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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No pidas sardina fuera de temporada (12 page)

—¡Vamos, anda! ¡Si se estaba escondiendo de ellos! ¿No te pidió que si venían el
Puti
y el
Piter
no les dijeras nada?

—Sí, me lo pidió.

—Y, tal vez, incluso vinieron a buscarle y tú les dijiste que no estaba…

—¡Mira, a mí no me vengas con problemas!

—dijo el camarero. Su mano buscaba algo bajo el mostrador, y yo adiviné que cogía el sobre de papel de embalar con la intención de dármelo y acabar de una vez. Pero aún no se decidía.

—Soy amigo suyo —insistí, para tranquilizarle y darle el último empujoncito—.

Hoy he ido con él en la misma ambulancia, cuando le han llevado al hospital. Y he estado hablando con su familia… ¿Piensas que le tenía miedo a su familia?

—No, a su familia no…

—Claro. Su propia hermana vino a traerle una caja envuelta en plástico, ¿te acuerdas?…

—Sí…

Yo estaba aprendiendo que la mejor manera de obtener información es decir todo lo que sabes. El camarero, que parecía desgraciado, iba tomándome confianza.

—Pues ya lo ves… Soy amigo de la familia… Cuando hablaba de «sus amigos» se refería a mí, de verdad… Ya te he dicho que ayer me llamó desde aquí…

Un poco aturdido, y temiendo que yo fuera a repetir todo lo que ya le había dicho, me interrumpió:

—Sí, ya lo sé, de las tres llamadas una era para ti… Ya lo sé… Toma.

Su mano emergió de debajo de la barra con el sobre de papel de embalar. Un sobre limpio, inmaculado, impecable, sin ninguna inscripción que indicara a quién iba dirigido. Yo también me estaba preguntando a quién se refería Elías con lo de

«mis amigos». Y también había otras cosas que me preocupaban.

—¿Tres llamadas? —dije.

—Sí. Tres llamadas —por fin, parecía que se decidía a hablar—. Me dio tanto la lata con lo de las tres llamadas… El teléfono lo tengo aquí, en la barra, ¿ves?… —hizo un inciso para referirse al sobre—. Venga, venga, esconde esto. Que no te lo vea el
Puti…

Metí el sobre dentro de la mochila Mistral, donde llevaba las cosas del cole.

Tenía muchas ganas de abrirlo, pero antes debía terminar mi conversación con aquel hombre. No quería cortarle, ahora que se estaba mostrando comunicativo.

—Está bien, está bien —dije—. Sigue. Tenía miedo de que le viese el
Puti,
¿verdad?

Asintió.

—… Así es. Como el teléfono está aquí fuera, tengo que hacer unas peripecias tremebundas agachado bajo la barra, y cosas por el estilo…

—¿Y no sabes a quién llamó?

Yo recordaba la sensación de pánico que le había notado a Elías cuando le descubrí que llamaba desde
La Tasca.
Pensé que antes de hablar conmigo podía haber hablado con algunos de sus enemigos, y que en aquel momento pensó: «Si éste ha adivinado que llamo desde
La Tasca,
el otro también ha podido averiguarlo.»

Fernando Esteso dudaba.

—Mira… —le ayudé—: La primera llamada debió ser bastante excitada, muy nerviosa… No me lo negó—. La segunda la hizo a su casa, a su hermanita, para que le trajera el paquete y le diera mi número de teléfono. La tercera fue para mí… —Hizo un ademán de
sí, tal vez sí, no te digo que no—.
¿A quién llamó la primera vez?

—Al
Puti
—confesó el camarero—. Repitió su nombre el número suficiente de veces para que no quedase la más mínima duda…
«Puti,
por favor, dame otra oportunidad», lloriqueaba…

—Y el
Puti
no le dio otra oportunidad —concluí yo. El camarero frunció los labios y movió negativamente la cabeza—. Y Elías llamó a su familia, y después a mí… Y después… —Trataba de adivinar—. Te pidió que recogieras que traería su hermana y salió volando… El camarero hizo que sí, que muy bien—… Y, mientras él estaba fuera, vino la hermana a traer la caja…

—Que sí, que sí—… Y tal vez también se presentaron el
Puti
y compañía…

Aquí, Fernando Esteso abrió la boca como para repetir lo que había dicho antes («Mira, a mí no me vengas con problemas»), pero estaba tan claro que yo lo acertaba todo que suspiró y me dio la razón.

—Ni más ni menos.

—Y venían en son de guerra.

—Sí, señor.

—Y tú les dijiste que Elías no estaba.

—Porque no estaba.

—Y se fueron.

—Y se fueron —confirmó él.

—Y te dijeron: «Mira que si nos estás escondiendo algo lo pasarás mal» —aventuré.

—Siempre tienen que decir la última palabra —me concedió el camarero.

—Y después volvió Elías…

—… Se metió ahí dentro con la caja que había traído su hermana, y salió al cabo de un rato y me dejó este sobre, y me dijo que se iba, que no dormiría aquí…

—También te dijo: «Dales esto a mis amigos…»

—Sí, señor… —Aquel hombre parecía cansado de hablar conmigo. Se le veía
mucho más
desgraciado que antes.

