca llegaron a un altozano y descendieron hacia lo que parecía una cuenca ancha, con hierba. Habían transcurrido dos horas desde que dejaran atrás el resplandor de Monte Dragón en el horizonte, dirigiéndose al norte. No habían visto señales de luces tras ellos. Afortunadamente, los Hummers habían desaparecido.

Carson se detuvo. Desmontó y se inclinó para palpar las hojas de hierba. Grama de avena silvestre, con alto contenido proteínico; excelente para los caballos.

—Nos detendremos aquí durante un par de horas —dijo—. En cualquier caso, no llegaremos muy lejos a la luz del día sin encontrar un lugar donde ocultarnos. Pero tenemos que aprovechar este rocío. Le sorprendería saber la cantidad de agua que pueden ingerir los caballos al pastar la hierba húmeda por el rocío. No podemos dejar pasar esta oportunidad. Una hora pasada aquí nos permitirá recorrer unos quince kilómetros, o quizá más.

—Ah —exclamó Susana—. Un truco de ute, sin duda.

Carson se volvió hacia ella, en la oscuridad.

—No fue nada divertido la primera vez. Haber tenido una bisabuela ute no me convierte en un indio.

—En un nativo americano, querrá decir —fue la burlona respuesta.

—Por el amor de Dios, Susana, hasta los indios llegaron de Asia. Nadie es un «nativo americano».

—¿Detecto un tono defensivo en sus palabras,
cabrón
?

Carson la ignoró y quitó la rienda de mano del cabestro de
Roscoe
. Rodeó la pata delantera del caballo con la cuerda de algodón, hizo un nudo, dio dos fuertes tirones y la pasó alrededor de la otra pata, donde hizo un segundo nudo. Luego hizo lo mismo con el otro caballo. Después desató las cinchas del flanco y las hizo pasar por las anillas de los cabestros, de modo que los extremos quedaran juntos y sueltos.

—Es una forma muy inteligente de evitar que se escapen —comentó ella.

—La mejor forma.

—¿Para qué es la cincha?

—Escuche.

Guardaron silencio un momento. Cuando el caballo empezó a pastar, se oyó el débil sonido producido por las dos anillas de cada cincha, al chocar entre sí.

—Habitualmente llevo un cencerro —dijo Carson—. Pero esto funciona igual de bien. En el silencio de la noche se puede oír ese tintineo a trescientos metros de distancia. De otro modo, los caballos se desvanecerían en la oscuridad y no volveríamos a verlos.

Se sentó en la arena y esperó a que ella dijera algo más sobre los indios ute.

—¿Sabe una cosa,
cabrón
? —dijo ella—. Me sorprende usted un poco.

—¿Cómo es eso?

—Bueno, para empezar es la mejor persona con la que se podría cruzar Jornada del Muerto.

Carson parpadeó, sorprendido ante el cumplido, y por un momento se preguntó si lo habría dicho con tono sarcástico.

—Aún nos queda mucho camino que recorrer. Apenas hemos dejado atrás una quinta parte.

—Sí, pero es suficiente para que me haya dado cuenta. Sin usted a mi lado, yo no habría tenido ninguna posibilidad.

Carson no dijo nada. Seguía pensando que había menos de un 50 por ciento de posibilidades de que encontraran agua, lo que significaba una probabilidad de supervivencia equivalente.

—¿De modo que trabajó en un rancho de por aquí? — preguntó ella al cabo de un rato.

—En el Diamond Bar. Eso fue después de que embargaran el rancho de mi padre.

—¿Era grande?

—Vaya si lo era. Mi padre se creía un verdadero potentado, y se dedicó a comprar y vender ranchos, para luego volver a comprarlos, habitualmente con pérdidas. El banco embargó treinta y cinco kilómetros cuadrados de buena tierra que había pertenecido a mi familia desde hacía más de cien años. Además, obtuvo alquiler de pastos sobre seiscientos kilómetros cuadrados de malas tierras. Era una extensión desorbitada, pero la mayor parte de los terrenos estaban resecos. El imaginario ganado y caballos de mi padre no habrían podido sobrevivir en él.

Se tumbó de espaldas sobre la arena.

—Recuerdo que recorría las vallas a caballo cuando era un muchacho. Sólo la valla exterior tenía más de noventa kilómetros de longitud, y había otros trescientos kilómetros de valla interior. Mi hermano y yo tardábamos todo el verano en recorrer la valla a caballo, deteniéndonos para arreglarla allí donde estuviera estropeada. Maldita sea, aquello sí fue divertido. Cada uno tenía un caballo, más una mula de tiro para llevar el rollo de alambre, las estacas y los tensores, además de nuestros petates y algo de comida. Aquella condenada mula era una mezquina hija de su madre. Se llamaba
Bobb
, con dos bes.