—Está bien. Veamos qué tenía para sus amigos…

Cogí la mochila Mistral, busqué el sobre de papel de embalar. Lo abrí. Contenía una foto de tamaño cuartilla.

Mostraba el puesto de pescado de un mercado. Supuse que era La Boquería. De perfil al enfoque, una vendedora muy gorda y expansiva como una explosión de Goma-2 reía a mandíbula batiente sacando pecho y echando la cabeza hacia atrás.

Ante ella, al otro lado del mostrador, también de perfil a la cámara, el
Pantasma
tenía una sardina en las manos y le miraba el interior de la boca, con una expresión muy cómica.

Era una magnífica fotografía. Digna del primer premio de un concurso.

Pero para mí no tenía ningún significado.

Como si acabara de decir esto en voz alta, alguien a quien le gustaba llevar la contraria, dijo a mis espaldas:

—Muy bien, chaval… Ahora nos explicarás qué significa esto…

Me volví rápido como una peonza. Pero ellos fueron más rápidos que yo. Una mano me quitó la foto de un tirón. Otra mano me sujetó en lo alto del taburete que me mantenía a la altura de la barra.

Hice ademán de perseguir la foto y la mano que me agarraba por el impermeable amarillo me empujó contra la barra. Sentí el golpe en la espalda y aquel puño se me clavó en el pecho y me hizo daño.

—¡Quieto, entrometido…!

—¡Eeeeh…! —hice yo.

Era el
Puti
quien me había quitado la foto y ahora la miraba como si se tratara de un valioso papiro egipcio. Y era el
Piter
quien me sujetaba. E iban acompañados de un tercer elemento que parecía escapado del mismo zoo que los otros dos. Me aterró verlos tan cerca. Pero ni el miedo ni el daño físico que me acababan de causar me inclinaban al llanto. Al contrario, una rabia sorda, densa y agria como un mal vómito, me llenó el estómago y creció, y se me subió a la cabeza.

¡Aquellos salvajes eran responsables de lo que le había pasado a Elías…!

Sin pensarlo, golpeé el brazo que me sujetaba…

—¡Suelta! —grité.

Aquel movimiento brusco sirvió para librarme de aquella garra y mi taburete alto cayó hacia un lado, proyectándome contra los demás taburetes. Fue una caída muy poco digna, pero me permitió alejarme un poco de la amenaza. A cuatro patas, rápidamente, me zafé de un intento de agarrarme del
Piter,
me escurrí entre dos sillas y me incorporé detrás de una mesa, colocándola como parapeto entre mi perseguidor y yo.

Quería pedirle ayuda al camarero, pero se me habían adelantado.

El Tercer Simio se había abalanzado sobre él y le había puesto la navaja al cuello.

Al mismo tiempo, el
Puti
corría hacia la puerta. Había dado un salto, se había colgado de la persiana metálica y la había bajado de un fuerte tirón.

Había sido un zafarrancho de combate en toda la regla.

Iban a por todas.

Yo estaba acorralado y acababan de declararme la guerra.

Al otro lado de la mesa, el
Piter
me miraba cargado de paciencia. Parecía decir:

«Venga, corre todo lo que quieras; de ésta no sales.» El Simio de la Navaja le dijo al camarero:

—Y tú quieto, ¿eh? Quietecito, que ya has intentado tomarnos el pelo una vez, y eso no se hace…

Y el
Puti,
muy señor, en su papel de jefe de la banda, con la foto entre manos, muy perdonavidas:

—Ahora, nos explicarás qué significa esto…

—¿Por qué habría de saberlo? —grité. Tenía muchas ganas de hacerles daño—. ¡Vosotros erais sus amigos…!

—Tú vas a la escuela con Elías. Tú conoces al colega que trabaja de conserje. Tú tienes que saber por qué paga tanta pasta, ese hombre, por una foto como ésta…

—Pero, ¿no os habíais aliado con el conserje…? —salté yo.

Al ver que le plantaba cara, el
Piter
intentó atraparme. Empujé la mesa contra él y busqué refugio detrás de otra, en una esquina del local. Mal asunto. Pronto estaría completamente acorralado.

Fernando Esteso quería protestar, pero la navaja del Tercer Simio se lo impedía.

—¿Qué pasa? —insistí, provocándolos. Porque no podía evitarlo; tenía que insultarlos, provocarlos como fuera, no podía soportar su proximidad—. ¿Es que ahora os lo queréis montar por vuestra cuenta…? No os casáis con nadie, ¿verdad?

Erais muy amigos del
Lejía,
pero cuando Elías os dijo que podíais sacar mucha pasta robándole la foto, no dudasteis en darle una buena paliza… No obstante, a la que veis que el
Lejía
os quema las motos y que es demasiado fuerte para vosotros, volvéis a aliaros con él y os hacéis amigos del conserje y os ponéis todos contra Elías, que es el más débil… Y, mira por dónde, en cuanto el
Lejía
se descuida, queréis recuperar la foto para montaros la vida por vuestro lado y hacerle chantaje al conserje…

—Tú lo has dicho —afirmó el
Puti
—. Nosotros no nos casamos con nadie… Y ahora, di: ¿Qué significa esta foto?