De Vaca se echó a reír.

—Acampábamos a medida que avanzábamos. Por la noche, atábamos los caballos como acabo de hacer ahora y encontrábamos un lugar bajo donde extender los petates y encender una hoguera. El primer día siempre contábamos con un buen filete, que llevábamos congelado en las alforjas. Si no era demasiado grande, se había descongelado para la cena. A partir de ahí, dependíamos de las judías y el arroz. Después de la cena nos tumbábamos, cara a las estrellas y tomábamos café mientras la hoguera se iba apagando poco a poco.

Aquellos recuerdos parecían como un vago sueño de algo ocurrido hacía siglos. Sin embargo, las mismas estrellas que había contemplado cuando era un muchacho seguían estando allí, sobre su cabeza.

—Tuvo que haber sido realmente duro el hecho de perder el rancho —observó Susana.

—Creo que fue lo más duro que me ha ocurrido en mi vida. Todo mi cuerpo y mi alma formaban parte de esa tierra.

Carson sintió una punzada de sed. Tanteó con las manos sobre la arena y encontró un pequeño guijarro. Lo frotó contra los pantalones vaqueros y se lo metió en la boca.

—Me ha gustado la forma en que se ha librado de Nye y de esos pendejos de los Hummers —dijo Susana.

—Son idiotas —replicó Carson—. Nuestro verdadero enemigo es el desierto.

Aquel comentario le hizo pensar. Había sido fácil despistar a los Hummers, demasiado fácil. Ni siquiera habían apagado las luces mientras los perseguían. Tampoco se habían dividido para buscar las huellas cuando llegaron al borde del río de lava. En lugar de eso se habían dirigido en manada hacia el sur. Le sorprendía que Nye pudiera ser tan estúpido.

No. Nye no era tan estúpido.

Por primera vez Carson se preguntó si Nye iba con los Hummers. Cuanto más lo pensaba, menos probable le parecía. Pero si no se había puesto al frente de los Hummers, ¿dónde diablos estaba? ¿En Monte Dragón, tratando de controlar la crisis?

Se dio cuenta entonces, con un apagado y frío temor, de que Nye estaría en el desierto, tratando de darles caza. Y no sobre un ruidoso y desgarbado Hummer, sino sobre su gran caballo pinto.

Mierda. Debería haberse llevado aquel caballo, o haberle introducido al menos un clavo en la pezuña.

Maldijo su propia falta de previsión y miró de nuevo su reloj. Las tres y cuarenta y cinco.

Nye se detuvo y desmontó para examinar de cerca las huellas que se dirigían hacia el norte. Bajo el fuerte brillo amarillento de la linterna, observó los granos individuales de arena, de tamaño casi microscópico, apilados en los bordes de las huellas. Eran frescos y precarios, y aún no se habían visto perturbados por ninguna ráfaga de viento. Aquellas huellas no podían tener más de una hora. Carson avanzaba a trote lento, sin hacer nada por ocultarse o confundir el rastro. Nye calculó que los dos deberían estar a unos ocho kilómetros de distancia. Se detendrían y ocultarían en algún lugar a la salida del sol, donde pudieran dejar descansar a los caballos durante el calor del día.

Sería entonces cuando los atraparía.

Volvió a montar sobre
Muerto
y lo puso a trote rápido. El mejor momento para alcanzarlos sería justo al amanecer, antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta de que los seguían. Se detendría y esperaría a. que hubiera luz suficiente para efectuar un disparo. Su montura se estaba portando muy bien, un poco sudorosa por el ejercicio, pero nada más. Podía mantener este ritmo durante ochenta kilómetros más. Y aún le quedaban cincuenta litros de agua.

De repente oyó algo. Apagó rápidamente la linterna y se detuvo. Una suave brisa soplaba desde el sur, alejando el sonido de él. Tranquilizó al caballo y esperó. Transcurrieron cinco minutos, luego diez. La brisa cambió un poco y oyó voces que mantenían una discusión, y luego el débil tintineo de algo que sonaba como las anillas de una silla de montar.

Ya se habían detenido. Los muy idiotas se imaginaban que habían logrado despistar a sus perseguidores y que podían relajarse. Esperó en silencio. La voz, la otra voz, no dijo nada.

Nye desmontó y condujo el caballo de regreso por detrás de un suave altozano, donde se ocultaría y podría dejar pastar al caballo sin ser molestado. Luego se arrastró hacia el borde de la cuenca. Escuchó las voces que murmuraban, desde el fondo de la oscuridad, allá abajo.

Se tumbó sobre el estómago y calculó que debían de estar a unos trescientos metros. Ahora, las voces sonaban más claras. Si se acercaba unos metros incluso podría distinguir lo que decían. Quizá planeaban la forma de disponer del oro. De su oro. Pero no estaba dispuesto a permitir que su curiosidad lo estropeara todo.

Sin embargo, aunque lo vieran, ¿adonde iban a ir? En otro momento, incluso habría disfrutado alertándolos de su presencia. Naturalmente, habrían echado a correr enseguida, sin la menor posibilidad de retirar sus caballos. La caza habría resultado un buen deporte, aunque breve. No había mejor sitio para disparar que en un desierto abierto como aquél. Se diferenciaba muy poco de cazar íbex en el Hejaz. Sólo que un íbex se movía a una velocidad de setenta kilómetros por hora, y un ser humano sólo podía recorrer veinte como máximo.

Darle caza a aquel bastardo de Teece había demostrado ser un excelente deporte, mucho mejor de lo que hubiera imaginado. La tormenta de polvo había añadido un elemento de complicación muy interesante, y cuando dejó a
Muerto
sin jinete, en el camino que seguía el Hummer que se acercaba, le resultó más fácil ocultarse y engañar al inspector para que abandonara su vehículo por un momento. Y el propio Teece fue una sorpresa inesperada para él. Aquel tipo de aspecto escuálido demostró ser más resistente de lo que Nye preveía; se protegió en la tormenta, corrió y resistió hasta el final. Quizá había esperado una emboscada. En cualquier caso, no pudo saborear el temor a la muerte en sus ojos, y al final tampoco hubo súplicas de piedad. Ahora, aquel petimetre debilucho se encontraba a buen seguro, bajo varios pies de arena, a mayor profundidad de la que podía llegar el pico de un buitre o las garras de un coyote. Y los secretos tan suciamente robados habían quedado enterrados con él, y nunca llegarían a su destino.

Pero todo eso parecía haber sucedido hacía mucho tiempo, antes de que Carson escapara con sus conocimientos prohibidos. Con la explosión había quedado incinerado el último rastro de lealtad de Nye hacia GeneDyne, su ciega entrega a Scopes. Ahora, ya nada le distraía de sus propósitos.

Comprobó el reloj. Eran las tres cuarenta y cinco. Faltaba una hora para que aparecieran las primeras luces.

La GeneDyne de Boston, sede central de GeneDyne International, era un leviatán posmoderno que se elevaba sobre el paseo marítimo. Aunque el acuario de Boston se quejó amargamente por hallarse bajo su sombra durante la mayor parte del día, la torre de sesenta pisos de altura, hecha de granito negro y mármol italiano, fue considerada como uno de los diseños más elegantes de la ciudad. En los meses de verano su atrio se llenaba de turistas que se tomaban fotografías bajo el
Mezzoforte
de Calder, el móvil colgante más grande del mundo. Durante todo el año, excepto en los días más fríos, la gente formaba una fila delante de la fachada del edificio, con cámaras en la mano, para observar los chorros de las cinco fuentes que formaban un ballet complejo y computarizado.

Pero el mayor atractivo eran las pantallas de realidad virtual dispuestas a lo largo de los muros del vestíbulo público. Con cuatro metros de altura y mediante la utilización de un sistema exclusivo de imágenes de alta definición, los paneles mostraban las imágenes de diferentes sedes de la GeneDyne repartidas por todo el mundo: Londres, Bruselas, Nairobi, Budapest. Al combinarse, las imágenes formaban un paisaje enorme, sorprendente por su realismo. Puesto que todas las imágenes se controlaban por ordenadora, ninguna de ellas permanecía quieta: las ramas de los árboles se mecían en la brisa, delante de las instalaciones de investigación de Bruselas, y los autobuses de plataforma doble pasaban retumbando por delante de la oficina de Londres. Las nubes se desplazaban por los cielos que se iluminaban y oscurecían con el transcurso del día. Aquellas imágenes constituían la mejor publicidad de la defensa que hacía Scopes del uso de las nuevas tecnologías. Cuando se cambiaban los paisajes, el día 15 de cada mes, las emisoras locales nunca dejaban de informar sobre las novedades.

Desde su aparcamiento, en la carretera de acceso que se extendía a lo largo de la parte posterior de la torre, Levine asomó el cuello y levantó la cabeza hacia donde la fachada, que se elevaba recta, retrocedía de pronto en un laberinto de cubos, hacia la cumbre del edificio. Sabía que aquellos pisos superiores formaban el dominio personal de Scopes. Ninguna cámara había penetrado en ellos desde que
Vanity Fair
publicara una foto, cinco años atrás. En alguna parte del piso 60, más allá de las estaciones de seguridad y las cerraduras controladas por ordenador, estaría la famosa sala octogonal de Scopes.

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