—¡Que te lo explique el conserje!

El
Piter
se movió rápidamente. Lo estaba preparando desde hacía rato, y, de pronto, dio un tirón y ya tenía el cinturón en la mano. Tintineó una pesada hebilla.

Me dolería mucho si llegaba a tocarme.

—Bájale los humos,
Piter
—ordenó el
Puti.

Y se me vino encima.

Empujé la mesa y eché a correr en la única dirección donde veía una posible vía de escape: Una puerta interior protegida con una cortina de cintas de plástico. Oí el silbido de la correa, el chasquido del golpe contra la fórmica de la mesa, los gritos: «¡Cógele, cógele!», y las maldiciones del
Piter.

Enfilé un pasillo atestado de cajas de cerveza y oí las precipitadas pisadas del
heavy
a mis espaldas. Me colgué de una caja de las de arriba, haciendo que cayera tras de mí. Y otra, y otra, y otra.

Aquello significó un ensordecedor estrépito de cristales rotos, y muchos más insultos, maldiciones y blasfemias vomitados por la boca del
Piter.
Aquel hombre me quería matar. Un latigazo de la correa silbó muy cerca, y la hebilla me dio en los dedos y me hizo mucho, mucho daño. Pero yo no podía detenerme por aquella menudencia. Si me paraba, aún me harían más daño.

Mientras el
Piter
se abría paso lanzando cajas en todas direcciones, rugiendo de rabia, yo llegué hasta una puerta acristalada. Daba a un patio exterior. La abrí, salí a la lluvia, la cerré de nuevo, aunque no podía atrancarla con el pestillo y me volví, dispuesto a enfrentarme con la libertad.

Vanas ilusiones.

Estaba en el fondo de un patio muy estrecho, rodeado de cajas de plástico llenas de botellas.

No tenía escapatoria.

Por encima de mi cabeza, ropa colgada, ventanas estrechas de lavabos o de cocinas, a juzgar por las cañerías de desagüe que bajaban por las paredes. Y, arriba del todo, a cinco pisos de distancia, la cuadrícula del cielo.

Abrí la boca para gritar, pero en aquel mismo instante estallaban los cristales de la puerta, y sólo me salió un ridículo «Ayayayay», mientras trepaba como una ardilla hacia la cima del montón de cajas de plástico.

El
Piter
apareció gritando:

—¡Baja de ahí…! —y me insultaba.

Me envió un correazo que logré esquivar a duras penas.

Repliqué tirándole una caja de cervezas. Pesaba demasiado, y no pude darle impulso, de modo que cayó por su propio peso, pero estalló como una bomba contra el suelo. Como mínimo, conseguí que aquel animal retrocediera.

Entonces, apareció el
Puti.
Furioso, pero contenido.

—¡No hagas tonterías, chaval! —me riñó—. ¿No te das cuenta de que podemos hacerte bajar cuando nos dé la gana? ¡Explica qué significa la foto, y acabemos de una vez!

Se me ocurrió que, tal vez, podría sacar algo en claro de aquella conversación.

—Significa que… —y canté—: ¡Saaardina freees-cué!

—¿Qué? —hizo el
Puti,
como quien ve visiones.

—«Sardina fres-cué» —repetí, con menos entusiasmo—. Elías siempre estaba hablando de sardinas, ¿no os acordáis? «Sardina frees-cué», cantaba continuamente…

—Pero, ¿es que quieres quedarte con nosotros…? —aulló
Piter.
Y esta vez se lanzó a por todas.

10

Todo iba bien hasta ahora

Piter
me propinó otro latigazo para abrirse paso, y yo le ofrecí el culo, que es donde golpeó,
chac,
y me dolió, pero pude aguantar sin echar a llorar, y luego vino a por mí. Había descubierto que el cinturón le obligaba a mantener las distancias, y él buscaba una lucha cuerpo a cuerpo.

Dio un salto y me agarró por mi cinturón. Pretendía arrastrarme al suelo.

Seguramente habría logrado su objetivo pero, antes de que diera el tirón, le propiné una patada en el pecho, levanté una caja de cervezas con las dos manos y la des-cargué con fuerza sobre su cabeza.

La fuerza combinada de los dos golpes provocó un grito y una caída, y aumentó en un cien por cien el peligro que llenaba aquel patio siniestro.

Ahora atacaba el
Puti.
Yo, desengañémonos, no me veía capaz de defender mi posición mucho rato. De modo que hice caer otro par de cajas, me volví hacia el rincón y, sin pensarlo dos veces, me vi agarrado a los salientes de la
cañería
de desagüe, y empezando a escalar con movimientos sincopados y rígidos, mientras gritaba: «¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Auxilio!»

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